Ana
Ana llegó a la casa la mañana en que yo le recortaba
el cabello a Santiago entre las rosas y los geranios del jardín. La escuché
gritar hola desde la puerta, abrir el mosquitero y entrar. Debió ver el
desastre de la cocina, los cuadros y las esculturas de las vírgenes en el
vestíbulo. Atravesó la casa hasta ubicarnos entre las plantas del solar
trasero, pero no dijo nada. Antonio apareció entonces por detrás cargando la
caja donde guardaba los papeles de la casa.
—Eso que ves allí es de lo que
se trata el amor —le dijo señalándonos—. Amor chapado a la antigua, de ese que
se lee en las novelas.
—Lo siento —le contestó Ana—,
la puerta estaba abierta así que simplemente entré.
El acento capitalino de Ana me
irritó.
—Descuida —la tranquilizó
Antonio— es una casa grande.
Vi de reojo que Antonio se le
acercó para saludarla con un beso en la mejilla, pero no pudo alcanzarla porque
la caja se desfundó y los papeles se esparcieron sobre las tablas del
cobertizo. Yo seguí cortándole el pelo a Santiago, que no hacía más que mirar
fijamente el muro y babear su camisa. Guardé silencio. Me encontraba lo
suficientemente lejos como para darme por no enterada y lo suficientemente
vieja como para justificar mi hurañismo.
—Soy Antonio Daza, abogado de
los Acosta —se presentó—. Hablamos por teléfono hace unas horas.
—Cierto, cierto… —asintió ella
y nos buscó luego entre las plantas, entonces nuestras miradas se cruzaron por
primera vez, apenas durante un breve instante.
—Los doctores le dan un mes
—explicó Antonio a la muchacha mientras los dos recogían los papeles del
suelo—, la están pasando muy mal.
—Le sucede a todo el mundo
—contestó Ana, se incorporó y se alisó el vestido que le llegaba apenas a las
rodillas.
—Tiene visitas, Josefina —me
gritó Antonio como si estuviera sorda.
Sólo entonces aparté las
tijeras y sacudí la toalla con que cubría la espalda de Santiago. Le despejé la
frente y le di un beso suave justo al centro. Ana y Antonio se acercaron hasta
alcanzarnos.
—Le presento a la señorita Ana
Santillán —me dijo— trabaja en el hospital de Xalapa. Ana, ella es la señora
Acosta —le dijo a ella.
La chica y yo nos miramos,
esta vez con más detenimiento.
—Tiene una casa encantadora
—me dijo Ana y yo noté que traía perforadas las orejas con sarcillos y su piel era
demasiado blanca.
Me quedé callada. Busqué la
mirada de Antonio, Ana me miró extrañada. Yo me di la media vuelta y los dejé
allí junto a Santiago.
Lo escuché excusarme: que me
costaba la idea de tener a un extraño en casa y además era yo del viejo sur y
creía que las mujeres no debían lucir tan llamativas.
Me quedé en la puerta del
cobertizo. Ana se encogió de hombros, escrutó a Santiago con la mirada y le
preguntó a Antonio:
—Entonces… ¿No puede hablar en
absoluto?
—No, la trombosis lo paralizó.
—¿Qué lado del cuerpo le
afectó?
—Ambos.
Ana arrugó el seño. Antonio le
contó que de la trombosis hacía poco y que yo había encontrado a Santiago
tirado en el ático. Los dos se le acercaron e intentaron encontrarle la mirada.
Ella se inclinó a saludarlo con dulzura y yo me arranqué de nuevo hasta donde
estaban.
—No es de por aquí —le dije a
Antonio —. No va a comprender mi casa.
—Vive en Veracruz desde hace mucho
—me explicó él con aires de pacifista mientras pegaba la barbilla al pecho.
—No se crió en Catemaco —le aseguré—.
¿Ya escuchaste cómo habla? ¡Dios sabe de dónde será!
—Distrito Federal —confirmó
Ana mis sospechas.
—¿Qué quiere, un acento
sureño? —me preguntó Antonio, fastidiado.
—La última chica se fue,
Josefina —me recordó Antonio y yo asentí con la cabeza, bajé la mirada al suelo
fangoso y luego la miré a ella.
—Está bien —le dije a
Antonio—, pero no creo que vaya a comprender la casa.
—¿La última chica se fue? —preguntó
Ana como si fuera tonta.
Me quedé en la cocina
limpiando unos trastes. Los escuché atravesar de vuelta el vestíbulo y salir
por la puerta principal de la casa.
—Déjame hablar con ella —le
pidió Antonio, apurado como siempre —. Aclararé las cosas. ¡Espera!
—No puedo ayudar a nadie que
no necesite mi ayuda —la escuché argumentar.
—Sí la necesita, sólo está
asustada —insistió Antonio.
—¿Asustada de qué? ¿De mi
acento? ¿De mi amabilidad? —le preguntó Ana, socarrona.
Salí de la cocina y los miré
desde la oscuridad en el interior de la casa.
—Él es el amor de su vida y se
está muriendo —agregó Antonio convencido, mientras Ana abría la puerta del
Volkswagen rojo en el que llegó—. Han estado juntos por siempre. Ella está
perdiendo a su alma gemela.
—¡Qué romántico! —le dijo ella
al tiempo que jugaba con las llaves del coche.
—Mira, Ana —la disuadió
Antonio— eres la quinta chica en venir y a todas las regresa. No es nada
personal. Es un poco rara. Ya viniste hasta aquí y él realmente se está
muriendo.
—Morirá conmigo aquí o sin mí
—contestó Ana encogiéndose de hombros—. ¿Qué quiso decir ella sobre la casa?
—¿Qué? —le preguntó Antonio y
luego me buscó a la distancia; quizá no me vio.
