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miércoles, 30 de mayo de 2012

- Relato 6 de Carla G. Mairena.



—No tienes buena cara. ¿Comes verdura a menudo?
—Sí. Mucha acelga —mintió él. Para su fortuna, su independencia le permitía alimentarse cuatro veces por semana de alitas de pollo pre congeladas sin que ella emitiera juicios sobre la pobreza de su dieta.
Marisa miró a su hijo mayor mientras batía una fuente llena de nata para montarla. Llevaba un delantal blanco, el pelo entretejido en un perfecto recogido hecho con un pasador de plata y se movía de un lado para otro en la cocina. Recogía a su palo los utensilios ya utilizados y sacaba los que necesitaba, con tanta velocidad que parecía tener seis brazos en vez de dos.
—Tu regreso con Michelle nos ha sorprendido —le dijo la mujer.
Él, que estaba comiendo galletitas saladas con forma de pez de un cuenco que se había servido, la miró fijamente. Marisa esbozó una sonrisa sin enseñar los dientes.
—Era lo mejor —respondió.
—Para tu padre.
—¿Qué?
—Era lo mejor para tu padre —dijo la mujer—. No para ti.
­—Ya le he dado suficientes disgustos los últimos años. No necesitaba una invitación de boda con una chica blanca. Y científica —añadió entre dientes.
—Michelle también lo es.
—Y ya le cuesta mirarla con buenos ojos por ello. La mujer de un buen hombre debe estar en casa, con la comida lista para su familia y que vaya todos los domingos a misa.
—Basta, Salvador. No juegues de esa forma con las creencias de la familia.
Le dio la espalda para seguir preparando el postre, y en esto, tuvo lugar la llegada de la pequeña de la familia. Ese recibió a su hermana en el vestíbulo de la casa. Llevaba al hombro una mochila, y la ayudó a descargar su peso.
—¡Hermano! —exclamó la chica—. ¡Mamá no me dijo que venías!
—Era una sorpresa —Ese estrechó a su hermana entre los brazos—. Tenía ganas de veros.
Sarah estaba cada día más grande y hermosa. Acababa de cumplir diecisiete años, pero tenía el aspecto de una joven mucho mayor. Compartía con su madre y su hermano muchos rasgos genéticos, aunque era evidente que se había llevado la parte más atractiva de la familia. Tenía el pelo negro y abundante, que caía en mata por su espalda, y el cuerpo atlético que había tenido su hermano con su misma edad.
—Te estás poniendo como una vaca.
—Más quisieras tú —Sarah le golpeó el pecho con un puño. Miró hacia la cocina para asegurarse de que su madre no tenía puesta la oreja en la conversación, e inclinándose un poco sobre él, habló—. ¿Y Madison? Hace mucho que no hablo con ella.
Ese chascó la lengua.
—Verás, las cosas no iban bien.
—No me digas que has vuelto con tus crisis separatistas de negros y blancos —ella lanzó un gemido—. Dios, Ese. Cada día te pareces más a papá.
Él la fulminó con la mirada.
—Cuéntame de ti. Mi vida no te interesa. ¿Ya has recibido alguna respuesta de las universidades que solicitaste?
—Sí. Voy a ser la segunda gran decepción del reverendo —dijo Savannah con sorna—. Me han aceptado en la Universidad de San Diego para estudiar Biología Marina.
—¿Bromeas?
—La recibí ayer mismo. Aún no se lo he dicho a papá, pero me da igual cómo se ponga. Eso es lo que quiero hacer.
—Estoy muy orgulloso de ti.
Ella sonrió, y en ese instante, la puerta principal se volvió a abrir. Su padre les miró a ambos sin ninguna sorpresa aparente en su rostro.
—Una visita del físico. ¿A qué debemos el honor?
—Echaba de menos la ensalada de patata de mamá —contestó Ese.
Henry Hancock, o más conocido como el reverendo de la comunidad evangelista de la Baja California, sacudió la cabeza y se despojó de la sotana, de color azul intenso. Bajo la sotana, el hombre llevaba un sencillo conjunto de pantalón camel, camisa blanca de rayas azules y un chaleco de pana del mismo color del pantalón. Iba camino de los cincuenta, pero no le pesaban. Marisa salió de la cocina para recoger la prenda entre las manos de forma cuidadosa y desapareció escaleras arriba para ponerla a cubierto.
