Llegan las cuatro. Es la hora del café,
del programa de sobremesa y del sueño. En las calles de París se respira el
silencio. Excepto en la Rue Des Roseirs. No pasan de las cuatro y veinte cuando
la voz melódica de un desconocido se filtra entre las callejuelas y sube por
las paredes hasta las ventanas abiertas. Aire y canción alivian a los vecinos
del calor y las tensiones. La voz esquiva tendales, pinzas y pantalones, y se
escurre por los huecos de los ladrillos hasta los pisos más altos.
Él siempre comienza con un clásico. Ese
día elige La Vie en Rose, porque sabe
que a las mujeres del vecindario les trae recuerdos de antaño. Algunas se
asoman para verle. Le llaman Le chanteur. Coloca el sombrero en el suelo. Como
siempre. A la espera, como una enorme boca del Infierno que se trague todo lo
que pueda.
La lluvia de monedas no tarda en empezar.
Una precede a otra, y él se enorgullece, se hincha, y extiende los brazos
mientras La Vie en Rose llega a su
final. Abocina la mano, queriendo que su voz llegue más alto, y entonces, de
repente, una mano sin dueño lanza hacia él un papel cuyo mensaje le alerta.
Alza la mirada y la ve.
Una mujer del segundo piso le indica que
suba y la acompañe. No sabe quién es, pero la nota es clara. Tiene hambre y
está cansado, y la situación es demasiado fácil para rechazarla. Ya está
acostumbrado a venderse al mejor postor, así que recoge las cinco monedas que
ha ganado la canción y se dirige al portal del edificio.
Al llegar a la puerta, la mujer le toma
de las manos y le lleva al interior del piso. La define en dos palabras:
voluptuosa y agresiva. Se conforma. Siempre le han gustado las mujeres en
carnes. No es que ella sea bella, pero es descarada y natural. Huele a perfume
caro y tira de su mano con franqueza. No necesita más.
-Desde que te oigo cantar tengo ganas de
conocerte. Tienes una voz maravillosa –ella le recoge con premiada amabilidad
el sombrero y la gabardina.
Le chanteur desvía la mirada hacia la mesa del salón, hambriento. Una
fuente a rebosar de fruta le llama la atención y alarga la mano en busca de una
manzana. Ella, que le ve, le ofrece.
-¿Tienes hambre? No te comas una pieza de
fruta ahora. Voy a prepararte algo más consistente. Ven, siéntate.
Le chanteur come, inmerso en el disfrute de una comida decente en días,
mientras la mujer parlotea.
-Por aquí me dicen la Bella. ¿Cuál es tu
nombre?
-Le
chanteur –responde, escueto. Come con prisa y ansiedad, como si temiera que
le quitasen la comida.
-Sí, así te dicen por aquí. Las viejas
del tercero hablan de ti maravillas. Las tienes encandiladas, ¿sabes? Yo
siempre he dicho que una voz hermosa puede obrar milagros. Aquí donde me ves yo
también tuve un don para ello. Hace veinte años la gente se agolpaba en las
puertas de los teatros de calle cuando aparecía un cartel con mi cara en él. Échale
sal a las patatas, querido –le acerca el salero distraídamente, preocupándose
de que esté bien servido–. Desgraciadamente esos tiempos pasaron, y aquí
estamos, tú y yo. Yo retirada y tú desperdiciando tu talento en la calle, con
el calor del día y el frío de la noche resintiendo la garganta.
Le
chanteur come e ignora. Ya ha escuchado
muchas veces la misma historia. No iba a ser la Bella el que le hiciera cambiar
de opinión.
-Sé lo que pasa con los artistas. Somos
unos incomprendidos –prosigue ella, perdida en sus recuerdos–. Tenemos la
profesión más difícil. Trabajamos hasta que nos sangran los pies, nos
relacionamos con más personas de las que querríamos, pero a la hora de la
verdad, estamos solos. Recuerdo que llegaba a casa al amanecer después de una
noche dura sobre un escenario y estaba sola. Ni siquiera tenemos tiempo para
una familia. Yo soñaba con ello a menudo, y soñando se me fueron los años.
