Concha Núñez
Atrapado en él.
Ha llovido hasta hace un instante
y ahora ha salido el sol. Es un sol tenue, a punto de ocultarse hasta el día
siguiente. La luz oblicua confiere a la carretera un charolado resbaladizo y deslumbrador. Mario va conduciendo
feliz. No ve el momento de llegar. Poco después una UVI móvil lo ha recogido
inconsciente en la cuneta y lo ha trasladado al hospital.
Ahora son casi las ocho de la
mañana, momento en que cambia el turno del personal sanitario. Pedro Gil, el
médico que acaba de incorporarse, entra en la sala de cuidados intensivos donde
Mario ocupa la cama 07. Margarita, la jefa de enfermería hace rato que se
encuentra allí. Es una sala alargada con camas a izquierda y derecha separadas
unas de otras por unas cortinas blancas que cuelgan de unas barras en el techo,
aunque están todas recogidas, plegadas a la pared. A los pies de las camas
queda un ancho pasillo por donde transita el personal sanitario, y al fondo, hay
una ventana amplia, que nunca se abre pero que permite la entrada de luz
natural. Al otro lado de la ventana están los jardines, que se comunican con un
pasadizo que lleva a la puerta de urgencias. Ha vuelto a llover. Se oye la
sirena de una ambulancia que acaba de entrar, aunque a través del cristal el
sonido penetra como si estuviera lejos, bastante lejos, como una música
ambiental, que no cesa de día ni de
noche.
- ¡Vaya, una ficha sin rellenar!
- ¿Ocurre algo? Pregunta Sara, enfermera
de UCI a Margarita, que repasa los partes médicos.
- La ficha de los datos
personales de la 07 que está en blanco.
- Voy a preguntar en Admisión.
Sara sale de la sala y se va
colocando bien el pelo debajo de la cofia. A la izquierda del pasillo está la
sala de espera, donde los familiares de los enfermos esperan impacientes la
hora de visita; unos escasos minutos en los que pasan a un corredor acristalado
anejo a la sala de cuidados intensivos, desde donde pueden ver a sus
familiares. Sara entra un momento.
- ¿Hay aquí algún familiar del
paciente de la cama 07?, pregunta.
Repite la pregunta, pero nadie
responde. Sale y sigue su camino al mostrador de ingresos.
- Buenos días, Leo. Mira por
favor, el accidentado que ha ingresado esta noche en la 07 de UCI, que no
aparecen sus datos en la ficha.
Leo comprueba el registro de
entrada antes de contestar. – Pues, es que no están. El compañero que tomó los
datos ha puesto una nota “viene solo y sin documentación”. Lo podéis llamar “el
agente 007” .
- ¡Qué gracioso! ¿verdad?
- Hija, que poco sentido del
humor tienes. Voy a preguntar a los de UVI móvil a ver qué averiguo.
- Vale, luego te veo.
Sara vuelve a la UCI.
- Pues no he podido solucionar
nada ¿Él no puede hablar?
- Aquí dice que está inconsciente.
Contesta Margarita, sin levantar la cabeza de los partes médicos. Y por lo que estoy
leyendo…
Margarita se acerca a la cama. Lo
mira y ve un cuerpo exánime. Le da unos golpecito con los dedos en el hombro - ¿Puedes oírme?
Repite los golpecitos y la
pregunta. Mario no se inmuta. Entre los cables que lo conectan a un monitor
aparece su brazo izquierdo, con una vía donde le inyectan gota a gota una bolsa
de plasma y otra con el suero y la medicación. Tiene la cabeza y parte de la cara vendadas, y la parte
que queda visible es como una masa informe por la hinchazón y los traumatismos.
Una pierna escayolada aparece colgada de un gancho por entre las sábanas, que
apenas cubren su cuerpo desnudo. El borde de la escayola se hunde en los inflados
dedos del pie, que parece que van a explotar
en cualquier momento.