—Dijo que no entendería la
casa. ¿A qué se refería? —se aclaró Ana.
—Sólo sé que la paga es libre
de impuestos —atinó Antonio y luego, finalmente cerró la charla—. ¡Olvídalo! Si
te hace sentir mejor yo también ando buscando el trabajo de mis sueños —entonces
Antonio caminó hacia la casa y logró verme a mitad del vestíbulo.
Ana le preguntó antes de
marcharse:
—Si habla con ella ¿qué le
dirá?
—Le diré que puede buscar
cuanto quiera pero no logrará encontrar a alguien mejor que tú.
Ana lo miró entrecerrando los
ojos y limpiándose la mugre de las uñas.
—¿Lo intentarás? —le preguntó
Antonio.
Esa misma noche Ana me gritó desde la planta
alta que ya había desempacado sus cosas y miraría el estado de Santiago. Desde
el pasillo principal, recién había terminado yo de subir las escaleras, la miré
entrar en el cuarto de Santiago, donde minutos antes había puesto a sonar un
disco de blues. Por eso no escuché del todo lo que la chica le dijo a Santiago,
y quizá por eso ella no me escuchó caminar hasta allí.
Cuando
entré en la habitación, Santiago la miraba lloroso y le sujetaba un brazo con
fuerza. Ella intentaba zafarse sin hacerle daño, asustada.
Retrocedí unos pasos hacia fuera
de la habitación y dije luego en voz alta, mirando la taza que yo sostenía
entre las manos:
—¡Ya es hora las medicinas!
Santiago la soltó de inmediato
y miró al techo. Ana se sobó el brazo y me miró extrañada.
—¡Recuerda esto, niña! —le
pedí mientras me abrí paso para que Santiago se bebiera el líquido de la taza—.
Nueve de la mañana y siete de la noche. Se bebe sus pastillas disueltas en
agua. Ya te enseñaré cómo. Tendrás que asegurarte de que se lo beba todo.
—¿Con qué lo medica? —me
preguntó.
—Es un remedio casero —le
aseguré—. Lo ayuda a relajarse.
Santiago, como acostumbraba,
aventó la cabeza hacia atrás y sacó la lengua.
—A veces se altera —le
expliqué a la chica—. No dejes que te ponga nerviosa.
Besé la frente de Santiago mientras
le sobaba el pecho. Le expliqué a Ana que esos gestos de amor lo ayudaban a
quedarse con un mejor sabor de boca.
—Eres más torpe de lo que
esperaba —le dije mirándola de arriba abajo—. Ya aprenderás.
Ana se abrazó y encogió de
hombros. Luego, en silencio miró a Sebastián como preguntándose cosas.
—Apuesto a que estás toda
marcada —le dije.
—¿Marcada? —me preguntó ella
visiblemente ofendida.
—Yo sé que ustedes los jóvenes
se clavan agujas para pintarse cosas en la piel —le expliqué—. Tú estás
marcada, ¿verdad?
—No donde usted pueda verlo
—me contestó dedicándome una sonrisita insolente.
Me di la media vuelta y salí
del cuarto. Ella me siguió.
—No te molestes en limpiar la
casa —le avisé mientras enderezaba en la pared uno de mis cuadros virginales—,
soy la única que sabe cómo hacerlo.
—¿Hace cuanto tiempo viven
aquí? —me preguntó.
Me tomé un momento y respiré
profundo.
—Veamos —comencé por decir al
tiempo que la dirigí hacia la repisa de los retratos—, llegamos en el 62. Mi
marido y yo les compramos esta casa a unos hermanos, Martín y Gloria Huesca:
gente encantadora. Vivieron aquí desde que tenían siete años —hice la pausa
regular de lamento y continué—, pero atravesaron tiempos difíciles y así están
las cosas.
—Conserva la foto —señaló Ana.
—Sí —le expliqué, había mucho
que explicarle a la muchacha—, me gusta respetar los recuerdos de la casa.
Me alejé unos pasos hacia el
vestíbulo y la miré acercarse al retrato. Levantó la imagen y, al hacerlo, se
deslizó desde el interior del portarretratos la foto donde los niños se hacían acompañar
por la que fue su servidumbre. Ana miró esa foto con la extrañeza de siempre,
escrutó el reverso y leyó en cursivas: Nemachtiani y Cihuacoatl. Y volvió a
guardar la foto rápidamente mirando sobre uno de sus hombros.
—Muy bien, niña, ven conmigo ahora
—le dije y apagué la luz del salón.
Me siguió hasta el comedor y
le conté que allí Santiago acostumbraba tener reuniones de negocios para vender
antigüedades. Porcelanas, muebles y objetos diversos de los cuales seguíamos
conservando algunos en el ático.
—Sitio que mantengo vigilado
—le dije mirándola fijamente a los ojos—, sólo para que lo sepas.
Ana se encogió de hombros y me
acompañó hasta la cajonera del vestíbulo donde yo guardo las llaves de la casa.
—Hay muchas habitaciones y
puertas aquí —expuse mientras rebusqué entre velas e inciensos—. Antes había
una llave para cada una pero el antiguo dueño mandó hacer una llave maestra que
las abre todas —encontré la copia que buscaba y se la di—. Yo tengo la mía.
Cerré el cajón y me dirigí de
nuevo hacia el vestíbulo con algo de prisa. Ana observó con detenimiento el
papel tapiz de la pared y yo le advertí que de vez en cuando necesitaría que fuera
a la capital para hacer compras, entonces ella se animó a preguntar señalando
la pared:
—¿Allí hubo un espejo?
