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lunes, 7 de mayo de 2012

RELATO 2 de Enriqueta Bataller de Juan

      JULIO, EL PORTERO

   Desde mis primeros recuerdos en la infancia aparece su figura dibujada en mi mente: Julio, el portero del edificio donde he vivido más de treinta años, siempre ha estado allí. Su presencia callada ha presenciado alegrías y penas de los que vivíamos en el gran edificio situado en el número uno de la Calle del Marqués de Urquijo, en un barrio distinguido de Madrid. Era el portero desde antes que yo naciera, según contaban mis padres. Tan solo Fernando, el primogénito de mis hermanos , había coincidido en su infancia con otro portero en su lugar. El resto: Pilar, la segunda, Miguel ,el más pequeño, y yo, el tercer vástago, de nombre Luis, como mi padre, habíamos vivido nuestra infancia y adolescencia con Julio en el decorado de nuestra vida cotidiana.

   Como si el tiempo no pasara por él, seguía igual que siempre, año tras año. Ni gordo ni delgado, ni bajo ni alto, ojos castaños, pequeños y apagados, nariz aguileña y pelo corto, ya canoso y dividido a la perfección con una raya lateral izquierda que se acababa en una coronilla despejada desde siempre. El era un hombre gris, como el jersey y el pantalón que llevaba a diario. Era educado- buenos días Doña Luisa, buenas tardes Don Manuel- silencioso, cauto, prudente y observador, de esos que pasan desapercibidos para muchos. Y siempre leyendo. No importaba el qué. Siempre leía: periódicos atrasados que le dejaban los vecinos, revistas de historia, cine, economía...libros de segunda mano que compraba los domingos en el rastro: ”Historia de las civilizaciones”, “ La segunda guerra mundial”, “Cómo aprender a hablar en público”... Mientras leía, una expresión mezcla de fascinación, ensoñación y paz se dibujaba en su cara. De todas estas lecturas siempre sacaba frases que sutilmente intercambiaba con los vecinos cuando coincidía en el ascensor o en el portal: Que tal Doña Julia?. Hoy el tiempo es inestable, lloverá porque el frente de bajas presiones...o... buenas tardes Don Manuel, como está el país, la bolsa baja, los precios suben, no es buen momento para los negocios... Y así, sin más, pasaban los días de Julio, o eso pensábamos nosotros, con la rutina de abrir a las siete y media la portería, limpiar el portal y escaleras, distribuir el correo a los vecinos, cambiar bombillas fundidas, revisar las calderas en invierno, y sentado frente a su mesa en el lateral derecho del portal, saludar, recibir y despedir a vecinos y visitantes que pasaban frente a el...Y mientras tanto observaba, leía y hacía breves anotaciones con un bolígrafo cross de plata, regalo de Don Miguel, el abogado del cuarto izquierdo, en agradecimiento a la ayuda prestada cuando su anciana y obesa madre resbaló en su casa y requirió traslado urgente al hospital y hubo que sacarla en camilla, con la ayuda de dos camilleros, con Julio y con el apenado Don Miguel, que a duras penas podía creer lo ocurrido.
  
  Julio cerraba la portería cuando la tarde se perdía, las ocho en invierno, las nueve en verano, y entonces su existencia entre nosotros se desvanecía como la luz del día, desaparecía con su bolsa de plástico medio vacía por haber comido, y medio llena con los textos consultados. Partía rumbo a su casa, según decía él, situada en un barrio de la periferia Sur de Madrid, donde vivía con unahermana soltera apenas unos años menor que él, con un retraso mental de nacimiento, de la que se hizo cargo cuando sus padres murieron, contaba Julio por entonces con treinta y pocos, y desde entonces ella se dedicaba mal que bien de los quehaceres domésticos. No tenía más familia, no se le conocía novia o mujer y se refería en ocasiones a la gente de su barrio, que en contadas ocasiones, se acercaban a saludarle durante su jornada y a dejarle algún libro. Ya se sabe, otros barrios , otras gentes, otra vida.