Pero, al contrario de lo que
creen ya no está inconsciente. Hace un rato que ha empezado a despertar, aunque
no puede comunicarlo. Su cerebro ha sufrido daños irreparables y no le permite
enviar la más mínima orden al resto de su cuerpo. No puede moverse, no puede
hablar. Ni siquiera abrir sus muy hinchados párpados. Pero sí puede oír y
comprender.
- Nada, este no despierta –
Desiste Margarita del intento.
Se acerca Sara. - ¿Con una moto?
- Según parece un coche. Salió
despedido. Sería por la lluvia.
Mario no sabe dónde está ni qué
ha pasado, pero la palabra coche le hace recordar algo. Empiezan a llegar a su
cerebro, como imágenes fotográficas de la carretera, la lluvia cayendo sobre el
limpiaparabrisas del coche, él conduciendo, y ahora la oscuridad.
Sara inyecta la medicación en el
suero que tiene colgado y anota los dígitos que marca el monitor. Mario se sigue
esforzando en recordar.
- ¿Dónde estoy? ¿Qué es esta
oscuridad? Se pregunta.
El sonido de la sirena de una
ambulancia a lo lejos lo llevan a concluir que ha tenido un accidente.
- ¡Un accidente! ¡Dios, he tenido
un accidente! ¡Estoy en un hospital!
Quiere levantarse, quiere hablar,
quiere preguntar, quiere huir de allí. Pero no puede.
- ¿Qué le pasa a mi cuerpo? No lo
siento. No puedo moverme. No veo. No puedo preguntar qué ha pasado. No puedo
gritar. ¡Dios, Dios! ¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¡Que alguien me ayude!
- Pero sus palabras sordas no las
puede oír nadie. En el monitor se observa cómo su ritmo cardiaco se acelera de
forma alarmante. Margarita avisa al doctor Gil que acude inmediatamente.
A pocos metros, los camareros no
dan abasto. Se mezcla el sonido de la máquina del café, el de los platos y
tazas chocando contra la barra y las mesas metálicas, y la algarabía de fondo,
ajena a las tragedias que suceden al lado.
-¿Tú qué tomas? Pregunta Toñi,
una compañera y amiga de cardiología que ha coincidido con Sara cuando entraban
a desayunar.
- Café con leche y tostada con
aceite y tomate.
- Pues dos cafés con leche y una
tostada con aceite y tomate.
La cajera da el ticket a Sara,
que hace el gesto de sacar el monedero del bolsillo de la bata.
- No, hoy pago yo. Se adelanta
Toñi.
- Anda, si tú sólo vas a tomar un
café.
- No importa. Es que estoy a
dieta. Además, la última vez me invitaste tú.
- ¿Y qué dieta te hace falta a
ti?
- Hija, que ya mismo está aquí el
verano. El otro día fui a comprarme un bikini, cojo uno de mi talla y cuando me
lo pruebo resulta que me queda chico
- Oye, que ya nos toca a
nosotras, que llevamos un rato aquí. - Protesta Toñi apoyada sobre la barra.
- Ya vuelo, contesta con retintín
el camarero, que coge el ticket y poco después vuelve con la tostada y los
cafés.
- Vámonos a aquella mesa que está
vacía. Señala Sara.
- Espera, voy a coger sacarina
que éste me ha puesto azúcar. Pues, como te iba contando, al final me lo
compré, es monísimo. Lo he colgado en la puerta del frigorífico con un gancho
de estos de ventosa. Bueno, he colgado sólo la braga que es la que me viene más
que justita. Vamos, que se me salen los michelines a izquierda y derecha. Así
que cada vez que voy a abrir el frigorífico lo veo y me acuerdo de que tengo
que perder por lo menos tres kilos si quiero ponérmelo, y eso me contiene.
