La juventud del miedo
Sebastián Chilla
Antonio se terminó el café y, tras un gesto de indignación y
desaprobación hacia lo que le rodeaba, se marchó. No quería perderle de vista y
a pesar de las dificultades, le seguí. Aquel día de tormenta, primero de mayo,
no era un buen día para nosotros y menos para él. Como líder de la asociación
estudiantil de la facultad, la noticia que nos aconteció no le fue para nada
indiferente. En aquellas reuniones de asamblea, Antonio siempre nos contaba qué
era para él la universidad, y lo que suponía la responsabilidad de un cargo
como el que ejercía. A su juicio, un universitario debía ir más allá de lo que concierne
a su carrera, más allá de los contenidos de una materia o de lo que un examen
debía exigir. Un día, dijo que el hecho de ser universitarios nos debería
acercar a ser mejores ciudadanos, a conocer las realidades políticas y
sociales, a vincularnos al complejo entramado que supone nuestra actual
sociedad. Creía que era imprescindible, y recalcaba el término
<<cultura>> como si una palabra tabú fuera. Decían
muchos por la facultad que Antonio corría el peligro de estar entre ceja y ceja
de algunos profesores, que Antonio estaba al límite, cerca de ser sancionado
por incumplir algunos de los estatutos universitarios. Aquella tarde de primero
de mayo, el nombre de Antonio iba de boca en boca por todos los estudiantes de
nuestra universidad. Como cada año, encabezaba la preparación de los actos de
reivindicación de una educación pública y de calidad, y en la misma cafetería
se enteró de que iba a ser imposible conseguir financiación y permisos para los
actos de ese año. Continué tras él, que caminaba a paso de gigante por los
pasillos de nuestra facultad, enfadado y vengativo, aquel viernes de protesta.
Presencié cómo Antonio le cantó las cuarentas al decano de nuestra
facultad, soltando una sarta de improperios y descalificaciones de tal calibre
que el mismo decano se quedó sin palabras, y eso que no se callaba nunca. El
decano intentó en varias ocasiones parar a Antonio, pero él continuaba en sus
trece, hecho que no daba crédito a un decano tan experimentado como él, que en
lugar de irse y tomar nota de todo lo que estaba pasando, se sentó en el banco
más cercano de aquel largo pasillo y escuchó, escuchó palabra por palabra todo
lo que Antonio le reprochaba. Cada frase de Antonio contenía una reivindicación
estudiantil en alguna de las numerosas asambleas que precedieron a este día, y
cada palabra de su discurso era una puñalada más al sistema educativo que se
desmoronaba en su ponencia. Y digo ponencia por no decir ensayo, aquello
constituía un concienzudo y estudiado contenido de quejas y sugerencias al estilo
del más crítico de los buzones de opinión que se pudiera encontrar en una
institución. Habló de tantas y tantas cosas: aumento de tasas universitarias,
becas y ayudas al estudiante, dedicación y preparación del profesorado,
servicios universitarios, contenidos de las diversas materias, desorganización
académica, y un largo etcétera que no podría recordar por la amplitud de todos los
conceptos.
Cuatro horas, cuatro horas y trece minutos exactamente duró aquello, el
monólogo de Antonio Fernández, de la asamblea estudiantil de la Facultad de
Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla. Su discurso empezó como una
reivindicación estudiantil a ámbito personal, y finalizó como un baño de masas
ante decenas de estudiantes de la facultad, que increpaban al decano a
abucheos, gritos y quejas. La cosa viene de lejos, comentó uno de los
compañeros más activos en las asambleas, Pedro, y razón no le faltaba. Antonio
nos recordó, a la vez que seguía increpando al decano, cuando era un niño y
todos hablaban del famoso 15M por la televisión. Su hermano mayor participó en
algunas de las asambleas y en aquellas manifestaciones en contra del olvidado
Plan Bolonia, que muchos no sabíamos qué era o de qué trataba exactamente,
Antonio lo explicó todo. Aquello no sirvió de mucho nos hizo saber, “Nuestra
generación es la mayor víctima de esta degradación del estado del bienestar, de
la clase media y de la cultura al alcance de todos los ciudadanos de este país”. A priori, y una vez rebajado el tono del discurso de
Antonio, todos creían que la discusión iba a acabar muy mal, y que el decano
podría tomar carta en todo este asunto. Y es que tras decir mi compañero
Antonio, “creo que puedo poner punto final a todo esto”, el decano aplaudió, y
aplaudió más que cualquiera de todos los estudiantes que presenciaban con
expectación el acto.
Aquel día terminó de una manera muy especial, pues afianzó la esperanza
de muchísimos estudiantes, que veían que su voz por fin iba a ser escuchada y
aceptada por un atento y receptivo decano. En primer lugar, nos dijo que el
espectacular discurso de Antonio iba a ser tomado en cuenta, al igual que todas
las reivindicaciones que propuso, con sus correspondientes sugerencias. Más
tarde, hizo hincapié en la importancia del alumnado participativo, que
constituía uno de los pilares básicos de una buena universidad. Y por último, y
no menos importante, según recalcó, tomaría en cuenta todos los nombres de los
estudiantes que sugerían mejoras al sistema educativo y a la organización de la
universidad, que llevaría personalmente a cuestionar con el rector y en la
próxima cumbre de rectores de todas las universidades españolas. Esto último
dijo que era muy importante, y señaló el símbolo de la Universidad de Sevilla,
al grito de un “¡Os escuchamos!”, porque la voz de los estudiantes de la
Universidad de Sevilla tenía que ser escuchada más que nunca, por todas las
reivindicaciones que se habían dado en los últimos años y por la magnificencia
y sorpresa de aquel acto poco casual que había acontecido ese primero de mayo,
aquella “primavera universitaria”, según citó. Recuerdo la enorme alegría de
todos los estudiantes, y en esos momentos me acerqué aun más a Antonio, que
sonreía con gesto de incredulidad y desconfianza hacia un decano demasiado contento.
