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jueves, 3 de mayo de 2012

Relato 2 - de Jose Antonio Borrero

Isidoro  -  Relato 2, de Jose Antonio Borrero

Tenía el pelo atigrado, ojos marcianos, orejas de punta y bigotes tan tensos como las raspas de pescado que tanto le gustaban. Como por aquella época pasaban por televisión unos dibujos animados sobre un gato que se llamaba Isidoro, en un ejercicio de originalidad, mis hermanos y yo decidimos ponerle el mismo nombre.  Pero Isidoro no era un gato como los demás. Se sentaba a ver las películas con nosotros, sus maullidos se parecían a las palabras, y cuando lo llamabas por su nombre te miraba y se acercaba, como si se prestase a escuchar tus secretos. En unos meses el piso donde vivíamos se le quedó pequeño, así como nuestra compañía, y aprovechaba cualquier momento en el que alguien dejaba la puerta entreabierta, para salir a la escalera, y de ahí descender a la calle, donde se perdía durante horas. Pero lo hacía con tanta elegancia y tanta seguridad, que ni mis padres ni nosotros tratábamos de impedírselo, como si fuese un huésped maduro que tuviese su vida propia. Incluso llegó un momento, en el que él mismo comenzó a solicitar que le abriéramos la puerta. Lo pedía con un amable “miaaaaaau” con énfasis en la “a” (un poco más larga que la de pedir comida y un poco más corta que la de llamar desde el balcón a alguna de sus novias). Pero un día me di cuenta de algo. Una de sus excursiones la hacía a media mañana, y me llamó la atención que su marcha se producía siempre en el mismo momento, a la misma hora, y también era muy puntual a su vuelta. Así un día tras otro. Por entonces mi pequeña vida era muy aburrida y mi única diversión consistía en asomarme al balcón y observar lo que pasaba en la calle. Me fijé en que Isidoro siempre se iba un poco después de que pasara el afilador de cuchillos, y un poco antes de que apareciesen  los hombres del butano, y la gente les pidiese a gritos desde los balcones una bombona. Desde que descubrí el momento en el que Isidoro lanzaba su “miaaaaaau” y solicitaba su libertad, pasaba toda la mañana pendiente de ello. Cuando se marchaba, mi imaginación se iba volando con él. Lo veía con una pandilla de gatos jugando a algún juego parecido al fútbol, o saltando por los tejados con sus amigos y sus novias, disfrutando de cien mil aventuras.
            Pero un día mi curiosidad alcanzó su límite, y decidí seguirlo. Yo era demasiado pequeño para que me permitiesen salir solo a la calle, pero me consideraba tan capaz de sobrevivir como Isidoro. Además,  no pretendía estar fuera todo el tiempo que estaba él, tan sólo quería saber a donde iba. Así que una mañana me dispuse a esperar el cúmulo de eventos tras los cuales Isidoro se marchaba. Mi madre le abrió como siempre,  lo dejó irse, y tras cerrar la puerta, su delantal blanco se perdió en la cocina entre pitidos y una nube de vapores de comida que salían de la olla a presión, como en los trenes antiguos. Aproveché el momento y abrí la puerta todo lo silenciosamente que pude, y salí corriendo por las escaleras para alcanzar a Isidoro. Cuando llegué al portal, éste cruzaba el rellano, andando despacio, con el contorneo tranquilo y felino de un pequeño tigre. Allí no encontró ningún obstáculo, porque por entonces las entradas de los edificios solían permanecer abiertas durante el día (los porteros electrónicos no existían todavía en mi barrio). Isidoro no perdió la compostura al salir a la calle y exponerse a las personas que pasaban por ella, y anduvo sin prisas hasta meterse debajo de un coche que había aparcado enfrente. Yo le seguí y me agaché para verlo, pero cuando llegué ya se había pasado al coche que había detrás, y luego al otro, y así se paseó por debajo de los vehículos aparcados en la calle, con el mismo desparpajo que lo hacía por cualquier otro sitio. De ese modo recorrió varias calles. Al principio me agachaba para ver por debajo de qué coche iba, pero descubrí que era más cómodo seguirlo de pié, andando. Aunque de ese modo sólo lo veía en los breves momentos en los que pasaba de uno a otro. A veces, en este instante Isidoro me miraba con absoluta tranquilidad, como si tuviese la confianza de que me podía despistar en cualquier momento, o como si no le importase nada que averiguase a donde iba. De esa forma recorrimos varias calles, y llegamos a una gran avenida, donde Isidoro se quedó parado debajo de un coche. En ese momento sentí miedo. Nos habíamos alejado demasiado de casa, y aquella parte del barrio ya no me era conocida. Me agaché y comencé a hablarle, y a pedirle que volviéramos. Pero mientras trataba de convencerlo, un semáforo cercano cambió a rojo para los vehículos, y la gente comenzó a cruzar. Isidoro se fue tras ellos, y pasó al otro lado de la avenida por el paso de cebra, como si fuese un peatón más. Yo le seguí y traté de atraparlo, pero consiguió meterse debajo de otro coche aparcado, y prosiguió su ruta sin prisas, por debajo de otros coches. Tras recorrer varias calles, por fin llegó a un lugar donde se detuvo. Era un sucio callejón en la parte trasera de un edificio. Sólo había una gran pared blanca y una puerta negra. Me agaché por los bajos del coche, desechando cualquier intento de conversación con el maldito gato, y cuando estudiaba el modo de atraparlo y arrastrarlo hasta casa, de repente, Isidoro comenzó a maullar. Era un maullido largo, un “miauuuuu” con la “u” muy larga, que a veces parecía que no iba a terminar nunca. Pero pronto me di cuenta de que la “u” no era sólo suya, sino de que otros gatos que estaban cerca se habían unido al concierto. Dos coches por detrás había un gato negro, y subido a una tapia uno muy gordo marrón, y en un árbol cercano otro gris guardaba el equilibrio. Poco a poco fueron llegando más y más, y aquello  se llenó de ojos marcianos, orejas de punta y bigotes tensos. Me hice a la idea de lo que debía de sentir Isidoro cuando celebrábamos toda la familia algo en casa, siendo él, el único de su especie. Pasado un primer momento de intensos maullidos, luego decrecieron, y más tarde volvieron a crecer de nuevo, como en un coro. Yo estaba expectante de ver que hacían, si jugaban a algo, si se medían en alguna competición, cuando de repente, cuando el nivel de los maullidos llegó a su máximo, tanto que creí que lo estarían escuchando incluso desde mi casa, la puerta negra se abrió. Provocó un estruendo metálico al chocar contra la pared blanca. De la oscuridad del interior del local salieron vapores densos, cargados de olor a comida, como los de la cocina de mi madre, y de entre ellos un hombre grande, obeso, con un delantal blanco y un gran gorro blanco también. Arrastraba un cubo de plástico negro. Lo sacó a la calle con esfuerzo y volcó su contenido en una esquina, mientras mascullaba entre dientes: “cada vez tenéis menos paciencia”. Entonces una multitud de gatos salió de debajo de los coches, de los árboles, de todas partes, muchos más de los que nunca había visto, y cubrieron el montón de desperdicios con sus pieles atigradas. Una de ellas debía de ser la de Isidoro. El hombre desapareció entre los vapores, arrastrando su cubo, y la puerta negra volvió a cerrarse, sobre la pared blanca.

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