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miércoles, 2 de mayo de 2012

-Relato 2 de Cristóbal Ruiz Cuadra

LA CRÓNICA EGEA
por C. Ruiz

No me parece bien estar esperándole aquí, junto a este tapial, en lugar de haber ido con él. Ulises ya está algo mayor, pasa de los treinta y ocho, y sus viejas heridas le han otorgado un andar poco agraciado, sobre todo en su pierna izquierda, que arrastra levemente. Algo atrás queda el apuesto galán que enamoraba a tirios y troyanos en el asedio de Ilion, y por el que más de un bello efebo o una pudorosa doncella hubiera dado un brazo o su virtud. Y, como no podía menos que reflexionar, atrás quedaron también todos sus amigos, compañeros de correrías en los dominios de la maga Circe, y con los que superamos el olvido en tierras de lotófagos. Todos han caido. Desaparecidos o muertos. Todos menos yo.

Parece que aquí viene. Una pequeña nube de polvo lo delata. El disfraz de mendigo y la edad no consiguen disimular los restos de su fortaleza, y los jirones que le caen sobre el rostro, a modo de capucha, no ocultan tampoco el brillo inteligente de sus ojos grises.

“No creo que me sigan, pero esta vez han estado cerca. Argos me ha reconocido sin problema, y alguno de los miserables se ha quedado sorprendido de ver como lo que tenían por un perro agonizante se ha puesto en pie, pese a su ceguera, y le ha hecho fiestas a un desconocido. Mañana volveré con más cuidado.”

Se apoya en mí, yo sé que dolorido por las cicatrices, y juntos volvemos al embarcadero. Cerca del mar se le cambia la mirada, y el color de sus ojos vira al azul. Atravesamos despacio la pasarela de madera. La tripulación ha bajado a puerto, y estará con sus hidromieles y prostitutas, o jugándose sus pocos dracmas a los dados en algún apestoso tugurio. Sólo hay un hombre de guardia, dormido junto a un rollo de cuerda.

Desisto de despertarle y abroncarlo; no tiene sentido. Acompaño a Ulises hasta su cámara, le ayudo a reclinarse sobre las pieles ya ajadas, y, tras un gesto suyo, lo dejo solo, reflexionando en esa penumbra sonora, acunado por las olas.

Tengo un par de horas por delante, hasta que vuelva a requerir de mi. No soy amigo ni de burdeles ni de mesas de juego, por lo que aprovecho el tiempo para consignar por escrito lo nuevo que he descubierto sobre sus historias. No sé por qué, pero tengo la sensación de que el nombre de Ulises perdurará por los siglos. Por eso, sin ser impuesta, me he asignado esta tarea: ser su cronista, su registro, para que cuando él ya no esté yo pueda decir “las cosas fueron de este modo, porque así me las contó”.
Sentado en cuclillas en cubierta, con la tersa superficie del papiro egipcio virgen ante mi, y la extensión infinita de la mar como prolongación de mi tablilla, es fácil concentrarse y disolverse entre las rasgaduras negras que van llenando las hojas.

Hoy quería relatar, antes de que huyesen los detalles de mi memoria, una de las historias que compartimos anoche, mientras planeaba la escapada de hoy a palacio, tras acodalar el último cabo para que durmiera el navío.

Fue en la tierra de Tinacria, la isla del Sol, tras la huída precipitada de las voces de las sirenas. Yo, recién llegado al grupo, huérfano de padres cimerios, y por lo tanto, aparentemente bárbaro, fuí aceptado por los compañeros pese a mi corta edad porque sabía escribir. Y, también, por supuesto, porque Ulises así lo dijo. Nadie osaba enfrentarse a su afilada inteligencia, y los camaradas aceptaban de buen grado esta primacía entre iguales. Conocía que él no había tenido parte en la desgraciada muerte de mis padres, y por eso respetaba y agradecía que me hubiese integrado en la compañía. De hecho me tomó aprecio, me trató como su ayudante, y por eso se me permitió conocer cosas de primera mano, que luego otros deformarían a su antojo.

