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miércoles, 23 de mayo de 2012

-Relato 5 de Cristóbal Ruiz Cuadra


HOTEL CARVER
por C. Ruiz



Por fin han aterrizado. Carlos toma el maletín de mano, en el que ha metido apresuradamente el periódico mal doblado y el bolígrafo, y se pone en pie antes de que se llene el pasillo de gente. Es igual, ya está todo el mundo levantado y tiene que aguardar hasta que la puerta delantera se abre. Se encamina a paso de anciano hasta la parte delantera del avión, mientras el pasajero que avanza detrás suya le golpea varias veces con la maleta, una maleta que excede las dimensiones de equipaje de mano, sin disculparse.
- Tenga buen día, señor. Esperamos verlo pronto de nuevo a bordo. - Una azafata de sonrisa amplia se despide de él sin haber abandonado el rictus con el que se despidió del pasajero anterior. El pañuelo que lleva al cuello se le ha desplazado, con lo que no le protege la garganta.
- Gracias, buen día.

No lleva más equipaje que el de mano. No lo necesita para un día de viaje. Apenas una muda, una camisa limpia, útiles de aseo. Pero eso no le evita tener que esperar una nueva cola para entrar en la terminar. Se encamina rápido a la salida, casi corriendo. Nothing to declare; tal es su velocidad que el guardia civil de la puerta lo mira, y cualquiera que le vea la cara adivina en ella las ganas de detenerlo. No ocurre nada y Carlos sale al exterior de la terminal.
Son las nueve. Aún quedan un par de horas para la reunión; coge el primer taxi de la fila. Lo conduce un señor mayor, con el pelo blanco.
- Buenos días, al hotel Embajador, por favor. - Apenas se inclina hacia la mampara que lo separa del conductor.
- ¿Quiere que intente llegar por Plaza de España? En Gran Vía hay una manifestación de no sé que leches, y está cortada.
- Perfecto, por donde usted vea - Se echa hacia atrás contra el respaldo, sin dejar en ningún momento de tocar el asa del bolso, a su izquierda en el asiento.



Avanza por el pasillo enmoquetado. Está oscuro, pero a cada paso se van encendiendo luces a la altura del rodapié, que se apagan al pasar él. Habitación 315. Introduce la tarjeta en el lector, y un clic metálico le indica que la puerta está abierta. La empuja. Una habitación justa, con cortinas pesadas y moqueta en el suelo de pelo aún más largo que la del pasillo enmarcan una cama enorme. Arroja el bolso de mano en un lado de la cama. Se quita la chaqueta. Se desanuda la corbata y los zapatos, que arroja sin tocar, ayudándose del pie opuesto, contra la pared. Se desabrocha la camisa, aún sin arrugar pese al viaje y al madrugón, y la coloca en la única silla de la habitación. Se tumba brevemente en la cama, mirando al techo.

A los cinco minutos se levanta. Una ducha rápida. Se mira al salir en el espejo semiempañado. Se mira también los dientes. Usa la muda limpia y, aunque no ha comido nada esta mañana, se lava de nuevo los dientes. Mira la habitación antes de dejarla. El bolso en la misma esquina de la cama en la que lo dejó. Abierto. Un pez eviscerado. Muerto en la arena.


La reunión ha sido rápida. Todos se conocían de otros encuentros de análisis de ventas, y se obviaron presentaciones, miedos escénicos y demás. La situación, sin ser crítica, no es buena. Y las perspectivas no son nada claras. Tras dos horas y media de cifras, balances, prognosis, levantan la reunión hasta después del almuerzo.


La cafetería estaba dentro del edificio de la compañía. Un sitio neutro, aséptico. Mientras esperan en fila con sus bandejas en el mostrador, algunos hablan entre sí:
- ¿Y cómo te va con el traslado?¿Ana se ha adaptado? - Los dos compañeros a su izquierda parece que se conocen; el de la chaqueta verde toma de un recipiente cuchara, cuchillo y tenedor. Servilleta.
- No muy bien. Echa de menos sus amigas de Zaragoza, y como pasa todo el día sola en casa, le cuesta mucho ilusionarse por algo… - Coge un vaso. Lo mira al trasluz para ver si está limpio. Lo deja en la bandeja.
- ¿Y no habéis pensado tener un niño? - Pasito a la derecha.
- ¡Calla, calla!¡Lo que me faltaba!¿Sabes como llego yo a casa por las noches? - Otro pasito a la derecha. Coge un yogur.

Carlos se encuentra entre dos conversaciones en las que no participa. Termina de elegir la comida, paga sin responder a la cajera que le dice el total, y se sienta en una mesa de seis que está vacía. No pasan ni dos minutos sin que los conversadores de la fila se sienten a su lado.

- ¿Te importa que nos sentemos aquí? Está todo ocupado - Y cuando lo dice el de la chaqueta verde ya ha depositado la bandeja en la mesa y está retirando la silla para sentarse.
- No, no hay problema, estoy solo.
Se sientan los dos, uno frente al otro, dejando a Carlos a un lado. Y prosiguen su charla.

Carlos termina de comer todo lo rápido que puede. Se despide escuetamente.

