Alguno de vosotros (no muy ducho, por lo que se ve) entró en nuestro blog por blogger y lo ha asociado a su cuenta que es marcantmafe@gmail.com

Ahora mismo hay que meter como nombre de la cuenta ese correo y como clave la misma que os di en clase.

jueves, 10 de mayo de 2012

-Relato 3 de Cristóbal Ruiz Cuadra

LOS OJOS DE CARMEN
por C. Ruiz



“Explícame tú quien gana cuando se acaba la guerra. A los muertos los entierran: ganadores, perdedores, da igual del bando que sean”

(Ismael Serrano)


La mañana, pese a lo avanzado de la primavera, sigue siendo muy fría. Cierto es que aún no ha llegado a amanecer del todo, sino sólo se atisba un leve clareo que hace distinguir bultos, pero que uniformiza todas las cosas en un azul grisáceo y las traslada a un planeta extraño y gélido.

Carmen aguarda en fila como las demás niñas, aunque ella sea la mayor. No sabe que ocurre hoy, ni por qué las monjas están tan nerviosas. Le duelen los zapatos, demasiado rígidos, y está segura de que le han hecho alguna ampolla en el talón.

Llega un camión. Aparentemente es igual a esos transportes militares que tanto se ven por todas partes, pero este tiene un aire desvencijado, con alguna de sus lonas rajada y el verde de la carrocería saltado en varios lugares. El conductor, con aires de hombre de campo, mono manchado y barba de algunos días, fuma un cigarrillo con aire descuidado. Carmen lo mira con aparente desgana. Ese hombre tiene algo que lo hace extraño. ¿Qué es lo que no cuadra? Y se da cuenta enseguida: sus botas. Son botas militares, perfectamente lustradas y revelan uso, mucho uso. O el calzado no es suyo, o no es un simple conductor de camión.

Las dos sores que revoloteaban en torno a la fila han entrado en el colegio. Un coche oscuro llega al patio, y sin mirarlas otros tres hombres ascienden con paso atlético los tres peldaños de las escaleras de entrada al edificio. No los ha visto nunca. El resto de las niñas, algunas muy pequeñas, charlan entre sí ajenas a los movimientos que se están produciendo. Otras se han sentado en el suelo ¿les dolerán también los pies?

-  Niñas, acercaos aquí un momento – Es Sor Dolores, la directora. Retuerce con fuerza sus manos, como si una carga inconfesable la abrumara. Se forma un círculo a su alrededor – Tengo algo que contaros. Como sabéis, en los últimos días se han oído cada vez más cerca las bombas y los aviones. El frente de guerra se ha desplazado a pocos kilómetros del pueblo y el colegio ya no es un sitio seguro. La única alternativa que se nos ha ocurrido, y que será posible con la ayuda de estos señores, es trasladaros a un lugar seguro, que permita que permanezcáis a salvo hasta que todo esto acabe.

-   ¡Pero Sor, eso no es posible!¿Y cómo avisaremos a mis padres?¿y dónde nos van a llevar?¡Yo no quiero irme! – Una mezcla de voces infantiles, ribeteadas de miedo, cerca a la directora que mueve los brazos pidiendo tranquilidad, como un pájaro delante de sus polluelos.

-  ¡Calma, niñas, calma! Subid a vuestras habitaciones, recoged vuestra maleta y bajad. Veréis como todo va bien. ¡Las mayores ayudad con la ropa a las más pequeñas!

Carmen no ha preguntado nada. Desde hacía unos días era consciente de que algo pasaba. Ella no tiene padres a los que avisar. Sólo a sus hermanos, que incapaces de hacerse cargo de una niña estando ellos con dificultades para comer caliente la mitad de los días prefirieron recurrir a la caridad antes que condenar a la niña a una vida miserable de pura subsistencia. Y en esas que llegó la guerra, y se acabaron las visitas que una tarde cada tres fines de semana le hacía uno de sus hermanos, que también vivía en Madrid, y en la que, a falta de alguna perra chica, gastaban suela de zapato por el Retiro, la Casa de Campo o sencillamente de Gran Vía a la plaza Mayor y viceversa. Y ahora se veía de vacaciones, en un pueblo de Cantabria, dónde las monjas llevaban a las que no tenían quién se hiciese cargo de ellas durante el verano. Y ahora estaba allí, todo tragar saliva y digerir la noticia de que se las llevaban no se sabe dónde, casi de noche, y con esos zapatos criminales que le están destrozando los pies.

