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viernes, 11 de mayo de 2012

- Relato 3 de María Marín Álvarez



En picado.



No sabe exactamente la hora que es pero debe ser esa hora en la que los autobuses urbanos ya no trabajan. No tiene dinero para coger un taxi, ni siquiera las tarjetas de crédito. Salir de casa sin la cartera es algo muy típico en ella. A más prisa, más despiste. Su teléfono se ha quedado sin batería y no puede ni escuchar música ni mirar la hora, claro. Odia andar sin escuchar la radio, le parece una actividad de lo más tediosa. Además, andar sin música significa pensar y el trayecto desde su casa a la facultad y viceversa, lo poco que anda al cabo del día, es uno de los pocos momentos dentro de su rutina en los que puede o, mejor dicho, se permite relajarse. Por eso prefiere andar con música, para cantar en lugar de pensar. El sonido de sus botas de cowboy clavándose en el asfalto martillea sus sentidos, la hacen fruncir el ceño a cada paso. Uno, otro, otro, otro. Una canción, piensa en una canción que tararear para despistar a su maniático sentido. Podría dormir en medio de un concierto hardcore, pero jamás con el sonido repetitivo, por ejemplo, de una gota suicida desafiando la gravedad en el lavabo del baño. Un paso, otro, otro. Nota como el dedo gordo del pie izquierdo ha perforado ya los pantys nuevos. Otra cosa que no soporta. No entiende por qué narices le pasa y ya está harta de bromas a base de la largura apropiada para las uñas del pie. Cree que es porque se los estira demasiado en un afán de disimular las pequeñas curvas poco simétricas de su cintura. Lo ha intentado todo, pero al final del día, siempre el dedo gordo del pie izquierdo acaba asomando por su panty, como si de un parto se tratara.  Siempre el izquierdo. No hay nada más odioso, después de la gota suicida, que andar sin música sintiendo como, poco a poco, el dedo va abriéndose camino desde dentro  hacia fuera hasta que, finalmente, nota como es el cuero de la bota el que lo acaricia y no la suave textura de unos pantys nuevos de nylon. Cualquier canción valdrá, solo necesita encontrar una. 
Su cabeza es ahora mismo una sala de cine donde pasan la premier de su ópera prima. Ahora, contrapicado de Sofía mientras busca la ropa adecuada en su habitación antes de salir. Es incapaz de concentrarse. Piensa que lo mejor será callejear, jugar a la intuición y quitarse del paso de taxis y pandillas de muchachos con ganas de quemar la noche. La falda se le sube gracias a la suavidad del nylon. Camina dándose tirones de ella hacia abajo, lo hace  de manera automática pero con clase. Jorge siempre se lo dice, siempre le dice que es la alumna con más clase de toda la universidad y aunque ella lo sabe, se siente culpable por darle la razón y termina diciéndole que se deje de tonterías, que se supone que es la alumna la que debiera adular al profesor, y no al contrario. Un paso, otro, otro.
Abandona por fin la gran avenida para adentrarse en un laberinto de calles estrechas con adoquines separados que la obligan a recomponer el paso más de una vez tras un leve tambaleo debido a un traspié. Pero no pierde la dignidad. Sabe que es una mujer llamativa, sin ser guapa. Tiene clase y un estilo personal muy característico. En un momento como este, lo último que quiere es llamar la atención. En uno de esos traspiés su cuerpo se gira en una espiral casi completa y al intentar recomponerse se encuentra de bruces con su propia imagen reflejada en uno de los coches aparcados. Se queda paralizada. Tiene el pelo revuelto y las gafas manchadas. Sofía se queda paralizada por un segundo. Al verse, alguien en la sala de proyecciones no ha sabido empalmar un carrete e película con otro y su película se ha detenido. Intenta ponerla en marcha, grita desde la sala de butacas para que por favor vuelvan a reanudar la película, pero no ocurre nada. El pelo revuelto no llamaría tanto la atención si no tuviera las gafas en un estado tan lamentable. Está a punto de caerse al intentar quitárselas en un gesto de histeria, como si hubiera encontrado uno de esos insectos que tanto asco le dan, las cucarachas californianas.  