Los Habbot y los Brown
era dos parejas muy similiares. Para empezar, vivían en la misma urbanización.
Ambos matrimonios habían elegido una de las mejores zonas de casas
unifamiliares de la ciudad casi al mismo tiempo.
En la urbanización había
doscientas casas, todas uniformes. Todas tenían el mismo jardín con rosales y
aspersores, la misma fachada blanca con el tejado rojo y una modesta chimenea
al lado derecho de la cornisa trasera. Todas tenían perros, con sus respectivas
casitas de madera colocadas estratégicamente al lado izquierdo donde dormitaba
la criatura la mayor parte del día, excepto cuando pasaba el cartero y el chico
de los periódicos. En el jardín trasero estaba la piscina con forma de riñón,
la misma barbacoa de piedra antigua incrustada en la pared del garaje. Por las
pequeñas calles de adoquines se mezclaban niños en bicicletas y vehículos de
gama media para familias de cuatro miembros.
A pesar de vivir a una
calle de distancia, los Habbot y los Brown no se conocieron hasta muchos años
después, como solía ocurrir en estas colmenas de chalets tan urbanitas. La
relación entre vecinos eran frías e insustanciales, y ni tan siquiera daban
para una larga conversación de barbacoa los sábados por la mañana. Los Habbot
vivían en el 1331 y los Brown en el 1313. Sus casas estaban separadas por un
pequeño callejón al que daban los garajes. El señor Habbot no había coincidido
nunca con el señor Brown al tomar el coche o los domingos, cuando tocaba lavado
intensivo.
Los dos eran contables
y trabajaran para la misma empresa, en el mismo departamento. Sus oficinas
estaban cada una situada en un extremo del mismo pasillo, pero nunca habían se
habían encontrado en las horas de comida ni en los descansos. Se cortaban las
patillas y se perfilaban los bigotes en la misma barbería. Curiosamente, tenían
el mismo remolino en la nuca y sus bigotes tenían el mismo tono marrón. A veces
el barbero, el señor Mink, confundía sus nombres cuando buscaba sus cuentas
personales entre los clientes. Les
gustaba hablar de fútbol con los amigos y detestaban las barbacoas vecinales,
por eso rara vez acudían a alguna. Por el resto, no se parecían demasiado.
La señora Habbot y la
señora Brown, en cambio, eran sendas amas de casa con un currículo impecable en
cuanto a concursos de cocina y jardinería. Las dos cultivaban rosales bajo la
ventana de la cocina y también usaban la misma loción de manos, un toque de
canela y romero, que compraban en la misma tienda cara del centro de la ciudad.
Eran bien parecidas, se sentían cómodas llevando batines de patchwork en casa y
adoraban cuidar de sus familias. Cada una de ellas había parido dos hijos, un
niño y una niña. Los niños estaban en la misma clase del instituto, y las niñas
compartían guardería y un curso de introducción al ballet para preescolares.
Las rutinas de las
familias Habbot y Brown siempre eran iguales. No había nada nuevo en el día del
señor Habbot cuando regresó una noche al hogar. Había sido una larga jornada de
trabajo en la oficina y llovía a cántaros, así que aparcó el coche dentro del
garaje y después aseguró la puerta metálica para que no se encharcase. Realizó
todos los gestos habituales de cada noche. Salió por la puertecilla que
comunicaba con el pasillo de la vivienda. Se quitó la gabardina, la colgó del
perchero de la entrada. Una niña pequeña le pasó por el lado, rápida como una
bala, llevando su malla de ballet y su tutú de princesa. Ni le miró, porque ya
se sabe cómo son los niños de cinco años.
Después se dejó caer pesadamente en el sofá y encendió la televisión
desde el mando a distancia. Su mujer le recibió como era costumbre. Le gritó
desde la cocina.
—¿Cariño?
—Sí.
—¡Cómo llueve hoy!
—Mucho. ¿Han cenado los niños?
—Hace rato. ¿Y tú?
—No.
—¿Te preparo una sopa de cebolla?
—Apetece con este tiempo, la verdad.
El señor Habbot buscó con la mano el periódico en el
revistero, a un lado del sofá. Como todas las noches y debido al largo día de
trabajo, su esposa le recogía la prensa y se la dejaba en el sitio habitual
para que él echara mano al regresar.
Escuchó que ella entraba en el salón y movía la mesilla
auxiliar hasta su lado. Luego se marchó tarareando una canción que nunca le
había escuchado, para retomar su fregado de cacharros en la cocina. Había
dejado a su disposición un cuenco de humeante sopa, con muchos trocitos de pan
en el centro. Dejó que se enfriara mientras leía la sección de Deportes. La
niña pasó varias veces por delante, con sus pasitos inquietos y sus rabietas
llorosas porque no quería ir a dormir. Su madre la cogió en brazos y la llevó
al piso de arriba, comentándole a su marido como quien no quiere la cosa que la
niña tenía que aprender horarios correctos y para ello había que apagar la
televisión a las nueve. Él asintió sin mucho interés.
La niña tardó una hora en dormirse. La señora de la casa
volvió al salón y se sentó junto a su marido. Recuperó de un cesto junto a la
cómoda sus útiles de costura y empezó una nueva bufanda de patchwork. Tejer era
su entretenimiento de cada noche, junto a las charlas domésticas con su esposo
y la película nocturna de la cadena uno.
—Una edad muy mala, la muda de dientes —suspiró ella. Él
alzó una ceja sin quitar la vista de la televisión.
—Sí.
Indiana Jones le mantenía pegado al televisor. La había
cogido empezada, pero la veía de todas formas. Era mejor que ver la tertulia
del canal dos o la telebasura que emitía el resto de cadenas.