Miré la pared y luego la miré
a ella. Continuó:
—Noté que en el baño de mi
habitación tampoco hay espejo…
—Niña, cuando tengas en la
cara tantas arrugas como yo —reí un poco— preferirás no tener a la vista nada
que te lo recuerde.
Ana sonrió como disculpándome
la edad. Continué:
—Si necesitas un espejo para
ti, no tengo problemas con eso.
—¿Qué hizo con los espejos?
—preguntó haciendo gala de su insolencia.
—Me deshice de ellos —me di la
media vuelta y encendí uno de mis cigarrillos—. El abogado me dijo que no
fumas. Yo sí fumo. Mucho. Y disfruto hacerlo. Confío en que no tendrás
inconveniente.
—Ninguno —contestó ella.
—Bien, de cualquiera de las
formas ésta es mi casa y no tengo por qué darte demasiadas explicaciones —me
aclaré—. Por cierto, ¿tus padres viven?
Ana se mostró un tanto
sorprendida por la pregunta, pero respondió con firmeza.
—Mi madre murió cuando yo era
pequeña. Mi papá me crió y —Ana hizo una pausa breve— falleció el año pasado.
—¡Oh, Dios! ¿Te tocó cuidarlo
a él también?
Esta vez, Ana se mostró menos
firme.
—Lo habría hecho pero no tuve
tiempo suficiente.
—Sí —calé una bocanada grande
a mi cigarrillo—, a veces uno piensa demasiado en el tiempo que le queda y no
lo aprovecha viviendo.
Ana no bajó la mirada al suelo
y tampoco se encogió de hombros.
—Sé buena con mi casa. Los
remedios a las nueve y las siete, no lo olvides.
A la mañana siguiente, Ana duchó a Santiago y
lo vistió elegante para tomar el fresco en el jardín. Allí donde yo recortaba
la mala hierba que crecía entre los rosales, justo cuando Ana pretendía leer
una revista, abrí la conversación:
—No verás jardines tan bonitos
en Xalapa, me figuro…
—La llaman la ciudad de los
jardines, de hecho.
—Lo dudo mucho —suspiré y
guardé un breve silencio—. No hay nada más glorioso que un jardín particular.
Ana ojeó su revista y limpió la
saliva que Santiago comenzaba a derramar.
—¿Eres religiosa? —le pregunté
de pronto sin dejar de buscar entre mi caja de semillas.
—Pues… —titubeó— intento
mantener la mente abierta.
—Eso es bueno, muy bueno —rebusqué
otro poco.
—¿Has visto mis semillas de
geranios? —ella me contestó negándose con la cabeza—. ¿Me harías el favor de
traerme un par de sobres de la caja que tengo en el ático, muchacha? Están
justo al entrar.
Ana debió subir las escaleras
hasta llegar al ático, usar la llave maestra para abrir la puerta principal y
mirar con curiosidad las antigüedades de Santiago. Patear la caja de semillas y
levantarla para coger un par de sobres. Escuchar luego cómo la puerta pequeña
del fondo se movía con el aire, aquella parcialmente cubierta por una pila de
latas vacías, acercarse hasta ella, preguntarse qué habría detrás e intentar
abrirla, sin conseguirlo.
Ana volvió con la caja de
semillas entre las manos. Me la topé en el vestíbulo cuando yo salí de la
cocina.
—¿Por qué tardaste tanto?
—pregunté ansiosa, le cogí la caja de entre las manos y me redirigí al jardín.
—Pensé que la llave abría
todo…
—¿La llave? ¿Cuál llave?
—comprobé que ya no tenía geranios.
—La llave que me dio para abrir
las puertas de la casa —expuso—. Hay una puerta en el ático que no se abre con
mi llave.
—¡Oh! Eso, no. La puerta del
ático nunca se ha podido abrir —dejé de buscar entre las semillas y me golpeé
una pierna por el costado en son de hastío—. Ni hablar, se acabaron los…
—¿Por qué no se abre? —Insistió
Ana— ¿Qué hay allí adentro?
—No tengo la menor idea,
muchacha —le contesté mientras miraba el techo—. Ha estado sellada desde que
nos mudamos. Ahora, sin no te importa, debo irme a terminar con el jardín
porque la lluvia se deja venir.
Apenas le di la espalda, ella
preguntó, temerosa:
—Señora Acosta, Santiago estaba
en el ático cuando el ataque, ¿verdad?
Me detuve unos pasos antes de
abrir el mosquitero de la puerta trasera, giré sobre mi propio eje hasta
mirarla de nuevo y asentí con la cabeza sin pronunciar palabra.
—¿Qué estaba haciendo él allí,
sabe?
—Tendrás que preguntárselo a
él, niña —respondí evidentemente incómoda—. Sé buena y ve a la cocina. Estoy
segura que a Santiago le gustaría beber un poco de té frío.
Ana miró el techo.
Esa misma noche, cuando la tormenta era fuerte
y no se escuchaba más que la lluvia caer comprobé que Ana estaba marcada. Más
tarde, cuando sólo se escuchaba el repentino de los truenos, Ana se despertó
con la caída del jarrón en la habitación de Santiago.
Debió salir muy aprisa de su
habitación en la planta baja, y subir lentamente las escaleras intentando
descifrar la naturaleza del sonido crujiente que producían las tejas del
cobertizo. La escuché abrir la habitación de Santiago, buscar a prisa en el
resto de las habitaciones de la misma planta y finalmente abrir una de las
ventanas que daba hacia el jardín para encontrárselo a rastras sobre el tejado.
Él debió verla porque ella le gritó que no se moviera, pero Santiago no le hizo
caso y lo escuché resbalar hasta caer entre las adelfas del jardín. Ana golpeó
desesperada la puerta de mi habitación, llamándome, y bajó las escaleras como
potranca descarriada. Cuando los alcancé, Santiago yacía boca arriba sobre el
fango, Ana intentaba levantarlo pero él se lo impedía.
