¿De qué hablas cuando hablas
de olvido?
Pau lleva una semana metida en casa,
comiendo helado de chocolate y esperando a que el identificador de llamadas
registre un número largo y desconocido. Cuando suceda esto, si llega a suceder,
ella escuchará timbrar el teléfono un par de veces, sin prisa para guardar las
apariencias, descolgará el auricular, atenta a lo que pueda percibir al otro
lado de la línea. Una vez hecho, volverá a ducharse y empezará una de sus
limpias naturistas de intestino grueso.
Ese es el plan. Pero Pau
no cree que vaya a funcionar, como no ha funcionado ninguno otro desde hace
tres años. Su departamento huele a reclusión, el suelo está petado de cenizas y
colillas de tabaco. Ha de mantenerse despierta para escuchar cuando timbre el
teléfono, pues suena bajito desde que Lardilla lo tiró al suelo. Teme quedarse
dormida y no escucharlo. Lo que significa que tiene los ojos sumidos y marcadas
ojeras color verde mosca. Además tiene hambre de sólidos. Además, la primera
noche en vela, después de reposar la ingesta de un litro de helado, unas
burbujas muy hinchadas y transparentes le brotaron al interior de la boca. Le
ataca los nervios una de ellas, que de tan gorda, no puede reventarla y siente
como si intentase arrancarse con los dientes un pedazo de labio. Dr. Google
recomienda ignorarlas, anuncia algún tipo de herpes que desaparece con el
tiempo, sin tratamiento. Meditó, hizo cinco minutos de yoga, hasta leyó con tal
de olvidarse de la burbuja. Pero anoche perdió la fuerza de voluntad, y desde
entonces se la pasa tocando el bulto con la lengua, apresándolo entre los
dientes, bajo amenaza de explosión.
Cuando piensa en la
llamada que se supone, recibirá, Pau se ve a sí misma en la cocina, escogiendo
un par de platos, vasos y tenedores para poner la mesa. Y a Salvador,
removiendo una cazuela de pollo que esparce por la casa un tufo a romero, ajo y
vino blanco. Luego los ve reír, charlar, buscarse las miradas, regalarse un par
de caricias y empujarse a besos hasta la cama. Si ella estuviera en China,
sería él quien estaría metido en casa, oliendo los orines de Lardilla.
Ésta es la verdad. Pau
lo sabe, igual que sabe tendrá insomnio meses enteros, porque siempre tiene esa
maldita suerte. Tan mala como cuando se acaba el helado, y tiene que salir a
comprar otra tanda, no sin antes reventar, de una vez por todas, la puta
burbujita de los cojones.
Pau la aprehende con
los dientes, mientras se abrocha las agujetas de las zapatillas, como si así le
preocupara menos el dolor. Estira la espalda, se abrocha los botones de la
rebeca, suda, y decide que morderá la burbuja al terminar de acomodar el último
botón en su ojal. Aprieta los ojos y reprime un chillido que le sube desde el
vientre. La siente tronar, o eso le parece, cuando escucha los pasitos de
Lardilla atravesar la habitación.
En ese momento, con la
mente aturdida por el dolor, Pau oye a sus tripas crujir y un rasgado leve en
la puerta principal: resalta de entre las voces que pega la tele. Lo olvida
todo: hurón, tripas, herpes, y corre como poseída hasta pegar la oreja a la
puerta para intentar captar algún maullido. El rasguear se detiene. Pau asoma
por la mirilla sin ver a nadie. Vuelve a pegar la oreja y se acomoda a ras del
piso.
Pau mira alrededor. Lardilla
se ha acomodado en el sofá, demasiado tranquila.
Todo sigue igual: sus
calzones aún se secan sobre el calentador, montones de pañuelos usados hacen
bolas sobre el comedor. Mira bajo la puerta y no hay gatos ni nada. Reconoce
tener media burbuja despegada del labio, sin reventar, no sabe cómo. Al fin
escucha otro maullido. Y al asomarse otra vez mira las patitas peludas de un
minino, pero también la sombra de Raúl, que habrá conseguido hacerse del gato
con tal de entrar.