- Pues ya podías hacerte una foto
con él puesto y pegarla con un imán. ¡Mira que colgar una braga en la puerta del
frigorífico, aunque sea de un bikini! Bueno, y lo de Alberto ¿cómo va?, que
desde que no hablamos…
Toñi no ha dejado de remover la
sacarina en el café. Por fin suelta la cucharilla sobre el plato y bebe un sorbo. – Ah, pues no hubo mutuo acuerdo al
final, así que van a juicio. La tía lo quiere todo, encima que no ha trabajado
en su vida. En fin, tú sabes que esto de los divorcios amistosos sólo pasa en
las películas. Y claro, como está la niña por medio, Alberto lo está pasando
fatal. Así que estoy deseando que pase ya todo y podamos empezar a preparar nuestra
boda.
Y tú, ¿llegaste a salir con tu
anestesista?
- Un par de veces ¡Vaya, ya me he manchado la bata de tomate!
- Ahora coges otra, que seguro
que hay por allí.
- Pues eso, que yo no sé si será
que de tanto andar con la anestesia, está un poco… eso, adormilado, porque no
he visto un tío más soso ¡Si es que sale del hospital, y sigue hablando del
hospital, que es que no sabe hablar de otra cosa! El sigue insistiendo, pero yo
le estoy dando pares y nones. Que es que ese tío a mí no me va.
- ¿Y del biólogo?
Pues hace un mes que no sé nada,
ni quiero saber. La distancia es muy mala. Al principio conectábamos por
Messenger, nos enviábamos mensajes… Pero yo ya llegó un momento en que me di
cuenta de que si él me hubiera querido de verdad hubiera renunciado a la beca,
porque no hay relación que se mantenga a casi mil kilómetros de distancia. Así
que últimamente ni contesto sus mensajes ni hablo con él.
A Sara se le escapa un suspiro.
- Ay, ay, ay… que me parece a mí
que no se te ha olvidado.
- La verdad es que me tenía
coladísima, pero yo estoy antes que una puta beca ¿o no?
- Pues yo que tu me pensaría lo
de Juan Antonio, oye, que aunque el hombre sea así aburridillo, es buena gente
y un anestesista es un buen partido. Y además soltero, aunque sea cuarentón,
que mira yo como ando.
Sara coge una servilleta de papel
y se limpia la boca. – En fin, ya veré. - Le da con ella también a la mancha de
tomate, pero lo que consigue es extenderla. -Oye, vámonos, que me estará
esperando Margarita para venir a desayunar y antes tengo que pasarme por Admisión.
Leo la ve entrar y mueve la
cabeza negativamente – Lo tenemos difícil, porque he hablado con los de UVI
móvil y me han contado que el coche estaba calcinado en el fondo de un
terraplén cuando llegaron. Suerte que él no llevaba puesto el cinturón y salió
despedido antes de que cayera. Pero ni tenía la documentación encima ni del
coche se va a poder recuperar nada.
Cuando Sara vuelve a la sala, el
enfermo de la 06 acaba de sufrir una parada cardiorrespiratoria. Pedro Gil y un
enfermero intentan reanimarlo, pero es inútil. Poco después el celador retira
la cama con el cadáver, y al rato vuelven a llevarla vacía. Una auxiliar le
coloca sábanas limpias para cuando entre el siguiente paciente.
Mario ha oído el revuelo. Sabe
que ha muerto una persona a su lado. Tiene miedo.
-¡Socorrooo! -Grita para sí
-¡Que alguien me ayudeee! ¡Esto
no puede estar pasándome a mí! ¡Que alguien me despierte de esta pesadilla! ¡Qué
alguien me diga que esto es una pesadilla! ¡Ya, que alguien me despierte ya, no
puedo estar despierto, no puede ser verdad!
El personal sanitario anda de un
sitio para otro de la sala. A veces suenan sobre el suelo vinílico las ruedas
de una cama por el pasillo central o las del carrito de las enfermeras que hacen
las curas. Mario sigue inerte, aparentemente ausente. Oye de nuevo la sirena de
una ambulancia. No recuerda cuando lo recogieron a él ni cómo fue el accidente,
pero sí que conducía, que llovía. ¿Iba solo? Cree que sí. Quiere saltar,
gritar, preguntar, correr fuera de allí. Pero, peor que en la más horrible de
las pesadillas, no puede hacer nada. No es más que un trozo de cerebro vivo
inevitablemente unido a un cuerpo muerto.
