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miércoles, 30 de mayo de 2012

-Relato 1 de Higinio Gómez

          

                                      Carta a Rosa
                     
Hola, Rosa. No sé si decirte mejor que eso, puñetera Rosa. No me lo merezco. Sí, lo reconozco, me emborraché como un gilipollas, pero lo tuyo fue demasiado. No sé si esta descripción, o confesión, llámalo como quieras, te va a hacer más daño que mi silencio si hubieras llegado a saber sin tu intervención lo que hubiera ocurrido aquella noche. Yo había bebido más de la cuenta, desde luego. Pero tú te largaste no sé con quién, si con Alberto, o con Marta, o con los dos. Si no hubiera ocurrido lo que ocurrió probablemente yo hubiera dudado entre la mentira y la confesión. ¿Qué es mejor, mentir o confesar? Porque yo sé que tú, después del silencio por tu parte durante una semana por lo menos, al final me ibas a preguntar, imaginándolo, qué hice el martes de carnaval por la noche. Pero ya lo sabes. Te juro que ante la duda, con veinte argumentos a favor de lo uno y otros tantos a favor de lo mismo, confesar o mentir, yo hubiera decidido arrojar una moneda al aire y aceptar la voluntad del azar. Aunque a ti te revienta eso, tú sabes que yo defiendo ese método de decisión en nuestros pequeños conflictos de deseos muchos días. ¿A qué película vamos esta tarde? Casi nunca coincidimos. ¡Casi siempre tengo mala suerte! Y así ha ocurrido una vez más. El azar me ha pedido que te cuente con todo detalle lo que ya sabes que ocurrió aquella noche porque, después de esa semana de tortura a la que me estás sometiendo con tu silencio, me lo preguntarás. Además, no me extrañaría que la perversidad de Marta le hubiera llevado a contarte las cosas del modo que a ella le hubiera convenido más.
                                                       