Hacia las once llamaron por teléfono y el señor Habbot
alargó la mano como un autómata para descolgar el auricular, que reposaba en la
mesilla de cristal de su derecha de forma estática desde hacía diez años.
—¿Diga?
—Pregunto por Harold.
—No, lo siento, se ha confundido. Aquí no vive nadie que se
llame así.
Colgó.
—¿Quién era? —preguntó la mujer.
—Se habían confundido.
—¡Vaya horas de llamar!
—Ya ves.
—Oye, deberíamos ir mirando las sillas para el jardín.
Podríamos ir al centro comercial. Mañana es sábado, seguro que hace buen día
después de toda la lluvia.
—Bueno.
—Y la semana que viene deberíamos llevar al perro al
veterinario.
—¿Para qué?
—La desparasitación, ya sabes. Le toca.
—Vale.
—El domingo hay comida en casa de los Miller.
—¿Otra vez? Dio una barbacoa el mes pasado.
—Ya les conoces, son un poco frugales. ¿Iremos?
—Como quieras.
Después él la dejó seguir parloteando del nuevo concurso de
jardines comunitarios al que quería presentarse porque los rosales estaban
floreciendo estupendamente. El señor Habbot encendió un cigarrillo del paquete
que llevaba en los pantalones y se acercó el cenicero de cristal barato que
había en la mesa de té y que siempre estaba impoluto cuando él llegaba a casa.
La película terminó sobre las doce y media, cuando ya había
las cenizas de tres cigarrillos en el cenicero. Era una hora tardía para él,
pero era noche del viernes y no tendría que madrugar el sábado, así que se fumó
el cuarto cigarrillo en lo que su señora dejaba los alfileres en la cestita de
la costura y se marchaba al dormitorio. El señor Habbot conocía la rutina de su
mujer: se asearía antes de ponerse el camisón de seda, se cepillaría los
dientes con esmero con la pasta mentolada y luego se echaría la loción de
canela y romero en las manos para que estuvieran suaves y delicadas.
Entonces él subiría, se pondría el primer pijama que
encontrase en el armario y se metería en la cama con cierta somnolencia, porque
los viernes le dejaban exhausto. Pero la esposa querría hacer su acto conyugal
de la semana, así que hizo lo propio aunque no tuviera demasiadas expectativas.
No podía llamarse un acto en sí, pues hacía tiempo que no culminaban de ninguna
manera. Se dedicaban a manosearse durante diez minutos, de la misma rutinaria
manera de cada viernes. No había nada nuevo en el cuerpo de la mujer. Lo
recorrió de memoria, agradeciendo que estuvieran en la oscuridad para poder
bostezar a gusto. Ella siempre se quedaba callada y sin apenas moverse, como un
maniquí, y rara vez conseguía arrancarle un suspiro de placer y otra cosa que
no requiriera bregar con su verga en modo manual. Era por la rutina.
Luego ella se quedó adormilada y él sacó las manos de entre
sus piernas. Le dio un besito en los labios y se impregnó de ese aroma
mentolado de la pasta de dientes. Ella palmeó su rostro en un gesto de ánimo y
de agradecimiento por el toqueteo y también le llenó del olor de la canela y el
romero. No había noche que no se durmiera envuelto en esos aromas tan
personales. Sino, era como si su mujer no estuviese allí.
Cuando el señor Habbot salió de la habitación al día
siguiente, aún medio dormido, se cruzó con el hijo mayor. Le dijo un rápido
hola antes de desaparecer escaleras abajo. No volvería a verle hasta la noche.
Así eran los adolescentes, tan despegados de su familia que no reconocerían a su
propio padre.
Su mujer tarareaba la misma canción de la noche anterior en
la cocina y el olor a tortitas inundaba la planta baja. Antes de sentarse a la
mesa a desayunar, el señor Habbot decidió salir en búsqueda del periódico y
recoger las cartas del buzón. Había oído al perro ladrar desde la cama, así que
el cartero ya debía haber hecho su trabajo por aquella zona.
Nada más salir de casa, el pastor alemán salió de la caseta,
fue hacia él y empezó a ladrarle con mala saña. Parecía enfadado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el señor Habbot, tratando de
calmarle con una caricia.
Pero el perro se alejó un poco y continuó ladrándole de
forma escandalosa.
—¡Cállate, Toby! ¡Cállate! ¡Chucho estúpido!
Le ignoró y continuó por el caminito de piedras hasta la
verja del jardín. Abrió el buzón en forma de casita, un regalo de la
constructora de la urbanización para todas las viviendas.
Metió la mano mientras controlaba al perro con los ojos,
porque parecía que iba a atacarle en cualquier momento. Tenía el pelaje más
claro que el día anterior, a la luz del sol.
Lo que pasó a continuación fue de una confusión absoluta. No
había ninguna carta dirigida a él. Había un extracto bancario, la factura del
gas y una promoción personalizada de una compañía de teléfonos. Pero todas se
habían equivocado de dirección, o en su defecto, el incompetente cartero. A
veces solía ocurrir. Le confundían con el vecino de la casa de abajo, el señor
Brown. Le pasaba también al barbero y a algunos vecinos. Él no les corregía,
pues creía que era un lapsus sin maldad. Debían de parecerse mucho para que
después de tanto tiempo todo el mundo siguiera confundiéndoles.
Cerró el buzón y entonces leyó la inscripción.
Familia Brown. 1313
Qué raro un relato en América.
ResponderEliminarLo interesante es pasarlo a un ámbito cercano o neutro.
La frase: "Lo que pasó a continuación fue de una confusión absoluta" delata al narrador.
Aparte del fallo de esa frase y de los gustos sobre la localización del relato, ¿está bien, mal, dice algo o no dice nada? Gracias.
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