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miércoles, 2 de mayo de 2012

-Relato 2 de Ryotaro Kasai


El recuerdo de Rui

Al principio eramos tres los que vivíamos en el nuevo piso; Mauro, Lupe, la hermana de Mauro, y yo. La primera vez que lo conocí fue cuando nos cambiamos a este nuevo piso en la calle Juárez. Antes, habíamos vivido los tres en la calle Zaragoza, en un piso de una sola habitación. Mauro y yo dormíamos en una litera en el dormitorio, y Lupe en un sofá cama en el salón. A los tres meses de esta convivencia un poco asfixiante y incómoda debida al exceso de la población, decidimos cambiar el piso. Al cabo de dos semanas de búsqueda, encontramos un piso de dos habitaciones -el plan fue una para los hermanos y la otra para mí- considerablemente económico, por consiguiente, bastante cutre pero sin pasarse, en el mismo barrio justo al lado de la universidad. Rui apareció en el día de la mudanza para ayudarnos. Era un amigo de una amiga de Lupe, más bien, el novio de una amiga de Lupe que se llamaba África. Bueno, para ser más exacto, Rui conoció a África por medio de Lupe hacía tiempo. Él vivía en el mismo barrio donde nosotros con África y la familia de ella y trabajaba en una veterinaria. Yo que soy un poco tímido y casi no hablo con la gente que no conozco bien -tal vez por ser extranjero- las primeras impresiones de Rui fueron meramente físicos. Gordo, alto, moreno, grande, la cara de enojón, enorme, patizambo, gigante...

Al cabo de cinco días, el hombre ya vivía con nosotros sin importarle un comino el problema demográfico. La razón fue que tuvo problemas con la familia de África. Según nos contó él, es decir, por lo que contaba en las noches de su embriaguez, o sea casi todos los días, nunca se llevó bien con sus suegros ni con sus cuñados, tampoco con los tíos y ni los primos de África. Bueno, el hombre no era un tipo muy amigable, pero tampoco era malvado. Al dejar la casa de África, terminó la relación con ella, aunque seguían viéndose con mucha frecuencia después de la supuesta ruptura, y cayó a nuestro piso de repente sin llevar nada, ni una maleta traía si no me acuerdo mal. Ese día, cuando llegué al piso de la universidad por la tarde, él ya se había instalado en en el salón con un catre.

Él fue el único que trabaja en nuestro piso de estudiantes, pero me enteré desde el primer día que su mayor afición eran el fútbol y la cerveza. Bueno, tango que aclarar que su amor a la cerveza fue aún mayor que hacia el fútbol. Al llegar a casa del trabajo -por su honor también debo añadir que trabajaba durante muchas horas, por la mañana siempre salía de casa antes que nadie y regresaba muy tarde- se ponía a beber cerveza, sin faltar un día, en la sala y ahí es donde aprendí el español, o más bien, el mexicano coloquial y vulgar. A alguien más malhablado que él no conocía yo aunque él siempre decía que su madre hablaba aún peor que él, el cual yo no creía hasta que un día conociera a su madre. No sé si su borrachera diaria se debía al reciente término de su relación con su novia, o a que se le relajara un poco el estrés del trabajo ya que una buena parte de su oficio consistía en sacrificar animales, o a lo mejor fue un simple borracho y punto. No lo supe. La cosa es que cada noche consumía siete o ocho botellas de cerveza, o más. Después de unas horas de charla y alcohol, ya cuando las camas llamaban a todos nosotros menos a él, tal vez porque fue el único que no dormía en la cama sino en el catre, solía obligarnos a acompañarle con unas botellas más, abusando de su autoridad paternal por ser el mayor de los cuatro. Cuando ya realmente íbamos a dormir Mauro, Lupe y yo, él se quedaba ahí sentado frente a la mesa llena de las botellas vacías, con la cara roja, los ojos hinchados y las miradas tristes.

