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miércoles, 30 de mayo de 2012

-Relato 5 de Higinio Gómez

                           EL AMIGO DE ARTURO                                   

Maria Aguilera reside en un lugar privilegiado de Madrid. Es veterinaria, doctora en Farmacia, y catedrática de Farmacognosia y Farmacodinamia. Eugenio Canales es doctor en medicina, de una edad próxima a la del padre de ella. Las relaciones entre ambos provienen de la  amistad de él con el padre de María, médico también, fallecido de modo accidental al parecer de algunos. Las funciones que Eugenio Canales desempeña en el Ministerio de Sanidad determinan también la naturaleza de esas relaciones con María Aguilera. 

Una tarde del invierno de 2010, María Aguilera telefoneó a Laura, su cuñada, para decirle que tenía algunos trabajos manuales propios y deseaba que ella los viera. Ambas eran muy aficionadas a esa actividad. Una ocupación que mantenía relajada a la profesora para ocupaciones más serias: sus laboratorios, su clínica y el campo de experimentación de animales, caninos especialmente. Pocas veces se veían María y Laura y, cuando esto sucedía, era para prodigarse elogios recíprocos, según Eugenio Canales.

Dos meses después de aquella tarde, Eugenio Canales quiso tener un encuentro con Laura. Él seguía las investigaciones y experimentos de María Aguilera con la responsabilidad que su cargo requería. Laura y él  habían presenciado un suceso dramático que exigía especial atención. Las funciones de Eugenio en el Ministerio no eran ajenas a ese suceso. Durante el encuentro, lo primero que Laura le dijo a Eugenio fue que aquella tarde de invierno del 2010 ella advirtió en Maria más interés en mostrarle su nueva casa, y en hablarle de asuntos ignorados hasta entonces para ella, que las manualidades objeto de la invitación de María Aguilera.
—La primera impresión que recibí al entrar y pisar el amplio recibidor, fue que la nueva casa que habían adquirido pocos meses atrás era demasiado grande para las necesidades que yo suponía de mi cuñada— le dijo Laura a Eugenio—. Salvo que María pensara utilizar la superficie para extender sobre ella los mantones de Manila que Maria se entretiene en bordar. Tú ya conoces el barrio en el que ella vive, para mí el mejor de Madrid. Sólo el salón que pisé junto a María para sentarme en uno de los confortables sillones del magnífico tresillo era más que el doble de largo y de ancho que el de mi casa. Mi marido, Mariano como sabes, hermano de María, lo diría en metros cuadrados o redondos. Él es así de ingenioso y pedante. Me pregunté qué habría más allá de una magnífica puerta de cristales. Llévame al baño, lo necesito —le dije a María.        
—Te enseñaré la casa cuando termines. Ya veo que estás más interesada por ella que por mis mantones de Manila —respondió María.

Según Eugenio Canales, Maria y Laura no se estimaban con seriedad. Lo suyo parecía más bien una “pose” fundamentada en el valor social que suele atribuirse a la amistad y al parentesco político de ambas. Eugenio afirmaba que oyéndolas hablar, mientras permanecen una junto a otra, puede parecer que se profesan un afecto sincero. Pero cualquiera que tuviera la oportunidad de hablar con una de ellas, no estando delante la otra, percibirá una ligera antipatía atribuible a las diferencias del nivel económico entre ambas. Laura era sólo una funcionaria en excedencia voluntaria de nivel medio tirando a bajo de la Administración Autonómica. Más acertado sería decir que Laura tenía interés por conocer las relaciones que su cuñada mantenía con Arturo y Miguel, desconocidos por ella hasta el día de la misa por Emilio Aguilera, padre de María. Especialmente, con quien llamaron Arturo. Éste le causó a Laura muy buena impresión, le había confesado ella a Eugenio Canales. También sabía Eugenio Canales por Laura que al regreso de su marido Mariano de uno de sus frecuentes viajes a Alemania, éste le había dicho a ella que él sabía por su hermana María que ésta, con la complacencia de Arturo, con quien María llevaba trabajando más de cinco años, había contratado temporalmente a su amigo de juventud Miguel, psicólogo de profesión, para que hiciera determinados trabajos sobre el comportamiento de los perros agresivos.