—¿Ya está puesta la mesa? —preguntó Henry a su hija.
—Acabo de llegar de clase —dijo Sarah a toda respuesta.
—Ayuda a tu madre, cariño, ¿quieres?
Savannah puso los ojos en blanco pero obedeció. Ese y su padre tomaron asiento en la mesa de caoba del salón, que ya tenía colocado el mantel. En aquella casa siempre se comía a la una en punto los domingos, justo media hora después de que terminase la misa diaria de la iglesia evangelista St. Trinians. Cuando Ese vivía allí, era una falta de respeto que él, su madre y su hermana no estuvieran ya sentados para cuando Henry llegaba a casa.
A diez minutos de la una, Solange sacó la fuente de menestra de verduras y después, la de ensalada de patata y cebolla; las colocó sobre la mesa con actitud ceremonial. Sarah se sentó al lado de su hermano después de traer las botellas de vino y agua. Cuando la mujer se sentó, por último, a la derecha de su marido, él inclinó la cabeza.
—Dejemos que nuestro hijo pródigo bendiga la mesa en esta ocasión.
Ese alzó las cejas, pero no se opuso.
—Dios mío, te pedimos que bendigas estos alimentos que nos mantendrán sanos y fuertes, y aprovechamos para rogarte salud para nosotros y todos nuestros seres queridos —recitó, repitiendo las palabras que su padre había usado toda la vida—. Amén.
—Amén —respondió su familia.
Solange sonrió y empezó a servir la fuente de verdura.
—¿Te han dado vacaciones en el trabajo? —le preguntó Henry a su hijo.
—Puedo pedir días cuando desee. Hago demasiadas horas extras últimamente.
—¿Y qué tal en esa secta antirreligiosa?
—Henry, por Dios. Quiero tener la comida en paz —le dijo su mujer.
El hombre alzó las manos en son de rendición.
—De acuerdo. Sólo quería saber cómo le iba en esa parafernalia.
—¿Y a ti cómo te va, papá? ¿Sigue habiendo muchos borregos en misa?
—No ironices en el nombre del Señor. No te lo permito —bramó su padre.
—¡Basta! —exclamó Sarah—. ¡Ya es suficiente, papá! ¡Deja de atacarle!
—Tiene que reconocer de una vez que su elección fue un error. Estudiar Física, el primogénito de un reverendo. ¿Dónde se vio cosa semejante? Es una blasfemia hacia nuestras creencias.
—Hacia tus creencias, papá —le corrigió Ese mientras comía su ración de ensalada—. Yo no elegí nacer en el seno de una familia dedicada a Dios.
—Pasan los años y sigues con la misma estupidez metida en la cabeza. Al menos demos gracias al Señor por tu decisión de dejar a esa chica blanca. No sé que era más humillante.
—Cierra la boca —le espetó Ese, agresivo—. No hables así de Madison.
—Esa mujer no tenía nada sano, hijo. Fíjate en tu hermana, que va a estudiar Derecho avalada por nuestra comunidad en una de las mejores universidades del país.
Sarah jugueteó con el tenedor en su comida, removiendo las patatas con la mirada baja.
—No voy a estudiar derecho, papá. Voy a ir a San Diego a estudiar Biología Marina —le dijo ella con voz suave. Cuando levantó la mirada, vio a sus padres observándola con la cara pálida—. Recibí la admisión ayer mismo, y es lo que quiero hacer.
Un tenso silencio se formó en el comedor. De repente, el reverendo se levantó, y dejando la servilleta con un manotazo sobre la mesa, se marchó de casa. Sarah alzó la mirada y tragó saliva, pero su madre le dedicó una sonrisa.
—Terminaos la ensalada —les dijo ella—. Se le pasará.
—¿Cómo se le ha pasado lo de Ese? —murmuró Savannah—. Quiero que papá acepte lo que somos, mamá. ¿Por qué no entiende que no todos compartimos sus creencias?
—Porque tenéis que entender que no tenéis un padre corriente. Ser hijos de un reverendo también requiere que le entendáis a él.
—¿Entenderlo a él? Ha estado hablando de Madison como si fuera un cáncer, mamá. Ni siquiera la conoce, pero su piel no es como la nuestra y por eso no es lo correcto que nos mezclemos —Ese se levantó—. ¿Acaso no profesa eso de que todos son hijos de la viña del Señor? Cuentos chinos que pueden gustarle a los mismos borregos que acuden a sus misas, pero no a mí.
