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viernes, 4 de mayo de 2012

Relato 2. Pablo Martínez Otín


Cuando mis colegas y yo nos reuníamos con material nuevo en el café Bramante, nunca nos llegamos a fijar con detenimiento en el moreno barbudo de Miguel Oñate, un tipo huraño en apariencia que ahora se me viene a la memoria con cierta claridad, seguramente por lo que luego haría y que sin duda fue lo que desencadenó esta cadena de despropósitos. Lo recuerdo sentado con semblante muy serio en una de las butacas del fondo, escuchando recitar a los demás hasta que llegaba su turno, entonces se incorporaba con un ritmo lleno de parsimonia y cruzaba la sala hasta que alcanzaba la tarima con la misma lentitud. Allí, de cara a los presentes enunciaba su poesía con una voz de lo más grave y la tormenta se cierne sobre nosotros/ reflejando lo que nuestros cuerpos piden a gritos /¡caramba la tormenta ya está llegando a nosotros! Aplausos. No demasiados aplausos pues el público asistente en sí era escaso y más si se tiene en cuenta que la mayoría éramos también poetas o eso intentábamos. En el café solíamos ser diez o doce los habituales, aparte de los espectadores espontáneos. Recuerdo nombres como Benito PuenteMayor o Carlos Borrequín, todos grandes artesanos de su arte. También a Gregorio Pedrea o a mis compadres Pablo y Lucas Ferrer, que siempre me acompañaban en los recitales.
La primera vez que trabé conversación con Miguel Oñate fue en la librería de la calle General Pánfilo Natera, nos cruzamos en la caja con la intención de pagar ambos nuestras lecturas. Te conozco del café, me dijo y yo respondí con la misma sinceridad. El saludo dio paso a la conversación y que se fue alargado a las puertas de la librería, hasta que culminó con una invitación por parte suya para cenar en su casa aquella misma noche. Siempre me ha agradado charlar con personas del oficio, por lo que sobre las ocho y media me presenté en su puerta con una botella de vino dulce. La cena fue agradable, conocí a su mujer y dialogamos largo y tendido sobre nuestros gustos literarios los tres. Ya sobre los postres, Miguel me habló sobre sus aspiraciones a crear un arte mucho más apegado al sentir humano y de factura más natural porque como te digo compañero los poetas se han olvidado de su cuerpo los muy estúpidos, la mente no comprende el idioma del órgano. Tras el café, me enseñó incluso su lugar de producción; una habitación contigua al dormitorio de la casa. Austera, con un escritorio lleno de plumas y tarritos de tinta. También había una estantería con unos pocos de libros y sobre una mesita de noche situada al lado de ésta, una caja de madera del tamaño de una palma de mano adulta. Miguel me reconoció que de forma casi supersticiosa guardaba allí todos sus poemas. Abrió la caja y comprobé que estaba llena de papeles doblados escritos a doble cara, llenos de versos y tachones, pero no quise parecer irrespetuoso tomando alguno de ellos para leerlos, así que, tras haberme despedido de forma cordial y gracias por la estupenda cena señora, tomé el camino de regreso a mi hogar.