Es él, Pau lo sabe por
el chillido inconfundible que hacen sus sandalias anchas de goma. Raúl la
llama. Viene a contrariarla, está segura, porque le ha dicho: “Anda, Pau,
ábreme la puerta”, en lugar de “¿Te sobra un pimiento?” Insiste dos, tres
veces. Y no es sino a la tercera que Pau empieza la dura tarea de pensar cómo
quitárselo de encima. Lardilla levanta su nariz rechoncha cuando la mira pasar,
ida y vuelta, cartera en mano.
Resignada, sin quitar la cadena de la puerta,
por una rendija le dice, mientras sufre las punzadas de la burbuja medio
desprendida:
—Te abro si me traes
dos litros de helado de chocolate.
—Los gatos no compran
helado —Raúl interpone un pie para impedir que la puerta se cierre.
—Éste sí, si quiere entrar
—Pau le alcanza diez euros.
Raúl se mira las
sandalias. Sujeta la puerta con una mano.
—El caso es —empieza a
decir. Busca la mirada de Pau y ella advierte el arribo de unas palabras que no
le gusta escuchar—. ¡Siempre lo supiste! ¿No?
Pau no dice nada, se
limita a retroceder un paso y tocar con a lengua el espacio entre la burbuja
medio desprendida y su labio.
—Tenían un acuerdo. ¿Me
equivoco?
Pau sigue callada. Raúl
continúa:
—Salva se fue, Paulina.
Yo también lo siento. Somos todos amigos.
Alza la vista y mira a Pau
con tristeza, intenta acariciarle un brazo con la mano que sujetaba la puerta,
sin conseguirlo, pues demasiado estrecho es el espacio. Raúl busca reanimar sus
esperanzas, aclararle las ideas, como siempre. Pero la aspiración no cuaja
porque es demasiado optimista. Sólo se puede ayudar a alguien como Pau, si se
tiene en la boca una burbuja jodona que no revienta. Pero más que ayuda quiere
helado y le estira otra vez el dinero y le promete abrir la puerta cuando
vuelva con dos litros de chocolate extra.
—Vamos juntos por el
helado y aprovechas para pasear a Lardilla —insiste Raúl señalando al animal—.
Antes de irnos abre las ventanas y deja salir ese olor horrible —ordena,
aparentemente seguro de que ella obedecerá.
Pau observa un instante
su entorno. De pronto le parece insoportable el aroma del lugar, pero se niega
a salir. Mira con desdén al cuadrúpedo, rechoncho y larguirucho, que reposa
sobre el sofá.
—Yo quería un gato —reclama.
—Te traje a Donbigotes
—le anuncia Raúl. Pau cierra la puerta—. Me lo encontré en la calle… Debe tener
hambre. Le puse Donbigotes porque así habrías nombrado a Lardilla si en lugar
de hurón, Salva te hubiera regalado un gato, ¿verdad? —Pau abre la puerta.
En el transcurso del camino a la tienda, Pau
no habla ni mira a Raúl. Teme que si le hace charla, podría sucumbir a la
tentación de pensar idioteces. Entre más pronto vuelva a casa, menos
posibilidades habrá de perderse el momento en que suene el teléfono, escuche a
Salvador y empiece la limpia de perejil y ciruelas pasas.
Raúl
cuida de Lardilla y Donbigotes fuera, porque no se permite el paso de mascotas.
Mientras ella mete la nariz en el frigorífico de helados y decide comprar,
aprovechando el viaje, algún menjunje en la farmacia para curarse la herida del
labio, que no le ha dejado de punzar.
—¿Te
quedarás con Donbigotes? —pregunta Raúl, aparecido de pronto, con el gato y el
hurón metidos en bolsas aparte.
—Te
dije que me esperaras afuera —lo reprime Pau.
—Habrías
encontrado la manera de volver sin mí —advierte Raúl y hace esa mueca de
sabiondo infumable. —A que sí…
—La
habría encontrado —sentencia Pau, esquivándolo en busca de la farmacia.