Laura deseaba afianzar sus relaciones con Arturo y Miguel; estaba un poco harta de Mariano —le confesó a Eugenio—. Hacía ya más de tres años que no habían cambiado de coche. La cocina necesitaba  un cambio radical de muebles. En el chalé de Marbella tenían que construir una nueva piscina para los niños. No pasaría un invierno más sin ir a la nieve con Mariano y los niños, o sin Mariano ni niños. Tampoco María había alcanzado la felicidad que ella siempre deseó al lado de Arturo, le había dicho a ella Mariano que conocía muy bien a su hermana. Después de que Miguel trabajara con María Aguilera en la empresa de ésta, aportando su amplia experiencia en la modificación del carácter de perros agresivos con el simple método de la educación, que ella siempre había desechado, y del que ella sabía que Miguel estaba muy orgulloso por los resultados obtenidos tanto en personas como en perros agresivos o melancólicos, María llegó a la conclusión de que Miguel ya no era el hombre que ella conoció en su juventud. Había progresado extraordinariamente. Ahora se había vuelto un hombre encantador. Por el contrario, Arturo se había transformado en un hombre “terriblemente inaccesible” —le dijo Laura a Eugenio Canales que le había dicho a ella María—. Laura también sabía por María que ésta lo atribuyó a la influencia que Miguel había transmitido a la mente de Arturo hasta el extremo de que éste llegó a admitir y practicar la forma que Miguel defendía sobre la educación de los perros potencialmente agresivos. En cierto modo, María se sentía un poco derrotada por Miguel, el viejo amigo a quien contrariando los consejos de sus progenitores, especialmente de su padre, había apartado de su lado en la juventud de ambos. Sin embargo, con la nueva actitud de Miguel, Arturo estaba mejorando los objetivos que ambos habían compartido para la empresa de María: Disminuir el empleo de fármacos, y potenciar la psicología y la educación conductual, para reducir la agresividad de los animales potencialmente peligrosos, incluso los humanos.
  
  —Después de haber hecho lo que la urgencia me impuso —le dijo Laura a Eugenio Canales—, yo contemplé mi propio cuerpo en el espectacular espejo del cuarto de baño para compararme con María. María es una foca. Hasta me daba vergüenza  compararme con  ella. Me pregunté si la inaccesibilidad de Arturo de la que Maria me había hablado, no se vería acentuada por las dimensiones de su escandaloso piso. Quizá lo que en realidad quería Arturo era mantenerse lejos de aquel globo humano. Quién sabe si en aquella ocasión yo tendría la oportunidad de comprobarlo. ¿Cómo era posible que hombres como Arturo, investigador con dinero, y buen aspecto, trabajara con ella? ¿Es que le gustaba vacilar encima de su cuerpo inflado?
Después de asomarme a tres dormitorios para los niños (hasta entonces, según habladurías, un proyecto frustrado de Maria y Arturo)      —continuó Laura—, lo hicimos a otros tantos cuartos de baño; a una cocina planetaria atiborrada de electrodomésticos; a su dormitorio; al de Arturo; al de Miguel, éste con una cama de anchura muy inferior a la de ambos; a un comedor que invitaba a visitarlo a caballo; a la “zona del servicio doméstico”; a “la zona profesional”, me dijo María, un edificio blanco lleno de aparatos con acceso independiente de la vivienda separado de ésta por jardines, y a su mismo nivel, que empleaban para recibir a los animales enfermos con sus dueños en donde ella y dos enfermeras trabajaban. Por fin, la zona de Arturo.

—Él prefiere las nubes —le dijo Laura a Emilio Canales que le había dicho Maria.
—¿Entonces? —le preguntó Laura a María.
—No te entiendo, ¿qué quieres decir? —dijo María
—Digo que, si es así, no podremos verle... —respondió bromeando Laura a María.

—Y yo deseaba hacerlo  —le dijo Laura a Eugenio Canales—. Desde que les vi en la misa por Emilio, siempre sentí un interés especial tanto por Miguel como por Arturo. Yo tenía además la sospecha de que algo fallaba en las relaciones entre María y Arturo. Nadie del entorno de conocidos sabía si estaban casados. La ausencia de hijos y la amplitud desaprovechada de la casa eran pistas evidentes que conducían a mi conjetura. 
—No sé si estará disponible —le dijo Laura a Emilio Canales que dudó Maria.
—Ahora soy yo quien no sabe lo que quieres decir —le dijo Laura a Emilio que ella le dijo a María.
—Hemos hablado poco de Miguel y de Arturo —respondió María.

—En esos instantes yo comprendí el sentido de los mantones de Manila —le dijo Laura a Enrique Canales—. María quería desahogarse conmigo por alguna incompatibilidad entre ella y Arturo, ella y Miguel, o ente éste y Arturo. María no podía hacer nada que a mí me causara más íntima satisfacción —le confesó Laura a Emilio Canales.
Maria continuó hablando en el ascensor que les llevaba hacia el piso superior:
 —Arturo vive rodeado de aparatos, tecnología de la información y de la comunicación. Está en contacto con todo el mundo. Trabaja desde arriba con media docena de empresas dedicadas al estudio y experimentación sobre el comportamiento animal. Prepara a distancia proyectos para esas empresas, incluso militares. Los ingresos de la Casa han mejorado desde que Miguel trabaja con nosotros. Apenas veo a Arturo. Dice que se ha convertido en un tecnócrata descalzo... ¿Qué te parece? No me importa, tengo a mis enfermos, a mis alumnos, a nuestros animales en la finca de Guadalajara, a mis hermanos y algunas amigas como tú.