Recién arribados a la isla, muy necesitados de víveres y de agua fresca, Ulises ordenó establecer el campamento justo al lado de la nave, en un promontorio natural que aseguraba una sólida defensa en el caso de ataque. Las noticias nos hablaban de que era posible que los lugareños no fuesen amistosos. Desde la segunda fila, y colaborando en levantar y afilar alguna de las defensas, veía a Ulises debatiendo con Euforbo y Gelanor, sobre una maqueta del terreno hecha apresuradamente con piedras y arena. Tras un asentimiento uniforme de los tres Ulises se ajustó la capa de pieles, enfundó en su talabarte la espada, y con un movimiento de cabeza me llamó. “Vamos”.

A unos estadios de la colina comenzaba el esbozo de un camino, no una senda en firme, sino una trocha que el paso de pies y ganado había ido dibujando entre la maleza. El trayecto parecía deshabitado. Ulises avanzaba con pie firme unos pasos por delante de mí, seguro de su caminar.

Tras un buen rato de avance el camino parecía cada vez más delimitado, más firme, e incluso alguna marca en la tierra hablaba del paso de carros cargados. Nuestro andar era por tanto mas cauteloso, con frecuentes paradas al rebasar cualquier loma y con la atención centrada en que apareciera algún ser (humano o enviado por los dioses) en los alrededores. No vimos a nadie. Seguimos avanzando de esta guisa, ya con el sol a medio camino entre el orto y su ocaso, hasta que vimos en lontananza el perfil de una ciudad. Con todas las precauciones posibles proseguimos acercándonos, sin hablar, entendiéndonos sólo con gestos. La villa no era muy grande, pero tenía una gruesa muralla en rededor extraña, con mampostería vieja y abundantes huecos en su labra. La puerta principal, abierta según nos parecía desde nuestra lejanía, estaba flanqueada por dos animales en piedra, como sujetando la clave. A ambos les faltaba la cabeza, pero el cuerpo parecía ser el de un león.

“No parece esto muy normal, Antímaco; esta ciudad abierta, sin habitantes visibles, en mitad de un camino por el que no hemos encontrado a nadie, y a esta hora del día… Es como si estuviera deshabitada o sus moradores hubiesen huído, pero…¿por qué?. No se aprecian signos de saqueo, sino de abandono, ni peligro alguno parece cernirse sobre la comarca…”
“Si, es raro” Siempre fuí de pocas palabras habladas.

Proseguimos caminando, y en poco tiempo nos encontramos en el umbral de la ciudad. La natural prudencia nos debería haber hecho detener, pero en esa época Ulises era joven, valeroso y no le temía a la muerte, así que con pasos cuidadosos nos introdujimos en la calle principal. Casas a ambos lados se encontraban abiertas, unas, como si el amo hubiese salido al mercado a comprar un ingrediente de última hora. Todas eran iguales en cuidado y conservación, con los yesos de fachada caídos, y ninguna daba señal de ser de alguien principal. La calle parecía acabar en una plaza, un ágora que esperábamos tan desierta como el resto del entorno. Pero no era así.

En la porción de plaza que nos estaba oculta por la hilera de casas junto a la que avanzábamos se elevaba, majestuoso y solemne, el pronaos de un templo. Las columnas no pertenecían a ninguno de los tres órdenes, sino que eran extrañamente orgánicas, como troncos de árbol. En su culmen, las previsibles hojas de acanto eran ramas, que entretejidas unas con otras daban soporte al techo de madera. Y, sentados en círculos entre las columnas, los niños.

Había más de dos centenares, con sus clámides albicelestes de niños recién salidos de las escuelas, haciendo corrillos. Y parecian venir de todas partes del orbe, pues los había de tez más oscura, con los ojos claros, con cabellos de sol, con pelo rizado...Con expresión grave, apenas hablaban entre sí, sino que escuchaban en cada grupo a uno de ellos, mientras el resto asentían como adultos. Pese a que algunos de ellos nos habían visto claramente, no se detuvieron las conversaciones, como si nuestra llegada hubiera sido algo esperado o inevitable.

Ulises no se arredró. Siguió avanzando entre los grupos, en dirección a la puerta del templo. Allí, frente al grupo más numeroso, se detuvo. Uno de los niños, el que parecía estar más próximo a la entrada, fue quien tomó la palabra. “Viajero, ¿qué quieres de nosotros?. No le está permitido a los mortales pisar este suelo, pues es suelo libre de ambiciones.”