Él bebe café, sin decir palabra.
-Pero no hablemos del pasado. Ven
conmigo, debes sentirte lleno. ¡Con todo lo que has comido! ¿Por qué no te echas
un rato, querido?
Le lleva hasta el diván blanco y
desgastado que tiene a un lado del salón.
-Así, ponte cómodo. No te preocupes por
nada. Descansa. Si a los artistas no nos cuidan el resto, tendremos que
cuidarnos entre nosotros. A mí no me hace falta, pero yo cuidaré de ti. Eso es,
querido, relájate.
Le desanuda la corbata sucia y le abre la
camisa, cariñosa. Tiene las manos cálidas, grandes, de dedos rollizos y
tiernos. Le acaricia, aliviándole y sedienta ella también de él. Así que la
Bella, con sus aires de diva antigua, se apodera del cantante de París. Él,
aunque reticente al principio, piensa ¡Qué
carajo! ¿Vas a rechazar tú un polvo gratuito con el estómago lleno? Dócil y fácilmente. Para qué complicarse las
cosas. Después ella, como una cacatúa humana, sigue hablando. Y le chanteur sigue sin decir una sola
palabra.
-Un artista hasta en la cama –dice ella
mientras se mete el vestido por las piernas.
Le ayuda a vestirse. Le peina el cabello
con elegancia y le sacude la ropa roída.
-Vamos a hacer una cosa –le dice la Bella–.
Tal como te prometí en la nota, te voy a dar el dinero. Cada vez que vengas te
pagaré. He heredado una fortuna de la muerte de mi marido, bendito sea. Así te
ayudaré y no tendrás que estar mendigando monedas en la calle. Pero a la
próxima tendrás que cantarme. Sólo a mí –el
chanteur asiente, coge el dinero y se marcha por las escaleras. La Bella se
asoma al descansillo- ¡Vuelve pronto, querido! –Cuando lo ve desaparecer por
las escaleras, vuelve al interior y se asoma a la ventana - ¡Podríamos formar
un dúo la próxima vez! Nuestras voces sonarán espléndidas juntas.
Le chanteur debería haber gastado ese
dinero en una camisa nueva o en arreglarse las suelas de los zapatos, pero prefiere
comprar un par de botellas de ginebra importado. Para algo de dinero que tiene,
quiere darse un lujo. Así que cargando con las botellas se adentra en el barrio
más pobre de la glamurosa ciudad de París mientras la noche cae y el frío
empieza a calarle los huesos.
Entra en el pequeño bajo dónde vive y se
sirve de inmediato una copa. El olor del alcohol le arranca una sonrisa. Los
llantos del niño empiezan a atormentarle conforme su mujer se acerca al salón
desde el pasillo.
-Ah, ya estás aquí –le dice ella, que acuna
un bulto entre los brazos.– Y encima bebiendo como un cosaco. Como si el poco
dinero que traes no nos hiciera falta. ¿Es que no ves la barriga que traigo?
-¡Dile al maldito crío que deje de
llorar! –le espeta él, cogiendo el bulto con un brazo y lanzándolo con
violencia contra la pared del fondo.
El niño sigue llorando, y la mujer lo
recoge. La barriga de seis meses ya le pesaba suficiente, pero aún así vuelve a
cargar con su hijo en los brazos. Con una mirada de odio, se retira a la
habitación para dejarle tranquilo.
Él bebe hasta terminar las botellas y
después dejaría caer la cabeza en la mesa. Se queda dormido. Despertaría al día
siguiente para salir a la calle, a cantar, para volver con dos o tres tristes
monedas y una botella. Y así seguiría la rutina. Así es la vida de un
desgraciado cantante callejero.
Qué raro este relato.
ResponderEliminarMuy lineal: va y le pasa una cosa y vuelve y, de pronto, sin que nos hayan construido el personaje con esa personalidad, es malvado.
No se entiende.
Y no funciona.
Perdona las críticas. Te recuerdo que es sólo mi opinión.