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miércoles, 23 de mayo de 2012

- Relato 5 de Carla G. Mairena




Los Habbot y los Brown era dos parejas muy similiares. Para empezar, vivían en la misma urbanización. Ambos matrimonios habían elegido una de las mejores zonas de casas unifamiliares de la ciudad casi al mismo tiempo.
En la urbanización había doscientas casas, todas uniformes. Todas tenían el mismo jardín con rosales y aspersores, la misma fachada blanca con el tejado rojo y una modesta chimenea al lado derecho de la cornisa trasera. Todas tenían perros, con sus respectivas casitas de madera colocadas estratégicamente al lado izquierdo donde dormitaba la criatura la mayor parte del día, excepto cuando pasaba el cartero y el chico de los periódicos. En el jardín trasero estaba la piscina con forma de riñón, la misma barbacoa de piedra antigua incrustada en la pared del garaje. Por las pequeñas calles de adoquines se mezclaban niños en bicicletas y vehículos de gama media para familias de cuatro miembros.
A pesar de vivir a una calle de distancia, los Habbot y los Brown no se conocieron hasta muchos años después, como solía ocurrir en estas colmenas de chalets tan urbanitas. La relación entre vecinos eran frías e insustanciales, y ni tan siquiera daban para una larga conversación de barbacoa los sábados por la mañana. Los Habbot vivían en el 1331 y los Brown en el 1313. Sus casas estaban separadas por un pequeño callejón al que daban los garajes. El señor Habbot no había coincidido nunca con el señor Brown al tomar el coche o los domingos, cuando tocaba lavado intensivo.
Los dos eran contables y trabajaran para la misma empresa, en el mismo departamento. Sus oficinas estaban cada una situada en un extremo del mismo pasillo, pero nunca habían se habían encontrado en las horas de comida ni en los descansos. Se cortaban las patillas y se perfilaban los bigotes en la misma barbería. Curiosamente, tenían el mismo remolino en la nuca y sus bigotes tenían el mismo tono marrón. A veces el barbero, el señor Mink, confundía sus nombres cuando buscaba sus cuentas personales entre los clientes.  Les gustaba hablar de fútbol con los amigos y detestaban las barbacoas vecinales, por eso rara vez acudían a alguna. Por el resto, no se parecían demasiado.
La señora Habbot y la señora Brown, en cambio, eran sendas amas de casa con un currículo impecable en cuanto a concursos de cocina y jardinería. Las dos cultivaban rosales bajo la ventana de la cocina y también usaban la misma loción de manos, un toque de canela y romero, que compraban en la misma tienda cara del centro de la ciudad. Eran bien parecidas, se sentían cómodas llevando batines de patchwork en casa y adoraban cuidar de sus familias. Cada una de ellas había parido dos hijos, un niño y una niña. Los niños estaban en la misma clase del instituto, y las niñas compartían guardería y un curso de introducción al ballet para preescolares.
Las rutinas de las familias Habbot y Brown siempre eran iguales. No había nada nuevo en el día del señor Habbot cuando regresó una noche al hogar. Había sido una larga jornada de trabajo en la oficina y llovía a cántaros, así que aparcó el coche dentro del garaje y después aseguró la puerta metálica para que no se encharcase. Realizó todos los gestos habituales de cada noche. Salió por la puertecilla que comunicaba con el pasillo de la vivienda. Se quitó la gabardina, la colgó del perchero de la entrada. Una niña pequeña le pasó por el lado, rápida como una bala, llevando su malla de ballet y su tutú de princesa. Ni le miró, porque ya se sabe cómo son los niños de cinco años.  Después se dejó caer pesadamente en el sofá y encendió la televisión desde el mando a distancia. Su mujer le recibió como era costumbre. Le gritó desde la cocina.
—¿Cariño?
—Sí.
—¡Cómo llueve hoy!
—Mucho. ¿Han cenado los niños?
—Hace rato. ¿Y tú?
—No.
—¿Te preparo una sopa de cebolla?
—Apetece con este tiempo, la verdad.
El señor Habbot buscó con la mano el periódico en el revistero, a un lado del sofá. Como todas las noches y debido al largo día de trabajo, su esposa le recogía la prensa y se la dejaba en el sitio habitual para que él echara mano al regresar.
Escuchó que ella entraba en el salón y movía la mesilla auxiliar hasta su lado. Luego se marchó tarareando una canción que nunca le había escuchado, para retomar su fregado de cacharros en la cocina. Había dejado a su disposición un cuenco de humeante sopa, con muchos trocitos de pan en el centro. Dejó que se enfriara mientras leía la sección de Deportes. La niña pasó varias veces por delante, con sus pasitos inquietos y sus rabietas llorosas porque no quería ir a dormir. Su madre la cogió en brazos y la llevó al piso de arriba, comentándole a su marido como quien no quiere la cosa que la niña tenía que aprender horarios correctos y para ello había que apagar la televisión a las nueve. Él asintió sin mucho interés.