—¿Te
piensas encerrar el resto de tus días?, ¿me vas a dejar a Lardilla? —le riñe
Raúl, cuidando no ser escuchado por la gente. Pau le arrebata la bolsa con
Donbigotes, comprueba que no es Lardilla, se la devuelve y le arrebata la otra
bolsa.
—Lamento
su separación, en verdad… —, dice Raúl mientras Pau se mira reflejada en sus
grandes ojos verdes y alcanza a notarse las ojeras.
—Algún
día tenía que pasar —susurra ella y baja la vista. Le tiemblan las piernas,
abraza el helado de chocolate y siente el frío colársele por el pecho.
Pau
no puede dejar de pensar en el teléfono, en su piso, y en la cajetilla de
cigarros rubios que esperan ser consumidos usando el váter, ensuciando la
cocina o acostada sobre la cama. El riesgo sigue allí afuera, junto a Raúl,
cerca de Donbigotes hambriento. Nunca había sentido tanta incertidumbre en su
vida. Pero ha de demostrar lo contrario.
—No
te preocupes por mí —dice Pau—. Lo superaré.
—¿Comiendo
puro helado de chocolate?, ¿dejando que el piso se inunde de mierda? —Raúl hace
una pausa, intenta abrazarla pero ella se suelta, camina un poco hasta llegar a
la farmacia y, al acercarse un joven, sin recordar el nombre del medicamento
para desaparecer herpes labial, decide mejor no pedir nada y disculparse.
Detesta la idea de tener que mostrarle al farmaceuta la asquerosa burbuja. Le
gustaría dejarle claro a Raúl que no tiene la obligación de mostrarse afligido
por ella.
Pau
sabe lo que sucedió. Salvador se fue a Shangai cuando ella esperaba le pidiera
matrimonio. No había nada más que él pudiera hacer para evitar la separación.
Ya no. La quiso como amiga, pero jamás como amante. Se preocupaba por ella,
únicamente, cuando se alejaban demasiado. La distancia, imagina Pau que piensa
Salvador, es el disolvente universal del sexo. Por eso Salvador, cuando pudo y
quiso: decidió besarla en público y no sólo en privado; le propuso viajar
juntos, luego de semanas sin llamadas o correos electrónicos; le regaló la
llave de su piso al desaparecer mes y medio; le presentó a sus padres, sólo cuando
Pau dejó de llamarlo, después de que él hiciera lo mismo al presentarle ella a
su madre, un domingo por coincidencia. Por eso Salvador le regaló a Lardilla y
le pidió vivieran juntos, por no dejar que la distancia disolviera el sexo.
Por
primera vez lo tiene todo muy claro. El error es de él. Cuando suene el
teléfono, se volverá a duchar. Ni siquiera tuvo que enfrentar la separación
estado Salvador en Sevilla. Se ha quedado sola. Bueno, con Lardilla. Pero un
día dormirá sin zozobra y comerá sólidos. Quizá hasta se compre un gato. Para
cuando Salvador vuelva, será demasiado tarde. Un año es mucho tiempo.
Suficiente como para desaparecer veinte burbujas de labio y hacerse varias
limpias de intestino grueso.
Raúl
alcanza a Pau y la observa, se percata ella, como si le apenasen los cabellos
rebeldes que no consiguió apresar haciéndose la coletilla. Él tiene las
pestañas muy largas y caídas, la frente perlada de sudor, como siempre.
Mostrando unos dientes apretados, puntiagudos, dice:
—Lo
estás llevando muy bien, Paulina. Pero estarías mejor si…
—Estaré
mejor —interrumpe Pau, harta.
—Yo
también me derrumbaría —continúa Raúl—. Cualquiera se abatiría.
—Tú
no sabes de la misa la mitad. Pero da igual. Estoy bien. —concluye Pau, altiva.
—Ese
será el peor día de mi vida —anuncia Raúl, antes de que Pau tome camino a la
caja registradora—. Si el Monstruo me dejara, no sé qué haría… —se le atrapan
dos lagrimitas en las pestañas, una por ojo.
—A
ustedes los separará la muerte, no el olvido —Pau le coge la mano a Raúl, le busca
el dedo anular de la mano izquierda y señala el delgado anillo de plata que
trae puesto—. Al menos tú tienes uno de estos.
