El recuerdo de Rui
Al principio
eramos tres los que vivíamos en el nuevo piso; Mauro, Lupe, la
hermana de Mauro, y yo. La primera vez que lo conocí fue cuando nos
cambiamos a este nuevo piso en la calle Juárez. Antes, habíamos
vivido los tres en la calle Zaragoza, en un piso de una sola
habitación. Mauro y yo dormíamos en una litera en el dormitorio, y
Lupe en un sofá cama en el salón. A los tres meses de esta
convivencia un poco asfixiante y incómoda debida al exceso de la
población, decidimos cambiar el piso. Al cabo de dos semanas de
búsqueda, encontramos un piso de dos habitaciones -el plan fue una
para los hermanos y la otra para mí- considerablemente económico,
por consiguiente, bastante cutre pero sin pasarse, en el mismo barrio
justo al lado de la universidad. Rui apareció en el día de la
mudanza para ayudarnos. Era un amigo de una amiga de Lupe, más bien,
el novio de una amiga de Lupe que se llamaba África. Bueno, para ser
más exacto, Rui conoció a África por medio de Lupe hacía tiempo.
Él vivía en el mismo barrio donde nosotros con África y la familia
de ella y trabajaba en una veterinaria. Yo que soy un poco tímido y
casi no hablo con la gente que no conozco bien -tal vez por ser
extranjero- las primeras impresiones de Rui fueron meramente físicos.
Gordo, alto, moreno, grande, la cara de enojón, enorme, patizambo,
gigante...
Al cabo de
cinco días, el hombre ya vivía con nosotros sin importarle un
comino el problema demográfico. La razón fue que tuvo problemas con
la familia de África. Según nos contó él, es decir, por lo que
contaba en las noches de su embriaguez, o sea casi todos los días,
nunca se llevó bien con sus suegros ni con sus cuñados, tampoco con
los tíos y ni los primos de África. Bueno, el hombre no era un
tipo muy amigable, pero tampoco era malvado. Al dejar la casa de
África, terminó la relación con ella, aunque seguían viéndose
con mucha frecuencia después de la supuesta ruptura, y cayó a
nuestro piso de repente sin llevar nada, ni una maleta traía si no
me acuerdo mal. Ese día, cuando llegué al piso de la universidad
por la tarde, él ya se había instalado en en el salón con un
catre.
Él fue el
único que trabaja en nuestro piso de estudiantes, pero me enteré
desde el primer día que su mayor afición eran el fútbol y la
cerveza. Bueno, tango que aclarar que su amor a la cerveza fue aún
mayor que hacia el fútbol. Al llegar a casa del trabajo -por su
honor también debo añadir que trabajaba durante muchas horas, por
la mañana siempre salía de casa antes que nadie y regresaba muy
tarde- se ponía a beber cerveza, sin faltar un día, en la sala y
ahí es donde aprendí el español, o más bien, el mexicano
coloquial y vulgar. A alguien más malhablado que él no conocía yo
aunque él siempre decía que su madre hablaba aún peor que él, el
cual yo no creía hasta que un día conociera a su madre. No sé si
su borrachera diaria se debía al reciente término de su relación
con su novia, o a que se le relajara un poco el estrés del trabajo
ya que una buena parte de su oficio consistía en sacrificar
animales, o a lo mejor fue un simple borracho y punto. No lo supe. La
cosa es que cada noche consumía siete o ocho botellas de cerveza, o
más. Después de unas horas de charla y alcohol, ya cuando las camas
llamaban a todos nosotros menos a él, tal vez porque fue el único
que no dormía en la cama sino en el catre, solía obligarnos a
acompañarle con unas botellas más, abusando de su autoridad
paternal por ser el mayor de los cuatro. Cuando ya realmente íbamos
a dormir Mauro, Lupe y yo, él se quedaba ahí sentado frente a la
mesa llena de las botellas vacías, con la cara roja, los ojos
hinchados y las miradas tristes.
