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jueves, 17 de mayo de 2012

-Relato 4 de Cristóbal Ruiz Cuadra


RAÍL
Por C. Ruiz


Le gusta andar sobre los raíles del tren. Es difícil, pero cuando le pilla la práctica puede ir sobre ellos el tiempo que quiera sin caerse. Se ajusta la cartera a la espalda, la gorra hacia atrás, que no le entorpezca en nada la visión, y como un bailarín que fuera a presentar su salto más espectacular, se sube al raíl y avanza. Ya no necesita equilibrarse con los brazos. Han sido muchas tardes de ensayos, años se podría decir, y alguna caída (por fortuna sin consecuencias) las que le han llevado a ese dominio. No es amigo de hacer locuras, pero cuando se sube a ese escenario y percibe, antes que se vea o se oiga, la proximidad de un tren, nota que se le acelera el pulso, como la adrenalina se le descarga directamente en el cuerpo y una sensación placentera, casi se diría que sexual, si supiera lo que es eso, invade su cerebro.

Larry Summers es cartero. Pero a la vez es un niño. Lleva dos años trabajando, y le gusta lo que hace. Conoce ya a todos los vecinos de su entorno.

- ¡Buenos días, señorita Bergsmon! Hoy no tengo nada para usted.
- ¡Buenos días, Larry! No espero carta, pero muchas gracias - Sigue arreglando sus hortensias con el mismo celo con el que atendería a un bebé - Por cierto, ¿cómo está tu madre? Me dijeron que hace semanas que no sale de casa. - La señorita Bergsmon abandona por unos instantes sus esquejes, tal vez con sentimiento de culpa por no ocuparse demasiado de los problemas de los demás.
- Yo la veo como siempre, señorita, no sé...
- Bueno, no te preocupes. Dale recuerdos de mi parte cuando llegues.

No es un pueblo grande; en total deben ser como unos dos mil vecinos, y se conocen todos. Sin nada peculiar, a media hora de la gran metrópoli, es una agradable aldea dormitorio con su ayuntamiento, su oficina postal, su pequeña biblioteca y dos iglesias, la católica, de paredes grises con la pintura levantada, en lo alto de la colina, y la evangélica, casi en las afueras, tal vez para no molestar con sus gospells y sus cosas.

Cuando Larry terminó el colegio, un par de años después de lo que le correspondía, sintió que algo importante se acababa. Su etapa escolar había sido muy placentera. No entendía algunas de las cosas que le querían enseñar, pero todo el mundo se portaba bien con él, eran agradables y le contaban las cosas de forma que él las comprendiera. Una de las maestras incluso le enseñó a leer y escribir, con harta paciencia pero satisfecha de ver como su pupilo, al soltarse, llenaba folios y folios de una preciosa letra redondilla, calígrafa y suave.

No conocía a su padre. Alguna vez había intentado saber si tenía alguno, pero las conversaciones con su madre no eran de gran ayuda.

- Mamá, todos los niños de la escuela hablan mucho de sus padres, y cuando eso pasa me quedo como cortado; no sé por qué yo no tengo padre.
- Sí tienes, hijo mío, pero tu padre tuvo que irse fuera por trabajo y en el extranjero tuvo un accidente fatal - No tiene sentido que su madre le cuente más cosas; cree que no entendería conceptos como “abandono” o “traición”
- Pero no tenemos ninguna foto suya en casa, no sé cómo era...
- Un incendio en la última mudanza arrasó con todo, hijo mío.

Larry queda conforme; siempre ha sido así: como no tiene motivos para pensar en que algo pueda ser distinto a lo que le dicen acepta sin conflicto las explicaciones, por más que a nosotros nos pudiesen parecer algo peregrinas.

Por las tardes no trabaja. Entró en el Servicio Postal por el cupo (nunca ha entendido bien eso del cupo, pero debe ser algo bueno si le ha dado trabajo) y desde hace esos seis años se ha ido ganando su puesto. Es meticuloso, casi maniático, pero tiene la habilidad innata de que, aunque siga fielmente el Reglamento, despierta instintos paternales en quienes intentan saltarse algún punto del procedimiento, hasta que cambian de idea incapaces de hacer incurrir en alguna falta a alguien tan desprovisto de maldad.

Llama a la puerta trasera de los Hudson. Le abre la mujer, Emma, vestida en bata. Su cara delata lágrimas.

- Buenos días, señora Hudson. Ha llegado un certificado para usted. ¿Está llorando? ¿Se encuentra bien? -  Por detrás de ella se adivina, oculto en la penumbra fresca del interior, la silueta del señor Hudson, en vaqueros, sin camiseta, y levantando de vez en cuando una copa con tintineo de hielos en su interior.
- Si, Larry, muchas gracias, es que… me he dado un golpe con la esquina de la encimera y me duele mucho. No te preocupes.
- Tenga cuidado, señora Hudson. Firme aquí, por favor.
- Gracias, Larry, lo tendré. Aquí tienes tu papel.- Y al mismo tiempo que le tiende la firma del recibí, con la otra mano estruja discretamente un pañuelo, deseando usarlo, al tiempo que se pregunta lo que hubiera cambiado en su matrimonio de tener un hijo, un hijo como aquél.

Larry se marcha, preguntándose por qué no lo habrá saludado el señor Hudson, oculto en las sombras con su refresco, normalmente tan amable con él. Pero ya ha doblado la esquina, va a por su siguiente tarea, y ha olvidado el episodio.

La siguiente casa en la que tiene una entrega es la del párroco católico. También lo suele tratar muy bien cada vez que ha de llevarle algo. Una de las veces, mientras esperaba en la entrada que le bajara un sobre que no encontraba, vio unas fotos que el padre había dejado olvidadas bajo su breviario, en un sobre de papel de estraza. En ellas el padre salía desnudo, con alzacuellos y tacón de aguja, mientras un hombre muy feo con máscara le pegaba con un látigo. La imagen le perturbó, pero aún más el constatar el cambio de color en la cara del cura cuando bajaba con un sobre idéntico al que él sostenía.

- ¿Puede ser éste el que buscaba, padre?
- Err, sí, es exactamente éste. Muchas gracias, Larry, hijo. - Y mientras le arrebata el sobre de las manos lo empuja suavemente hacia la eclesiástica puerta, como si hubiera recordado algo inaplazable.

Estas son las cosas que suceden a Larry todos los días. Y por las tardes, a veces, queda de vez en cuando con sus antiguos compañeros de escuela. Muchos ya no van con ellos: tienen novia o se han ido a la ciudad a estudiar o trabajan en el campo y se les han vuelto las manos grandes, ásperas y callosas. Pero unos pocos, los que se han quedado en el pueblo, sí se ven de vez en cuando. Y si es domingo van a pescar al recodo del río, allí donde tienen la finca los Palmer, y para llegar allí han de ir un rato al lado de las vías, y hacen el payaso encima de los raíles, y a Larry le encanta poder hacer algo con los demás, algo en lo que puede ser normal, no como esos estúpidos problemas de clase que nunca entendió.

En una de esas tardes, un sábado de primavera, se habían juntado cinco. Cargaban en las mochilas bocadillos con mantequilla, botes de zumo de pera y, ¡gran secreto!, Peter había sustraído de su casa un par de botellas de vino de California y una lata grande de carne en salsa. Cierto es que no había cogido el abrelatas, pero algo se les ocurriría para disfrutar de semejante manjar. Las cañas de bambú, con las horquillas y armellas puestas para pasar el sedal, oscilaban alegres como lanzas watusis. Iban contentos, sin hablar mucho, con la sensación agridulce de que tal vez aquella pudiera ser la última vez que acudían a pescar, a punto de ser fagocitados por una adultez que los iba devorando a uno tras otro, a todos, menos a Larry.

- Larry, espera un momento, tengo que hablar contigo - Era Allan Farmer, uno de sus mejores amigos; habían estado juntos desde la guardería, y Larry se sentía muy seguro a su lado.
- ¿Qué pasa, Allan? ¿es un secreto?
- Más o menos. Tienes que prometerme que cuando te lo cuente me harás caso, y harás exactamente lo que yo te diga, o pueden pasar cosas muy feas.
- Allan, me estás asustando. ¿Qué tengo que hacer?
- Espera - Allan deja aumentar, como si fuera casual, la distancia con los otros tres. Están junto a la vía. Le preocupa que los demás lo escuchen, porque pueden estropear su plan - Larry, cuéntame cosas de tu casa. ¿Qué cosas hace tu madre?
- ¿Eso era lo que quieres mantener en secreto? ¡Qué tontería! Mi madre está malita, ya lo sabes. No sale de la cama. Hay una señora muy amable del Ayuntamiento, la señora Boss, que va a casa tres veces por semana. Limpia un poco, me enseña a hacer la cena, y aprovecha para bañar a mi madre. Trae ropa limpia y se lleva la sucia. Eso es todo.
- ¿Y quién paga a esa señora?¿tú le das dinero?
- ¡Qué cosas tienes, Allan! Nadie le da dinero. Lo hace porque sabe que nos hace falta y porque mamá está mala. Es lo mismo que hago yo a veces en mi trabajo, no sé. Hay que ayudarse unos a otros.

Allan reflexiona unos instantes. Parece que los rumores que había oído los últimos días en el pueblo eran reales, y allí tenía a Larry, totalmente ajeno, como un niño de seis años. Seguiría adelante con su plan.

- Me tienes que invitar a tu casa a conocer a tu madre.
- ¿Ahora? ¡Pero si vamos de camino a pescar! ¡Además, nos estamos perdiendo hacer equilibrios sobre las vías, que luego a la vuelta es muy de noche y no se pueden hacer!
- Nooo, ahora no. Mañana, que es domingo y no trabajas. Le dices a tu madre que un amigo tuyo la quiere conocer, y que me has invitado a café.
- Vale, Allan, pero no sé por qué te has puesto tan misterioso. Eso me lo podías decir delante de los otros…
- Tú déjame a mi, que soy tres meses mayor que tú.
- Sí, eso es cierto.