   Durante todos estos años de trabajo en la portería sucedieron muchas cosas en el barrio: a un vecino del portal numero siete le detuvieron por estafa y fue a detenerlo la policía hasta la propia puerta de su casa, un escándalo para todo el vecindario. Hubo bodas sonadas como la de Luisita, la hija del notario que vivía en el tercero izquierda del número tres de la calle y María Fernanda, la hjia de Doña Lola, viuda de un general, nuestra vecina del segundo, puerta C. Ambos enlaces fueron publicados en las páginas de sociedad del ABC y levantaron la curiosidad pertinente entre muchos de los que vivían por la zona. También murieron algunos vecinos, unos por ancianos, como Don José, el médico estomatólogo del cuarto D o Don Narciso, el cura de la parroquia del barrio, y otros por caprichos del destino como en el caso de Paquito, el hijo descarriado de la familia Fernández de Inurria, los del ático del número tres, en un accidente de coche según decía el periódico aunque las malas lenguas hablaban de un ajuste de cuentas por negocios turbios en los que andaba metido. De todos estos sucesos nos enterábamos por los vecinos y por los porteros de los edificios colindantes, ya que Julio parecía ajeno a todo lo que no fuera la rutina de su trabajo y su obsesivo hábito de lectura, raramente se hacía eco de los dimes y diretes del vecindario, lo que a muchos de los vecinos exasperaba, ya que se esperaba que, como buen portero, mantuviera informado a los vecinos del edificio de estos acontecimientos, mientras que otros agradecíamos ese aire de indiferencia , despiste o ensimismamiento que le hacía ser invisible.

   Solo había un acontecimiento que a Julio no le pasaba inadvertido: los traslados y mudanzas que sucedían en el barrio. Entonces colaboraba con empeño en el desalojo del inmueble: ayudaba a subir y bajar sofás y sillones, embalar vajillas, jarrones, cuadros y objetos decorativos abundantes en estas casas antiguas, limpiar y transportar alfombras... y todo ello por la posibilidad de poderdisponer de todos aquellos libros que se encontraran en los pisos a desalojar y que no fueran del interés de los propietarios. Estos días Julio parecía tener más color, el gris que habitualmente le acompañaba se transformaba en un color más rosado, más alegre. Después de subir y bajar laescalera del edificio tantas veces fueran necesarias, le veía colocar de forma ordenada en cajas de cartón, junto a su mesa de la portería, libros que abarcaban todas las temáticas, tamaños y ediciones imaginables: libros de la escuela almacenados por las familias a lo largo de los años, cuentos infantiles, textos universitarios de cualquier temática: arquitectura, veterinaria, derecho o economía, todo lo guardaba. Novelas rosas, policíacas, de misterio o de humor, biografías de grandes personajes de la Historia, grandes obras de la literatura universal en encuadernaciones generalmente de bajo precio, libros de colecciones de pintura que regalaban los diarios, recetarios de cocina, cómics y tebeos... La gran mayoría de estos libros estaban mal cuidados, eran encuadernaciones de mala calidad y tenían una buena capa de polvo en sus cubiertas, pero él los guardaba en las cajas de cartón como quien guarda un tesoro codiciado. Estos días me paraba frente a él para ver el proceso de recogida, limpieza y embalaje de los textos recogidos. En su mesa tenía un cuaderno de espiral en el que apuntaba título, autor, fecha de edición y estado de conservación del ejemplar que guardaba en la caja. Era un ritual que se repetía con cada libro, en sus manos aquel montón de libros viejos parecían incunables. Allí estábamos sin hablarnos los dos, abstraídos por una suerte de encantamiento que emanaba de todos esos libros amontonados. El seguía con su tarea, que sería de nosotros sin los libros., eh, Luisito?, pero no esperaba respuesta . Más tarde guardaba las cajas, atadas con una cuerda en el pequeño cuartito del que disponía junto a las caldera donde dejaba su abrigo y bolsa de comida. Al terminar la jornada, Julio cogía dos de las cajas cuidadosamente cerradas y marchaba silencioso y callado como de costumbre pero con más color, más ligero, como si flotara entre los transeúntes. Y así salía todas las tardes de la semana que había mudanza, con una caja en cada mano, hasta que se acababan las cajas. Jamás le pregunté que hacía con todos esos libros. Los guardaba en su casa? Los vendía los domingos en el rastro? Por qué apuntaba con tanto celo ciertos datos de cada libro? Tampoco a los que vivían en el edificio parecía interesarles mucho el destino de aquellos textos, para la mayoría Julio era invisible y sus actividades no tenían trascendencia alguna. Un portero gris hace su trabajo de portero y tiene una existencia gris hasta el final de sus días. Y así pasaban los días, las semanas y los años en el número uno de la Calle Marqués de Urquijo de Madrid, unos crecíamos, otros envejecían, algunos se trasladaban a otro barrios , otros
llegaban y Julio seguía allí.