Los días sucesivos a la cena rompían hojas del calendario sin pena ni gloria. El café Bramante  se medio llenaba y se volvía a vaciar; nosotros, los poetas, ocupábamos sus butacas y pedíamos té mientras acariciábamos orgullosamente nuestros bigotes. Los recitales también se sucedían y me sorprendió comprobar que no había rastro de Miguel Oñate por ningún sitio. No aparecía, no daba señales de estar vivo y menos aún, escribiendo. Las malas lenguas hablaban de una retirada anunciada el pobre viejo loco nunca supo cómo dar en el clavo con la palabra, son cosas que se huelen a distancia chaval y quita de ahí, estás en mi sitio. Por lo general, los demás seguíamos visitando el café, ajenos a la suerte de Miguel. Por cada vez que PuenteMayor o Borrequín se subían a la tarima, había más o menos veinte pares de ojos mirando y otros tantos pares de orejas escuchando versos. Cada uno se esmeraba por estar acorde con su personalidad lírica, recuerdo a Gregorio Pedrea con una larga gabardina recitando versos sobre su rincón favorito de la ciudad. Incluso cuando hacía calor ajustaba su atuendo hasta el tercer botón. Otro de los normalmente presentes, Ernesto Arteaga, trataba de sorprender al público entrecruzando sus versos con eslóganes publicitarios; así podíamos comprobar cómo las figuras retóricas se casaban con la bebida de cola más refrescante para toda la familia pídala en su bar, y muchas otras peripecias del artista. Incluso Pablo Ferrer había incorporado a sus recitales una bufanda que se colocaba en la cabeza, tapándole los ojos en el momento de la enunciación. Yo no le encontraba sentido a muchas de aquellas invenciones, pero quién si no el artista es el que debe innovar cuando el gusanillo de la originalidad llama a la boca de su estómago.
 Buscábamos en el cotidiano la inspiración que coronara nuestra poesía. Recitábamos de memoria versos inflados de arrogancia, espontaneidad, de ebriedad consentida y de mirando tu rostro se me antojaba la primavera. Recitábamos entre los cogotes ávidos de poética y fue entre los cogotes dónde lo vimos aparecer. De repente.  Además lo vimos de una forma clara, porque todos sin excepción lo advertimos aparecer y lo que es más importante, lo reconocimos. Lo cual tiene su mérito en una persona desprovista de sus más inmediatos atributos.
El tintineo de la puerta del café dio paso a la apertura de la misma y fue cuando el desconcierto se hizo notar entre los presentes. Un silencio indefinible colmó el lugar. No podía ser de otra manera, ya nadie miraba a quién fuese que recitara; todos miraban ahora la entrada del local. Su mujer era quién abría la puerta y sostenía a su compañero cogido por el brazo con el suyo izquierdo. Ella era la que hacía los movimientos y una vez entrados en el café tuvieron que atender sin remedio a todas esas miradas que no daban crédito y que ni siquiera se preocupaban de ser discretas. Algunos se frotaban los ojos. Habían avanzado muy lentos desde la puerta del café, con cierta dificultad. Allí estaban los dos, la mujer de Miguel Oñate y una versión un tanto diferente de lo que solía ser Miguel. A decir verdad, por una parte era complicado decir que aquella figura era Miguel, por otra parte, sin duda era él. Por lo que a forma de andar se refiere estaba claro; todos reconocimos su manera lenta de caminar cuando entró por la puerta y su figura un tanto encorvada no dejaba lugar a interpretaciones, piernas y tórax eran las del poeta. El problema comenzaba al ir subiendo  la mirada desde sus clavículas, el cuello de Oñate se erigía con normalidad encima de sus hombros, hasta que se llegaba a dónde en una persona normal deberían encontrarse las mandíbulas, entonces uno se daba cuenta de que tales mandíbulas no aparecían por ningún lado. De hecho y siendo exactos con la situación, no había nada por encima de su cuello; ni las mandíbulas ni por consiguiente boca ni nariz, ni rastro tampoco de los pómulos, orejas, ojos, frente y por supuesto nada de pelo. El corte desde el cuello era limpio. Aquel pobre diablo se había dejado la cabeza en casa.
Nadie quería perderse ni un movimiento  del recién llegado, era un espectáculo. Su mujer hacía las de perro lazarillo, pues como era de sentido común, Miguel no podía ni ver ni escuchar, ni siquiera olfatear el ambiente. Solo sus extremidades se movían y avanzaban al son que su compañera marcaba. Se acercaron los dos a la tarima y todos les hicieron pasillo. Subieron, la mujer de Oñate y la figura descabezada de su marido. El silencio dio paso a los murmullos y los murmullos al silencio otra vez. Los presentes estaban descolocados y no sabían, no sabíamos, como reaccionar de la manera correcta. Quizás Miguel no se hubiese dado cuenta, quizás su mujer se hubiese hartado ya de sus constantes parloteos vitales y le hubiese arreado una colleja con fuerza tal para haberle dejado la cabeza en el sitio en el que se la dio. El caso es que esperábamos una explicación ante todo aquello.
Nada de eso sucedió, en cambio asistimos a un hecho mucho más imponente. Ya en la tarima, la mujer de Miguel golpeó a su marido con el puño en la espalda, lo suficientemente fuerte como para que la piel y los músculos de su cuerpo lo sintieran y se diesen por aludidos. Entonces, Oñate comenzó a recitar.
Desde mi desconocimiento médico no sé explicar de manera correcta aquello, debe ser que algo de cuerdas vocales le quedaban al hombre en su nueva situación, porque empezó a carraspear sonidos ininteligibles durante un largo rato. Aire que salía de su cuerpo ligeramente alterado y no se transformaba en ninguna vocal o consonante, como soplar dentro de una botella. No era ni siquiera una sucesión onomatopéyica constante. Era el ruido de sus entrañas emanando de la forma más pura que su cuerpo le permitía.
Recuerdo al público con los ojos entornados y las frentes arrugadas, acercando sus oídos como intentando escudriñar el significado oculto de la poesía de su aire. Pero allí estaba la magia, no había trampa ni cartón. No había mente capaz de hacer transformar el aliento en palabras. Era como el viento chocando contra los árboles y meciendo las ramas. Era el mar y la brisa al atardecer. Era la hierba brotando, natural, única e irrepetible. Espontánea de principio a fin.
Tras un tiempo que no se precisar, su mujer volvió a acercarse al cuerpo, golpeó de nuevo con el puño su espalda y el cuerpo de Miguel dejó de emitir sonidos. El silencio se hizo nuevamente.
Aplausos. No demasiados aplausos al principio. Luego el plas plas de las manos chocando se hizo más intenso y acabó registrando una notable ovación. Creo que nadie comprendió realmente el significado de aquello, pero tampoco nadie quería ser ante la historia la persona que no había aplaudido aquella nueva forma de recitar. La mujer de Miguel volvió a tomar por el brazo a su marido y juntos bajaron del escenario, directos hacia la puerta, sin saludar ni dar explicaciones. El tintineo volvió a sonar y los dos desaparecieron poco a poco entre las calles de fuera.
 La historia debió finalizar ahí, con un poeta descabezado era suficiente. Pero la semana siguiente el café estaba lleno a rebosar. Dentro, ninguno de los habituales pudimos ocupar alguna de las butacas que solían acolchar nuestros traseros durante el recital, incluso fuera se agolpaba una cantidad considerable de personas que trataban si no ya de entrar, de ver lo que ocurría en el interior del Bramante por las cristaleras o a través de la puerta. Menuda expectación se había formado.
Cuando las horas se sucedieron, habían salido ya alguno de los poetas a recitar. Arteaga nos había regalado unos preciosos alejandrinos mezclados con un jingle de jabón Lagarto y Gregorio Pedrea se esforzaba en qué no se le desabrochara ninguno de los botones de su gabardina mientras ponía cara de situación al recitar. Los dos pasaron sin pena ni gloria para el gentío, a pesar de la gran cantidad de personas que allí había. Entonces Miguel Oñate volvió a hacer acto de presencia. Lo supimos por el largo pasillo que se hacía desde la calle y que dejaba paso al poeta y a su mujer, que era por supuesto quién le guiaba. Otra vez se personaba sin rastro alguno de su cabeza. Eso era lo que le daba el atractivo, parecía ser.
El ritual fue el mismo; se acercaron los dos lentos hacia la tarima, esta vez un poco más lentos que de costumbre debido a la aglutinación de gente en el café. Una vez en el sitio correcto, la señora golpeó la espalda de su cuerpo preferido y este comenzó a emitir sonidos. Nada de gesticulación por parte de sus brazos o su tronco, ni siquiera de sus piernas o el más leve movimiento de pie, solo aquellos sonidos corporales. No dejaron ni que consumiese un minuto, cuando el público ardió en aplausos y bullicio aprobatorio. La señora de Oñate asintió con la mirada contenta al buen recibimiento, no lo hizo así su marido, que ajeno al entorno siguió creando sus ruidos entre el jolgorio reinante.

