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viernes, 4 de mayo de 2012

Relato 2 de Sebastián Chilla


La juventud del miedo
Sebastián Chilla


Antonio se terminó el café y, tras un gesto de indignación y desaprobación hacia lo que le rodeaba, se marchó. No quería perderle de vista y a pesar de las dificultades, le seguí. Aquel día de tormenta, primero de mayo, no era un buen día para nosotros y menos para él. Como líder de la asociación estudiantil de la facultad, la noticia que nos aconteció no le fue para nada indiferente. En aquellas reuniones de asamblea, Antonio siempre nos contaba qué era para él la universidad, y lo que suponía la responsabilidad de un cargo como el que ejercía. A su juicio, un universitario debía ir más allá de lo que concierne a su carrera, más allá de los contenidos de una materia o de lo que un examen debía exigir. Un día, dijo que el hecho de ser universitarios nos debería acercar a ser mejores ciudadanos, a conocer las realidades políticas y sociales, a vincularnos al complejo entramado que supone nuestra actual sociedad. Creía que era imprescindible, y recalcaba el término <<cultura>> como si una palabra tabú fuera. Decían muchos por la facultad que Antonio corría el peligro de estar entre ceja y ceja de algunos profesores, que Antonio estaba al límite, cerca de ser sancionado por incumplir algunos de los estatutos universitarios. Aquella tarde de primero de mayo, el nombre de Antonio iba de boca en boca por todos los estudiantes de nuestra universidad. Como cada año, encabezaba la preparación de los actos de reivindicación de una educación pública y de calidad, y en la misma cafetería se enteró de que iba a ser imposible conseguir financiación y permisos para los actos de ese año. Continué tras él, que caminaba a paso de gigante por los pasillos de nuestra facultad, enfadado y vengativo, aquel viernes de protesta.

Presencié cómo Antonio le cantó las cuarentas al decano de nuestra facultad, soltando una sarta de improperios y descalificaciones de tal calibre que el mismo decano se quedó sin palabras, y eso que no se callaba nunca. El decano intentó en varias ocasiones parar a Antonio, pero él continuaba en sus trece, hecho que no daba crédito a un decano tan experimentado como él, que en lugar de irse y tomar nota de todo lo que estaba pasando, se sentó en el banco más cercano de aquel largo pasillo y escuchó, escuchó palabra por palabra todo lo que Antonio le reprochaba. Cada frase de Antonio contenía una reivindicación estudiantil en alguna de las numerosas asambleas que precedieron a este día, y cada palabra de su discurso era una puñalada más al sistema educativo que se desmoronaba en su ponencia. Y digo ponencia por no decir ensayo, aquello constituía un concienzudo y estudiado contenido de quejas y sugerencias al estilo del más crítico de los buzones de opinión que se pudiera encontrar en una institución. Habló de tantas y tantas cosas: aumento de tasas universitarias, becas y ayudas al estudiante, dedicación y preparación del profesorado, servicios universitarios, contenidos de las diversas materias, desorganización académica, y un largo etcétera que no podría recordar por la amplitud de todos los conceptos.

Cuatro horas, cuatro horas y trece minutos exactamente duró aquello, el monólogo de Antonio Fernández, de la asamblea estudiantil de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla. Su discurso empezó como una reivindicación estudiantil a ámbito personal, y finalizó como un baño de masas ante decenas de estudiantes de la facultad, que increpaban al decano a abucheos, gritos y quejas. La cosa viene de lejos, comentó uno de los compañeros más activos en las asambleas, Pedro, y razón no le faltaba. Antonio nos recordó, a la vez que seguía increpando al decano, cuando era un niño y todos hablaban del famoso 15M por la televisión. Su hermano mayor participó en algunas de las asambleas y en aquellas manifestaciones en contra del olvidado Plan Bolonia, que muchos no sabíamos qué era o de qué trataba exactamente, Antonio lo explicó todo. Aquello no sirvió de mucho nos hizo saber, “Nuestra generación es la mayor víctima de esta degradación del estado del bienestar, de la clase media y de la cultura al alcance de todos los ciudadanos de este país”. A priori, y una vez rebajado el tono del discurso de Antonio, todos creían que la discusión iba a acabar muy mal, y que el decano podría tomar carta en todo este asunto. Y es que tras decir mi compañero Antonio, “creo que puedo poner punto final a todo esto”, el decano aplaudió, y aplaudió más que cualquiera de todos los estudiantes que presenciaban con expectación el acto.

Aquel día terminó de una manera muy especial, pues afianzó la esperanza de muchísimos estudiantes, que veían que su voz por fin iba a ser escuchada y aceptada por un atento y receptivo decano. En primer lugar, nos dijo que el espectacular discurso de Antonio iba a ser tomado en cuenta, al igual que todas las reivindicaciones que propuso, con sus correspondientes sugerencias. Más tarde, hizo hincapié en la importancia del alumnado participativo, que constituía uno de los pilares básicos de una buena universidad. Y por último, y no menos importante, según recalcó, tomaría en cuenta todos los nombres de los estudiantes que sugerían mejoras al sistema educativo y a la organización de la universidad, que llevaría personalmente a cuestionar con el rector y en la próxima cumbre de rectores de todas las universidades españolas. Esto último dijo que era muy importante, y señaló el símbolo de la Universidad de Sevilla, al grito de un “¡Os escuchamos!”, porque la voz de los estudiantes de la Universidad de Sevilla tenía que ser escuchada más que nunca, por todas las reivindicaciones que se habían dado en los últimos años y por la magnificencia y sorpresa de aquel acto poco casual que había acontecido ese primero de mayo, aquella “primavera universitaria”, según citó. Recuerdo la enorme alegría de todos los estudiantes, y en esos momentos me acerqué aun más a Antonio, que sonreía con gesto de incredulidad y desconfianza hacia un decano demasiado contento.