Las gafas se enredan con el pelo y este a su vez en el único pendiente que le queda. No le importa el pendiente aunque ese típico error le hace sonreír de una manera maquiavélica. Hitchcock ya lo advirtió. Finalmente, cae al suelo al forcejear consigo misma y con la cucaracha en la que se han convertido sus gafas. Sin desengancharlas del todo del pelo, se coge un pellizco de su camiseta y empieza a limpiar las gafas con frenética energía. Está a punto de meterse una de las lentes en la boca cuando recuerda la causa de las manchas. Sangre. No piensa chupar esa sangre. Esa sangre no es suya. A pesar de lo enérgico de sus movimientos, la mancha no se va. De repente, esas gotas de sangre se convierten en una plaga, no solo es que no se vayan, es que se reproducen. Intenta contarlas a la luz de la única farola que alumbra esa calle. Ocho gotas, quince, sesenta…mil. Millones de gotas de sangre ajena encrustadas en sus gafas. En el suelo, derrotada, Sofía pierde la paciencia y una lágrima se escapa de su ojo izquierdo. La sigue otra que baja por su mejilla derecha recelosa de perder la carrera que la hará desembocar en su boca que dibuja una mueca de pánico. Se deja llorar. No opone resistencia y llora, llora como nunca. Llora como lo estaba deseando hacer desde que empezó el día, aquel día 9 de mayo de 2008. No sabe cuánto tiempo ha pasado llorando cuando una voz cálida dice “¿puedo ayudarte?”. Como por arte de magia, su película se vuelve a poner en marcha, esta vez con un flashback donde recuerda la última vez que alguien, ese mismo día, le hace la misma pregunta. 
Plano americano de Jorge. Intenta responder que no le pasa nada al mismo tiempo que descubre que sus gafas ya están limpias pero que uno de los cristales se ha salido de la montura. Se incorpora ayudada por esa cálida voz que le tiende una mano para ayudarla mientras que con la otra le ofrece el cristal izquierdo de sus gafas. “Es en el que tengo más aumento y ya me veía volviendo a casa a gatas. No sé qué me ha pasado, Supongo que ha sido un día muy duro y al darme cuenta de que había perdido las gafas me he puesto a llorar como una niña”, responde como si hubiera estado esperando poder soltar aquella frase toda su vida. Nadie diría que hace tan solo una hora sus gafas se mancharon de sangre. De una sangre que no era la suya. Se levanta sin echar la vista atrás, sin tomar la mano cálida que la anima a levantarse. Busca directamente, a tientas, el cristal de sus gafas. Se sacude la falda vaquera, la dignidad. Normalmente hubiera sonreído abiertamente a aquella desconocida y le hubiera regalado su más sincera frase de agradecimiento y seguramente habrían terminado en el bar más cercano riéndose de su estúpida caída. Pero no lo hace. En lugar de eso, da las gracias escuetamente, aderezándolas con un “tengo mucha prisa” bastante poco creíble y, sin mirar atrás, sin querer descubrir la cara de aquella mano generosa que la hace volver a la proyección de su ópera prima, emprende su camino, volviendo a sentir el dedo gordo asfixiándose entre su panty. 
Este breve incidente le ha hecho dibujar en su mente una función matemática en la que el eje x es la gravedad de su situación y el eje y es su capacidad para soportar tal estado de tensión. El recorrido que dibuja la función es devastador. Pero ahora no tiene tiempo de pensar en ello. Tiene que caminar. Vuelve a lamentar haber salido de casa sin la tarjeta de crédito. Se acuerda de su padre y se recrimina por ello, no por la anécdota del dinero, sino por acordarse de su padre en un momento tan desagradable como aquel, más bien, por no haberse acordado de él una hora y media antes. Sofía sigue caminando aunque, por un momento, ha perdido el rumbo. Ha torcido a la