Fue ésta la historia de Miguel Oñate, quién se supo hacer un hueco dentro de la poesía con su particular visión de la misma. Quizás no salga su nombre en muchos libros, quizás en ninguno. En parte debido a la dificultad de transcribir sus versos al papel, pero nosotros supimos reconocerle su mérito. Así fue como recorrió diferentes cafés y bares llevando su espectáculo cada vez más circense a varias ciudades que lo reclamaban. El poeta que recita sin cabeza desde lo más profundo de sus órganos. Del mismo modo que nos enteramos que PuenteMayor se había torcido la nariz 180 grados para refinar el acento nasal de sus versos, o que Borrequín aprendió a girar sus globos oculares hacía el interior de su cráneo para buscar el profundo significado de sí mismo. Una vez a Lucas Ferrer dejar sus orejas encima del mostrador del café antes de recitar. Sin duda fue una época convulsa.
Estando no hace demasiado en la librería de Pánfilo Natera, me crucé con la mujer de Oñate y no pude resistirme a preguntarle. Traté de ser lo más cordial posible y quise averiguar si su marido era al fin un poeta descabezado las veinticuatro horas del día, o solo se permitía perder la mente a la hora de recitar. La señora me contestó dulcemente que no me preocupase por Miguel guarda su cabeza justo antes de cada recital. La deposita con cuidado encima de la cajita donde antes amontonaba sus poesías. Ahora, en el lugar en el que antes nacían sus ideas, reposan los pensamientos, de donde el agobio se confundía con la inspiración, ahora crece la paz y de donde todos los temores comunes del poeta se daban encuentro, solo aparece el verde camino de la tranquilidad consigo mismo.

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