Fue Rui el que
organizó mi fiesta de despedida, bueno, mejor dicho, una de las
interminables fiestas de despedida las cuales no me dejaron dormir
durante la última semana de mi estancia en México. Fue esa tarde en
que hice por la primera vez, y quizá la última, el conejo asado. Si
no hubiera sido por él, jamás en mi vida habría asado conejos
enteros a brasa. No sé de dónde sacó la idea, pero compró la
parrilla y carbón, preparó la salsa especial para conejos asados,
según él, y trajo cuatro conejos enteros, con los cuatro
extremidades completas pero sin cabeza ni cola, para hacer la
barbacoa en el patio interior del piso. Dijo que los consiguió en el
mercado del barrio, pero lo sospechamos y hasta hoy en día no
supimos si fueron gatos sacrificados de su veterinaria, ya que sería
capaz de hacerlo, digo yo. Lo importante es que nos la pasamos muy
bien y nadie se enfermó ni soñó pesadillas con los gatos
rencorosos.
Después de la
barbacoa, seguimos la fiesta en el piso. Más tarde llegó más
gente. Esa misma noche, Rui conoció a Gimena, una chica rubia con el
vestido elegantemente arreglado, algo que no se veía con frecuencia
en nuestro piso. Apenas la conocía yo, y creo recordar que Rui ni
siquiera la había visto antes. Fue una de las mejores amigas de
Lupe, así que sin que a nadie extrañara, ella se quedó hasta muy
tarde en el piso con nosotros. Esa noche, o tal vez ya por la
madrugada, fui primero en ir a la cama, ya que no aguantaba más
cerveza que Rui me estaba ofreciendo desde las dos de la tarde sin
cesar, por mucho que brindáramos por la supuesta causa de mi
despedida. El día siguiente al despertarme, me enteré por medio de
Mauro que a Rui y Gimena se les calentó el asunto mientras yo
estaba en mi quinto sueño y fueron a acostarse juntos a la
habitación de los hermanos.
Después, ya no
me enteré de la pareja exprés, ya que me fui a mi país, hasta que
tras volver a México después de seis meses -esta vez no como
estudiante, sino para trabajar en la oficina de una aerolínea
japonesa- me dijeran que se iban a casar los dos puesto que Gimena
quedó embarazada en la mismísima noche de la fiesta. Lo primero que
pensé fue sobre África, es que a pesar de las broncas que tuvo Rui
con su familia, yo pensaba que todavía se querían.
La boda fue dos
semanas después de mi regreso a México. El día de la boda, en la
iglesia, vi a Rui muy nervioso. El ver a ese hombre grandote en tal
estado me causó una inquietud inexplicable, aunque tuvo la
justificación de que fue la primera boda para sí mismo,
naturalmente. La otra razón fue que la novia no llegaba al tiempo,
hasta tuvimos que esperar unos treinta minutos dentro de la iglesia a
que empezara la misa atrasada. Cuando llegó Gimena con sus
familiares en una furgoneta negra, en vestido de novia, encinta, no
se veía nada feliz, ni contenta. Tampoco su familia. Ya no tuve
oportunidad para preguntarle si en realidad hubiera preferido a
África, y no a Gimena. O a lo mejor, aunque hubiera tenido
oportunidad, no me habría atrevido.
La última vez
que lo vi fue después de su divorcio. El matrimonio solo duró dos
meses, y cuando terminaron lo que, a mi parecer, ni siquiera había
empezado, todavía no había nacido el bebé. Rui, que había sido
tan gordo y robusto, se había adelgazado increíblemente aunque
conservaba su cara viril, pero conservaba sus miradas tristes.
Parecía más joven. Ese día fuimos a un restaurante los cuatro,
Rui, Mauro, Lupe y yo. Rui, en lugar de cerveza, pidió un vaso de
agua y nos contó que acababa de ir a consultar con un abogado para
poder ver a su hija que hasta ese momento solo había visto una vez.
Lupe dijo en broma que por la culpa de Rui se estaba quedando casi
sin amigas. Rui preguntó a ella por si le presentaba otra amiga.
También dijo que estaba planeando escribir un libro con el título
de La receta para adelgazar veinte kilos en nueve meses. Nos
reímos todos, y después terminamos el postre y café en silencio.
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