derecha sin saber por qué y ahora no sabe donde está. Su cabeza le da vueltas, no consigue encontrar la canción que la ayude a olvidar el sonido de sus botas contra el asfalto. Mientras tanto, la proyección de su película sigue adelante. Nos encontramos en el exacto momento en el que Sofía llega al piso de Jorge, su profesor, el tutor de sus tesis. La tesis en la que lleva trabajando 4 años seguidos. Finding a Lost Generation in Paris es el título provisional e incompleto de su trabajo de investigación. No le convence del todo, porque sabe que el título es lo primero que leerá el profesor y que debe identificar claramente el tema y el ángulo de su investigación. Finding a Lost Generation in Paris…autores norteamericanos en París, prestando especial atención a las féminas, y en particular a Gertudre Stein, la Gertru, como Jorge la llama a veces, cosa que a Sofía le parece una falta de respeto increíble aunque en más de una ocasión se ha reído con la manera que tiene Jorge de pronunciar ese apodo; la famosa librería Shakespeare & Company de la rue de l’Odéon, miseria y modernismo…
Plano general corto de Sofía ante el portal de Jorge. Plano detalle del dedo índice derecho de Sofía apretando el timbre del 4º B. Después, otro plano detalle de los labios de Sofía: “Soy yo” y ya estamos en el salón de Jorge con un plano subjetivo en el que Sofía escudriña la habitación, palmo a palmo. “Aunque parezca mentira, hoy no quiero hablar de la tesis, Jorge.” Sofía abre el diálogo con una voz decidida mientras se sienta en un sofá del salón de un 4º B de la calle Trajano y Jorge le sirve una buena copa de vino y cambiamos a un plano general.  “Hoy vamos a hablar de otras cosas, vamos a hablar de cosas de las que no hemos hablado desde que me presenté en tu despacho para pedirte que fueras mi tutor.” A Jorge le parece una idea perfecta. Es la primera vez que Sofía va al piso de su profesor. Es una chica muy correcta y aunque se han tomado muchas cervezas y muchas copas de vino juntos después de las pesadas horas de corrección, a ella, y pese a la insistencia de su profesor, nunca le ha parecido buena idea eso de visitarlo en su casa. Sofía es muy profesional. Pero hoy, el día en que por fin todo ha terminado, el día en que, por fin, la tesis ha quedado lista para sentencia, le ha parecido buena idea aceptar la invitación de su profesor para cenar. En un primer momento, piensa en rechazarla y ser ella la anfitriona de la noche pero está tan cansada que la sola idea de ponerse a cocinar, a limpiar el piso y todo lo que conlleva preparar una cena en condiciones para un profesor, que cambia rápidamente de opinión. Además, le apetece estar a solas con él porque aunque nada más entrar se propuso no hablar de la tesis, sabe que el tema es inevitable y está ya cansada de dar explicaciones a sus compañeros de piso y de ver sus caras de hastío cada vez que ella hace el intento si quiera de hablar sobre su trabajo.
Jorge está muy guapo. Es un hombre muy atractivo y, por un momento, siente el impulso de flirtear. Se siente liberada tras cuatro años en los que no se ha permitido ningún desliz. En los últimos años vida se ha dedicado, básica y sencillamente a la tesis. Nada de salidas nocturnas, nada de citas, nada de fiestas…Biblioteca, biblioteca y más biblioteca. Todo lo que ha conseguido ahorrar en estos cuatro años lo ha invertido en viajes a Paris. Quería saber si, realmente, París era una mujer a pesar de que la historia la hubiera relegado, como siempre, a un segundo plano. Supo sacar partido de los 10 viajes a la llamada ciudad de la luz. Ahora, cuatro años después, justo cuatro años después, ni un día más, de haberse metido de lleno en esa gran aventura de escribir una tesis, está a punto de celebrarlo con su profesor, su mentor, su paño de lágrimas, su apoyo…Jorge realmente ha significado mucho para ella en el largo proceso de creación, en este embarazo casi eterno que, por fin, toca a su fin. 