—No
sabía que quisieras uno. Y quizá Salva tampoco lo sabía… Salían con otras
personas, Pau. ¿Por qué te engañas?
Pau
se encoge de hombros. Él salía con otras (quiere explicarle a Raúl, pero no lo
hace porque jamás se lo quitaría de encima) yo podía salir con otros, pero no
lo hacía. Aprisiona la burbuja entre los dientes y muerde con todas sus
fuerzas. Llora. Cuando Raúl se acerca a abrazarla, ella le entrega el helado,
los diez euros, se cubre la boca y le pide pagar mientras se mira la herida en
el servicio.
Apenas han puesto un pie en la calle, Raúl
desembolsa a Lardilla y Donbigotes y le pregunta:
—¿De
qué hablas cuando hablas de olvido?, ¿te lo sacarás del cuerpo como si fuera
una astilla?
Raúl
no deja de mirar a Pau como intentando destripar sus pensamientos. Ella se da
cuenta de que él esperaba una actuación diferente a la que le está ofreciendo,
más entusiasta y todo eso. Lo tiene demasiado acostumbrado a salvaguardar los
intereses de su amigo Salvador, a mostrar que antepone los sentimientos de él
sobre los propios. Ya le ha tocado escucharlo en ese plan optimista radical y
es, precisamente ese, el peligro.
Atraviesan
calle Castelar, en silencio. Pau no ha levantado la cabeza, ni ha pronunciando
palabra desde la última pregunta de Raúl, hasta ahora, que se detiene, abre el
bote de helado y comienza a comérselo con las manos:
—Quizá
exagero.
—Eso
debes hacer. Hallar una nueva perspectiva —se entusiasma Raúl.
—Sencillamente
no quiero saber de él por un tiempo, ¿comprendes? —dice Pau, y tras esa
monstruosa mentira le invade una sensación de ligereza. Le incomoda al
principio, pero casi de inmediato comienza a disfrutarla. A partir de ese
momento será capaz de decir cualquier cosa. Sonríe—. Supongo que estaría mejor
si hubiésemos hablado antes de marcharse como lo hizo. A mitad de la noche,
apenas avisándome de la oferta de trabajo que un mes antes le hicieron.
—Ya
veo venir una mejoría —le dice Raúl—. Venga, púrgate Pau.
Pau
ya no sabe qué más decir. Baja la mirada y sigue comiendo helado de chocolate.
—La
primera noche que pasamos juntos en Cádiz —continúa luego de un rato— más bien
a la mañana siguiente, me avisó: lo llamaron a una junta de trabajo urgente. Queríamos
pasar el día en la playa, pero lo comprendí, aunque lo eché de menos. Ese día
me dolió la cara de tanto sonreír —Pau hace una pausa y finge, por un momento,
no querer más helado de chocolate—. Quizá consiga que me duela la cara todo un
año.
Raúl
intenta probar el chocolate, pero Pau se lo impide protegiendo el bote entre
sus brazos. Ambos ríen. Zambulle ella sus dedos flacos en el postre a medio
derretir, ya sin importarle tenerlos morados de frío. Cuando se lo ingiere, siente
cómo el chocolate se le mete en la herida del labio, produciéndole una especie
de ardor. Cierra los ojos. Ve la puesta del sol en Chipiona, escucha el
murmullo de los pocos y lejanos bañistas. A unos metros, encuentra la figura
musculosa y desnuda de Salvador, que boca abajo, toma los últimos rayos de sol
para broncearse las nalgas. Desliza la vista con lentitud hasta detenerse,
inevitablemente, en esas muy firmes y lampiñas posaderas. De pronto él la
descubre mirándolo, con una sonrisa y el gesto de sacudirse la arena del culo.
—¿Qué paso sigue, Pau?,
¿qué harás? —pregunta Raúl.
—Cuando hablo de olvido
—contesta— no hablo de sacármelo del cuerpo como si fuera una espina. Tú sabes
cuánto lo quiero —y siente un jugo gástrico subirle hasta la garganta.