Ya llevan varias horas en la caja del camión. No hay asientos; sólo tablones cruzados de lado a lado. Las pequeñas se resguardan en el lado más próximo a la cabina. Han apilado las maletitas en la parte trasera de la caja. Les han advertido que cuando atraviesen algún pueblo no se asomen fuera bajo ningún concepto, y, aleccionadas por el miedo, Carmen ve como algunas incluso contienen la respiración al notar la proximidad de alguien fuera o de otro vehículo que se acercaba.

Cuando transitan por el campo se permiten hablar entre ellas.

-   ¿Creéis que el año que viene nos llevarán de nuevo a Santander? – una de las niñas, tal vez como forma de protección ante la realidad que la circunda, no es consciente de las circunstancias. – Recuerdo que doña Marisol, la señora aquella que nos invitaba a merendar, me regaló un lazo azul para el pelo…

-  María, seguro que sí. Y nos volverán a llevar a la playa, y a lo mejor hasta probamos un barquillo, como ocurrió el verano pasado, ¿recuerdas? – Carmen, descalza, intenta tranquilizar a su compañera.

Ya parece que llegan a su destino; ha transcurrido el día completo y está anocheciendo. El último pueblo lo atraviesan con los faros apagados, sin acelerar por miedo al ruido. Atraviesan un tramo largo de carretera de montaña, con vueltas y revueltas, y Carmen nota los duros costeros de madera ya señalados en su piel. No les han dado nada de comer…

Un estertor quejumbroso del motor y éste se detiene. Las niñas no ven nada desde dentro. Se oyen los latidos acelerados de alguna, incapaces de hacer nada más que apretar con fuerza la mano de la compañera más próxima. Se oye un portazo en la cabina, y en seguida el conductor destapa la lona trasera, y con dos fuertes golpes abate el tablón de atrás para facilitar a las niñas la bajada.

Carmen mira a su alrededor. No sabe dónde se encuentra, pero lo primero que piensa la deja confusa: Las casas de aquí son de piedra rara, oscura, Tiene ante ella tres pequeñas viviendas, y lo poco que le deja ver el resplandor que sale del zaguán abierto de una de ellas le confirma que están lejos de Cantabria.

Ninguna de ellas habla. Es el hombre que las ha llevado el qué, un poco divertido por verlas tan serias, les invita a moverse.

-   ¡Venga, majas! ¡Qué no os va a comer nadie!¡ Veréis que bien se vive aquí en la montaña!

Una mujer sale de la casa. Algo entrada en carnes, viste una especie de vestimenta blanca con una sobrefalda y toquilla de cuadros oscuros. Un pañuelo, también oscuro, enmarca una cara risueña de mofletes colorados, que les quita todo temor.

-   Niñas, ¡qué alegría que ya habéis llegado! ¡Todo el santo día preparando las cosas, y fijaos qué horas! ¡Pero venga! ¡No os quedéis ahí pasmadas, que se nos va a hacer de día! – Mueve las manos como quién empuja un rebaño – Y usted, si ya ha terminado, le ruego se marche. Le he preparado algo de comer, pero no deben verlo por aquí.

La casa, que en realidad es una pese a parecer tres desde fuera, es sencilla, pero acogedora. Los suelos son de la misma piedra oscura de la fachada, y en una sala grande, que parece ser la principal de la vivienda, luce alegre un fuego vivo. Todos los muebles son toscos, hechos con troncos y madera del lugar, pero invitan a sentarse frente al hogar. Una encimera de mármol blanco, viejo, apoyada en la pared más próxima a lo que parece ser la entrada de la cocina, es el único toque claro de la estancia.

Carmen, la más reflexiva de las niñas, experimenta cierto alivio. Tras los temores del viaje y sus intentos constantes de calmar a las más pequeñas se siente en un lugar seguro, amable. No conoce como, pero sabe a ciencia cierta que allí no tiene cabida la locura de fuera, y que nadie les va a hacer daño.