Fue Rui el que organizó mi fiesta de despedida, bueno, mejor dicho, una de las interminables fiestas de despedida las cuales no me dejaron dormir durante la última semana de mi estancia en México. Fue esa tarde en que hice por la primera vez, y quizá la última, el conejo asado. Si no hubiera sido por él, jamás en mi vida habría asado conejos enteros a brasa. No sé de dónde sacó la idea, pero compró la parrilla y carbón, preparó la salsa especial para conejos asados, según él, y trajo cuatro conejos enteros, con los cuatro extremidades completas pero sin cabeza ni cola, para hacer la barbacoa en el patio interior del piso. Dijo que los consiguió en el mercado del barrio, pero lo sospechamos y hasta hoy en día no supimos si fueron gatos sacrificados de su veterinaria, ya que sería capaz de hacerlo, digo yo. Lo importante es que nos la pasamos muy bien y nadie se enfermó ni soñó pesadillas con los gatos rencorosos.

Después de la barbacoa, seguimos la fiesta en el piso. Más tarde llegó más gente. Esa misma noche, Rui conoció a Gimena, una chica rubia con el vestido elegantemente arreglado, algo que no se veía con frecuencia en nuestro piso. Apenas la conocía yo, y creo recordar que Rui ni siquiera la había visto antes. Fue una de las mejores amigas de Lupe, así que sin que a nadie extrañara, ella se quedó hasta muy tarde en el piso con nosotros. Esa noche, o tal vez ya por la madrugada, fui primero en ir a la cama, ya que no aguantaba más cerveza que Rui me estaba ofreciendo desde las dos de la tarde sin cesar, por mucho que brindáramos por la supuesta causa de mi despedida. El día siguiente al despertarme, me enteré por medio de Mauro que a Rui y Gimena se les calentó el asunto mientras yo estaba en mi quinto sueño y fueron a acostarse juntos a la habitación de los hermanos.

Después, ya no me enteré de la pareja exprés, ya que me fui a mi país, hasta que tras volver a México después de seis meses -esta vez no como estudiante, sino para trabajar en la oficina de una aerolínea japonesa- me dijeran que se iban a casar los dos puesto que Gimena quedó embarazada en la mismísima noche de la fiesta. Lo primero que pensé fue sobre África, es que a pesar de las broncas que tuvo Rui con su familia, yo pensaba que todavía se querían.

La boda fue dos semanas después de mi regreso a México. El día de la boda, en la iglesia, vi a Rui muy nervioso. El ver a ese hombre grandote en tal estado me causó una inquietud inexplicable, aunque tuvo la justificación de que fue la primera boda para sí mismo, naturalmente. La otra razón fue que la novia no llegaba al tiempo, hasta tuvimos que esperar unos treinta minutos dentro de la iglesia a que empezara la misa atrasada. Cuando llegó Gimena con sus familiares en una furgoneta negra, en vestido de novia, encinta, no se veía nada feliz, ni contenta. Tampoco su familia. Ya no tuve oportunidad para preguntarle si en realidad hubiera preferido a África, y no a Gimena. O a lo mejor, aunque hubiera tenido oportunidad, no me habría atrevido.

La última vez que lo vi fue después de su divorcio. El matrimonio solo duró dos meses, y cuando terminaron lo que, a mi parecer, ni siquiera había empezado, todavía no había nacido el bebé. Rui, que había sido tan gordo y robusto, se había adelgazado increíblemente aunque conservaba su cara viril, pero conservaba sus miradas tristes. Parecía más joven. Ese día fuimos a un restaurante los cuatro, Rui, Mauro, Lupe y yo. Rui, en lugar de cerveza, pidió un vaso de agua y nos contó que acababa de ir a consultar con un abogado para poder ver a su hija que hasta ese momento solo había visto una vez. Lupe dijo en broma que por la culpa de Rui se estaba quedando casi sin amigas. Rui preguntó a ella por si le presentaba otra amiga. También dijo que estaba planeando escribir un libro con el título de La receta para adelgazar veinte kilos en nueve meses. Nos reímos todos, y después terminamos el postre y café en silencio.

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