—Yo pensé que también tenía a Miguel y no lo mencionó —le dijo Laura a Eugenio Canales.
 El ascensor se detuvo y se abrieron sus puertas. Maria no hizo ademán de salir y me retuvo por el brazo —continuó Laura—. No permitió un instante que las puertas se cerraran. Ella me dijo que vio la señal que Arturo utilizaba para no ser interrumpido. Al cabo de poco pulsó de nuevo y descendimos al primer  piso.

—¿Lo ves?  No siempre es posible visitarles —le dijo Laura a Emilio Canales que le dijo María.

—Mientras Maria me mostraba sus mantones —continuó Laura—, yo le dije que Arturo y Miguel se cuidaban, puesto que si no estaba equivocada había visto desde el ascensor una magnífica piscina a lo lejos.    

—Sí, todo allí arriba es muy confortable trabajando con su amigo Miguel, me ha dicho Arturo —le dijo Laura a Emilio Canales que respondió Maria.
—Yo no quise indagar sobre ese asunto—continuó Laura— porque, como muchos lo estamos, María también estaría convencida de que en este mundo cualquier cosa es posible, incluso que ella pudiera llegar a saber qué tipo de relaciones mantenían ambos amigos.
—Arturo padece epilepsia —le dijo Laura a Emilio Canales que le reveló María—. Sufría de ataques cuando menos lo esperaban. Somos unos estúpidos—añadió María—. Al menos ella debería haber sido más precavida dada su profesión. No sabía ella —me dijo también— si él tenía ya la enfermedad cuando se conocieron. No habían hablado de ello. ¿Para qué? Ya no tenía remedio. Él creía en ella como profesional de la Veterinaria, aceptaba sus consejos y tratamientos, y no descartaba otras ayudas. Era muy amigo de los animales. Si no fuera así no hubieran podido vivir juntos. Arturo era profundamente religioso, y discrepaban en ello. Gracias a la Red él había entrado en contacto con un sacerdote italiano que le instruía. Éste tenía proyectado un viaje hasta Madrid para practicarle determinados exorcismos. Arturo creía en el Demonio y esas cosas. Ella no. No la importaba, si llegara a curarse sus hijos no correrían peligro.
 —Todo eso me dijo María, le dijo Laura a Emilio Canales..   

—Satisfecha con la información como en pocas ocasiones lo estuve    —le dijo Laura a Emilio Canales—, agradecida a mi amiga María por haberme confesado sus problemas, y después de alabar su pericia en el bordado de los mantones con entusiasmo sincero, mientras consumíamos una ligera merienda, nos despedimos cariñosas “hasta muy pronto”. Y antes de ese “muy pronto”, quién sabe si motivada por algunos detalles de mi conversación con Maria, pensé que también yo podía ayudar a Arturo. La magnífica casa, el que él ganara mucho dinero, que fuera un hombre profundamente religioso (cosa que yo valoraba porque yo también lo soy, mientras que de Maria yo siempre le había oído a Mariano decir que su hermana presumía de atea o algo así), eran argumentos suficientes para que yo deseara compartir con Arturo los problemas de su epilepsia. Ya estaba claro que él necesitaba a alguien más que a su amigo Miguel y a su mujer o amiga, todavía nadie sabía lo que era.

—Un día de primavera del mismo año, yo aproveché un viaje de María, que asistía a un Congreso, para verme con Arturo. ¡No era inaccesible...! No cesaron desde aquel día mis encuentros con él —le confesó Laura a Emilio Canales—. Procurábamos que estos se produjeran cuando Maria permanecía en su finca de Guadalajara. En ellos, nuestra conversación giraba en torno a todo lo divino y lo humano. Hablábamos de Dios, de la epilepsia, de la soledad, del Demonio, de su amigo Miguel. De éste, Arturo me dijo que trabajaban juntos desde pocos días después de que María le contratara. Que desde que llegó, en los ardientes días del verano, ellos se bañaban juntos, mientras observaban el comportamiento de algún perro sometido a estudio. Que Miguel era un profesor encantador. Poco más supe yo de éste. Una inexplicable resistencia a hacerlo por parte de Arturo que yo percibía, se lo impedía a él a pesar del rango de familiaridad al que ambos habíamos llegado.  