Los dos dormitorios, amplios, equipados con literas rústicas pero de sábanas limpias, acogen holgadamente a las niñas. La primera noche es serena, y reventadas de la tensión y el cansancio del viaje, duermen casi sin pesadillas.

Comienza el día sin las piquetas de los gallos. No quedan; estamos en guerra y los animales que hacen ruido no son prácticos frente a merodeadores de cualquiera de los bandos.

La misma mujer de anoche, Marcela, se afana en la cocina; Carmen, la primera en levantarse, la ve trajinar poniendo un caldero con agua en la lumbre.

-    ¡Madre de Dios, niña! ¡No puedes andar descalza por este suelo! ¿No ves que es muy frío? – Apenas la ha visto entrar por el rabillo del ojo – Venga, échame una mano con esto y ahora levantamos a las demás.

Carmen, obediente, vuelve silenciosa al dormitorio, se pone los calcetines y se calza (¡malditos zapatos!), vuelve a la cocina, llena otra cazuela con leche y la pone también al fuego. Una vez caliente, la retira, coge un cubo, y en la fuente junto a la entrada, tras unos cuantos golpes de manivela, lo llena de agua fría. Vuelve dentro, y con cuidado va despertando a sus compañeras.

Durante el desayuno, Marcela les explica. Se nota que, pese a no ser una mujer instruida, no carece de inteligencia.

-  Estamos en un sitio cerca del Pirineo Leridano. Aquí la influencia de la guerra es escasa. El pueblo más próximo está a un par de kilómetros, y en él, por suerte, se desprecia de igual manera a unos como a otros – un suspiro se le escapa, involuntario – No os ha visto nadie llegar, pero si ocurriera que sepáis que aquí la gente no tiene el mayor interés en que se sepa que estáis aquí. Eso no quiere decir que no tengamos que tener cuidado. Estas son montañas de maquis, y no todos son gente de bien. Debéis comprender, tanta niña sola no es fácil,…en fin – se le quiebra un poco la voz, pero con un gesto de la cabeza, como alejando pensamientos funestos, prosigue con su discurso – Esto es, estaremos por aquí un tiempo; yo me quedaré con vosotras.
-  ¿Y qué haremos aquí? ¿a dónde iremos después?
-   Tú eres Carmen, ¿verdad? – Carmen no le había dicho su nombre, así que de alguna forma extraña se había conseguido enterar. ¿alguna advertencia de las monjas? – Pues mira, intentaremos hacer una vida lo más normal posible. Por suerte no nos faltan ciertos alimentos, tenemos patatas y harina, y las que sois mayores podéis ocuparos de enseñar cosas a las más pequeñas. Yo por las tardes os puedo enseñar a coser. Y después… no lo sé; es probable que todo dependa de cómo se desarrolle la guerra. Pero no debéis preocuparos ahora por eso. Estamos todos bien aquí, y a salvo de lo de ahí fuera. – Hace un gesto con la mano, espantando esos pensamientos.

Así llevan varias semanas en la casa. Un enlace del pueblo, antiguo pastor, les acerca cada pocos días lo imprescindible que no son capaces de cultivar en el huerto. Nada nuevo. Una rutina establecida, en la que cada día es el reflejo del anterior y presagia el que vendrá, les hace olvidar el resto del entorno. Pero en este día concreto algo parece distinto. Carmen no sabe por qué. Quizá un nuevo tono de gris en las nubes, tal vez una mínima variación en la dirección del viento, pero tiene el presentimiento de que algo va a ocurrir.

Debe ser de madrugada cuando los fuertes golpes en la puerta la despiertan. La primera intención es no moverse, fundirse con el jergón que la soporta y rezar para que el ruido no despierte a las otras niñas de su habitación. Se oyen voces en el salón. Son de urgencia, pero no amenazadoras, y de fondo suena, tranquilizadora y sedante, la voz peculiar de Marcela. Se levanta despacito, se pone por encima de los hombros un sobretodo y descalza, como le gusta andar, abre sigilosa la puerta del dormitorio y se planta en el salón.

Allí todo es un caos, y no le hacen caso. Un chico joven, de algún año más que ella, yace en el suelo con una manta doblada como almohada. Una mancha oscura, parduzca, resalta ostensiblemente un poco más abajo de su hombro izquierdo. Permanece con los ojos cerrados, no se queja, pero está vivo, porque de vez en cuando hace algún comentario entre dientes al compañero que le atiende. Un tercero se encuentra con Marcela, en la cocina, hirviendo agua y haciendo jirones de algunos trapos blancos mientras ambos susurran como conspiradores antes de atracar un banco.

Carmen se acerca; no tiene miedo. El joven herido es guapo, de cabellos rubios y piel clara. Y habla de forma un poco rara, tal vez por la pérdida de sangre. Su acompañante, sin decirle nada, le indica que siga poniéndole paños fríos en la cabeza, y ella se sienta junto a su cabeza, estruja el paño ya sucio, lo sumerge en el cubo con agua fresca, y chorreante se lo posa en la frente, con lo que el herido parece experimentar cierto alivio.

Siempre quiso, desde que tuvo uso de razón, conocer a alguien tan bello. Siempre que estuvo sola, desde que sus hermanos la dejaron en el primer colegio, ya huérfana, en todas las tardes que se columpiaba, ajena a las demás niñas, pensaba que algún día conocería a alguien con quien compartir las mil cosas que le pasaban por la cabeza. Alguien con quien poner nombre a las nubes, con quien notar que el tiempo, pese a la guerra, pese a sus zapatos feos y dolorosos, pese a la comida mala y las lágrimas de soledad, cobraba sentido...Un amigo para recorrer jardines.

-  ¿Cómo se llama? - le pregunta Carmen al otro hombre, sin dejar su labor.
-  Brian; es inglés. Vino para luchar por la República hace unos meses. Es escritor. - su compañero se desahoga hablando, sin haberle pedido más explicaciones - Y como no lo remediemos dentro de poco no será nada.

Ya llega Marcela, con el agua recién hervida, gran cantidad de vendas, y un cuchillo afilado de la cocina. Pide ayuda a los dos hombres. Sujetan al herido entre los dos, y ella, con un gesto rápido y preciso le inspecciona la zona de la herida. La pinta es fea, pero parece que no ha afectado a ninguna arteria, y la herida no se ha cerrado en torno a la bala.

-  Parece que no está muy profunda; debía ir ya sin fuerza cuando le dio y la ha parado el hueso. Hubiera sido muy bueno que atravesara y saliera por atrás, pero la situación no es tan desesperada como parecía al principio. Hay que sacar el proyectil. Sujetad esta parte que no se mueva, y en el momento que extraiga la bala tú, Carmen, vierte poco a poco ese agua hervida sobre la herida; saldrá sangre, no te asustes. Cuando veas que sale más roja, hay que taponar la herida con las vendas limpias. Yo me ocupo de hacerle el vendaje que le quede fuerte. Y luego, a esperar...- Carmen la mira con los ojos como platos; jamás pensó que quien parecía ser una simple mujer de pueblo tuviera esos conocimientos, y más aún, ese don de mando.

Marcela procede como había dicho. Le rasga la camisa con un movimiento rápido. Y actúa como había que hacer, mientras dirige una mirada llena de significado a Carmen, que nota que un temblor tremendo la invade. Los dos hombres, tan acostumbrados a la rudeza de la vida del maquis, son incapaces de mirar desde el momento en que fueron conscientes de que iban a curar a su camarada.

Brian se estremece cuando sale el proyectil, pero en ese momento queda tranquilo, y se deja limpiar y vendar. Después se duerme, exhausto.

Carmen, limpiándose las manos en los restos de vendas, se encamina fuera, a la fuente. Parece una chica aún temblorosa por la visión de la sangre. Pero no es por eso.

Sólo ella, y Marcela, han adivinado bajo la camisa de Brian y ocultos por una banda de tela la turgencia de unos pechos de chica. Y Carmen, para su propia sorpresa, descubre que la ama igualmente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario