Un final a la carta
Gustavo, yo no quería enviarte esta carta. No
tanto por lo que dice, sino porque implica aceptar una renuncia. Pero es
necesario, preciso.
Apenas he delineado los ejes
de acción de nuestra historia, tengo escenas entrecortadas. Y allí está la
idea, intratable, imposible de materializar, esperando tomar forma, como
escondiéndose de un terrible final. Por eso te escribo, porque necesito un fin
y porque da igual cuánto escriba: no llegaré a ninguna parte.
Nuestros primeros encuentros
me resultaron amenos, interesantes. Me gustaba conversar contigo, aunque advertí
desde entonces cuán hermético eres y por momentos me sintiera cuestionado por
lo entre abierto de tus ojos y lo apretado de tus labios.
Me atormentaba la idea de no
estar contigo y contemplarte en silencio, como si fuera un mueble más en tu casa.
Ya no me complacía sólo imaginarte. Perdía el día entero pensando en ti, aunque
tú creyeras lo contrario porque no cogía el teléfono y te llamaba. Tal vez
porque intuía lo poco que dirías, no sé.
Lo inconsistente de nuestros
últimos mensajes telefónicos plantó más resentimientos que alegrías. Ya no me
quiero sentir así, resentido.
Guardo una zozobra picosa en
el pecho.
Quería verte todo el tiempo, saborearte,
olerte. Atendí nuestros pactos. Quedábamos en vernos luego si podíamos, y yo me
resignaba siempre, sin desesperos. No te llamaba, ¿para qué? ¿Para escucharte
decirme un hola seco, un llámame más tarde porque estoy en la oficina?
Días después me llamabas tú, reclamando
mi atención, preguntándote cuál era la causa de mi inexplicable mutismo.
Al leer uno de los últimos mensajes
que me enviaste al móvil, aquél en el que dices imaginarme molesto por uno de
tus reproches sobre mi incapacidad para buscarte a lo largo del día, más allá
de ofuscarme, sentí emoción. ¿Puedes deducir por qué?
Te engañas a ti mismo, o sabes
realmente lo que sientes y no lo quieres reconocer. Me hieres. Te hieres. Me
desconcertaban tus cambios de planes, tus cambios de opinión, tus cambios.
No importa. Ya no importa.
¿Cómo explicarte lo que sentí?
¿Cómo describir el ardor en mi pecho? ¿Hubo en tu mente un recuerdo delicioso;
en tu corazón algún destello de ilusión? ¿Habría llegado el día en que
pudiéramos mirarnos a los ojos y decirnos todo? ¿Perderíamos juntos la noción del
tiempo, el miedo? ¿Seguirías a mi lado y yo al tuyo?
Me invade algo dentro, recorre
todo mi cuerpo como si fueran duras y ásperas ramas creciendo hacia arriba,
rápidamente, provenientes del vientre bajo. Se agrietó el muro que me contiene…
Tal vez mis últimas cartas no te
despertaron ternura y cariño… Debiste ocuparte ¿de tu familia que vive en el
extranjero?, ¿del imparable trabajo en la biblioteca?, ¿del pesado e inevitable
compromiso de ser presidente de tu comunidad? ¿Por eso no me llamase, no me
escribiste? No lo entiendo.
Te pensé y necesité con tanta
frecuencia que…
¿Has probado el amor en todas
sus formas? No cesa de repetirse esa pregunta en mi cabeza, como lo hiciera
aquel anochecer en que salió destrabada de entre tus labios delgados. Lo
preguntaste tantas veces y tan intensamente… apretaste tan fuerte mis brazos,
mi espalda… embestiste tan brusco, tan pasional que…
No, Gustavo. No había probado
el amor en todas sus formas. Contigo apenas comencé a lengüetearlo. Pero qué
importa ya.
No podía, no quería hacer más
que estar contigo, embriagarme de tu color, saciarme de tu aroma, guardarte en
mí la noche entera y luego desayunarte a la mañana siguiente con una taza de
café, entre los rayos del sol colados por la venta y la música de Queen (o
Mocedades, daba igual).