—No había concluido la primavera, y yo recibí una visita de Maria      —continuó Laura contándole a Emilio  Canales—. Yo vi en los ojos de ella  algo que no vi antes, un rostro como de esplendor, sea eso lo que sea,  gestos vivos y radiantes, o algo parecido, lejos de la melancólica aceptación de su destino de aquel encuentro invernal del que te he hablado antes. Parecía que se había sometido a tratamientos y estaba un poquito más delgada, sólo un poquito, pensé. ¡Me voy a casar! —casi gritó Maria—. Nos abrazamos. —¡Te quiero! ¡Deseo que seas  mi madrina de boda! —me dijo—.Yo me interesé por los detalles —añadió Laura— y acepté encantada mi novísima función. Arturo seguía igual, según Maria: con sus ordenadores, con sus videoconferencias, con sus proyectos, con sus contactos en la Red, “terriblemente inaccesible para mí”, insistió María; con su piscina, con su amigo Miguel. Había recibido al sacerdote italiano y los ataques epilépticos se habían reducido considerablemente, ganaban mucho dinero. “Quiero una muerte tranquila, el Demonio se aleja" —me dijo María que le confesó Arturo muy ilusionado a ella—. María me comunicó sus planes. Dado el carácter de Miguel, María estaba segura de que éste no pondría ninguna dificultad sentimental a su matrimonio con Arturo. Y así fue.

—Después de la ceremonia, ya en los primeros días de un verano extremadamente caluroso—continuó Laura contándole a Emilio Canales—, Maria invitó a la familia y a media docena de amigos a su casa para agradecer a Miguel, y celebrar juntos, las facilidades que habían recibido de él para la formación sobre la educación de perros agresivos, sin el empleo de fármacos. A ti también te invitamos por la amistad que te unió al padre de María, que en paz descanse. Tú ya sabes que también él murió por la agresión de uno de los perros con los que su hija investigaba, en este caso un Dogo Argentino. Él intervino en una pelea entre dos de ellos y se puso a favor de uno.
Subimos a la zona de Arturo, esto ya lo sabes. Tú también lo hiciste. Hay situaciones en las que el suceso es tan insólito y rechazable que nos preguntamos, yo por lo menos me lo pregunté, si antes de aceptarlo no estaría borracha o soñando.
—Yo no soy de esos Laura, y te agradezco lo que me has contado          —dijo Eugenio Canales—. Simplemente, me encontré con Arturo sobre el pavimento con la cabeza arrancada del tronco. Esparcidos por el suelo había trozos de sus brazos, de sus piernas, de sus vísceras... Eto, así le  llamaban,  le había devorado fuera de la piscina en donde habían tratado de educarle siguiendo la metodología de Miguel. Hasta esta tarde yo desconocía esas relaciones de Miguel con Arturo y María. Eto era uno de los perros con los que María se había quedado después del regreso de su padre del pueblo en el que yo le conocí, un Rottweiler incluido en la lista de razas de perros potencialmente peligrosos. Miguel permanecía en el suelo arrodillado, temblando y sujetando a Eto con la traílla por el cuello. Tú, Laura, al ver aquella escena sangrienta te desplomaste. Alguien a tu lado te cogió en brazos y salisteis de allí. Miguel se acercó luego a María sin soltar la traílla y susurró algo a su oído. Yo me acerqué también a ella y le ofrecí mi ayuda. Ella me agradeció el gesto y me despidió con una mueca de resignación. Eso creo, resignación; pero, equivocada. Después de lo de su padre, que no se me va de la cabeza, y esto, no debemos dejar a este asunto dormir. Por fortuna tenemos una Normativa sobre perros peligrosos: un Real decreto por el que se desarrolla la Ley sobre el Régimen Jurídico de la Tenencia de Animales potencialmente Peligrosos. Lástima que no se incluyan en ella también a los humanos. Tenemos que actuar.

 —Eugenio —aclaró Laura—, que conste esto: yo no tengo nada contra Miguel. Pero sospecho —añadió enseguida sonriendo— que tengo en casa uno de esos animales potencialmente peligrosos. No me ha atacado, sólo gruñe de vez en cuando si las cosas no le salen como él quiere...
—Celebro tu humor, Laura. Los gruñidos humanos no son peligrosos. Sí lo son sospechosas resignaciones ante el error, no digamos si existiera la intención perversa. Tenemos que averiguar qué clase de educación canina practicaron Miguel y la catedrática de Farmacognosia y Farmacodinamia. Su padre y yo llegamos a disfrutar de una gran amistad.    


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