—¡Madre de Dios! ¿Qué has
hecho? —le pregunté mortificada.
—Salió por la ventana y se
resbaló desde el tejado —declaró ella—. Pensé que estaba paralizado…
—¿Le has dado sus medicinas? —Continué
el interrogatorio mientras recogía del suelo a Santiago—. ¿Estás segura de que
se las has dado todas?
—Eso creo —dijo Ana y se
ensució de fango al quitarse el cabello de la cara.
—¿Qué has hecho, Santiago? —le
pregunté a él, llorosa.
—Su puerta estaba cerrada con
llave —me aseguró Ana—. Necesitamos que lo revise un doctor.
—¡Ay!, muchacha —grité— ¿un
doctor a estas horas de la madrugada? Sólo trae su silla de ruedas y ayúdame a
limpiarlo dentro.
—Necesita un doctor —insistió.
Le aseguré que a la mañana
siguiente llamaríamos a uno. Abracé a Santiago y le volví a pedir a Ana que
bajara la silla de ruedas. Ana, evidentemente inconforme y nerviosa, corrió
hacia el interior sin quitarle los ojos de encima a Santiago, quien lloriqueaba
un poco. La perdí de vista al cruzar el mosquitero. Se tardó de más en volver.
Poco después confirmé que había tenido tiempo suficiente para guardar en su
armario la sábana que Santiago usó esa noche.
Al caer la tarde del día siguiente, cuando Ana
deambulaba por el jardín como tonta, quizá intentando entender hacia dónde
buscaba ir Santiago, vino Antonio a saludar y asegurarse de que todo estuviera
en santa paz. Los escuché hablar desde la habitación de Santiago donde yo ponía
flores, ésta vez dentro de un jarrón de cerámica poblana.
—Han pasado apenas dos días y
ya intentó suicidarse, ¿no? —dijo él a la chica, quizá mientras limpiaba el
fango de sus zapatos de hombre moderno—. Debes pensar que es una especie de
maniático.
—No es el paciente más
encantador, pero…
Sus risas se colaron leves
hasta mis oídos.
—La señora Josefina me dijo
que ¿se cayó? —Preguntó Antonio—. ¿De dónde, de su silla de ruedas?
Ana debió señalarle el tejado
del cobertizo y él reaccionó preocupado, incrédulo. Los escuché entrar a la
casa, sólo oía murmullos. Bajé las escaleras y permanecí muy cerca de la
habitación de Ana, donde ubiqué sus voces.
—Por favor no me digas que
renuncias. Detestaría tener que empezar a buscar de nuevo —suplicó él cómo si
los hombres y los abogados no supieran buscar.
—Cierre la puerta —le pidió
Ana—. Quiero mostrarle algo.
Antonio cerró la puerta tras
de sí y luego la sedujo el muy puerco:
—Mi madre solía decir que las
señoritas que invitan a un hombre a su habitación probablemente ya no son
señoritas…
—Los sureños —dijo ella, seca
e irónica como la mayoría de las chicas de ahora— siempre tienen frases muy
sabias y gentiles.
La escuché hurgar dentro de su
armario. Sacó la maleta donde había guardado la sábana de la noche anterior y
encontró una sábana, pero no la sábana de Santiago.
—Encontré esto en la
habitación de Santiego —titubeó—. Pensé…
Antonio la escuchó y debió
mirarla con demasiada atención. Ella bufó y debió rascarse la cabeza o arrugar
el seño como otras veces.
—¿Qué pasa con la sábana?
—preguntó él.
—¡Olvídelo! —murmuró ella—. Ya
no sé ni qué pensar.
—Te admiro —babeó Antonio —.
Ya sabes, por esto a lo que te dedicas. Ojalá yo hubiera podido encargarme de
cuidar a mis propios padres.
—Dejé la escuela para dedicarme
a la enfermería —explicó Ana, la escuché escarbar por los rincones del armario.
Ana hizo una pausa y la
escuché tirarse en el sofá.
—Mi padre siempre pensó que
desperdicié mi vida en él. Comencé a visitarlo cuando enfermó y hasta que se
fue.
—¿Quieres decir que…?
—Estuvo enfermo durante mucho
tiempo antes de morir.
Los dos tortolitos hicieron
una pausa de silencio en la que Antonio debió mirarle las piernas.
—He aprendido mucho de todo
esto —aseguró Ana.
—Eso no está nada mal —atinó
Antonio.
Hubo otra pausa, esta vez más
breve. Luego él la animó:
—Háblame sobre lo que me
querías mostrar.
La escuché levantarse del sofá
y sentarse en la cama junto a él. Bajó el tono de voz al preguntarle:
—¿Alguna vez Santiago te ha
mirado como pidiéndote ayuda?
—¿A mí?
—Quizá no te ha mirado —agregó
Ana con voz demasiado baja—. Tal vez te ha tocado o intentado…
—¿Señor Daza? —grité en
dirección contraria a la habitación—. ¡Ana! —llamé mientras abrí la puerta—,
¿has visto al señor…?
Ambos me miraron en silencio.
Ella desconfiada y desconcertada, él hastiado.
—Bueno —dije—, veo que la
chica ya ha preparado la maleta para irse…
—No, Josefina —contestó
Antonio con tonito tierno, levantándose de la cama y acercándoseme—. Ya sabe
que es la única mujer en mi vida.
—Yo no sé nada y no me toque
—contesté hosca cuando él intentó sobarme los hombros—. El doctor dice que me
prepare para lo peor, así que estoy preparada para discutir con usted cualquier
asunto relacionado con los papeles y quizá, si ya ha terminado de atender sus
negocios con la señorita Santillana, querría visitar a Santiago.
Los días siguientes me dediqué lo suficiente a
barrer las hojas secas del jardín, a cortar las hierbas malas, a cocinar
desayuno, almuerzo y cena diariamente. Tiempo en el que Ana consiguió
investigar fuera, volver al ático y abrir la puerta sellada, encontrar las
muñecas, los espejos, las fotos de los Huesca y el libro de Nemachtiani. La
chica, por supuesto, nada me decía, hasta que una mañana descubrí que los
espejos de la casa volvían a estar colgados en las paredes.
Casi derribo su puerta a
golpes.
—Te hablé sobre los espejos.
—No entiendo —se hizo la
tonta.
—Ésta no es tu casa.
—Los encontré, necesitaba un
espejo para mi habitación y…
—Te hablé sobre ello —la
interrumpí— y tú me escuchaste claramente. ¡Nada de espejos en la casa!
Volví a quitarlos todos y de
apoco los subí nuevamente al ático. No se dignó a subir ninguno. Terminaba de
acomodarlos cuando la vi entrar con los brazos cruzados. Muy plantada sobre sus
pies me dijo:
—He visto el cuarto.
—¿Qué cuarto? —pregunté.
—El que dijo nunca haber visto
—caminó hasta quedarse de pie frente a mí—. Ya no está sellado.
—No, niña, no —le dije
afligida—.Tú no sabes lo que has visto.
—Va a decirme ahora mismo de
qué se trata o me voy —amenazó.
Le advertí que la gente que no
es del sur suele no entender. Ella se quedó allí como un palo firme y volvió a
cruzar los brazos. Me encendí un cigarrillo.
—Uno no entra así como así en
un cuarto como ese, muchacha —comencé a contarle—. Lo dejarás justo
donde y como lo encontraste. La casa es tan de ellos como nuestra.
—¿Quiénes ellos? —preguntó—.
¿De quién son las cosas que están en ese cuarto?
—Muy bien, niña —le dije
resignada—. Hace muchos años vivió aquí un banquero que hizo su fortuna
engañando a los pobres. Era un hombre cruel. Era él, su familia y un par de
sirvientes llamados Nemachtiani y Cihuacoatl.
Ella me escuchaba incrédula,
con los hombros encogidos y escudriñándome con los ojos. Continué:
—Por lo que he oído, el
banquero no sabía que Nemachtiani y Cihuacoatl eran chamanes, personas de
conjuros. Ellos creían en…
—HooDoo —me interrumpió
arcando muy alto las cejas.
—Sí —ella asintió con la
cabeza y yo señalé la puerta del cuarto—. Ese cuarto era de ellos. Fueron
famosos en sus tiempos. La gente del pueblo lo supo y así me enteré yo. Curaban
al enfermo y herían al mezquino. Pero el banquero no los veía sino como la
servidumbre. Los explotaba y ellos trabajaban hasta molerse los huesos. Con el
tiempo se hicieron muy poderosos y una noche, según la historia, hubo una
fiesta —Ana, de pronto abrió más los ojos y se me acercó un poco—. Era el
aniversario del banco y vinieron a la casa un montón de ricachones: políticos,
damas de compañía, oportunistas y algunos degenerados, estoy segura. Corrió
mucho el alcohol y todos bailaron. Hasta que, finalmente, cuando uno de los
invitados quiso despedirse de los hijos del banquero, no pudieron encontrarlos.
Nadie los había visto en horas. Y así como estaban, borrachos, se inventaron el
juego de buscar a los niños por todas partes hasta que alguien escuchó voces y
música aquí en el ático —hice una pausa breve; Ana borró de su cara la
expresión de extrañeza y abrió los ojos todavía más—. Los sirvientes estaban
aquí con los niños, intentaban enseñarles un conjuro de HooDoo. Y el banquero,
presionado por lo que sus invitados pudieran pensar, golpeó a los sirvientes
con total impunidad y los amarró de brazos y piernas. Los niños le aseguraron
que fue su culpa, sólo querían aprender, pero el banquero hizo justicia por su
propia cuenta y a los invitados de la fiesta no les resultó difícil sumarse a
la sentencia. Los colgaron del roble que todavía hoy sigue en el jardín y luego
los quemaron, invadidos todos por una ira incontrolable, ebrios de poder y
rabia. Fue terrible, ¡terrible!
Ana contempló el roble del
jardín a través de la pequeña ventana del ático y guardó silencio por un
momento. Yo me encendí otro cigarrillo y terminé:
—El rumor se esparció por todo
el pueblo pero no hubo culpables ni juicios. El dinero, niña, lo puede todo.
—¿Qué le pasó a la familia?
—preguntó Ana al fin.
—Poco después el banquero
asesinó a su mujer de un tiro en la frente y luego él se suicidó de la misma
manera —Ana, sólo entonces, se abrazó y encogió de hombros, incómoda,
temerosa—. A la gente le gustaba decir que fue la venganza de los sirvientes.
Los niños vivieron aquí hasta el año en que nosotros llegamos y durante todo
ese tiempo no se supo por qué mantuvieron sellada esa puerta o por qué quitaron
todos los espejos de la casa… Pero ahora lo sé.
—¿Qué sabe? —preguntó Ana
invadida por la más abusiva de las curiosidades.
—Los veían en los espejos.
—¿A quiénes? —pronunció con el
volumen de un suspiro.
—A los sirvientes.
En ese momento Ana destensó
los hombros y se guardó las manos en los bolsillos del vestido exageradamente
escotado que usaba. Yo seguí explicándole que leí libros de HooDoo en los que
decía que uno debía protegerse del mal con polvo de ladrillo rojo y le conté
que hice un gran círculo alrededor de la casa, pero ella me interrumpió
diciendo que no podía yo esperar que ella creyese en fantasmas que se veían
reflejados en los espejos.
—Los fantasmas ya no están
aquí —le aseguré—. Pero sea lo que sea que le han hecho a mi marido, no dejaré
que me lo hagan a mí.
Ana se lamentó por mí sin
decir ni una sola palabra. Me miró con lástima y poco le faltó para abrazarme,
entonces le dije hastiada:
—Ya que lo sabes todo puedes
irte de la casa cuando quieras.
Y me fui a descansar.
Al anochecer de ese mismo día la vi entrar al pequeño
hórreo del jardín cuando se proponía tender unas sábanas al fresco. Debió
encontrarse allí el polvo de ladrillo.
Más tarde, mientras bañaba a
Santiago en la tina, la escuché hablarle sobre el tema como si él pudiera
contestarle. Me acerqué despacio hasta donde pude verlos, la puerta estaba
abierta. De pronto ella se salpicó los ojos con agua jabonosa y se levantó un
momento para limpiarse la cara y revisarse un posible daño, reflejada en el
espejito de mano que traía siempre consigo.
Santiago, paralizado y todo,
la miró aterrado y Ana no pudo resistir la curiosidad. Se le acercó mansamente
y como no queriendo abrió el espejo para que él pudiera mirar su reflejo. Santiago
hizo un alboroto con el agua y de un manotazo aventó el espejo contra la pared.
Ana se levantó veloz, quizá sintiéndose culpable y cerró la puerta del baño.
Ya cuando el sol se había
ocultado por completo, Ana salió de casa muy deprisa y apenas se dignó a
decirme que iba de compras. Le pregunté a donde, pero no me contestó.
La escuché volver poco antes de la media noche,
justo a mitad de una tormenta y cuando el sueño me vencía viendo la televisión del
salón. Trasteó algo en la cocina y subió muy despacio las escaleras, como
evitando que me despertara o diera cuenta de que había llegado y entre las
manos llevaba un cuenco de cristal lleno de agua.
La seguí un minuto después y
descubrí que había entrado en la habitación de Santiago. Pegué el oído a la
puerta y la escuché hablarle con voz dulce:
—Te traje algo, Santi. Será un
secreto entre tú y yo. Josefina dice que no tienes una parálisis y que tus
males fueron provocados por un conjuro hecho por fantasmas. ¿También tú crees
eso? Esto que vez es aquí también es un conjuro, uno que te hará sentir mejor.
Sólo tienes que creer en él. Si crees en él quizá te recuperes.
Ana hizo algunas pausas de
silencio en las que la escuché moverse por la habitación, esparciendo sus
intenciones.
—¡Hacia atrás, hacia atrás!
Limpia a este hombre, limpia este cuarto, limpia esta casa. Sus palabras se han
perdido dentro de su mente, pero el agua las encontrará y lo limpiará. Su
lengua ha sido atada, atada y enredada en su garganta. Deja que el agua llegue
a su interior y lo libere de su aflicción. Librea su voz, deja que el agua
limpie…
Un relámpago me hizo pegar un
salto y choqué la cabeza contra la puerta. Ella debió confundir el ruido porque
no hizo nada. Volví a pegar la oreja a la puerta y para mi sorpresa escuché a
Santiago escupir:
—¡Ayúdame, Ana!
—Todo está en tu mente, Santi.
Háblame, háblame —lo animó.
Me harté, golpeé la puerta
llamándola y no se decidió a abrirme. De pronto Santiago pegó un grito que casi
me deja sorda:
—¡Ayúdame a salir de aquí! —le
dijo y un caer de cosas se escuchó dentro.
—Ana, abre esta puerta
inmediatamente. ¿Qué sucede? —pregunté preocupada.
Un momento, un momento, decía
ella desde dentro. Me busqué la llave en la rebeca pero no la encontré, recordé
que la había puesto en la mesita de noche de mi habitación y fui corriendo por
ella. Estaba claro que la chica no tenía ninguna prisa por abrirme.
—¿Qué te pasó en ese ático?
Dime cómo ayudarte. ¿A qué le tienes miedo? —le preguntó Ana muy apurada y nada
discreta mientras yo abría la puerta.
Entré a la habitación y justo
entonces Santiago señalaba en dirección a mí al tiempo que la miraba a ella y
cuando se dio cuenta de que estaba yo dentro, encogió los brazos y se enroscó
sobre el colchón. Lloró.
—¿Qué es todo esto, Ana? —Pregunté
muy angustiada— ¿Qué le has hecho?
—Se estaba ahogando —explicó—.
Yo sólo intentaba ayudarlo.
—Aléjate de él —ordené, me
acerqué hasta Santiago y le acaricié la frente—. Todo está bien ahora,
tranquilo.
Ana recogió el cuenco del
suelo y no pudo mirarme. Me lo enseñó y dijo que lo había subido con agua para
refrescar un poco a Santiago.
—¿Estabas hablando con él? —le
pregunté extrañada.
—Sólo le contaba una historia
cuando él se ahogó de pronto con su propia saliva —contestó.
—¿Una historia sobre qué?
—Una historia cualquiera
—dijo—. Sin fantasmas.
Le dediqué una mirada
fulminante de esas que no sabes si te insultan o se compadecen de ti. Le pedí
que nos dejara solos y le di las gracias por el resto de la noche.
—Volveré más tarde para
asegurarme que todo esté en orden —se ofreció.
—No, niña —indiqué categórica—.
Eso no será necesario. Es todo por hoy, buenas noches.
Cuando salió de la habitación
cerré la puerta con llave.
Esa noche Ana tuvo pesadillas.
Unos días más tarde me enteré de que Ana había
decidido irse después de lo sucedido esa noche, pero se quedó porque no
soportaba la idea de hacerle falta a Santiago como le hizo falta a su propio
padre.
Supe que le enseñó a Antonio
un montón de fotografías y cosas que buscaban demostrar mis demencias de vieja
y que él intentó serenarla recordándole que su trabajo no era resolver un
misterio basado en puras supersticiones.
Supe también cómo Ana
convenció a Antonio para que la llevara a conocer a Liliana, la chica que cuidó
de Santiago antes que ella. Según me contó Antonio, Liliana le aseveró que en
mi casa sólo había dolor, sangre y lágrimas y le contó que los hermanos Huesca
murieron justo después de vendernos la casa. Liliana creía que los Huesca
habían encontrado en el ático algo que no debían, y pensaba que Santiago lo
había encontrado también.
Ana, según Antonio, se mostró
escéptica ante Liliana. Le dijo comprender que si las personas no creían en
todo eso, nada podía hacerles daño. Liliana le sugirió que saliera de mi casa
antes de que también ella creyera y saliera herida.
Él se mostró sorprendido, no
pudo creer que ella se dejara influenciar por supersticiones y creencias. Ana le
aseguró que no creía en fantasmas y sólo buscaba el bienestar de Santiago; le
contó sus planes de llevárselo al hospital.
Antonio no la auxilió, le explicó
que pondría en riesgo su licencia como abogado y necesitaba el trabajo. Le
aseguró que si ella conseguía pruebas de que Santiago corría peligro, entonces
él la ayudaría. La única manera en que podía ayudarla de momento era haciendo
unas llamadas e intentando conseguir una orden de restricción para mí. Pero Ana
estaba dispuesta a poner el punto final de la historia y no quiso esperar.
La noche que la invadió la premura, Ana volvió
a la casa recién caída la noche, mientras yo preparaba un caldo de pollo en la
cocina. La escuché llegar muy decidida. Dejó sus cosas en su habitación y luego
salió otra vez. La vi entrar en el hórreo del jardín y entonces me guardé en el
bolsillo de la rebeca la página ochenta y seis del libro de Nemachtiani y un
pedacito de tiza.
Seguí desplumando el pollo que
estaba por hervir entre papas y zanahorias y pocos minutos después escuché a
Ana llamarme desde su cuarto.
—Doña Josefina, ¿podría venir
un momento por favor?
Me acerqué hasta quedar de pie
frente al marco de la puerta abierta en su habitación. Bajo mis pies sentí el
crujido de unos granos de ladrillo.
—Buenas noches, niña —le dije
pacífica—. Comenzaba a preocuparme por ti. Has tardado mucho en volver esta
vez.
—Llueve mucho —contestó seca y
se introdujo hasta el fondo, a un costado de la ventana.
—Aquí no ha dejado de llover
durante toda la tarde —seguí—. Aguaceros como este amargan la existencia. Arruinarán
mis rosales.
Ana me escuchó en silencio sin
dejar de mirar al techo.
—¿Querías verme? —pregunté.
—Sí, pase, quería mostrarle la
gotera de mi habitación —respondió.
—Descuida, muchacha. Están por
toda la casa. No dejes que te molesten las goteras, sólo es agua de lluvia.
Ana volteó a mirarme un
instante y siguió concentrando su atención en el techo, como si la gotera de
pronto fuera a convertirse en algo.
—Sí, pero si la mira de
cerca…. —no supo qué más decir—. Entre, podrá verla mejor.
Me quedé allí de pie
contemplando su actitud retadora. Después de una pausa de silencio me disculpé
y le dije que debía atender el caldo que tenía puesto al fuego.
—Sólo le tomará un segundo
—insistió.
—Puedo ver perfectamente desde
aquí —refuté y le ofrecí el trapo de la cocina para limpiar el suelo.
—Sí, por favor —extendió la
mano sin moverse ni un centímetro de donde estaba y me suplicó un poco más—.
¿Puede entrar sólo un segundo, Josefina? Necesito mostrarle lo que veo.
Reí.
—Eres una chica muy graciosa,
Ana —dulcifiqué la voz—. Haré un poco de té frío, ¿quieres?
Ana se propuso cerrarme la
puerta en la cara, pero antes de que pudiera hacerlo y sin dejarla hablar, le
pedí que me acompañara a cenar después de asegurarse de que Santiago se bebiera
sus medicamentos. Intentó excusarse pero no di cabida.
—Preparo el mejor caldo de
pollo que hayas comido —le aseguré.
La llamé a la mesa una hora después. Ana me
miraba sorber sin oler siquiera su plato.
—¿Te gusta —pregunté.
—No lo he probado todavía
—respondió sínica—. ¿No le pondrá azúcar a su té? La traje a la mesa por usted.
—No, muchacha. Esta noche no
quiero azúcar.
—Pensé que le gustaba —me
dijo, ansiosa—. Siempre le pone azúcar a su té.
—Piensas que estoy loca, ¿verdad?
—pregunté mirándola fijamente a los ojos y ella me esquivó la mirada—.
Fantasmas en el ático, conjuros sobre mi esposo…
—No creo que esté loca
—pronunció sin soltar el tonito bruabucón y cuchareando el caldo en su plato—.
Sólo no entiendo. ¿Por qué los fantasmas han hechizado a Santiago y no me han
hecho nada a mí? He subido a ese ático muchas veces y nada me ha sucedido.
—Quizá porque no crees en
ellos —le dije, ella suspiró y se encogió de hombros—. Quizá la casa entera
está llena de fantasmas pero uno no los ve hasta que empieza a creer que puede
verlos.
—No tengo hambre —susurró.
Un relámpago tronó en el cielo
y las luces de la casa se apagaron.