Solange cerró los ojos e inspiró.
—Sois sus hijos, y os ama más que a su vida. Aunque sea pastor, no le pidáis milagros. Es un humano y tiene derecho a equivocarse.
—Pues mientras siga equivocándose, me temo que yo seguiré alejado de vosotros. Ya lo he intentado muchas veces, mamá, lo sabes. Por elegir a qué querer dedicar mi vida he tenido que sacrificar otras cosas para que se sintiera orgulloso de mí. Y es muy duro darse cuenta de que nunca lo estará.
Ese rodeó la mesa para besar a su madre en la mejilla. Se quedó un momento frotando mejilla contra mejilla, inhalando el aroma a rosas fragantes del perfume de la mujer.
—Volveré a intentarlo en un tiempo, supongo —Ese sonrió—. Cuando el golpe que le ha dado Sarah se haya amortiguado.
Él volvió junto a su hermana y la abrazó como despedida.
—No te eches para atrás porque te de miedo, ¿de acuerdo?
—No lo haré.
Le dio un beso en la mejilla justo cuando su móvil empezó a sonar. Se alejó un poco de la mesa, donde ellas reanudaron la comida, y cogió la llamada. La pantalla le indicaba que se trataba del número de Darío.
—Ey, colega. ¿Ya estás de vuelta en Nueva York?
—Hola, Ese. ¿Dónde estás? —su voz sonaba extraña.
—Estoy en California. Cogí un vuelo esta madrugada y llegué hace unas horas. Me apetecía ver a mi familia.
—Tienes que volver. Ha pasado algo.
—¿Va todo bien, tío?
Darío respiró con fuerza al otro lado de la línea.
—Madison ha tenido un accidente de coche y está en coma.




Ese llegó la noche siguiente, después de un largo vuelo de punta a punta del país. Había cogido un taxi del aeropuerto al hospital. Localizó a sus amigos en el pasillo que le habían indicado en recepción y se plantó delante de ellos.
—¿Va a ponerse bien?
Darío intercambió una mirada con él.
—Hay que esperar.
Pasaron horas. Y más horas. Médicos desfilaron, uno tras otro, para decirles lo mismo. Había que esperar. Ese entró en la habitación de Madison cuando se lo permitieron. Salió un minuto después y no volvió.
Mientras todos los amigos que ambos compartían estaban en la sala de espera, él regresó a su apartamento y trató de restablecer su vida normal. Ahora que no había útiles femeninos por allí, tenía espacio para todas sus cosas. Deshizo la maleta y colocó la ropa en el armario, que se había quedado vacío excepto por un vestido negro que se había quedado colgado al fondo. Lo miró, y se quedó mirándolo durante una larga hora.
Michelle le llamó al móvil por quinta vez, y él, por quinta vez, le colgó. Una hora después, Ese regresó al hospital y vagabundeó por la UCI hasta que Darío se topó con él.
—¿Dónde demonios te habías metido? ¿Qué pasa si despierta y no estás junto a ella? Te necesita.
—Nosotros no…
—Vosotros os queréis —le cortó su amigo.
—Va a morirse —a Ese se le quebró la voz—. Se va a morir y no puedo hacer nada por evitarlo.
Se miraron el uno al otro.
—Si eso llega a ocurrir —dijo Darío en voz baja—, tienes que estar junto a ella para que le sea más fácil. Yo quisiera que la persona que más quiero estuviera conmigo.
Él asintió y entró en la habitación. Se quedó un momento de pie, asimilando lo que veía. Largos tubos insertados en sus venas y la piel blanca, mortecina. Labios azules de cadáver. Le habían recogido el cabello rubio en un moño, en lo alto de la cabeza. Las cuencas de sus ojos estaban hundidas entre los huesos que se adivinaban bajo la piel.
Ese se sentó a un lado de la cama y cogió su mano derecha para acariciarla. Se inclinó sobre ella y entrelazó sus dedos.
—Vamos, Mad. Vuelve conmigo.
Enterró la cabeza entre los brazos, sujetando su mano. Entonces hizo exactamente lo único que su padre le había enseñado a hacer. Rezó a Dios para que se la devolviera.

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