Vino, bebe vino sin control para celebrar, para flirtear, por qué no, al son Django Reinhardt y con la promesa de un festín que, según Jorge, será pantagruélico. Sofía se siente tranquila, relajada…está, sencillamente, feliz. La mesa está exquisitamente decorada, no sabía que Jorge tenía tanto estilo. El plano general del salón invita a acomodarse en la butaca del cine a la espera de secuencias distendidas, sugerentes y puede que hasta apasionadas. De repente, de nuevo, el dedo. El dedo se está revelando contra su panty, contra la media y vuelve a detener su proyección. No lo soporta más. No aguanta las medias, el calor de la noche Sevillana, el dedo queriendo salir, el cristal de la lente que cayó al suelo donde todavía, si enfoca bien, puede adivinar las huellas dactilares de la persona que intentó ayudarla.                                               
La falda que se sube, el sudor que cae por su espalda. La conciencia, que hasta ahora no ha aparecido debido a su estado de shock, queriendo ganar protagonismo entre el maremágnum de emociones que estremecen su cuerpo. Nunca ha perdido los papeles de esa forma, nunca hasta aquella noche, al menos, se ha permitido el más mínimo desliz, llamar la atención, perder la compostura, pero la angustia es tal que, allí mismo, en medio de la calle, se quita las botas apoyada en una reja mohosa y se arranca las medias, tirándolas a suelo y mirándolas como quien mira al asaltador al que acaba de derribar. Para entonces, ya está llorando de nuevo. Para entonces, le tiemblan las manos, el pulso se le acelera. “¿Puedo ayudarte?”, “¿puedo ayudarte?”, “¿puedo ayudarte?”, una y otra vez en su cabeza, ya no es el taconeo de sus botas, no es tampoco la sensación de angustia de sentir el dedo gordo del pie izquierdo enganchado en el panty, “¿Puedo ayudarte?” Es la voz de la desconocida, es la voz de Jorge, que se acerca por detrás, plano medio largo de la espalda de Jorge, justo cuando ella está apretando el cuchillo con la misma fuerza con la que aprieta sus rodillas contra el mueble de la cocina para no caerse al suelo. “¿Puedo ayudarte en algo?” Sofía empieza a girarse en un movimiento que a penas le toma 2 segundos pero que para ella es una eternidad. Su vida va a cambiar después de esos dos segundos, lo sabe. Todo su trabajo, el dinero, los viajes, las 400 páginas de tesis, se irán por el retrete dentro de dos segundos, pero no le importa. El descubrimiento que ha hecho esa noche mientras ojeaba el escritorio de Jorge, ha roto algo dentro de ella y alguien ha arrastrado la aguja del tocadiscos sobre el vinilo haciendo que Django Reinhardt enmudezca tras ese crujir del fino metal contra el disco. Su inocencia, su fe, su respeto por el ser humano, se han desvanecido de repente dando paso a los peores sentimientos que una persona pueda albergar en su ser. La rabia le nubla la visión y el entendimiento y no le permiten hacer uso del diálogo; no es momento para pedir explicaciones, ni mucho menos para buscarlas. Está destrozada, cabreada, es furia en estado puro. 
Mientras clava el cuchillo en el estómago de Jorge se pregunta de dónde ha sacado esa fuerza que no la deja titubear. Jorge a penas si ha podido darse cuenta de lo que pasa. Tan rápido ha sido el acercamiento de Sofía que piensa que quiere abrazarlo y la sonrisa que empieza a dibujar en su cara se trunca de repente, quedándose paralizada a medio camino entre  la alegría y el horror. “Sofía, ¿me estás apuñalando?” Piensa en lo absurdo de la pregunta antes de contestarle.  “Muy listo. No lo suficiente como para escribir tu propia tesis, pero si para saber que en ese mismo instante acaba tu vida. Hijo de la gran puta”. Jorge no puede explicarse y la cámara empieza a girar en torno a Sofía, que está sobre Jorge, apuñalándole una y otra vez. A pesar de la situación, está inexplicablemente serena. No hay lágrimas, no hay gritos, solo la sucesión mecánica de subidas y bajadas de un cuchillo ensangrentado. Cuando se ha desahogado, cuando la frustración y el estrés acumulado durante los últimos cuatro años casi ha desaparecido, se levanta y se lava las manos en el fregadero. La cámara la sigue hasta el salón en un plano secuencia donde la vemos agarrando la botella de vino y bebiéndosela de un solo trago. Suelta la botella, va hacia el escritorio de Jorge y lee con atención lo que antes no pudo, no supo. Como si de la broma más macabra de la historia se tratase, Sofía se da cuenta de que se ha equivocado. Se frota los ojos bajo las gafas y vuelve a leer. Se ha equivocado, no hay duda. Todo ha sido un error. Jorge nunca había inscrito su tesis como si fuera suya, Jorge nunca manipuló sus datos, Jorge había sido, en efecto, el profesor perfecto…Un error de lectura. Líneas que se mezclan gracias a los efectos del vino. Apellidos que comparten inicial. No entiende nada, pero ahora ya da igual. Su ópera prima será un thriller con un final fatal y no una de esas películas con final feliz que tanto venden en verano. Tiene que irse. Empieza a bajar por las escaleras tranquilamente pero todavía en shock y lo nota: el dedo gordo de su pie izquierdo quiere, como siempre, escaparse entre sus pantys. 

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