—No te muevas —le pedí—. Cómete
el caldo. Traeré velas.
Me fui a la cocina, no sin
antes llevarme conmigo el cuenco del azúcar. Volví al comedor y dejé las velas
sobre la mesa, una de cada lado. Me senté y di un sorbo a mi vaso con té. Me
supo algo raro pero no le di importancia.
—Entonces… —retomó Ana la
conversación— ¿la luz se fue por los fantasmas o por la tormenta?
—Di lo que quieras sobre los
espíritus, niña. Yo siempre me he preguntado si es posible aprenderles algo.
—¿Algo como un conjuro? —se
burló.
Guardé silencio y sólo la
miré.
—Le tengo un gran respeto a su
marido —dijo de pronto—. No sé qué piensa él que le ha sucedido, pero sea lo
que sea, está luchando contra ello. ¿Qué le pasó, Josefina?
—No has tocado tu plato —le
recordé.
—¿Qué le has hecho a Santiago?
—preguntó llena de rabia.
—Cociné especialmente para ti
y ni siquiera has tocado tu plato.
—¿Qué le hiciste?
—Es mi marido y yo soy mujer y
puedo hacer lo que me plazca —respondí enérgica, levantándome y dando un golpe
sobre la mesa.
—Él no está a salvo contigo en
esta casa —me dijo y yo, así de pie como estaba comencé a marearme y sentir
fatiga.
—¿Qué me has hecho? —pregunté
aturdida.
—Lo llevaré al hospital,
Josefina.
Le grité que no y tropecé.
Ella me miró retorcerme en el suelo, extrañada como siempre, y yo comencé a
reclamarme a mí misma y sentir que se me agotaban las fuerzas, a pensar que ya
era demasiado tarde. Me saqué de la rebeca la tiza y la página del libro y
comencé a dibujar un círculo a mí alrededor.
—Mantenlo en la casa —repetí
varias veces con dificultad.
Perdí el conocimiento no sé
durante cuánto tiempo. Ella debió leer en la página el conjuro de protección,
encontrar las marcas debajo de la cama de Santiago, la sábana en la que él
pedía auxilio y quizá hasta sus mechas de cabello negro. Sacó a Santiago de la
casa e intentó llevárselo al hospital, pero el fango atascó su Volkswagen antes
de que pudiera alejarse demasiado.
Recuperé el sentido quizá unos
minutos después. Fui directo al salón a coger la escopeta de Santiago y salí de
la casa dispuesta a todo. Disparé al aire hasta agotar las municiones,
esperando así asustarla, busqué por toda
la casa y el jardín, pero sólo conseguí encontrar a Santiago que estaba
escondido en el hórreo.
Llamé por teléfono a Antonio y
cuatro horas después Ana estaba de vuelta. Consiguió meterla hasta el salón
entre golpes y patadas.
—¿Está todo listo? —me
preguntó Antonio.
—¿Por qué la ayudas? —lo
cuestionó ella, pero no lo dejó contestar y le asentó un cabezazo en la cara.
Antonio cayó al suelo y yo intenté detenerla, pero su fuerza joven
me superó. Ana corrió hacia la salida del cobertizo, pero se detuvo justo antes
de salir y rectificó el camino hacia arriba. Entró en la habitación de Santiago
a toda prisa pero no lo encontró. Rompió uno de mis jarrones de porcelana y
utilizó un pedazo para defenderse cuando Antonio le dio alcance nuevamente.
—¿Dónde lo tienen? —preguntó desesperada.
Antonio, una vez más intentó
contenerla pero Ana le rajó una mejilla y consiguió salir de la habitación. Nos
encontramos en las escaleras y allí, sin dudarlo un solo instante, me empujó
fuertemente. Yo caí unos escalones y me rompí un tobillo, pero alcancé a librar
una rodada inminente hasta la planta baja. Ella, sin demasiadas opciones, subió
el resto de las escaleras sin detenerse, hasta que llegó al ático.
Allí se encontró las velas
encendidas y los espejos acomodados haciendo un círculo. Debió sentirse presa
del pánico porque la oí desgarrarse la garganta. Cerró la puerta y antes de que
Antonio y yo pudiéramos alcanzarla, tuvo el tiempo suficiente de mirar la
página ochenta y séis y dibujar con la tiza en el suelo esos círculos perfectos
en el único espacio disponible del ático: al centro del todo, donde
inevitablemente se veía reflejada en los espejos.
Antonio me levantó del suelo y
me ayudó a subir las escaleras. Cuando abrimos la puerta del ático, Ana se
había encargado ya de rodearse por una cadena de ladrillo rojo, cuatro puntos
cardinales de sangre y un montón generoso de sus propios cabellos.
Desde el centro del círculo,
cuando abrí la puerta del ático, me apuntó con el pedazo de porcelana que
sostenían sus manos temblorosas.
—No puedes tocarme —rió—. ¿Ves
esto? —Apuntó al suelo—. Es tu conjuro de protección.
—¿Lo es? —le pregunté burlona
al tiempo en que le acomodé un espejo de cuerpo entero enfrente— ¿Y quién puso
en tus manos el conjuro, niña? De lo único que te protege ese círculo es que
puedas salir de él.
Ana miró a su alrededor,
asustada. Le acerqué otro poco el espejo.
—No te me acerques, perra —me
gritó histérica—. Te mato, te mato. Juro que te mato.
—Te estábamos esperando, Ana
—la tranquilicé—. Esperando a que creyeras. No funciona si tú no crees.
Le aventé encima el espejo y desde
esa misma noche me convertí en la heredera de la casa, dejé de llamarme
Josefina y Nemachtiani y yo fuimos felices cincuenta años más.
Basado en la película The skeleton key de Iain Sofltley
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