“Perdona nuestra osadía, ilustre. Soy Ulises, de Ítaca, y mi compañero es Antímaco, al que Zeus ha dotado del don de la escritura, por lo que me acompaña como cronista. Hemos llegado a vuestra isla en el viaje de regreso a casa, de la que llevamos mucho tiempo ausentes, porque necesitábamos tomar agua y algunos víveres. ¿Quiénes sois?. ¿Sobre qué departíais?”

Ya no había conversaciones en los corrillos; todas las miradas estaban centradas en Ulises, y alguna recaía sobre mí, que permanecía unos pasos atrás, apoyado en una columna.

“Somos los hijos de Helios. Cuidamos de los rebaños sagrados en su nombre, y aquí nos educamos los unos a los otros antes de volver a nuestras tierras, donde nos convertimos en oráculos, siempre inmortales”
“¿Tenéis por tanto, noble niño, el don de la adivinación?”

“Podemos ver tendencias en lo oscuro o en lo claro. Cada uno de nosotros desarrolla un arte especial. Pero al final sois vosotros, los mortales, los que con vuestros actos le dais soporte a esas visiones. El destino, como sabemos los avisados, no está escrito, ni es invariable. Pero también es cierto que igual que el agua de la clepsidra no retrocede jamás, cada paso que se da va conformando una linea, que nos señala a cada uno y a la que ni dioses ni hombres escapan. No se puede desandar lo andado”

Ulises reflexionó unos instantes. Yo conocía cuando estaba pensando profundamente, pues las arrugas de su frente formaban un pequeño valle. Pero no podía imaginar lo que estaba elucubrando; las veces que intente conjeturar algo de ello me equivoqué estrepitosamente.

“¿Quién mantiene la ciudad?¿Quién ha labrado los sillares de esas murallas?¿Cómo os defendéis de quien os quiera invadir?” - Era buen orador, y lo sabía - “Yo soy Ulises, hijo de Laertes, de regreso a mi patria tras muchas guerras y huídas; sé que Ítaca no está lejos de aquí. Ayudadme a llegar y todos mis hombres conmigo a la cabeza nos pondremos a vuestro servicio para reconstruir la ciudad. O si preferís os puedo enseñar sobre la naturaleza humana, sobre las historias que nos han ocurrido a mí y a mis compañeros. Eso completará vuestra formación con realidad”

“El trato con los hombres sólo ha traído desgracias, redobladas por la furia de Helios cuando ha descubierto que se nos ha hecho algún daño.”

“Ponnos a prueba. Envía un mensaje a nuestro navío, indicándoles que estamos bien. Y departe con nosotros algunos días. Si no te termina de convencer nuestra oferta, nos iremos en paz; si la ves de utilidad, nos ayudaréis a regresar a casa”

Así fue como nos quedamos con ellos. Ulises, el del verbo fluido, les contó todas sus historias desde el comienzo. Les habló de todos los compañeros, los que se fueron y los que aún están, de como los dioses actúan como hombres, y como los hombres tienen a veces destellos de divinidad. De traición y de lealtad. De amor. De los aqueos y de las negras naves. De la bella Helena. De lo que mas abyecto y de lo más celeste. Y todos los niños, los hijos de Helios, pudieron ver como lo oscuro puede ser a veces claro, y que la valentía y la cobardía no están tan lejanas en el corazón humano.

Les sirvió. Me han dicho después que de aquellos días salieron de la isla los mejores augures, las sibilas más renombradas, incluso algún profeta de las tierras del desierto. Fueron apenas tres días, pero durante ellos los pequeños círculos se convirtieron en uno solo, y decenas de ojos atentos guardaban en su interior los sucesos de mi amigo.

“Antes de marcharnos, noble niño, me gustaría saber tu nombre, para poder contar estos días a mis nietos”

“No tenemos nombre aquí dentro, todos somos iguales. Pero para satisfacer tu curiosidad de humano, antes de venir aquí, y posiblemente también cuando me vaya, me llamaban Homero”.

Termino ya de emborronar estas hojas. Ulises me llama, oigo sus toses desde aquí; posiblemente quiera comer algo. Y planear el acercamiento de mañana al palacio. Sufro por él. Los pretendientes de Penélope son muchos, y fuertes. Pero él sigue contando con el favor de los dioses. Y el favor, no menos desdeñable, de una inteligencia que sencillamente ha vivido.

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