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jueves, 3 de mayo de 2012

- Relato 2 de Carla G. Mairena.


Había que reconocer que había sido un primer día de trabajo muy productivo. Las últimas semanas siempre salía de la tienda cuando ya había oscurecido, pero no me importaba. Fui caminando tranquilamente hasta el hostal, no había ninguna prisa. Quería disfrutar de la noche de verano. Hacía una brisa agradable, y como compañera tenía una botella de agua bien fría.
El silencio, por la avenida, era completo. O casi completo. Miré alrededor al oír un llanto. Había alguien llorando y su lamento llegaba hasta mis oídos, haciéndome sentir terriblemente culpable. Busqué su procedencia, incapaz de continuar adelante haciendo oídos sordos. Yo era de esa clase de personas estúpidas a las que era sencillo tomar el pelo con bromas de esa clase. Mi madre decía que era la clase de estúpido que se pondría delante de un coche para salvar a un perro de su atropello.
Pero en fin, lo que ocurrió el segundo que bordeé un árbol y la vi cambió gran parte de mi mundo. En el barco que había debajo de la copa del árbol estaba sentada una chica. La luz de la farola caía sobre ella, iluminándola como si fuera un ángel. Llevaba un vestido de gala de color blanco cuyos volantes ondeaban y su melena negra jugaba con el viento. No podía verle la cara, porque la tapaba con sus pequeñas manos ahogando sollozos que estaba seguro quería esconder. Parecía una niña pequeña, frágil y asustada.  Me dio la impresión de que rebosaba vulnerabilidad por cada poro de su piel. Luego, observándola fijamente, descubrí que estaba descalza y las plantas de sus pies estaban llenos de sangre.
–Perdona, ¿estás bien?
Ella alzó la cabeza de golpe hacia mí, asustada por no haberme oído llegar. Y sus grandes ojos zafiros, rodeados de lágrimas de cristal, se clavaron como puñales en mi alma.
Al principio se sintió muy incómoda de mi presencia. Supongo que le había cortado el rollo, como suele decirse. Estaba abochornada y se había llenado la cara con la máscara de pestañas. Intentó quitársela de la cara, sin éxito. Se ensució más. Le pregunté qué se había hecho en los pies, si lloraba por eso. No respondió a ninguna de mis preguntas, pero yo seguía viendo sangre por todas partes y me puse de cuclillas delante de ella para socorrerla. Se estremeció entera cuando toqué sus pies, helados como témpanos de hielo. Balbuceó palabras incoherentes tratando de separarse de mí, pero si realmente hubiera querido marcharse, ya estaría lejos. Notaba que necesitaba estar acompañada. Era un pálpito, quizás equivocado, pero esa chica ya había estado sola durante mucho tiempo.
Las heridas debían dolerle mucho. Se lo dije, que si íbamos a Urgencias, quizás se había ganado una infección que no quería lamentar más tarde. Pero a ella no le dolían los pies. Ese estúpido vals, murmuraba entre dientes.
Ese estúpido y deseado vals, me contó mquiso ocultarlo a pesar de que encontraba vergonzoso su comportamiento infantil. rrerla. ás adelante. No quiso ocultarlo a pesar de que encontraba vergonzoso su comportamiento infantil. Era su puesta de largo, se había comprado un precioso vestido blanco para que su padre la llevase del brazo a través de unas escaleras interminables. Había cumplido dieciocho años hacía pocas semanas y era un ritual especial para los suyos. Se había criado en una cuna de algodones y yo lo olía desde lejos. El momento no volvería repetirse y lo había perdido. Estaba disgustada, rabiada y triste, sobre todo eso último. Yo no lo comprendí en ese momento. Los paripés de la gente rica me parecían desatinados, antiguos, y no había ni que decir que ni los conocía ni los compartía aún así. Ya no tiene remedio, decía.
Se llamaba Penélope. Casi me reí, porque me sonaba demasiado rimbombante para el siglo en el que vivíamos. Parecía más propio de una aristócrata del siglo diecinueve. Luego descubrí que, en parte, tenía algo de nobleza moderna. Había nacido en el seno de una familia importante de la ciudad y la habían educado con tradicionalismos que ella había cumplido a rajatabla. Penélope era una niña modelo. Era sencilla, sumisa, y siempre llevaba una sonrisa en los labios porque le habían inculcado la religión de la amabilidad. En cambio, no era una persona de risa fácil. Tenía un pésimo sentido del humor –por no decir nulo–. Nunca había decepcionado a sus padres en nada, más ellos sí le habían jugado malas pasadas. La última, aquella noche.
Había estado sola demasiado tiempo, buscando sin cesar una persona como ella. Nunca la había encontrado, era imposible en el mundo en que se movía. Era como si ella no perteneciese a su propia familia. Aún no podía saberlo, pero éramos iguales en muchos sentidos. Quizás por eso, desde el primer momento, decidí regalarle una noche de mi compañía. Yo sabía sonreír a la vida y deseaba que ella también lo hiciera. Daba igual que no nos conociéramos, daba igual si todo aquello se quedaba en una anécdota. Yo no tenía nada que hacer y Penélope no tenía a nadie con quién hablar.
