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jueves, 3 de mayo de 2012

-Relato 2 de Jesús Carbajal


El miedo


Jesús Carbajal





Conocí a Julián siendo un crío. Siendo él un crío. Ya entonces se mostraba asustado frente a todo y tenía la tendencia al llanto fácil que ha vuelto a desarrollar con los años. Había en él, en sus quejidos lastimeros, un punto de rabia que, sin embargo, ha desaparecido con la edad.

Creció siendo un niño confiado, venerado por sus padres, apreciado por sus maestros y querido por vecinos y amigos. Había en él una energía contagiosa, una curiosidad alegre y una forma de dirigirse al mundo que en todos dejaba su impresión. Es difícil intentar explicar cuándo comenzó el cambio. Él mismo explica la sensación que le invadió el día en que, enviado por segunda vez al banco por su padre, ciertamente orgulloso de la confianza prestada en él, descubrió al salir que no estaba su paraguas. El banco era antiguo, lleno de madera noble, y la zona de Banca Privada, donde él permanecía esperando a que lo atendieran, bullía cargada de trabajadores ajetreados, lleno todo del humo de sus cigarros. Y esto lo mantuvo durante unos minutos absorto, en medio de la pequeña cola de hombres de negocios, todos ellos aparentemente respetables. Por eso la sorpresa fue tal: ¿Dónde está el paraguas de mi padre? le preguntó a la joven recepcionista mientras señalaba el paragüero. Y no lo dijo con enfado, sino con una profunda incredulidad que creció mientras la muchacha rebuscaba entre los otros paraguas y confirmaba, con pesar, que algún otro cliente lo había cogido. Pero si es el de mi padre, le respondió, tiene una pequeña cabeza de plata de ánade, le dijo estupefacto. Allí no estaba y, a pesar de mostrar protocolariamente su consternación, los trabajadores insinuaron la ausencia de responsabilidad de ellos en la desaparición y, más bajito, la falta de la misma que él había cometido al dejar un paraguas tan valioso en el paragüero general y no en el de Banca Privada donde, a buen seguro, estas cosas no pasarían.

Coincidí con él en la Universidad donde destacó por su implicación social. Estaba en todo lo novedoso que surgía acerca de la cultura y la solidaridad. Pasó varios veranos en campos de trabajo en países lejanos hasta que tras uno de ellos  —en el que se encontraba a la vuelta más silencioso y meditativo de lo habitual—, abandonó para siempre su tarea relacionada con las organizaciones cooperantes y, posteriormente, tras una agria disolución del grupo de teatro, dimitió de sus pequeños cargos culturales.

En el trabajo se distinguió por sus discrepancias con la autoridad, a la sazón progresista y enfrascada en una tarea de convencer a los ciudadanos de lo que les convenía aún a su pesar. Su denuncia de las irregularidades de los sistemas de contratación, del pago de lealtades y de las corruptelas propias de un sistema inalterable le granjeó el reconocimiento por parte de todos, los  más cercanos como yo, y también los que pertenecían a otros departamentos alejados, hasta que, sin previo aviso, abandonó la institución en un gesto que se entendió como protesta, fruto de la ofuscación.

Durante años supe de su vida rutinaria en diferentes centros de provincias cuando, de nuevo sin noticia previa, volvió, y aunque su entrada se produjo tras batallar con la administración, una vez conseguido aquello asumió un papel poco relevante, sin quejarse de la mediocridad de sus condiciones laborales ni de las pequeñas venganzas de sus antiguos jefes. En aquellos años su hermano falleció de una enfermedad infecciosa de la piel que en menos de dos días lo había devorado, hasta literalmente desollarlo frente a su familia y, pocos días después —siempre ha defendido que no tiene nada que ver—, su mujer  perdió su primer embarazo en los últimos meses.

Sus hijas asistieron a las clases en el mismo colegio donde él se había educado, colegio en el que Julián había sido apreciado y querido. Poco tiempo después del ingreso fueron publicadas en el periódico local dos cartas anónimas que denunciaban abusos por parte de varios profesores, entre ellos,  los que atendían a sus hijas, que fueron inmediatamente apartados de la docencia y no volvieron a ella, a pesar de que todos pudieron leer que las investigaciones demostraron que, si bien proferían comentarios y expresiones malsonantes y alguna de las niñas había querido interpretar miradas y gestos, no había datos reales que dieran credibilidad a los abusos denunciados.

En los años posteriores Julián fue distanciándose de familia y amigos. Una vez viudo sus hijas lo visitaban pero se mostraba tan tímido y reservado con ellas —a veces incluso molesto—   que se veían desconcertadas y sus visitas se distanciaron. En los últimos años de trabajo Julián rehuía cualquier decisión difícil, la más mínima discusión y el menor atisbo de problema, de tal manera que sus compañeros lo respetaban en el trato pero se intuía un cierto desdén y conmiseración en las escasas veces que se dirigían a él, aunque esto no parecía generar vergüenza en Julián, ni siquiera infelicidad.

En los últimos meses Julián no sale apenas de casa, si acaso, en los días soleados, paseamos hasta la plaza, y ahí me confiesa que sólo le quedo yo para recordarle con mi perenne silueta que entre el sol, y el suelo, donde yo habito, se interpone  todavía él, y que ese rastro es, en sí, lo único que permanece inalterable al miedo desde que su historia comenzó.

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