    Una mañana cualquiera del enero del setenta y ocho, Julio no estaba a la hora habitual en la portería. Por entonces yo tenia ventitrés años, y como de costumbre, salía a las ocho de la mañana para hacer prácticas obligatorias en un despacho de abogados para poder licenciarme y ejercer la abogacía. Fui uno de los primeros vecinos del edificio en notar la callada ausencia de Julio, no sólo
por los pequeños detalles en que consistía su trabajo: abrir el portal, encender luces, barrer el suelo... sino porque en la entrada del portal un vacío ocupaba su mesa de trabajo, como una fiesta sin invitados, faltaba algo. Y además ...porque Julio me caía bien, me gustaban sus silencios y su presencia al salir o llegar a casa, me confirmaba el transcurrir de los días, sin incidencias ni altercados. Durante esa mañana su hermana fue al edificio, y explicó a uno de los vecinos que paraba por allí, que una fiebre alta había impedido que su hermano pudiera acudir a sus tareas cotidianas, advirtiendo de la posible falta de su hermano en días sucesivos. Esta ausencia se prolongó en el tiempo durante más de dos lluviosas semanas sin recibir muchas más explicaciones que la anteriormente citada, lo que provocó una reunión de vecinos improvisada en el portal para tomar las medidas oportunas y sustituir , al menos temporalmente, a Julio. No me preocupaba quien sería el sustituto ni cuando podría empezar pero si mostré interés en conocer la dirección de la vivienda de Julio para poder visitarle y mostrarle mi afecto por tantos años de silencio compartidos. Pocos vecinos más compartieron mi deseo pero ninguno mostró la decisión firme en visitarle. Yo anoté la dirección, no sin recelo, sin poder tener un teléfono al que gustosamente hubiera llamado para anunciar mi visita.
  