¿Habrías sido capaz de
expresarme de alguna forma la continuidad de tus pensamientos? ¿Interrumpir mi
desenfreno y tomarme por sorpresa para perderte en lo filoso de mis besos?
¿Podrías, al menos, haber hecho humo?
Te envié mil soplos de viento,
una caricia tibia, un beso tronado, una mirada apagada, un movimiento lento. Te
ofrecí mi corazón en plena reforma. Te di mi cariño, mis oídos y mis ojos, un
chasquido, un aplauso, un grito apagado. Colé bajo tu puerta un papel amarillo,
te esperé días y noches, te regalé la música, el tiempo y el espacio.
Nada me diste. Me lo he robado
todo: tus ojos grises, casi azules cuando el sol los ilumina, tus labios secos,
tus palabras duras, intrusivas…
El cuerpo me hormiguea y
lamento tu evasiva. ¿Por qué será que huyes, que te ocultas detrás de la razón?
Podrías haberme ayudado a observarte mejor, a entenderte mejor. El pasado te
dejó renuente, tanto ruido te enmudece.
—Quiero tomar el curso
completo —balbuceaste por última vez.
Mi corazón se infló contento,
le salieron ojos, nariz y hasta extremidades, raspó las capas interiores de mi
pecho intentando atravesarme, salir, mirarte y tal vez tocarte. Me latió
insoportable durante toda la noche: tum-tum, tum-tum… Esa noche, que fue entera
la más hermosa de mi vida, fue también el purgatorio de mi devoción por ti. Con
una frase me hiciste cachitos los nervios.
Me hierven los dedos al
contacto con el teclado, al tiempo, cierro los ojos y desisto: no contestarás,
puedo sentirme tranquilo, ¿verdad? Si algo me quisiste, ignórame igual que
siempre, como hasta ahora. ¡No contestes!
Tu ausencia me es útil, aunque
a veces extraño la ilusión vertiginosa de escucharte gruñir al otro lado de la
línea. Me encuentro colado en una especie de nostalgia. Mis amigos me preguntan
cómo he despertado esta mañana: ¿sintiéndome al menos relajado?, ¿quizá
enfadado y, por eso convenientemente lejos de necesitarte?
No escribo sobre otra cosa
desde que te conozco. Mis dedos, más torpes y temblorosos, se dejan caer uno
tras otro sobre el teclado como por contrato de exclusividad. Tampoco quiero
escribir sobre otra cosa, nada me interesa tanto como esto. La culpa la tiene
esta puta incertidumbre, este pinche y desconocido final.
Voy a inventarle un fin a nuestra
historia, convertirte en un objeto de deseo inalcanzable.
Conociendo nuestro final podré
llorar mis últimas lágrimas en tu honor y escribir la historia que quiero. Conoceré
el rumbo y tendré mapa además de brújula:
Uno se enamora del otro. Éste
intuye el sentimiento y se aleja, temeroso. El amante insiste, el amado
resiste. El amante juzga y exige, el amado levanta la guardia, engrosa la
distancia. El amante enferma y perece lentamente, consiente su amor, lo nutre
de esperanza. El amado, dudoso, retraído, incrédulo, hostigado, prefiere
mantenerse en la comodidad del desapego. El amante muere, podrido por la
enfermedad, ¿por el desamor? El amado, ahora seguro y plenamente libre, se
descubre insensible ante otros amantes y, finalmente resiente la ausencia del
amante primigenio. No acepta que fue también amante, pero una acción cualquiera:
la recepción de una carta agónica y nerviosa, lo lleva a hacer consciencia de
su ¿inservible? arrepentimiento. Y triunfa el amor: atemporal, irónica, absurdamente.
A esto me llevan tus
recomendaciones literarias. Se me inflaría el pecho si yo pudiera, como Platón en
El banquete, rendir culto al amor,
aunque lo hiciese a costillas de mi desilusión, atrapado por la irremediable
cobardía de escribir basado en la realidad, esforzándome sobremanera para crear
un final a la carta, enfermo.
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