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miércoles, 2 de mayo de 2012

Relato Nº2 de Guillermo Muñoz Pedrosa

Un diario en el Guadalquivir.
Hacía ya dos meses que iba de visita a la casa de aquel hombre. Francisco Mejías, un profesor ya jubilado de la facultad a la que pertenecía, había tenido un accidente en su casa, y necesitaba ayuda para hacer su vida hasta su recuperación. Yo mismo, por la buena amistad que nos unía cuando era mi profesor en la facultad, me ofrecí a ayudarlo a caminar hasta que los doctores dijesen que estaba recuperado del todo y pudiese hacer de nuevo su vida normal.
Aquel hombre, casi ya anciano del todo, con el pelo corto y canoso, ojos marrones y rostro cansado, ya se había preparado cuando llegué a la casa, vestido con su traje de corbata de siempre. Mientras yo me iba acercando, el se ponía en pie ayudado con aquel aparato que le dieron los médicos cuando ocurrió el incidente. Le ayudaba a caminar y a llevarlo a la entrada, ay hijo, hoy hay mucho que hacer y después me gustaría dar una vuelta, me dijo. Fuimos a muchos recados, mientras me hablaba sobre los tiempos que él había estado en la facultad, por lo que no fue una mañana fácil, pero lo que sea por ayudar al que ha sido un buen amigo.
Casi hemos recorrido toda Sevilla esta mañana, le dije, bah, bobadas, solo hemos recorrido todo el barrio, y si quieres ser un buen estudiante, más te vale aprender a resistir caminatas, me dijo esa vez y me lo repitió cada vez que me quejé. La verdad es que para ser mucho más viejo que yo, era más resistente a la hora de andar, incluso hubo veces en las que parecía que me llevaba el a mí en lugar de yo a él. Era bastante cómico, a decir verdad. En fin, tras recorrer lo que a mi parecer era la ciudad entera y parte de la segunda quiso que lo llevara a dar un paseo por el Guadalquivir. De verdad que no sabía de dónde sacaba las fuerzas ese hombre.
Al llegar, parecía que disfrutaba viendo el río a su alrededor mientras caminábamos. La brisa también estaba bien, por lo que insistía en que paseásemos un poco más. Era como si el río le hiciese rejuvenecer unos años y le curase de su accidente para que pudiese correr y dejarme atrás. Venga ya, hombre, que necesitas ejercicio, me decía a carcajadas mientras le ayudaba a caminar el insistiendo para ir deprisa y yo tratando de frenarlo, señor, que vida, pensé para mis adentros.
No pasó mucho tiempo, hasta que se separó un poco de mí, y decía que yo debía de ir más deprisa, que al final se puso tan pesado que le seguí con una pequeña carrera, pero con tal mala suerte, que el divisó como me tropezaba con algo y caía al suelo. Se carcajeo bastante, pero vino a ayudarme, aunque cuando llegó ya estaba de pie. Hijo, que te duermes en los laureles, me decía mientras buscaba lo que quiera que fuese que me había hecho caer, y dio con un libro que había tirado en la orilla del rio. Me hizo señas para que me acercara, mira este libro, parece que haya venido flotando por el rio. Parece que el anciano no se equivocaba con sus palabras, las páginas estaban mojadas, el texto era ilegible casi en su totalidad y no había casi nada que pudiese identificar al propietario, es un milagro que haya llegado con algunas pocas palabras legibles, y fíjate, parece que se ha salvado parte de una firma, me dijo, haciendo de abuelo de Sherlock Holmes.
Estuvo parado en un banco bastante tiempo, leyendo lo que quedase del escrito. Era como si lo que estuviese leyendo le resultase familiar, o al menos la página de la firma, donde se centraba mucho tiempo. Mire, déjelo, le insistía, solo es un libraco mojado en medio del rio, no creo que importe mucho, pero el tío no lo soltaba por más que le insistía. Parece por el medio día se cansó de aquel libraco y se puso en pié para que nos fuéramos. No quiso deshacerse del libro, y no me decía por qué. Tampoco me importaba, ya era mayorcito para saber lo que hacía.
Para mi suerte, cuando ya nos habíamos ido del Guadalquivir dijo de coger el autobús. El parecía serio sin percatarse de mi alegría por sus palabras. Subimos al primer autobús que llegó a la parada sin darme cuenta de que el anciano me había hecho subir a otro autobús. Me percaté cuando vi que íbamos en dirección contraria, tenemos que ir a otro sitio a hacer un recado, me respondió, sin dar credibilidad a sus palabras. Estaba serio, pero parecía que sabía lo que se hacía, así que continuamos en el autobús.
Me sorprendió ver que el lugar que había escogido para bajarse era mi facultad, su antiguo lugar de trabajo. Se bajó lo más deprisa que pudo y se fue rápidamente al edificio principal, casi sin esperarme. Por suerte, esta vez no resultaba difícil alcanzarle, pero no quería decirme el motivo por el que habíamos venido hasta aquí. Cuando lo alcancé, tiraba de mí y me condujo hasta la biblioteca.
Se paró delante del mostrador, en el cual había una recepcionista, quiero ver si sería posible que restaurasen este libro, dijo y sacó el diario del bolsillo. ¡¿Todo esto solo para que le restauren ese diario roto?! Refunfuñaba para mis adentros mientras la mujer de la recepción examinaba el librito. El anciano permaneció ahí mientras yo me sentaba a esperar por ahí cerca.
La recepcionista tenía cara de no saber qué hacer, y le insistía que era imposible arreglarlo, este libro está borrado casi por completo y sería imposible recuperar lo que dice casi sin destruirlo, le decía la mujer, pero aquel viejo tozudo no cedía en su empeño. Al final viendo que no podía hacer nada para convencer al viejo, llamó al director para que hablase con aquel hombre, a ver si pueden convencerlo de la realidad, pensé mientras venía.
Apareció un hombre trajeado y gordo, que parecía ser el director de la biblioteca. Yo nunca lo había visto, pero parecía que conocía bien al anciano. Se saludaron y estuvieron hablando un buen rato, como si yo y la recepcionista no existiéramos, hasta que el viejo se decidió a ir al grano y le mostró el diario mojado que encontró a la orilla del Guadalquivir. Aquel hombre estuvo ojeando las páginas, sorprendiéndose de que aún se pudiese leer algo. Al final cerró el libro, Francisco, no te prometo nada, pero pondré al personal de la biblioteca a trabajar en ello, la sorpresa que nos llevamos yo y la recepcionista con la respuesta del director, pásate en unos días y tendré los resultados y de paso nos tomamos una cervecita, concluyó el director y se despidió dándole la mano. El anciano volvió hacia mí para que nos fuésemos de aquel lugar.
Tenía la típica sonrisa de alguien que había salido victorioso de una partida de mus. Supongo que le apasiona vivir aventuras como ésta durante su jubilación. En fin, fuimos al autobús, ya verás cómo es algún tratado importante del siglo XIX, ya veras, me decía sonriente. Se habría llevado una desilusión si le dijese en este momento que me acaban de enviar un SMS diciéndome que el libro no tenía remedio, pero en fin, de sueños también se vive.
A la vuelta a su casa, se despidió de mí, todavía entusiasmado con lo que creía que iba a descubrir. Mejor dejarle disfrutar del momento, ya su amigo de la biblioteca sabrá cómo darle las malas noticias, me dije a mí mismo. Se despidió de mí y cerró la puerta, estando todavía contento.

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