   Dos días más tarde, aún recuerdo que era Jueves y llovía intensamente, salí pronto del despacho , saqué la nota del bolsillo y decidí seguir las instrucciones que me conducirían a su casa: Linea 1 de metro, parada de Carabanchel. Al salir de la boca de metro seguía lloviendo, bajo mi paraguas y con el cuello de la gabardina bien subido, apenas encontré transeúntes a los que preguntar como
llegar a la Calle Viento del Norte. Tras caminar unos diez minutos, al fin dos jóvenes con aspecto descuidado que ocupaban el tiempo fumando en la puerta de un bar, me indicaron con un vocabulario dominado por monosílabos, como llegar a la dirección buscada y no solo eso, parecían conocer la vivienda en cuestión e incluso a ... Julio, mejor dicho, a ...Don Julio? Estaba alejado aún, la segunda calle a la derecha, una a la izquierda, cruzar el descampado y allí le encontraría. Tras recorrer el itinerario recomendado me encontré frente a una humilde calle sin asfaltar, embarrada por tanta lluvia caída, conformada por casas pobres, bajas y despintadas. Tuve miedo y cuando mi mente decía que haces aquí? los nudillos de mi mano derecha golpeaban la puerta señalada con el numero siete. Abrió su hermana, una mujer obesa, bajita , con ojos tristes y ademanes torpes, quien me indicó en la pequeña y desoladora entrada de la casa que siguiera hasta el fondo del pasillo, pasando las dos puertas verdes de la derecha, que correspondían a la biblioteca y el aula, encontraría a Julio en su habitación. Seguí las indicaciones pero no pude evitar pasar de largo ante esas dos puertas . Abrí la primera y un escalofrío recorrió toda mi espalda: una habitación cuadrada, no muy pequeña, de techo bajo, con dos ventanas laterales y las paredes ocupadas en su totalidad por librerías echas a base de tablones cruzados reciclados pintados de verde botella, atestadas de libros, hacían de ese pequeño espacio una suerte de biblioteca que en el espacio central contaba con dos mesas rectangulares, de esquinas desgastadas, con seis sillas de diferentes colores y tamaños alrededor de cada mesa. Pude reconocer algunos de los libros allí colocados porque los había visto guardar en cajas en la portería de casa , estaban aquí ordenados por temáticas y por autor, por orden alfabético. Alguno abierto encima de las mesas, esperando algún lector. Al abrir la segunda puerta encontré una habitación de similar tamaño a la anterior, con las mismas estanterías de fábrica casera en dos de los muros y una pizarra en la pared libre de ventana y estanterías. Era el aula pero ...de quién? Por último llegue a la estancia donde me encontré con Julio. Una habitación oscura, húmeda y fría, ocupada por un cama estrecha y en el lado opuesto una mesa pequeña con su silla correspondiente junto a la ventana. El estaba postrado en cama, mirando al techo, con los ojos casi cerrados, boca entreabierta por la que respiraba con dificultad y con su piel de un gris más oscuro que el habitual. Ante el ruido de mis pasos, Julio abrió los ojos y me miró, no dijo nada. Yo estuve callado durante más de diez minutos sin saber que decir. No sabía que hacía allí. Estuve a punto de salir corriendo pero me pudo el afecto hacía él y la curiosidad por todo lo que acababa de ver. Tras el silencio y desde el quicio de la puerta de la habitación, transmití a Julio mi interés por su salud mientras le confirme haber reconocido algunos de los libros vistos en las otras habitaciones. El, siempre educado, agradeció mi visita y sabiendo lo que yo había visto, explicó que desde hacía años ayudaba a aprender leer y escribir a algunos de los vecinos del barrio, que apenas habían ido a la escuela. Se había corrido la voz, y cada vez más personas de otros barrios marginales, se acercaban a su casa pidiendo ayuda que él les daba consultando los libros de los que disponía: algunas mujeres le pedían recetas de cocina, otros ayuda para escribir una carta de amor, algunos iban al acabar la tarde a que les leyera la vida de personajes importantes, otros le preguntaban por los materiales idóneos para hacerse su nueva vivienda...Esto sucedía cuando él llegaba a casa tras su jornada laboral, robando horas al sueño y gastando la noche, un sin fin de personajes acudían día tras día a su casa para obtener ayuda y respuestas . En definitiva, algo sin importancia que hacía con gusto pero intrascendente para un barrio y un vecindario como al que yo pertenecía. Me mantuve callado. Me pareció absurdo alabar su labor. Ambos sabíamos muy bien lo que estaba haciendo y el valor que tenía. Eso era lo importante. Me despedí deseándole una pronta recuperación, sabiendo que jamás volveríamos a hablar de lo que había visto... otro barrio, otras gentes, otra vida.Y así fue. Transmití el estado delicado de salud del portero al vecindario, a los que sólo preocupaba que la portería estuviera en perfecto estado. Pasé unos días más callado de lo habitual en casa hasta que la rutina se acabó imponiendo y todo volvió a la normalidad. Julio volvió a trabajar en el plazo previsto y fiel a nuestro pacto de silencio no volvimos a hablar de mi visita a su casa.

   Ahora tengo cincuenta y dos años, vivo en las afueras de Madrid, en una urbanización residencial con portero automático en cada portal. A menudo voy a visitar a mis padres y allí sigue Julio, callado, gris, mayor,igual de educado,- buenos días Luisito, vaya tiempo, eh?-. Asiento y cuando salgo de casa de mis padres, dejo sobre su mesa un libro cuidadosamente escogido para él. Por supuesto ninguno dice nada. Nadie sabe nada. Me voy a mi casa... otro barrio, otras gentes, otra vida.


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