—Te pondrás mejor
—acaba Raúl.
Pau no está segura de
qué pensar. Espera escucharlo decir más, pero Raúl calla. Lardilla y Donbigotes
lamen gotas de helado en el suelo. Raúl los coge, uno en cada brazo, y Pau y él
retoman la andanza. Pau se da cuenta de que Raúl ya está más tranquilo, la
decepciona un poco dejar el paripé. Se divertía como no hacía desde hace una
semana.
Lo de la junta urgente
de trabajo es mentira. Salvador y ella pasaron juntos dos días luego de aquella
tarde de coqueteos y puesta de sol. Hicieron el amor muchas veces y se hartaron
de gambas. Desde el principio, Salvador se lo dejó muy claro: “Nunca he tenido
novia formal y mi lista de amigas es amplia, ¿quieres ser mi amiga?” Y
entonces, hipnotizada por la belleza varonil del gandul castizo, aceptó ser su
amiga sin temor a arrepentirse.
Sin mucha demora creció
su interés por él, y sin ser consciente comenzó a exigirle compromisos. Sufría
no ser besada en público, apenas tener anécdotas conjuntas que compartir con
los demás, no haber viajado solos, no conocer a sus padres, no cuidar juntos un
gato, etc. Guardó, sin saberlo, la esperanza absurda de ser exclusivos uno del
otro, de amanecer a su lado todos los días y pelearse con él por usar la ducha
o no fregar los platos de la cena, hasta que lo consiguió, al menos
parcialmente: porque ni se hicieron exclusivos, ni amanecían siempre juntos, ni
se peleaban por la ducha y él no sólo lavaba los trastes sucios de la cena,
sino también los de la comida y el desayuno.
Pau hizo todo lo que
pudo para enamorar a Salvador. Pero él, sigue creyendo ella, estaba ciego. Nunca
quiso darse cuenta de lo que tenían, de lo bien que estaban los dos sin
necesidad de nadie más. Así, acariciándose el cabello hasta dormir plácidamente,
burlándose de Lardilla cuando se tiraba pedos, caminando las calles de la
judería a media noche, besándose en cada esquina.
Salvador se fue a China
hace una semana y Pau espera desde entonces su llamada, para escucharlo decir
cualquier cosa, quizá: estoy bien, o cuídate mucho, sin contestarle
absolutamente nada. Sin pronunciar palabra alguna, ni respirar aceleradamente,
ni llorar, mucho menos eso, hasta que él cuelgue. Sabe que va a afectarlo,
porque siempre era ella quien llamaba primero, porque los años que estuvo con
él fueron suficientes para aprender: Salvador es ese tipo de hombres que no hacen
vida de pareja. Es más bien, de esos guapos tan guapos, que no están dispuestos
a sacar sus carnes del mercado antes de los cincuenta, y se sienten derrotados
cuando, habiendo demasiada distancia de por medio entre sus “amigas” y ellos,
pierden toda posibilidad de seguir haciéndoles el amor en un futuro. Lo va a
afectar (piensa Pau mientras Raúl persigue a Lardilla y ella engulle,
desvergonzada, un puño entero de helado de chocolate) porque lo hará probar una
cucharada de su propia medicina: Salvador es ese tipo de hombres que cuando se
alejan lo suficiente para poder olvidarlos, te regalan una mascota. Pero esta
vez, ya nada puede ofrecerle Salvador.
Pau ya lamenta minuto a
minuto, y sufrirá todavía más después de la llamada. Pero hay cierto placer en
ese sufrimiento porque piensa que Salvador sabrá lo desgraciada que es ahora. Y
ese conocimiento le causará dolor a él. Nunca tanto como el que ella siente,
similar a martillearse los dientes con la uña de un dedo hasta aflojárselos y
sangrar, pero es el peor dolor que ella puede causarle y servirá.
Pau ha terminado otro litro de helado y
Raúl tiene hambre, o al menos eso le parece a ella porque él ha mirado con
ansiedad de perro sin dueño, todos los bares de tapas que se les cruzan por el
camino. Es hora de volver a casa, piensa Pau, pero antes de agradecer las
atenciones de Raúl y escabullirse, él la incordia describiéndole un buffet de
chinos que está “para salir rodando”.