Antonio quedó como el gran héroe aquella noche, eran las diez y la
mayoría de universitarios iban a tomar el camino a sus casas. El decano se
despidió y recordó su vinculación al movimiento. Antonio ilusionado agradeció a
todos los estudiantes que habían colaborado durante los últimos meses en
aquellas reivindicaciones. Sus tiendas de campaña llevaban allí varias semanas,
y según opinaba Antonio, por fin todo esto parecía dar, al menos de lejos, una
mínima esperanza de cambio, una variación en el rumbo de las negociaciones con
la universidad y un guiño a todo el trabajo realizado. Nos recordó que esta vez
no iba a ser desalojada aquella acampada por la fuerza, y que este mayo podría
cambiar un poco el rumbo de todos los mayos anteriores en Sevilla. Todos
sabíamos que Antonio no había conseguido algo a nivel nacional, ni siquiera
regional, pero sí a nivel local y que en el órgano de administración de la
universidad algo podría cambiar, atisbos de esperanza para cientos de
universitarios indignados, sin recursos y con préstamos bancarios que no podrán
pagar en años, sin medios y sin oportunidades para seguir un curso más en la carrera que desean. Aquello
era un canto a la esperanza, un canto al ilusionante proyecto de unos
estudiantes ignorados, unos universitarios con muchas ganas de reivindicar sus
derechos, y liderados por mi compañero y amigo Antonio.
Y lo cierto es que allí se quedó todo aquello, en aquel mayo sevillano. Otro
mayo más, y tampoco iba a ser como aquel mayo francés del que hablaban nuestros
abuelos, esta vez no íbamos a ser los beneficiados, ni se nos iba a callar con algún
beneficio particular. Durante las semanas siguientes, fui con Antonio y unos
compañeros más a todas las reuniones con el decano, el rector y diversas
personalidades de la universidad para negociar todo lo que se habló aquel día,
que en primero de mayo nació y en primero de mayo murió, si es que algún día
llego a nacer. La presencia policial en las asambleas se incrementó de forma
exponencial.
Un mes después, en junio, algunos de los ayudantes, menos mal que no me
tocó a mí, dejaron de acudir a las clases y de presentarse a los exámenes del
segundo cuatrimestre. Antonio hizo todo lo posible por aclarar y anunciar
públicamente la situación de estos compañeros imprescindibles en nuestra lucha,
pero el intento no sirvió de nada. Algunos habían recibido cartas del
Ministerio comunicándoles la cancelación de sus matrículas por sus respectivos
bancos, que por causas no muy claras y resumidas en “Incumplimiento de
cláusulas por parte del alumno contratante”, perecerían en el olvido. El resto
eran víctimas del miedo. Antonio luchó, y no dejó de luchar por estos estudiantes
que por movilizarse habían perdido sin explicaciones el derecho a estudiar,
pero no pudo hacer mucho más. Aquel junio, al igual que mayo, no iba a ser un
junio cualquiera, todo quedó muy claro. Tras la lucha, y tras alguno de los
exámenes, nuestros bancos y la universidad establecieron una investigación
sobre nosotros, y en especial sobre Antonio, que ese mismo verano tuvo que abandonar
la universidad. Era el llamado “shock” que todos habíamos escuchado alguna vez,
y que habíamos visto reflejado en realidades políticas y sociales ajenas a
nosotros. Ahora era nuestro turno, íbamos a ser las víctimas, lideradas por el
vencido Antonio; camino a ser el ejemplo del miedo y del fracaso para una
multitud de estudiantes desesperados e indignados. No podíamos hacer nada,
vigilados y avisados una y otra vez, entre la espada y la pared. Por aquellas
fechas y en adelante el temor se apoderó de la universidad y de sus
estudiantes, temor que continuó durante años y años, miedo y más miedo.
Aquel decano, nuestro decano, acabó rector y hoy día, ante el recuerdo
de todo ello, ya nadie puede protestar. Antonio está inhabilitado y condenado a
un fracaso anunciado a viva voz, porque a una serie de personas, él siempre decía
“los de la doctrina del shock”, tuvieron esa brillante idea. Aquel año fue su
ruina, o quizás la ruina de todos. Hoy
nos vemos las caras, ahí está él, irreconocible, en busca de una entrevista de
trabajo temporal para conseguir lo que sea, lo que sea para salir de esta
brecha económica. Él es un moroso, un mal ciudadano que no pudo saldar sus
deudas con el Estado y la Banca, por los estudios no terminados que realizó;
pero él no es el único, ni va a ser el último. Antonio me mira con cara de
tristeza, sus ojos no brillan como antaño, la primavera ya pasó, y ahora en sus
miradas sólo puede reflejarse un crudo invierno, el invierno de la cultura, el
ocaso de una juventud sin recursos y al borde del abismo.
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