Pero podía hablar conmigo, porque yo quería saber mucho más sobre ella. Se lo hice saber, quizás con una precipitación inadecuada. Yo era mayor, desconocido y a ojos de cualquiera –suponía también que de ella– un acosador en potencia. Sus ojos se clavaron en los míos. Aguanté su mirada, sin entender el recelo de sus ojos. Aún así, tardó poco en sonreír.
Supongo que creyó que alguien a quien nunca más vería no podía atentar contra sus sentimientos.
Lloraba porque, una vez más, su padre se había olvidado de su existencia, porque las personas nunca pueden tenerlo todo, ¿sabes?, decía. Llega un momento en que no tienen sitio para más. A Penélope nunca le había importado que las personas con las que se relacionara invirtieran menos tiempo en ella. No era egoísta ni codiciaba corazones que no la querían. Pero claro, cuando era su padre no era lo mismo, aunque eso sonase a capricho, ella había esperaba con ilusión ese día. Esa tontería, la puesta de largo, el rito más insustancial que haría nunca, no lo era tanto si hablábamos en términos paterno-filiales. Porque, ¿qué más daba lo que fuera, mientras él estuviera ahí? Cuando me hizo esa pregunta no me cabía ninguna duda de que le quería con locura, mucho más que él a ella. ¿Tenía otra razón para largarse de allí corriendo, tirando los zapatos –los zapatos que solo le importaban a su madre, ella hubiera preferido unas zapatillas de deporte, pero eso no iría demasiado bien con el vestido de cóctel– y corriendo descalza por las calles oscuras? Luego se había parado allí, en mitad de ese pequeño hueco de jardín y se había dado cuenta de lo vacía que había estado siempre. Estaba desolada, a mi parecer, por una tontería. Pero yo no tenía dieciocho años y recordaba lo trágico que era mi yo adolescente como para entender que para Penélope las desgracias del mundo giraban en torno a su corazón y sus emociones y eso restaba importancia a lo que ocurriese en el resto del mundo.
Yo me quedé a su lado, y supe más de ella de lo que su padre sabría nunca. Se esperaba que estudiase medicina, aunque lo que de verdad le gustaba era la literatura. Se habría conformado con estudiar alguna filología. O la psicología, porque le gustaba analizar a la gente cuando nadie se daba cuenta de que lo hacía. En sus ratos libres y siempre que las circunstacias lo permitían, le gustaba viajar hasta la playa y sentarse en las rocas de orilla a escribir. A veces pensamientos. Otras veces los convertía en letras de canciones que nunca salían de nuevo de la carpeta. No escribía por el afán de que nadie la leyese, sino porque necesitaba poner todo aquello que se removía en su interior en otro lugar que no fuera su cabeza. Era su vía de escape.
Era de las de Murakami y hacía un par de meses que había encontrado en el sucio mundo de Bukowski. A Murakami le admiraba en voz alta, pero con Bukowski todavía no se atrevía. Si mis padres supieran, si mis padres supieran… Menos mal que no saben. Los señores Castillo, él cirujano plástico y ella coqueta ama de casa y presidenta de no menos de quince asociaciones de snobs, vivían tan encerrados en su mundo como Penélope ansiaba salir de él. La niña no les había salido a sus apetencias. Ella adoraba las aficiones bohemias –pintar en cuadernos de hojas de cuadros en horas de clase, viajar con una mochila y lo imprescindible, hacer fotografías sin sentido, por el puro placer de perder el tiempo en amor al arte– y rechazaba el espíritu burgués que trataban de imponerle desde que era una niña.
No había más que escuchar cómo hablaba. Tenía la digna boca de un francés ofendido. Delicada como una rosa, eso sí. Podría hacer de abogada del diablo. Lo suyo, de puertas adentro, era pura fachada. Ésa que encontrabas a primera vista, la chica morena envuelta en un vestido caro que causaba rechazo a los que no eran como ella, que en realidad no era nadie. Una soñadora más, perdida en un mundo que cambiaba demasiado rápido y que no comprendía del todo a sus dieciocho años. Aún así, era sagaz. Madura y con tendencias románticas –románticas no en cuanto al amor, más bien en la forma de enfrentarse a las tragedias–. Luchadora y entendida en políticas. No se podía de rodillas por nada ni por nadie. Era de las mías.
Pensé que necesitábamos una presentación formal para ese encuentro tan fortuito, así que alargué la mano, tendiéndosela. Deseé que la estrechara sin miedo, que entendiera que no iba a soltarla nunca si me lo pedía. Tomó mi mano, con tanta fuerza que temblaba. Porque ella ya formaba parte de mí y no quería explicarme porqué.
–Aún no me has dicho cómo te llamas.
¿Tenía eso importancia? Yo no era el protagonista de esa noche. Simplemente sabía que, años más tarde y llevara a donde me llevase esa noche mi vida, me acordaría de Penélope. Quizás no cambió mi vida, en absoluto; pero tenía la sonrisa más bonita del mundo.

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