- Hasta luego.- dice con voz casi inaudible.
- ¡Hasta luego, hasta luego! - le responden los otros dos.

Deposita la bandeja en la estantería; aún ha de esperar más de una hora para la reunión de la tarde. No es buen momento para llamar a nadie, esa hora justa después de comer, pero sale del edificio, y saca el teléfono. El aire es más fresco, se mueve. Es un contraste entre el aire estático, muerto, del interior. Respira hondo, hasta el límite de sus pulmones. Busca un número y llama.

- ¿Lola? Hola, soy Carlos (pausa) Si, es que he venido a Madrid a una reunión de trabajo y aunque no te he avisado… (pausa) Pero bueno, tú tendrás tus cosas que hacer, y además imagino que Óscar estará… (pausa) ¡Vale, vale! Cuando salga entonces paso por vuestra casa. Venga. Un beso y hasta luego.


Son las siete cuando ha terminado la reunión. Algunos de sus compañeros quedan, para cenar, para tomar algo. Incluso alguno lo interpela:

- Carlos, nos vamos a juntar en el bar del hotel a ver el partido; ¿te vienes y echamos unas cervezas?
- No puedo, lo siento, tengo que ver a una gente por aquí - Los nudillos casi blancos por el esfuerzo al apretar la carpeta, el gesto de salir huyendo
- Vale, si terminas pronto imagino que allí seguiremos, pásate y echamos un rato.
- Si, si, de acuerdo.- Sale rápido de la sala de reuniones.

La casa de Lola está en una perpendicular a Gran Vía, de las antiguas; hace pocos años nadie daba dos duros por un piso en esa zona, y ahora parece que están de moda, rehabilitados, con la nueva fachada remozada y precios estratosféricos. No es este el caso. El aspecto general del bloque es que necesita de una buena inversión, un cambio de instalaciones y, por supuesto, ascensor. No está la puerta del portal cerrada, y una bombilla mortecina de 40 watios apenas disipa las sombras de la entrada. La respiración de Carlos está muy agitada cuando alcanza el rellano del tercero. Pulsa el timbre de baquelita negra, y un sonido de grillo antiguo se oye lejano, como filtrado por capas de papel y pintura.

- ¡Carlos!¡Qué alegría! ¡Si serías capaz de pasar por Madrid y no llamarme…! Pasa, pasa. - Tras un beso, se echa a un lado para dejarlo pasar. Lola es una mujer con presencia. Viste vaqueros, una blusa sencilla. El pelo corto, en su color, un castaño tirando a un rubio que encaja con el color miel de los muebles viejos. - Siéntate en el salón; bueno, es salón, cuarto de estar, comedor, estudio… Estos pisos tan chicos no dan para mucho, pero es acogedor - La tarima del suelo requiere un buen acuchillado, y el cambio de algunas tablas, pero está limpia como si la acabaran de fregar.

Carlos se sienta en el sofá, demasiado bajo para él, lo que hace que se le encoja el estómago por la rareza de la posición. Lola se sienta a su lado, a la derecha. Generalmente tranquila, retuerce y mueve las manos.

- Te voy a preparar una infusión… ¿o prefieres café? Aunque -echa un vistazo al reloj que pende en un extremo de la pared del fondo- por la hora que es igual podíamos tomar una cerveza o un vino. Tengo blanco frío ¿te apetece?.
- Sí, por favor.

Hay unos instantes de silencio en la casa, los que Lola tarda en sacar el vino blanco y dos copas de la cocina. Carlos mira a su alrededor. Se va deteniendo un momento en cada uno de los muebles, como si los conociera. Encima de todos ellos hay fotos: Lola con Óscar, Lola al graduarse en magisterio, Óscar y Carlos en un bar, brindando con cerveza… Un tintineo de cristal anuncia la entrada inminente de Lola, y Carlos desvía la mirada de las fotos, como un niño pillado en falta por la profesora.

- ¿Cómo está Óscar? - Carlos rompe el silencio
- Bien. Llegará más tarde, como te dije. No sabe que estás aquí. Le daremos una buena sorpresa.
- Espero - Y deja la copa en el centro de la mesa baja.
- Te noto extraño, Carlos. ¿ocurre algo?
- No, nada, tranquila. Sólo ha sido un día duro. Demasiadas reuniones.

Y como el prestidigitador saca cartas de la nada, y algún conejo de la chistera, Carlos encauza el rumbo de la conversación a las amistades comunes, a lo caro que resulta vivir en la ciudad, al tiempo. Huye de hablar de cuando vivían los tres juntos.



Son cerca de las diez. Suenan llaves en la cerradura del piso. Sonido de cierre de puerta y nuevo giro de llaves. Desde la entrada no se ve la porción del salón en el que Lola y Carlos están sentados.
- ¡Óscar, tenemos una visita!
- ¡Vooooy!