De pronto la noche del martes de carnaval me costó mucho ver la hora de mi reloj con el mortecino resplandor de las brasas ya casi sólo cenizas en un salón que me resultaba conocido. Me preguntaba cómo y con quién yo había llegado hasta allí. Me molestaba todo el cuerpo con esa sensación dolorosa, ambigua, característica de una resaca espantosa. Estiré brazos y piernas. Sentía frío.
Tenía la sospecha de que estaba en la casa de Marta, en Carmona, pero sólo la sospecha. Los dos sabíamos, también Alberto, que los padres de Marta iban a estar unos meses fuera de España. Y tú sabes mejor que nadie que los cuatro somos amigos de toda la vida, aunque lo tuyo y lo mío sea más serio, digamos. Marta lo sabe. También Alberto. Cuando tú y yo nos enfadamos por cualquier gilipollez pienso, como un idiota, que debería aproximarme más a ella. No lo hice. No lo hago. Gracias a Dios, o a lo que sea, sucedió contigo. Y contigo continúo. De modo que lo primero, confirmar que estaba en la casa de Marta.       
Me levanté, tiré de la puerta del salón y me asomé. La lucecita roja, gracias a la que pude ver el hall con la puerta de cristales a su derecha indicaba que me encontraba en el caserón de los padres de nuestra  amiga. No se trataba de un sueño. Ella no mintió hace pocos días al decirnos que pasaba miedo por la noche viviendo allí sola. Aquello era una madriguera de fantasmas. Lo segundo, averiguar si Marta estaba allí y si dormía. Decidido a no utilizar otra iluminación que la proporcionada por la lámpara roja, tendría que valerme del encendedor en la cocina. Allí esperaba encontrar cerillas, quién sabe si alguna de aquellas viejas palmatorias con vela de cera. Frente a mí pude distinguir tres puertas. A mi derecha tenía la de cristales. Di unos pasos y comprobé la existencia de otra habitación a mi izquierda. Recordé que si se desconoce el lugar en el que puede encontrarse lo que uno busca, lo más rentable es indagar cerca de uno mismo. Yo buscaba la cocina. La pequeña luz roja estaba enfrente, al otro lado del hall. Yo podía cruzarlo y comprobar si la puerta que estaba debajo y, en consecuencia, la mejor iluminada, pertenecía a la cocina. Pero no quise hacer como aquel a quien habiéndosele caído una moneda en la oscuridad, va a buscarla quince metros más allá sólo porque esa zona distante de él está iluminada y no la que tiene a sus pies. Así pues, deseché la puerta más lejana. Giré a mi izquierda para abrir la que estaba más próxima. En efecto, aquello era la cocina. Encontré la palmatoria que deseaba con todo mi corazón. Estaba sobre la repisa de una amplia campana de fábrica de ladrillo que cubría el espacio de cocinar. Los pequeños hallazgos dan alegría. Me encontraba mucho mejor. Por lo pronto podía recorrer todas las habitaciones, enfrentándome a los posibles malos espíritus..., sin la molestia en mis dedos del encendedor que empezaba a alcanzar una temperatura desagradable. Bien es cierto que la resaca me hacía sentir aún las malditas bebidas que habíamos ingerido, junto a los efectos mitad relajantes, mitad estupefacientes del hachís. Con la palmatoria ya no tenía dificultad para acercarme al cuarto de baño y tomar alguna pastilla que seguro encontraría. Se trataba de buscar y encontrar el baño. Siguiendo mi principio del mínimo desplazamiento, me acerqué a la puerta que tenía enfrente. Estaba cerrada. Quizás fuera allí donde Marta dormía. Giré el tirador con mucho cuidado. De ese modo ella no se despertaría si estaba en el interior. No fue así. La habitación contigua se abrió con facilidad, era el cuarto de baño. Allí eché fuera la orina que me apretaba la vejiga y deseaba escapar. Sólo quedaba ya una habitación por inspeccionar, puesto que el salón con puerta de cristales lo conocíamos todos. Pensé que Marta estaba dentro de la habitación cuya puerta tenía delante, bajo la lucecita roja. O quizás, no. Había que averiguarlo. Estaría bueno que al entrar la encontrara acostada con Alberto. Quién sabe si contigo. Manipulé la cerradura. Empujé ligeramente. La hoja de madera cedió. Allí había alguien puesto que recibí en mi cara el impacto del calor humano. Un aire cálido, espeso, mínimamente perfumado. Abrí un poco más la puerta. Levanté la palmatoria por encima de mi cabeza. Sería Marta. Ahora yo debía dejarla dormir y regresar a Sevilla cuanto antes para hablar contigo. Con la vela encendida sobre mi cabeza caí en la cuenta de que si yo había llegado hasta allí en un coche que no fuera el mío, carecía de vehículo para regresar. Palpé con la mano libre mis bolsillos. Tenía las llaves. Yo debía salir para coger mi coche, y dar aquella aventura por terminada. Quien fuera se removió. Giró su cuerpo. Levantó la cabeza. Dio un grito de espanto. Se incorporó de un brinco, y se sentó en la cama. ¡Soy yo!, aclaré. “¡Dios mío, qué susto me has dado! ¡Qué horror!”. Eras tú, Rosa. No Alberto. No Marta. Yo apagué la vela. Fui hacia ti. Me desnudé en tres segundos y me metí volando empujado por las sábanas ardientes del calor de tu cuerpo. Tu respuesta fue un empujón que estuvo a punto de arrojarme al suelo desde de la cama. “¡Márchate de aquí! ¡No quiero verte más!” ¿Porqué, Rosa? Fue así. Eras tú. No ella. No él. Fue así. No como tú estás pensando que podría haber sido desde ya hace más de cinco días sin hablarme. Sólo fue así, no de otro modo. ¿Por qué me llevasteis a la casa de Marta y no a la mía? ¿Por qué? ¿Para qué?


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