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miércoles, 30 de mayo de 2012

-Relato 2 de Higinio Gómez

                                -Relato 2 de Higinio Gómez
                                    Miguel, Felipe y Esopo                       

Soy Esopo, pero no aquel admirado fabulador griego del siglo VII-VI, antes de J. C., esclavo, tartamudo y jorobado, según Plutarco. No, simplemente, mi nombre es ese porque a mi madre se le antojó que fuera así. Y no voy a hablar de mí, por supuesto. Yo sólo soy ahora, y en lo que sigue, un narrador testigo. Que se sepa.

El asunto es que el Viernes de Dolores recibí un mensaje de Miguel Sánchez, un viejo amigo de la infancia. Éste siempre se ha mostrado ante todos, conocidos y extraños, como un hombre apocado y huidizo, como torpe, digamos, incluso en su manera de andar, titubeante y lenta. Un tipo de esos que parecen vivir en un mundo que no es el suyo. La suya es una personalidad opuesta a la de Felipe Ortega, en las mismísimas antípodas, otro de la cuadrilla. Éste es un hombre decidido, voluntarioso, valiente. Le hemos visto en un tentadero al que acudió Su Majestad, enfrentarse a un toro de lidia de la ganadería de Victorino sólo después de haber recibido unas breves instrucciones de Espartaco.
Me pedía Miguel con su mensaje que por favor fuera a verle urgentemente. Le habían encerrado por orden de Su Majestad. Él creía que siendo yo amigo personal del Rey de Monolandia no tendría dificultades para ello. Y así fue. Sin ningún problema me permitieron acceso al calabozo, una mazmorra insoportable. Nada más verme, Miguel se agarró a los barrotes de la celda y, jimplando, a punto de estallar en llanto, me dijo:  
«Yo no debía haber acompañado a Felipe, ni haber dicho lo que pensaba, ni ser sincero, ni haber revelado la verdad al Rey. Debí hablar contigo primero. Por haberme comportado de ese modo estoy aquí, encerrado en este calabozo, rodeado de repugnantes seres que huelen y apestan, torturado por ellos, quienes apenas me dan de comer. No hay luz, no puedo ver el sol ni la luna. Ellos, asquerosos, manteniéndose con dificultad en pie con sus piernas sin carne visible, entran aquí llevando en su mano peluda una antorcha de impuro petróleo que deja este antro atestado de un humo que no me deja respirar. Quieren matarme. La comida es bazofia que mis tripas hambrientas devoran sin dejarme un segundo el gusto que siempre he sentido al comer. Se fue ese placer. Todo se fue. Lo poco que me queda de vida se apagará el Viernes Santo que está al llegar. Morir antes será mejor. Me colgarán de una soga, me ha dicho el carcelero. Seré el hazme reír de una multitud ansiosa de verme fallecer con la lengua fuera. Mientras tanto a Felipe le espera una vida feliz.
«”Iremos a ese distinguido reino —me dijo Felipe la semana pasada—. Allí te presentaré al Rey”. Yo sabía que tú y Felipe erais amigos del Rey. “Es un tipo simpático —me dijo Felipe—. Pregúntale a Esopo que también él es amigo del Monarca”. Fui muy torpe. Más de una vez Felipe me ha dicho que tú me considerabas un tipo un poco torpe. Quizás por eso no te pregunté. Y tenías razón, lo soy. Y por eso estoy aquí. No te pregunté, Esopo. Debería haberlo hecho.
«”No he visto a nadie sentarse del modo que lo hace el Rey —me contó Felipe—. De un salto se encarama en las ramas de las moreras que crecen en uno de los muchos jardines de su  mansión suntuosa, que tú conoces muy bien. Además, sentado allí arriba, a Su Majestad le gusta que le digan la verdad. Nos hará disfrutar con las cabriolas que despliega saltando de un árbol a otro cuando oye algo que le gusta. Pregúntale a Esopo — insistió Felipe—“. Y no lo he hecho, y por eso estoy aquí.
«El AVE nos condujo en un plis-plas a Monolandia. El gentío salió a esperarnos a Felipe y a mí con bombos y platillos. Esopo, me acordé de ti. Te hubiera gustado aquel ambiente, ver y hablar con aquella gente, a ti te gusta eso, más que a mí. Un tipo, uno de ellos, todos son iguales, se acercó a nosotros y, con la dificultad en su dicción que yo me temía, nos dijo que el Rey deseaba vernos enseguida a Felipe y a mí. Se encontraba aburrido como un mono, fueron las palabras del embajador. Urgía nuestra presencia. “¿Lo ves? —me dijo Felipe—. El Rey es una persona que adoro. Hemos cazado juntos en África más de una vez. También lo ha hecho Esopo. Y pensamos hacerlo este verano. Con el Rey se pasa muy bien”.
«Ya en palacio, nada más quedarnos a solas con su Majestad, éste se dirigió a Felipe y le preguntó qué era lo que la gente decía de él en todas partes, qué opinaba la gente y qué opinábamos nosotros de él. Felipe le dijo que era un  rey sabio y poderoso, y que todo el pueblo de Monolandia decía lo mismo. Un  rey sabio y poderoso, eso decía todo el mundo que era el Rey, le dijo Felipe. Después el Rey le preguntó a Felipe qué opinaba él de las personas que estaban a su servicio. “Son ministros, generales y obispos honrados, apreciados y admirados no sólo en Monolandia sino en todas partes del mundo en que vivimos”, respondió Felipe. Seguro que tú, Esopo, hubieras hecho lo mismo.
«El Rey, tu amigo, ordenó que le fuera concedido a Felipe el condado de Matasidonia con todas las ventajas económicas implicadas en él, y que se le nombrara caballero de caza vitalicio adjunto a él. La respuesta de Felipe al Rey me dejó de piedra. No me lo podía creer. Yo siempre había considerado a Felipe como un tipo serio y cabal, verdadero, de esa gente que no miente jamás, valiente, se enfrentó al toro de Vitorino con solo dos instrucciones de Espartaco, tú lo sabes mejor que yo porque estabas delante también. Yo conocía a mucha gente de Monolandia que mentía con más facilidad que parpadeaba. Felipe no era de esos, tú lo sabes Esopo. ¿Cómo había respondido Felipe con esa desfachatez? ¿Cómo había podido mentir de ese modo tan descarado al Rey?
«De pronto una especie de rayo de luz, una intuición  inesperada penetró en mi cerebro, fue la ayuda del Creador. Y pensé. Pensé que si habiendo mentido Felipe de ese modo tan descarado al Rey se le había concedido el condado de Matasidonia, y le había nombrado caballero de caza vitalicio a su lado, si yo le decía a Su Majestad la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, me concedería el ducado de Matasidonia, con muchas más ventajas económicas que las del condado del mismo nombre, y me nombraría caballero-asistente-para-todo de la reina que me caía muy bien; es una monada. Aunque yo sea tímido me gustan las señoras elegantes. No sé si lo sabías, Esopo. 
«Pensaba en las ventajas que tenía el decir la verdad, nada más que la verdad, y sólo la verdad, que la voz interior me había dictado, y el Rey me preguntó:
—Por favor, Miguel, amigo de mis admirados Felipe y Esopo, ¿quién soy yo y quiénes son los que están a mi lado en el gobierno, en el ejército y en el culto sagrado de Monolandia?
  «Tú y todos los que están a tu lado, gobernadores, generales y hombres del culto sagrado de Monolandia, sois monos, respondí.

«La verdad, sólo la verdad, y nada más que la verdad, me ha conducido a este horrible calabozo. El Viernes Santo anunciado que ya está próximo, me llevarán a la horca, a ser el hazme reír de la gente que me verá morir con la lengua fuera por haber dicho la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.                                             
                                                          *
(La fábula de Esopo con el título de El hombre bueno y el falso, y las monas dice en su conclusión:  Así marcha el mundo de ordinario. El que ama la lisonja no aprecia la  verdad) 









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