Allí en la sierra, donde las montañas separan valles profundos de
fuertes pendientes, donde los pueblos son pequeños, casi inexistentes en las faldas de las montañas, vivía un hombre, un hortelano joven que vendía
con alegría los productos de su huerta. Su pequeño negocio y también su casa se
hallaban situados junto a una fuente que manaba un agua deliciosa y fresca.
Este hombre de porte ligero y ágil, se
movía con soltura entre las cajas de frutas y verduras que tenía expuestas
junto al camino. Ordenaba y disponía en filas los frutos que había recolectado
lo que otorgaba a todo un aspecto agradable y cuidadoso. Su buena disposición al trabajo, su ilusión
por vivir, eran un sello inconfundible en su persona. Completaba esta vida tan
simple con otros quehaceres eventuales en huertas cercanas así como con algunos
trabajos de albañilería en el pueblo y los alrededores.
Todos los días se levantaba temprano, al amanecer, recibiendo el nuevo
día como el gallo, cantándole al sol, riendo y sonriendo. Labraba la tierra con agrado, con su
arado, la limpiaba de plantas extrañas, la regaba en el frescor de la mañana,
le recogía los productos maduros y todo lo que hacía era acariciar la tierra
porque su amor por la vida inundaba cada pequeño acto de su cotidianeidad. Como era hombre bueno, sus obras hablaban con
claridad de su bondad, no solo el manto fértil que cubre la montaña sabía responderle en abundancia,
riqueza y sabor para sus frutos, sino
que también la siembra humana, los sentimientos, las buenas obras de cada día hacían
feliz a su familia y merecedor del título de buen esposo y padre.
Tan bondadoso era que hasta las
gallinas podían estarle agradecidas de
tanta libertad como disfrutaban en sus vidas. Las dejaba correr, explorar, visitar
los huertos vecinos; no había sitio que
las muy alocadas no hubieran husmeado ó picoteado, dentro de los límites que
una gallina de huerto se dispone a traspasar. Evidentemente era un gallinero
que se “extendía hasta los confines”; según la impresión de una gallina de
campo que suele pasar su vida hacinada con otras muchas en un lugar pequeño. Es
así que su gallinero gozaba de toda la extensión que un ave “criada en cautividad”
y sin obligaciones ponedoras, desearía
para ser feliz. Otorgar la puesta de un
huevo era algo libre y un canto de cacareo en cada puesta, un aviso por el
“esfuerzo diario”, era lo menos que se les podía pedir a esas gallinas que
vivían tan felices en aquel huerto. El con toda su santa paciencia o ciencia
porque ya las conocía la mar de bien, exploraba los diferentes rincones del
extenso espacio hasta encontrar los
huevos del día que iba guardando para completar la media o la docena. Su otro pequeño
cariño consistía en molerles maíz que luego colocaba en sus comederos siempre limpios,
y las señoras cacareadoras se
congraciaban con él dedicándole ruidosas canciones de acento feliz por sus
estómagos bien satisfechos y hermosos huevos, muy saludables, que él vendía o consumía en familia.
Cuando comencé a conocerlo llevaba afincado escaso tiempo en el pueblo
de la serranía. A poco de realizar algunas compras, supe en breves pinceladas sobre
algunos asuntos de su vida, una existencia sencilla pero esforzada, humilde
pero esperanzadora porque aunque su existencia no estaba regalada de
facilidades, el miraba con esperanza su porvenir, soñaba y se comprometía de veras con su trabajo diario con la vida
misma. Para mí el conocerle significó
ejemplo, reflexionar sobre “lo importante”, lo trascendente y su opuesto la
hojarasca de lo ilusorio.
Me regalaba productos de su huerta, cosa que me sorprendía, pues aún
teniendo tan escasos medios para vivir era bastante generoso y diligente en su
servicio. Y comprendí con mi vivencia que cuando la gente es tan
buena, trabajadora y honrada hay que ayudarla, que uno no puede ni debe olvidarse
del prójimo, así que me propuse colaborar para que su precariedad fuera menor,
le compraría todo lo que pudiera cada vez que visitase la zona y quizás
lograría darle ánimos renovados de seguir con su trabajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario