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miércoles, 30 de mayo de 2012

-Relato 6 de Higinio Gómez

                                          OTE  II


Todo el mundo sabía que Mercedes Portuondo tenía mucho dinero y que ella no había hecho nada para conseguirlo. Se suponía que, cuando fue consciente de ello, aceptó que era cosa de familia y no tuvo el más mínimo interés en conocer el origen de su fortuna. Simplemente, comentaban algunos, daría gracias a Dios. Era una señora muy religiosa, aseguraban quienes la conocían. Lo que sí llegó a saber es que su vida estaba llegando a su fin. El especialista más prestigioso del país no le dio esa estremecedora información, utilizó para el diagnóstico de la enfermedad un lenguaje que ella no entendió.
—No sé lo que quiere usted decir...
—No se preocupe, Mercedes. No es nada importante. Su marido se lo explicará mejor.
—Imposible. Él es la persona más incapaz que conozco. 

A su marido, Arturo del Río, le faltó tiempo para decírselo. Se lo tradujo como que podía contar con los dedos de una de sus manos los meses que le quedaban de vida. 

         Pocos días después, Arturo consiguió reunir en su casa a sus cuatro hijas que ya habían volado del nido familiar. También acudieron algunos nietos.

          —Mamá está tratando de salir de una penosa depresión —les dijo el padre una vez que estuvieron todos instalados en uno de los salones de la casa—. Me ha pedido que os diga que ella entrará cuando estéis todos sentados.
         —Mamá lo que tenía que haber hecho ya es recibir al notario y poner los papeles en regla —contestó quien parecía ser la mayor de las hermanas.   
         —Ya lo hemos mamá y yo en presencia de albaceas contadores de su herencia y testigos instrumentales —les respondió Emilio el único varón, el más joven de los cinco hijos que con treinta años vivía con sus padres—. Su contenido os será revelado el día del fallecimiento de mamá  por expresa indicación de ella.

          Emilio les informó también de que su madre deseaba vivir el tiempo que aún le quedaba de vida en un viejo caserón de su propiedad, en donde ella había nacido,  pasado su adolescencia,  y que tenían casi abandonado. Esa noticia cayó muy mal a sus hijas; algunas murmuraron que no se esperaban ese comportamiento de mamá; otras sugirieron maniobras “no muy transparentes” del hermano. Uno de los nietos aseguró que seguramente “alguien antes que mamá” conocía el contenido del testamento.

          Emilio se levantó, dirigió una mirada de desprecio a los asistentes y les dijo: 
          —No habéis mostrado el más mínimo interés por la salud de mamá desde que cayó enferma hace ya más de un año.

           Y abandonó la reunión. El padre también salió de la estancia.

           Al cabo de pocos minutos regresó Emilio conduciendo a su madre en un carrito de ruedas.

            Uno tras otro, hijas y nietos, intentaron con preguntas y argumentos convencer a mamá de que debería permanecer en la casa con papá y olvidarse del caserón que estaba hecho un asco, con los árboles secos, atiborrado de maleza, paredes sucias y techos a punto de caerse. Había que gastarse mucho dinero para ponerlo como es debido y poder vivir allí. Además, estaba la distancia desde allí hasta el Hospital en donde ella recibiría el tratamiento. ¿Quién iba a acompañarla? ¿Quién iba a vivir con ella? ¿Abandonaría a papá que también requería cuidados? ¿Estaba segura de que el servicio permanecería en la casa? Todas las hermanas vivían en otras ciudades, ¿por qué no acordaban que viviera con cada una de ellas una temporada al año?
—Somos cuatro, tres meses con cada una de nosotras —dijo una de ellas.
—Viviré todo el año con Emilio en mi vieja casa, en mi jardín           —contestó Mercedes.
—Bien, tienes la cabeza muy dura, como siempre, lo arreglaremos entre todas —admitió otra hermana—. Aunque dejes solo a papá iremos a verte una vez a la semana. Nos harás la pascua, pero iremos. No sé qué esperas encontrar allí después de tantos años.
—Buenos recuerdos, eso encontraré... —respondió la madre..    

Entre todos decidieron “ponerlo a punto” y arreglar el jardín. Al fin y al cabo el contacto con la naturaleza sería bueno para ella, repartirían el servicio entre papá y ella, acudirían a visitarla como habían prometido.
—No repartiréis nada —les dijo Mercedes—. Remedios se vendrá con nosotros, Ángela que se quede con papá, si él no quiere venir. ¡Vamos hijo, llévame!

Hijas y nietos se acercaron a despedirse de Mercedes. Ella permaneció en silencio, y se dejó besar.

—¡Fíjate que manera de recibirnos y de despedirse.! —dijo una de ellas cuando madre y hermano se alejaban y no podían oírla.
—Está muy mal  abuelita —dijo un nieto.
—Ya me gustaría a mí ver como soportabas tú el dolor y la presencia constante de tu propia muerte —respondió otra hermana a quien antes se había quejado del recibimiento y de la despedida de la madre—. No se tienen energías para nada en una situación como la de mamá. Tiene más de setenta años.
—En más de una ocasión, mamá me confesó que pensó muchas veces que debió divorciarse, o al menos separarse, de papá a los dos años de su matrimonio, después de que yo naciera —dijo otra de las hijas—. Que él era la encarnación más cabal de lo que en el mundo ella había encontrado de molesto, desagradable y antipático. Que en los confines de su vida no se explicaba todavía cómo no se había dado cuenta de eso durante el poco tiempo de sus relaciones prematrimoniales. Que por entonces era atractivo.
—Sería por eso, me dijo mamá —añadió otra—. Que tendrían hijos sanos; pero que fue un error, un desgraciado error. Odiaba a papá. Yo ya lo sabía. Y sabía también que sólo quería a Emilio, el menos sano de todos nosotros, decía, el más débil, el único varón, soltero todavía a su edad. Ella quería que fuera Emilio quien permaneciera con ella durante los últimos meses de su vida. Odiaba al papá. Me dijo que en sus depresiones se preguntaba muchas veces qué había hecho ella tan mal para que Dios la castigara, primero con la frialdad con que nosotras habíamos respondido siempre a sus caricias desde el comienzo de nuestra adolescencia, y, luego, con lo desagradable del carácter de papá y las infidelidades que sospechaba.  

                                              ***
                                                  
—Tengo que enseñarte algo —le dijo Emilio a su madre, un día al regreso de la inspección de las obras que en el viejo caserón estaban realizando por su cuenta, cansados de aguardar alguna indicación al respecto de sus hermanas—. Lo haremos el lunes al volver del Hospital.           

Todavía permanecían en los parterres del jardín retoños de viejos plantas y arbustos. Hacía muchos años que Mercedes no pisaba aquel lugar. Emilio vio que su madre enjugaba sus lágrimas.
Su madre se detuvo y miró hacia la tierra húmeda al lado de sus pies; había llovido el domingo y alguien había dejado las huellas de sus pasos en el barro.
—Mira, hijo, alguien ha entrado en la casa.
—Esas pisadas serán mías o de algún operario de las obras —rectificó él. 
—No, estas pisadas son de esta misma mañana o de ayer. ¿Cuándo viniste tú la última vez?
—El viernes, mamá.
—Pero el viernes no llovió, ni el sábado; estas huellas son de ayer que es cuando llovió.

Emilio vio que su madre estaba en lo cierto. No había ninguna señal de violencia en la puerta. Los albañiles tenían llaves. Alguien había entrado el domingo al interior en donde él esperaba que su madre no viera lo que él había descubierto hacía pocos días. 
—Eres genial, mamá. No sabemos si algún operario olvidó algo y vino ayer. Alguno de ellos trabajaría en su casa el domingo y olvidó aquí  alguna herramienta. En cualquier caso, el asunto de la persona es irrelevante; la cuestión es que a veces se nos meten en la cabeza cosas que luego resulta que no son verdad... ¿Qué iban a robar aquí? ¿Es que has pensado que pudieran ser ladrones?
—No, no he pensado eso. He pensado que pueden haber sido tus hermanas o tu padre. No sé si estarán tramando algo contra nosotros.
—No pueden haber sido ellos. ¿Qué van a tramar? Ellos saben que esta casa es nuestra. Todos los papeles están en regla.
—No me fío de tu padre.
—¿Para qué va a entrar él aquí un domingo?
—Tú es que eres muy inocente.
—Pero a ti e gusta que yo sea así...
—Claro que me gusta. Pero de él no me fío. Tú sabes, y tus hermanas también, que tu padre necesita poco para liarse con cualquiera.
—Mamá, él ya tiene muchos años...
—No me extrañaría nada que estuviera utilizando esta casa para sus asquerosos encuentros. Seguro que fue él quien entró aquí el domingo.     

De modo que era inútil enseñar a su madre la habitación que él vio días atrás, una madriguera que su padre utilizaba para follar con alguna o algunas prostitutas, o no prostitutas, era igual. Ella acababa de confirmarle que su madre sabía que su padre seguía siéndole infiel a ella, incluso cuando supieron que ella estaba muy cerca de la muerte.

—Puedes pensar lo que quieras, mamá. Ya sabes que yo te quiero, que arreglaremos esta casa y el jardín, y viviremos aquí. Yo me encuentro muy bien contigo y desde hace mucho tiempo me he dado cuenta que cuando estoy contigo mi cabeza y mi cuerpo funcionan mejor… Que lo sepas.  
—Ya lo sé, hijo; como sé lo de tu padre desde siempre. 
—Mamá, te voy a enseñar una cosa de la que estoy seguro que te va a gustar. Mira, allí está la casa de Ote; permanece en pie todavía; un poco destruida por los años; pero la reconstruiremos. Se lo he pedido a los albañiles.
—¿Es eso lo que me querías enseñar?
—Sí, mamá, eso es.
—Quiero que vuelva Ote —le pidió ella
Ote no puede volver, mamá, murió hace años.
—No, no murió, se lo dimos a los unos vecinos. Debes intentar recuperarlo. Seguro que vive. Si no vive él vivirá algún hijo suyo. Ellos le querían y disfrutaban mucho con esa raza.

Mercedes quiso ver el interior de su casa. Su hijo la acompañó y fue capaz de evitar que ella viera el antro de la inmundicia y la fornicación.

Al cabo de pocos meses, se trasladaron al viejo caserón. Arturo no quiso acompañarles, se quedaría con Ángela, la más joven de las muchachas del servicio; y prometió a su mujer y a su hijo que iría a verles todos los días, “o casi todos”.

Gracias a Remedios, la cocinera, Emilio consiguió localizar a quienes fueron los criadores de Ote hacía ya casi cuarenta años. Le dijeron que fue un Dobermann de 70 centímetros de altura, negro, descendiente de terriers y pastores alemanes. Ellos podían ofrecerle un ejemplar de su familia con manchas rojas en las patas y muslos. En la documentación de que disponían comprobaron que uno de sus ascendientes fue un pastor de Beauce, un “Beauceron”. Su padre había sido guardián de una vacada de reses bravas, y el que le ofrecían era un modelo ideal para vigilancia y defensa, agresivo con los desconocidos pero cariñoso con sus dueños. 

—Igual que Coyote, le llamábamos Ote —le dijo Remedios a Emilio—. Me adoraba. No dejaba entrar a nadie en la cocina cuando yo estaba dentro; sólo a tu madre. Tu hermana la pequeña se empeñó en que lo echáramos de casa y lo mandamos al campo; ella tenía mucho miedo porque un día jugando  se cayó al suelo debajo sus patas negras.

Mercedes se encariñó enseguida con el nuevo Ote. Le recordaba los días de su adolescencia. Se le veía atento, fuerte, musculoso, dispuesto a protegerla. Coyote tenía los ojos un poco oblicuos; Ote, no; pero también tenía un temperamento vivo, ardiente.
Mercedes Portuondo era una mujer muy religiosa. Su hijo no lo era.
—Yo pienso, mamá —le dijo un día remoto a su madre— que cada persona estamos fabricados de un modo diferente a todos los demás, y nada se puede hacer para cambiarla. Tú eres como eres, y yo soy como soy. Pero nos queremos, y eso es lo importante. ¿Verdad, mamá?
—Claro que sí, hijo mío. Claro que sí. 

Su madre era así. Él la llevaba en su coche a la iglesia cuando ella se lo pedía. A su lado la oía rezar: “Gracias, Dios mío, gracias porque haces que mi hijo esté a mi lado, y con su ayuda y la de Remedios me has traído a Ote. No estoy sola, Tú y ellos me ayudarán”.

Una de aquellas semanas fue particularmente dolorosa para Mercedes. Ote no se apartó de su lado. Por fin, el domingo ella se encontró un poco mejor y le pidió a su hijo que la llevara a la iglesia para oír la Santa Misa.

Remedios y Ote se quedaron solos en la casa. Ella guisaba y Ote permanecía a su lado. De cuando en cuando ella le hacía un regalo, volvía un poco la cabeza sin mirarlo y acercaba su mano detrás de la espalda a la boca del perro. Una de las veces que le daba un trocito de carne oyó pasos de una persona que entraba en silencio en la cocina. Se asustó, gritó, y vio aterrorizada cómo Ote se arrojaba sobre el desconocido, despedazándolo, sin que ella pudiera hacer nada para impedirlo.

         Al regresar Emilio y Mercedes de la iglesia se encontraron a Remedios  desolada, con la cabeza entre sus manos, llorando. El animal permanecía sentado a su lado, cerca del cuerpo de Arturo inmóvil, tendido sobre un  charco de sangre. Emilio comprobó que su padre estaba muerto y consoló a Remedios. Mercedes no se inmutó. Pensó en la ira de Dios. Como siempre lo había hecho, Él venía en su ayuda una vez más.   

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