El miedo
Jesús Carbajal
Conocí a Julián
siendo un crío. Siendo él un crío. Ya entonces se mostraba asustado frente a
todo y tenía la tendencia al llanto fácil que ha vuelto a desarrollar con los
años. Había en él, en sus quejidos lastimeros, un punto de rabia que, sin
embargo, ha desaparecido con la edad.
Creció siendo un
niño confiado, venerado por sus padres, apreciado por sus maestros y querido
por vecinos y amigos. Había en él una energía contagiosa, una curiosidad alegre
y una forma de dirigirse al mundo que en todos dejaba su impresión. Es difícil
intentar explicar cuándo comenzó el cambio. Él mismo explica la sensación que
le invadió el día en que, enviado por segunda vez al banco por su padre,
ciertamente orgulloso de la confianza prestada en él, descubrió al salir que no
estaba su paraguas. El banco era antiguo, lleno de madera noble, y la zona de
Banca Privada, donde él permanecía esperando a que lo atendieran, bullía cargada
de trabajadores ajetreados, lleno todo del humo de sus cigarros. Y esto lo
mantuvo durante unos minutos absorto, en medio de la pequeña cola de hombres de
negocios, todos ellos aparentemente respetables. Por eso la sorpresa fue tal:
¿Dónde está el paraguas de mi padre? le preguntó a la joven recepcionista
mientras señalaba el paragüero. Y no lo dijo con enfado, sino con una profunda
incredulidad que creció mientras la muchacha rebuscaba entre los otros paraguas
y confirmaba, con pesar, que algún otro cliente lo había cogido. Pero si es el
de mi padre, le respondió, tiene una pequeña cabeza de plata de ánade, le dijo estupefacto.
Allí no estaba y, a pesar de mostrar protocolariamente su consternación, los trabajadores
insinuaron la ausencia de responsabilidad de ellos en la desaparición y, más
bajito, la falta de la misma que él había cometido al dejar un paraguas tan
valioso en el paragüero general y no en el de Banca Privada donde, a buen
seguro, estas cosas no pasarían.
Coincidí con él
en la Universidad donde destacó por su implicación social. Estaba en todo lo novedoso
que surgía acerca de la cultura y la solidaridad. Pasó varios veranos en campos
de trabajo en países lejanos hasta que tras uno de ellos —en el que se encontraba
a la vuelta más silencioso y meditativo de lo habitual—, abandonó para siempre su
tarea relacionada con las organizaciones cooperantes y, posteriormente, tras una
agria disolución del grupo de teatro, dimitió de sus pequeños cargos
culturales.
En el trabajo se
distinguió por sus discrepancias con la autoridad, a la sazón progresista y
enfrascada en una tarea de convencer a los ciudadanos de lo que les convenía
aún a su pesar. Su denuncia de las irregularidades de los sistemas de
contratación, del pago de lealtades y de las corruptelas propias de un sistema
inalterable le granjeó el reconocimiento por parte de todos, los más
cercanos como yo, y también los que pertenecían a otros departamentos alejados,
hasta que, sin previo aviso, abandonó la institución en un gesto que se entendió
como protesta, fruto de la ofuscación.
Durante años
supe de su vida rutinaria en diferentes centros de provincias cuando, de nuevo sin
noticia previa, volvió, y aunque su entrada se produjo tras batallar con la
administración, una vez conseguido aquello asumió un papel poco relevante, sin
quejarse de la mediocridad de sus condiciones laborales ni de las pequeñas
venganzas de sus antiguos jefes. En aquellos años su hermano falleció de una
enfermedad infecciosa de la piel que en menos de dos días lo había devorado,
hasta literalmente desollarlo frente a su familia y, pocos días después —siempre
ha defendido que no tiene nada que ver—, su mujer perdió su primer embarazo en los últimos
meses.
Sus hijas asistieron
a las clases en el mismo colegio donde él se había educado, colegio en el que Julián
había sido apreciado y querido. Poco tiempo después del ingreso fueron
publicadas en el periódico local dos cartas anónimas que denunciaban abusos por
parte de varios profesores, entre ellos, los que atendían a sus hijas, que fueron
inmediatamente apartados de la docencia y no volvieron a ella, a pesar de que todos
pudieron leer que las investigaciones demostraron que, si bien proferían comentarios
y expresiones malsonantes y alguna de las niñas había querido interpretar
miradas y gestos, no había datos reales que dieran credibilidad a los abusos
denunciados.
En los años
posteriores Julián fue distanciándose de familia y amigos. Una vez viudo sus
hijas lo visitaban pero se mostraba tan tímido y reservado con ellas —a veces incluso molesto— que se veían desconcertadas y sus
visitas se distanciaron. En los últimos años de trabajo Julián rehuía cualquier
decisión difícil, la más mínima discusión y el menor atisbo de problema, de tal
manera que sus compañeros lo respetaban en el trato pero se intuía un cierto
desdén y conmiseración en las escasas veces que se dirigían a él, aunque esto
no parecía generar vergüenza en Julián, ni siquiera infelicidad.
En los últimos
meses Julián no sale apenas de casa, si acaso, en los días soleados, paseamos
hasta la plaza, y ahí me confiesa que sólo le quedo yo para recordarle con mi
perenne silueta que entre el sol, y el suelo, donde yo habito, se interpone todavía él, y que ese
rastro es, en sí, lo único que permanece inalterable al miedo desde que su
historia comenzó.
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