El doctor Gil está de pie delante
de su cama. Sara se acerca.
- Sara, le vamos a poner otra
bolsa de plasma. Ha perdido mucha sangre.
- Muy bien.
Sara vuelve en unos minutos y cambia
la bolsa de sangre vacía por otra llena. - Eh, 007, a ver si te despiertas
que no hay manera de saber cómo te llama.
Desde que Mario ha oído el nombre
de Sara su cerebro arde por recordar. Le suena ese nombre. Ahora acaba de
reconocer su voz.
-¡ Sara! ¡Es ella! ¡Es Sara! ¡Es su voz! Y yo
soy Mario -grita para sí.
-¡Saraaa! ¡Mírame, soy yo, soy
Mario!
- Sara ya se ha retirado de su
cama y atiende a otros pacientes.
Ahora, los recuerdos de Mario vuelven
y se amontonan como en cascada. Él intenta ponerlos en orden
- Sí. Sí. Ahora me acuerdo. Yo trabajaba
en un laboratorio con una beca de investigación. Sara me dio a elegir entre la beca o ella y yo
la elegí a ella. Ahora recuerdo. Yo venía conduciendo para reunirme con Sara. ¡Saraaa!
¡Soy yo! Pero ¿cómo me dejas así? Sé que eres tú, Sara, eres tú, es tu voz,
estoy en el hospital donde tú trabajas. Alguien me ha traído aquí, he tenido un
accidente. ¡Ayúdame!
- Ahora son casi las tres y va a cambiar
el turno de personal.
- Margarita, ¡Hasta mañana! - Se
despide Sara.
- ¡Sara, no puedes irte, ven aquí!
¡No te vayas, soy yo, soy yo! - Se repite Mario.
- ¿No querías que estuviéramos
juntos? Ya estoy aquí para siempre, te he elegido a ti. ¡Sácame de esta cárcel!
¡Que alguien me saque de este cuerpo! ¡Quiero correr detrás de Sara! Ese día dije
en el laboratorio que renunciaba a ampliar la beca. Le daré una sorpresa a
Sara, cogeré el coche y me iré inmediatamente para allá. Llegaré por la noche. Me
iré para su casa, le diré que he conseguido por Internet un trabajo allí dando
clases en una academia, a su lado, como ella quería. Pasaré la noche con ella. Le
pediré que se case conmigo. ¡Sara, te quiero! ¡Soy yo! ¡No te vayas! ¡Mírame,
soy yo, soy Mario! ¿Cómo puedes dejarme aquí? ¿Cómo puedes ignorarme así? ¡Sácame
de estas tinieblas! ¿Hasta cuándo voy a soportar este tormento?
Mario continúa y continúa
luchando inútilmente por salir de la cárcel de su propio cuerpo. No puede hacerse a la idea de que eso será ya el
resto de su vida. Ningún ser humano podría hacerlo. Su cerebro sigue y sigue
dando vueltas sin salida. Ya no sabe si está loco o está cuerdo, si está
dormido o está despierto, si está vivo o está muerto.
Su ritmo cardiaco se acelera más
y más, las líneas que dibuja la pantalla de su monitor suben y bajan de forma
descontrolada, a gran velocidad, a la vez que emiten un “pic, pic” cada vez más
fuerte, más estridente. Se acerca inmediatamente el doctor Gil.
Ha pasado la anoche, ahora son
las ocho de la mañana y acaban de limpiar la sala de cuidados intensivos. Sara
entra para empezar su jornada. A lo lejos se oye la sirena de una ambulancia
que entra por la puerta de urgencias. Ha dejado de llover y está saliendo el
sol. La luz oblicua confiere al pasillo aún mojado, un charolado resbaladizo y deslumbrador. Sara mira a la cama 07. Está vacía, con
sábanas limpias.
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