El día fue un éxito. No pescaron nada, pero volvieron felices, chorreando agua, tras haberse bebido el vino y la carne con tierra (abrir una lata sin medios es mucha más fácil de decir que de hacer). Al llegar a casa, ya anochecido, y tras ponerse ropa seca, preparó algo ligero de cena para mami y para él, y como cada noche se la acercó en una bandeja. Siempre comían juntos, y su madre aprovechaba para contarle historias que desconocía de sitios lejanos o lugares maravillosos, en los que Larry situaba a su padre. Su madre, consciente de la diferencia de su hijo con los demás niños, siempre procuraba presentarle un universo amable, sin cabida para cosas malas.

El día siguiente llegó luminoso, radiante de verde y de luz. Después de comer Allan se pasó por casa de Larry. Llevaba unas galletas hechas por su madre, y se había vestido con la ropa de domingo. Era un chico valiente, pero no estaba acostumbrado a estas visitas, y se sentía ante ellas más nervioso que recitando una lección cuando iba a la escuela. Tomaron el café en la habitación de arriba. La madre de Larry, desacostumbrada a recibir gente de fuera pero intentando agradar, se había peinado su cabello blanco y espeso, y reinaba como un hada amable en su habitación sencilla. Allan y Larry se sentaron en la mesita de al lado de la cama; Ella, incorporada con una almohada a la espalda, disfrutaba de sus risas y de sus tonterías.

Terminó el café, y Allan, aparentando más edad de la que realmente tenía, traga saliva y toma las riendas de la conversación:

- Señora Summers, me gustaría hablar con usted unos momentos a solas, si Larry no tiene problema.- Éste mira sorprendido a su amigo, pero sin más indicación coge la bandeja con las tazas vacías y sale del cuarto.- Señora, disculpe mi atrevimiento por haberme presentado así, en su casa, con el único fin de poder verla a solas, pero creo que la gravedad del caso lo requiere.
- Creo que sé de lo que me vas a hablar. Sabía que este momento iba a llegar, y estoy preparada para ello.
- Entonces no hace falta que me extienda mucho. Cada vez son más las personas que van diciendo en el pueblo que no es posible que cuide usted de Larry, que esa enfermedad que la tiene postrada la incapacita para ejercer de madre de alguien tan especial, y que ambos estarían mejor en alguna institución, usted en un hospital y Larry en alguna casa con otra gente como él… Sobre todo el cura es de los que más han movido la idea por el pueblo, no sé por qué.
- ¿Y tú que piensas? - Cada vez es más una reina de las hadas, inmaterial y casi transparente..
- Yo no pienso, señora. Sólo sé que conozco a Larry desde que ambos empezamos a andar, y que lo quiero como a un hermano. Y no permitiría que lo ingresaran en sitio alguno. He hablado con mis padres - en ese momento hace una pausa, pide permiso con un gesto de cabeza para abrir la ventana, lo hace y vuelve a su silla - He hablado con mis padres y estarían encantados con que Larry viniese a vivir con nosotros. Y usted, usted...
- Dilo, hijo, que sé lo que quieres decir.- Claro que lo sabe, lo ha pensado muchas veces en estos años de lucha.
- Usted podía ir a algún sitio donde le atendiesen mejor, que estuviese cerca para que Larry la visitara todo lo que quisiera, pero sé que esos lugares o son caros o son horribles.
- Mira, Allan, ¿te han contado en el pueblo quien fue mi marido y lo que pasó?
- No, señora. Creo que ya no estaba cuando usted se vino a vivir aquí.
- Así es. Mi marido vive, casado y con otra familia. Es un industrial muy bien posicionado del este del país. Nos queríamos. Pero nunca superó que Larry naciera así. Él quería alguien capaz de sucederle en sus empresas, a quien presentar en sus círculos sociales. Y esto lo superó. Huyó. Arregló los papeles para que el padre de Larry fuera un soldado que murió en Europa, y dejó una cantidad grande de dinero para que los dos nos pudiésemos mantener. Luego vino mi enfermedad, la que me postró en la cama, y el resto lo conoces…
- Larry es maravilloso, señora Summers. Es enormemente bueno en un mundo de lobos, y le aseguro a usted que haré todo lo que pueda para que sea feliz.

Larry Summers es el cartero del pueblo. Sigue, después de muchos años, llevando a cabo su trabajo con extremo celo. Y, algunas tardes, cuando vuelve de nuevo a casa de los Farmer, que es su casa, como ha de pasar junto a las vías del tren, se coloca hacia atrás la gorra para que no le estorbe la visión, ajusta la cartera sobre su espalda, y es capaz de avanzar largos trechos sobre el raíl, sin ayudarse de los brazos y sin caerse. Mientras, con el sol poniente a sus espaldas, nota que mami lo está cuidando, como siempre ha sido. Y es inmensamente feliz.

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