La niña tardó una hora en dormirse. La señora de la casa volvió al salón y se sentó junto a su marido. Recuperó de un cesto junto a la cómoda sus útiles de costura y empezó una nueva bufanda de patchwork. Tejer era su entretenimiento de cada noche, junto a las charlas domésticas con su esposo y la película nocturna de la cadena uno.
—Una edad muy mala, la muda de dientes —suspiró ella. Él alzó una ceja sin quitar la vista de la televisión.
—Sí.
Indiana Jones le mantenía pegado al televisor. La había cogido empezada, pero la veía de todas formas. Era mejor que ver la tertulia del canal dos o la telebasura que emitía el resto de cadenas.
Hacia las once llamaron por teléfono y el señor Habbot alargó la mano como un autómata para descolgar el auricular, que reposaba en la mesilla de cristal de su derecha de forma estática desde hacía diez años.
—¿Diga?
—Pregunto por Harold.
—No, lo siento, se ha confundido. Aquí no vive nadie que se llame así.
Colgó.
—¿Quién era? —preguntó la mujer.
—Se habían confundido.
—¡Vaya horas de llamar!
—Ya ves.
—Oye, deberíamos ir mirando las sillas para el jardín. Podríamos ir al centro comercial. Mañana es sábado, seguro que hace buen día después de toda la lluvia.
—Bueno.
—Y la semana que viene deberíamos llevar al perro al veterinario.
—¿Para qué?
—La desparasitación, ya sabes. Le toca.
—Vale.
—El domingo hay comida en casa de los Miller.
—¿Otra vez? Dio una barbacoa el mes pasado.
—Ya les conoces, son un poco frugales. ¿Iremos?
—Como quieras.
Después él la dejó seguir parloteando del nuevo concurso de jardines comunitarios al que quería presentarse porque los rosales estaban floreciendo estupendamente. El señor Habbot encendió un cigarrillo del paquete que llevaba en los pantalones y se acercó el cenicero de cristal barato que había en la mesa de té y que siempre estaba impoluto cuando él llegaba a casa.



La película terminó sobre las doce y media, cuando ya había las cenizas de tres cigarrillos en el cenicero. Era una hora tardía para él, pero era noche del viernes y no tendría que madrugar el sábado, así que se fumó el cuarto cigarrillo en lo que su señora dejaba los alfileres en la cestita de la costura y se marchaba al dormitorio. El señor Habbot conocía la rutina de su mujer: se asearía antes de ponerse el camisón de seda, se cepillaría los dientes con esmero con la pasta mentolada y luego se echaría la loción de canela y romero en las manos para que estuvieran suaves y delicadas.
Entonces él subiría, se pondría el primer pijama que encontrase en el armario y se metería en la cama con cierta somnolencia, porque los viernes le dejaban exhausto. Pero la esposa querría hacer su acto conyugal de la semana, así que hizo lo propio aunque no tuviera demasiadas expectativas. No podía llamarse un acto en sí, pues hacía tiempo que no culminaban de ninguna manera. Se dedicaban a manosearse durante diez minutos, de la misma rutinaria manera de cada viernes. No había nada nuevo en el cuerpo de la mujer. Lo recorrió de memoria, agradeciendo que estuvieran en la oscuridad para poder bostezar a gusto. Ella siempre se quedaba callada y sin apenas moverse, como un maniquí, y rara vez conseguía arrancarle un suspiro de placer y otra cosa que no requiriera bregar con su verga en modo manual. Era por la rutina.
Luego ella se quedó adormilada y él sacó las manos de entre sus piernas. Le dio un besito en los labios y se impregnó de ese aroma mentolado de la pasta de dientes. Ella palmeó su rostro en un gesto de ánimo y de agradecimiento por el toqueteo y también le llenó del olor de la canela y el romero. No había noche que no se durmiera envuelto en esos aromas tan personales. Sino, era como si su mujer no estuviese allí.



Cuando el señor Habbot salió de la habitación al día siguiente, aún medio dormido, se cruzó con el hijo mayor. Le dijo un rápido hola antes de desaparecer escaleras abajo. No volvería a verle hasta la noche. Así eran los adolescentes, tan despegados de su familia que no reconocerían a su propio padre.
Su mujer tarareaba la misma canción de la noche anterior en la cocina y el olor a tortitas inundaba la planta baja. Antes de sentarse a la mesa a desayunar, el señor Habbot decidió salir en búsqueda del periódico y recoger las cartas del buzón. Había oído al perro ladrar desde la cama, así que el cartero ya debía haber hecho su trabajo por aquella zona.
Nada más salir de casa, el pastor alemán salió de la caseta, fue hacia él y empezó a ladrarle con mala saña. Parecía enfadado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el señor Habbot, tratando de calmarle con una caricia.
Pero el perro se alejó un poco y continuó ladrándole de forma escandalosa.
—¡Cállate, Toby! ¡Cállate! ¡Chucho estúpido!
Le ignoró y continuó por el caminito de piedras hasta la verja del jardín. Abrió el buzón en forma de casita, un regalo de la constructora de la urbanización para todas las viviendas.
Metió la mano mientras controlaba al perro con los ojos, porque parecía que iba a atacarle en cualquier momento. Tenía el pelaje más claro que el día anterior, a la luz del sol.
Lo que pasó a continuación fue de una confusión absoluta. No había ninguna carta dirigida a él. Había un extracto bancario, la factura del gas y una promoción personalizada de una compañía de teléfonos. Pero todas se habían equivocado de dirección, o en su defecto, el incompetente cartero. A veces solía ocurrir. Le confundían con el vecino de la casa de abajo, el señor Brown. Le pasaba también al barbero y a algunos vecinos. Él no les corregía, pues creía que era un lapsus sin maldad. Debían de parecerse mucho para que después de tanto tiempo todo el mundo siguiera confundiéndoles.
Cerró el buzón y entonces leyó la inscripción.
Familia Brown. 1313


2 comentarios:

  1. Qué raro un relato en América.
    Lo interesante es pasarlo a un ámbito cercano o neutro.

    La frase: "Lo que pasó a continuación fue de una confusión absoluta" delata al narrador.

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  2. Aparte del fallo de esa frase y de los gustos sobre la localización del relato, ¿está bien, mal, dice algo o no dice nada? Gracias.

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