Aparece siluetado en la entrada de la habitación. Ninguno de los tres habla, tal vez por la sorpresa
- ¡Carlos!
Se abalanza sobre él con alegría. Carlos, que ha empezado a levantarse, casi pierde el equilibrio frente al embite de osezno de su amigo.
- ¡Hola, gordo! - Un beso en la mejilla de su amigo al mismo tiempo que lo abrazaba corrobora la alegría de verlo.
- ¡Vaya sorpresa! Pensaba que estabas por ahí, ocupadísimo con tus negocios, tu carrera de alto standing, tus “hoy estoy aquí, mañana allá”…
- Calla, calla, que llevo una racha… Entre la crisis, la competencia en las ventas, no levanto cabeza.
- Y ¿te casaste o algo? - Óscar pregunta con prevención lo que hasta el momento Lola no se había atrevido a formular
- No, nada de nada. Ya sabes la clase de vida que llevo. Mi estabilidad geográfica es nula, y con esos condicionantes es prácticamente imposible montar nada serio...

Un silencio, pero no incómodo, ocupa la estancia.

- ¡Bueno! Voy a preparar alguna cosita para picar, y os dejo hablando de vuestras cosas - Se levanta del sofá y se dirige a la cocina. Ambos la miran mientras se marcha.

La salida de Lola no termina de disipar el silencio. Ambos parecen estar sumidos en el hilo de sus pensamientos, en su discurso interior. Óscar, que aún estaba en pie, pone algo de música suave en el equipo. El cono de luz del flexo en la esquina de la estantería, amarillo, genera un altar en el que el oficiante extrae un disco de vinilo, lo coge cuidadosamente con ambas manos, lo sitúa en el lugar de las ofrendas, mueve la mano con la suavidad del que bendice y espera. La voz desgarrada de Cesária Évora surge de algún lado. “Quem mostra' bo ess caminho longe? Quem mostra' bo ess caminho longe?”

- Es difícil hablar, ¿verdad? - Carlos se decide a interrumpir.
- Sí, lo es. Cuando te he visto ha sido como un mazazo, mil metros cúbicos de agua golpeándome el pecho. Y luego he recordado que ya no estamos juntos. Hemos hablado de gilipolleces, y… - La voz de Óscar se quiebra, y suelta toda la respiración retenida, a trompicones.
- No digas nada, no hace falta.

“Sodade sodade sodade dess nha terra Sao Nicolau”

La cena informal es ligera, fácil de preparar. Al volver Lola con los platos retoman la conversación ágil, los chascarrillos.

- ¿Recordáis aquél que estudiaba en nuestra clase?¿el de los calcetines con rombos? Creo que ha dejado el mundo y se ha metido a cura de no sé qué orden. - La voz de Lola es cantarina, como de chica de menor edad.
- ¡Sí! ¿Y aquel otro que pillaron con la novia en la biblioteca? El pobre infeliz vivía con los padres, y desesperado por buscar un sitio tranquilo, no se le ocurrió pensar que encender la luz en una biblioteca de madrugada no era la mejor de las ideas, jajaja. - Óscar se desternilla - ¡Lo más gracioso fue cuando el de seguridad se dio cuenta que la chica que tenía delante, como Dios la trajo al mundo, era la hija del decano! El hombre pensaba que aquello le costaría el puesto.
- ¡Ja, ja,ja! - Todos ríen.


Pero el rubor de Lola cuando se da cuenta que Carlos ha visto como Óscar le acaricia la pierna con suavidad carga de electricidad el ambiente. Ya nada pasa a ser casual. El roce de la mano de Carlos al servir más vino a Óscar, la observación oportuna de Carlos sobre el pelo de Lola. El apretón que le da Lola a Óscar en los biceps cuando presume de su equipo de rugby..

El dormitorio está a la vuelta de un corto pasillo. Desde la minúscula entrada se distingue una pared pintada de azul. Sólo ya desde la puerta es posible ver el sencillo cabecero liso, una única mesita de noche a la derecha, junto a la ventana.

Cesária termina sus canciones, sola, en el salón. 


Carlos llega a su habitación del hotel, tras la peregrinación por pasillos infinitos enmoquetados. Un nuevo clic al introducir la tarjeta en la puerta. El bolso de mano lo sigue esperando, pero ya no es un pez sin entrañas, sino un gato dormido. Se tira en la cama, esta vez sin tan siquiera quitarse la chaqueta. La corbata, inútil ya, asoma su lengua bífida por uno de los bolsillos.

Un doble tono en su bolsillo. Un mensaje. De Lola. “No te vayas. Óscar te necesita. Y yo.”

2 comentarios:

  1. Este párrafo: "Ya nada pasa a ser casual. El roce de la mano de Carlos al servir más vino a Óscar, la observación oportuna de Carlos sobre el pelo de Lola. El apretón que le da Lola a Óscar en los biceps cuando presume de su equipo de rugby." es raro. Acelera mucho la acción y parece que el narrador cuenta más de lo que puede.
    Pero el relato es un buen trabajo.

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  2. Tomo nota para el cambio; yo tampoco estaba conforme con ese párrafo concreto, me chirriaba insertado en el ritmo del resto y efectivamente acelera mucho la acción, pero tras la clase tengo más claro como ralentizar la hostoria aquí. Creo que el resto sí es aprovechable. Gracias por el comentario.

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