Antonio quedó como el gran héroe aquella noche, eran las diez y la mayoría de universitarios iban a tomar el camino a sus casas. El decano se despidió y recordó su vinculación al movimiento. Antonio ilusionado agradeció a todos los estudiantes que habían colaborado durante los últimos meses en aquellas reivindicaciones. Sus tiendas de campaña llevaban allí varias semanas, y según opinaba Antonio, por fin todo esto parecía dar, al menos de lejos, una mínima esperanza de cambio, una variación en el rumbo de las negociaciones con la universidad y un guiño a todo el trabajo realizado. Nos recordó que esta vez no iba a ser desalojada aquella acampada por la fuerza, y que este mayo podría cambiar un poco el rumbo de todos los mayos anteriores en Sevilla. Todos sabíamos que Antonio no había conseguido algo a nivel nacional, ni siquiera regional, pero sí a nivel local y que en el órgano de administración de la universidad algo podría cambiar, atisbos de esperanza para cientos de universitarios indignados, sin recursos y con préstamos bancarios que no podrán pagar en años, sin medios y sin oportunidades para seguir un curso más en la carrera que desean. Aquello era un canto a la esperanza, un canto al ilusionante proyecto de unos estudiantes ignorados, unos universitarios con muchas ganas de reivindicar sus derechos, y liderados por mi compañero y amigo Antonio.

Y lo cierto es que allí se quedó todo aquello, en aquel mayo sevillano. Otro mayo más, y tampoco iba a ser como aquel mayo francés del que hablaban nuestros abuelos, esta vez no íbamos a ser los beneficiados, ni se nos iba a callar con algún beneficio particular. Durante las semanas siguientes, fui con Antonio y unos compañeros más a todas las reuniones con el decano, el rector y diversas personalidades de la universidad para negociar todo lo que se habló aquel día, que en primero de mayo nació y en primero de mayo murió, si es que algún día llego a nacer. La presencia policial en las asambleas se incrementó de forma exponencial.

Un mes después, en junio, algunos de los ayudantes, menos mal que no me tocó a mí, dejaron de acudir a las clases y de presentarse a los exámenes del segundo cuatrimestre. Antonio hizo todo lo posible por aclarar y anunciar públicamente la situación de estos compañeros imprescindibles en nuestra lucha, pero el intento no sirvió de nada. Algunos habían recibido cartas del Ministerio comunicándoles la cancelación de sus matrículas por sus respectivos bancos, que por causas no muy claras y resumidas en “Incumplimiento de cláusulas por parte del alumno contratante”, perecerían en el olvido. El resto eran víctimas del miedo. Antonio luchó, y no dejó de luchar por estos estudiantes que por movilizarse habían perdido sin explicaciones el derecho a estudiar, pero no pudo hacer mucho más. Aquel junio, al igual que mayo, no iba a ser un junio cualquiera, todo quedó muy claro. Tras la lucha, y tras alguno de los exámenes, nuestros bancos y la universidad establecieron una investigación sobre nosotros, y en especial sobre Antonio, que ese mismo verano tuvo que abandonar la universidad. Era el llamado “shock” que todos habíamos escuchado alguna vez, y que habíamos visto reflejado en realidades políticas y sociales ajenas a nosotros. Ahora era nuestro turno, íbamos a ser las víctimas, lideradas por el vencido Antonio; camino a ser el ejemplo del miedo y del fracaso para una multitud de estudiantes desesperados e indignados. No podíamos hacer nada, vigilados y avisados una y otra vez, entre la espada y la pared. Por aquellas fechas y en adelante el temor se apoderó de la universidad y de sus estudiantes, temor que continuó durante años y años, miedo y más miedo.

Aquel decano, nuestro decano, acabó rector y hoy día, ante el recuerdo de todo ello, ya nadie puede protestar. Antonio está inhabilitado y condenado a un fracaso anunciado a viva voz, porque a una serie de personas, él siempre decía “los de la doctrina del shock”, tuvieron esa brillante idea. Aquel año fue su ruina, o quizás la ruina de todos. Hoy nos vemos las caras, ahí está él, irreconocible, en busca de una entrevista de trabajo temporal para conseguir lo que sea, lo que sea para salir de esta brecha económica. Él es un moroso, un mal ciudadano que no pudo saldar sus deudas con el Estado y la Banca, por los estudios no terminados que realizó; pero él no es el único, ni va a ser el último. Antonio me mira con cara de tristeza, sus ojos no brillan como antaño, la primavera ya pasó, y ahora en sus miradas sólo puede reflejarse un crudo invierno, el invierno de la cultura, el ocaso de una juventud sin recursos y al borde del abismo.

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