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miércoles, 2 de mayo de 2012

-Relato 2 de María Atanes

La casa
De pequeña me caí por el hueco de unas escaleras.
Tenía 6 años y estaba jugando a que era la máquina de un tren, recorría el tercer escalón del segundo tramo de las escaleras de un extremo a otro, de la pared hasta el borde y regresaba hacia la pared cubierta con papel pintado de flores, mi imaginación la trasformaba en un campo de amapolas como los que veía pasar ante la ventana del coche cuando viajábamos en verano al pueblo de mi padre. Pero al girar la máquina de mi cuerpo descarriló, de espalda en el aire, di una vuelta campana y arrastre en mi caída un enorme jarrón con el que mi abuela intentaba adornar el rellano.
Rodé todo el primer tramo de escaleras, la puerta cerrada de la calle frenó mi caída, aunque el portón superior estaba abierto y una vecina que pasaba por allí buscando a su perro se asomo al interior de la casa para ver que había ocurrido, en ese momento mi madre y mi abuela bajaban desde la cocina gritando mi nombre y yo sentada en el suelo las miraba sin atreverme a llorar porque ya me habían avisado que no debía jugar en los escalones.
- Tened cuidado con la niña, a ver si le va a pasar lo mismo que al tío Daniel- Les recriminó la vecina.
-¿Quien es el tío Daniel?- Pregunté levantándome del suelo, mientras mi madre me examinaba por si me había roto algún hueso..
-Uno que se quedó tonto de una pedrá en la cabeza- Me respondió mi abuela malhumorada dándome la espalda y regresando a la cocina donde el café hervía dentro del puchero.
Yo no le gustaba a la casa, en realidad no le gustaba ni a mi abuela ni a mis tías. Era la nieta de en medio, ni lo suficiente mayor ni lo bastante pequeña. Era la única hija de mi padre, su único hijo varón y no podría continuar con el apellido tan extraño e impronunciable como extraña era aquella casa de color gris construida con piedras y estructura de madera como todas las casas del pueblo.
En la planta baja, separada de la calle por dos gruesas persianas metálicas, la tienda de mi abuela convertida ahora en el salón. Como las persianas nunca se levantaban teníamos que tener siempre la luz encendida. Sobre el sofá un espejo rectangular mal pulido que reflejaba monstruos en vez de mi cara infantil y la de mis primos. Junto a él, unas cortinas camuflaban la entrada al almacén de la antigua tienda, una pequeña cueva sombría y húmeda cavada sobre la piedra como una enorme boca hambrienta que intentaba devorarme y por eso siempre me negué a entrar ya fuera sola o acompañada.
En el primer rellano la cocina y tras subir otro tramo de escaleras, la planta primera donde se distribuían los dormitorios, unos dentro de otros, como si fueran piezas de puzzles que se van ensamblando. El cuarto de mi abuela tenía un balcón, el único punto de la casa por donde la luz lograba filtrarse e iluminaba una Virgen que la abuela había escondido durante la guerra y tras terminar ésta, se había negado a devolver al cura.
A mis 6 años recién cumplidos la Virgen, con sus bucles oscuros ocultos bajo una toca naranja y su manto blanco con ribetes dorados, me subía la cabeza, a sus pies dos tazas de porcelana con los filos negros contenían agua y aceite donde flotaban mariposas encendidas y pétalos de geranios. Nunca le recé a esa Virgen. Tenía una expresión demasiado resignada, demasiado enigmática. Me la imaginaba de noche andando de puntillas por la casa, probándose mis vestidos y examinando mis cosas. A veces incluso llegué a sentir sus pasos y entonces me tapaba la cabeza con las sábanas y cerraba muy fuerte los ojos.
En la casa había una tercera escalera de peldaños muy altos, tan altos que solía subirlos a gatas y que llegaban hasta el desván. Allí jugaba con mis primos, nos disfrazábamos con la ropa vieja que estaba guardada en unos baúles y leíamos novelas del oeste. Esto era un misterio porque mi abuela aunque analfabeta, aseguraba haberse leído todas esas novelas. También decía que arreglaba los huesos rotos. Yo no la creía pero en cierta ocasión mi primo el mayor se rompió un brazo. La abuela ordenó que le quitaran la escayola: -¿Por qué no me habéis avisado en vez de llevarlo al médico?- Le gritó a mi tía ante la cara aterrorizada del niño. Roció sus manos con alcohol de romero y mientras murmuraba una oración masajeaba la extremidad rota . A los pocos segundos mi primo dejó de sentir dolor y comenzó a mover el brazo.
El tío Daniel, al que de pequeño le habían dado la pedrada, fue el primer paciente de la abuela. Durante la guerra era el único hombre del pueblo, si exceptuamos a los muy viejos, lo habían rechazado por tonto, era incapaz de manejar un fusil. Vivía con su madre en una casa con una huerta. Mi abuela la convenció del carácter curativo de sus manos, solo pedía a cambio comida para sus dos hijas. A ojos del pueblo el tío Daniel siguió siendo igual de tonto no fuera a ser, que lo mandaran al frente de batalla, pero la abuela recibía todos los días un cesto con huevos, leche, higos secos, hortalizas y alguna vez incluso una liebre con un perdigón dentro, tanto es así, que las mujeres del pueblo empezaron a murmurar. Aunque a la abuela le dio igual, sus hijas no pasarían hambre y el abuelo nada supó de los rumores, no regresó, ni tampoco llegó a conocer a su último hijo, mi padre.
Mi abuela guardaba los perdigones en una caja de polvos de Madera de Oriente. Cuando cumplí los dieciocho años mandó engarzarlos, es el único recuerdo que tengo de ella.
Finalizada la guerra y como tantos otros, el tío Daniel emigró. Lo se porque le enviaba a la abuela postales desde distintas ciudades alemanas. Estaban escondidas en el desván, entre las páginas de las novelas del oeste.
Como todas las abuelas un día se marcho con sus baúles llenos de ropa vieja, se dejó olvidada la virgen aunque creo que una de mis tías la tiene sobre su mesita de noche, tendrá que seguir esperando, resignada, que la devuelvan a alguna iglesia y la casa tardó en venderse, no es que los fantasmas ahuyentaran a los compradores, es que mis tías no se ponían de acuerdo en como repartir la herencia.



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