Concha Núñez
ANDRÉS.
Hacía poco que me había mudado a ese barrio y empezamos
a coincidir en los jardines donde llevábamos a nuestras mascotas cada noche. Mientras
éstas, dos pastores alemanes, paseaban y satisfacían sus necesidades, Andrés y
yo charlábamos de asuntos sin
importancia como el tiempo, nuestros perros o la liga de fútbol. A medida que
nos íbamos conociendo íbamos intimando y ampliando el temario hacia la política,
la filosofía, el arte, y sobre nosotros mismos, a pesar de ser un hombre bastante
tímido.
Desde niño había querido ser pintor y muy joven
empezó a hacer sus pinitos; incluso vendió algunos de sus cuadros. Pero cuando
pensó en formar una familia se convenció de que el arte rara vez da para comer,
y empezó a trabajar como contable en una importante empresa, donde aún seguía, dejando
así aparcada su vocación a cambio de la seguridad de un sueldo. Pero quiso el destino
que su empresa, absorbida por otra más importante del sector, elaborara un expediente
de regulación de empleo mediante el que Andrés podía prejubilarse antes de lo
que había pensado; recién cumplidos los cincuenta y cinco. Y no es ya el hecho
de no tener que trabajar sino el poder disponer libremente de mi tiempo; ir al
gimnasio, que siempre ha sido mi asignatura pendiente, pasear, olvidarme de las
prisas, leer y, sobre todo, retomar mi abandonada afición. Aquella noche irradiaba la
misma ilusión que un niño la víspera de Reyes Magos. Inmediatamente empezó a
preparar un pequeño estudio en la buhardilla de su casa, que hasta entonces había
servido de trastero. Ese lugar, inundado de luz natural, era el ideal para
compensar el deterioro progresivo de su vista. El día de su despedida, sus
compañeros, conocedores de su afición, le regalaron un equipo completo con
caballete, lienzos, pinturas, pinceles,
espátulas, paletas y todos los artilugios que pudiera necesitar en mucho tiempo,
y casi inmediatamente se lanzó de nuevo a la aventura pictórica. Me
pidió una foto de Sultán para inmortalizarlo en un óleo que me regaló como
recuerdo del fiel animal, que ya tenía catorce años y sabíamos que no viviría
mucho más, como así fue. Aunque yo seguí acudiendo a los jardines a fumar un
cigarro, por el solo hecho de encontrarme con él y seguir disfrutando de
nuestras charlas. No nos veíamos a ninguna otra hora del día ni en ninguna otra
parte; no conocíamos la casa, la familia ni los amigos del otro. En verdad
éramos dos extraños, pero en aquel parque, a primera hora de la noche, sin
saber por qué, mostrábamos sin tapujos nuestros pensamientos, preocupaciones y
alegrías, con la seguridad de que no iban a salir de allí y de que íbamos a
sentirnos comprendidos por el otro. Más que amistad, diría yo que habíamos
desarrollado un sistema de comunicación terapéutica. Éramos el psicólogo, el
confesor o el muro de lamentaciones del otro y satisfacíamos plenamente la
necesidad que todo ser humano tiene, en un momento determinado, de que alguien
simplemente lo escuche.
La euforia de los primeros días por su nueva vida se
fue sosegando, luego desapareció y poco a poco fue dando lugar a un estado de
apatía, tristeza y frustración. Lo había deseado tanto que sus expectativas
chocaban radicalmente con la realidad con la que se enfrentaba cada día. Ya se
sabe, a veces los dioses, para castigarnos, nos conceden nuestros deseos.
Cuando Andrés se prejubiló tenía un hijo que acababa
de empezar la carrera de Arquitectura y otro, bastante más pequeño, aún en el
colegio. Allí pasaba todo el día, desde que un autobús lo recogía por la mañana
hasta que lo devolvía después del almuerzo y de alguna que otra actividad
extraescolar, ya que Emilia, su mujer, trabajaba como secretaria en un bufete,
con horario de mañana y tarde. Pero al estar Andrés libre Emilia pensó que él podía
llevarlo y traerlo al colegio, y con esto y haciendo el almuerzo en casa se
podían ahorrar el comedor y el transporte escolar, lo que no venía nada mal a
la economía familiar, y no he podido negarme. El siempre había colaborado en las tareas de la
casa y, lo mismo se metía en la cocina que pasaba la aspiradora, pero poco a
poco le iban lloviendo más y más cargas y ya empezaban a ahogarlo, pues las
mañanas que pensaba disfrutar las habían ido ocupando diversas tareas que por
nimias que parecieran, se acumulaban invadiendo cada vez más su tiempo libre. A
ver si te pasas mañana por la tintorería que me he manchado esta chaqueta no sé
con qué. Pero mujer, mañana pensaba ir a ver a mi madre, que hace tres semanas
que no la veo. Bueno, pues como el tinte abre a las nueve te la llevas y cuando
dejes a Andresito en el colegio la dejas allí, que la necesito cuanto antes. Otro
día era pasarse por la pescadería, la frutería o la farmacia. Cuando Andrés trabajaba,
por la tarde se repartían las tareas entre los dos y hasta los hijos, aunque
fuera protestando, colaboraban. Pero ahora, por no discutir, casi siempre dejaba
que se fueran sin hacer las camas o recoger los cacharros del desayuno. Tampoco
iba a dejar sin poner la lavadora o tender la ropa hasta que volvieran. Y como
no, había que preparar la comida, que hasta disfrutaba con hacer un arroz o una
caldereta de vez en cuando, pero ahora tengo que hacerlo todos los días y, que
estas lentejas no hay quién se las coma, yo me preparo un bocadillo. Tu hijo
tiene razón, la próxima vez échale menos agua, que es que no saben a nada.
Lo que más le dolía era la indiferencia de los demás
por su esfuerzo y la progresiva exigencia más o menos consciente. Podías
haberle dado un repasito al baño que yo vengo muerta de todo el día para tener
que ponerme ahora a fregarlo, y bastante tengo con ponerme a quitar algo de
plancha, que ya podías aprender tú también ¿no? Y qué hacer, reconozco que
nunca he tenido carácter, que mi úlcera de estómago se la debo a las que me he
tragado desde que tengo uso de razón.
Empezó yendo tres veces por semana al gimnasio, luego
dos y ahora, dos años y medio después, pasaba semanas sin ir; nada de los
paseos matutinos que soñaba con Cipión por el parque, sin prisas. Lo sacaba y
en cuanto había hecho sus necesidades volvía corriendo porque el tiempo se le
echaba encima; y el único cuadro que había pintado en ese tiempo había sido el
de Sultán, y un bodegón que empezó poco después y que aún estaba sin acabar, no
sé si tanto por falta de tiempo como de ilusión. Que ya ni disfruto yendo al
cine con Emilia, porque hasta me parece que tengo que hacerlo por obligación.
Su
conversación se iba volviendo monotemática, quejas y más quejas, y se le
encogía un pellizco en las tripas, contraía los músculos de la cara y, sin
darse cuenta, subía el tono de la voz cuando lo contaba. Hasta empezó a echar de menos su trabajo, sus
jornadas ocupadas en la comprobación de aquellas tediosas facturas, la tensión
de las auditorías ¿quién me lo iba a decir? Si hasta siento envidia de Emilia
cuando se va al trabajo. Pero sobre todo, lo que Andrés echaba de menos eran sus
sueños. Unos sueños poco ambiciosos,
fáciles de materializar, pero paradójicamente cada día más inalcanzables, y que
al desvanecerse lo obligaban a permanecer eternamente dando vueltas en el mismo
círculo tedioso, como un burro en la noria.
Pero, a partir de entonces se le empezó a ver más
animado y optimista, su conversación fue tomando otros derroteros y volvió a mostrar la euforia que no veía en
él desde el día en que se despidió de su empresa. Aquella noche estaba sentado
en un banco de los jardines junto a Cipión,
que se restregaba por sus piernas y movía el rabo como otras veces hasta que
Andrés le soltaba la cadena para que corriera un rato. Llegué y me senté junto
a él. Parecía nervioso, pero contento. Sé que le has tomado cariño, quisiera
pedirte que lo cuides por mí. Ya está decidido, mañana me voy. Un largo silencio
siguió a su confidencia. Sólo le pregunté si estaba seguro, y movió la cabeza
afirmativamente. Luego acarició la cabeza de Cipión que volvió el hocico en un intento de lamerle la mano. Le
desee suerte, nos despedimos con un abrazo y empezó a andar. Cipión y yo lo
seguimos con la mirada hasta que desapareció de nuestra vista.
La había conocido en un chat de Internet y en
principio pensé que sería un simple pasatiempos que le podía venir muy bien a
su estado de ánimo, pero no imaginé que tres meses después fuera capaz de
dejarlo todo y cruzar el Atlántico en busca de nuevas ilusiones.
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