Pau
intenta no poner atención a sus palabras. Pero la lleva inevitablemente a
pensar en sólidos y descubre, no sin sorpresa, que las tripas le crujen las
tres veces que Raúl pronuncia las palabras “rollito primavera”. Le parece
ofensivo que Raúl le hable de comida china. ¡China! Pero no se atreve a decirle
nada porque reconoce en la reseña culinaria, una total ausencia de mala leche.
Raúl come. Salvador caga. Pau bebe. Así son las cosas: Pau repite mentalmente
esa frase que un día, ironías aparte, el Monstruo se inventó. Pasado un rato, Pau
no es capaz de pensar en otra cosa que arroz tres delicias, gambas salteadas
con bambú y setas, bolitas de cerdo rebosado bañadas en salsa agridulce,
verduras varias, picadas y cocidas al vapor con una pizquita de sal. Saliva, se
pone nerviosa, y aunque quiere con todas sus fuerzas, no se atreve a callarlo.
Raúl la invita:
—¿Nos
pegamos un festín?
—No
sé —responde Pau.
—Te
vendrá estupendo estar fuera de casa otro rato, Pau. Deberías apuntarte. No
puedes seguir allí metida —Raúl insiste. Y a Pau, de pronto, le gustaría
quererlo menos.
—Quizá
pueda beberme algo —se resigna, Pau, con la esperanza de satisfacer, una vez
por todas, los bríos solidarios de Raúl, aliviándose con la idea de que la
comida china, fuera de China, es todo menos china.
—Así
se habla, Pau. ¿Lo ves? Ya estás mejor —Raúl la coge por el brazo y aceleran
con rumbo a avenida Miraflores.
Pau patea con fuerza
las naranjas que se encuentra en el camino mientras Raúl la pone al tanto de
sus últimas discusiones conyugales. Que si les falta espacio, o uno ronca más
fuerte que el otro, o que Raúl prefiere no guardar los zapatos, mientras el
Monstruo los organiza, apilados unos encima de otros, a falta de un buen cajón.
Dejan atrás la camisería de tres por diez, el bingo de hasta las tantas los
domingos y dos paradas de autobús, hasta llegar a esquina con avenida de Llanes.
Desde allí, ven el
restaurante que está en contra esquina y un anuncio espectacular de rebajas al
cincuenta por ciento en muebles y artículos para el hogar, en el gran bazar
chino de dos cuadras más adelante.
—Faltaba más —dice Pau
cuando lo ve.
Raúl, que ahora le
recomienda cocinarse tacos de cochinita pibil, no la escucha, y ella piensa,
acongojada: me prohibiré la costumbre de alimentar gatos hambrientos que
rasguen mi puerta.
Entran al restaurante,
no sin antes volver a guardar, bolsas aparte, a Lardilla y Donbigotes. Pau
recorre con la vista aquél lugar y le apetece calificarlo el más kitsch de
Sevilla. El aire está caliente y huele a fritos, pero no le da fatiga. Ni la
fonda más sencilla de Shangai puede tener tan mala pinta, imagina. Un hombre de
rodada magnum ingiere, alegremente, el contenido de un wok haciendo alarde de
su maestría para usar palillos. Pau siente con la lengua el despellejadero de
piel que tiene donde estaba la burbuja y descubre, justo a un costado, un nuevo
bulto. Reflexiona si debe comerse, aunque sea, medio rollito primavera y piensa:
quizá Salvador me ha llamado ya, quizá podría necesitar menos esa llamada para
comerme, con el cuidado de escurrirle bien la grasa, un buen medio rollo
primavera.
Y se decide. Y lo pide,
y lo divide y le escurre la grasa, pero no puede comérselo. Le duele la herida
del labio, y la otra burbuja parece hincharse con velocidad. Mientras Raúl
devora una porción de pan de gambas y el entrante de arroz, ella se pide agua
con hielo y pasa directo al postre: una bola de helado de chocolate, servido en
una copa metálica, que a su vez reposa sobre un mini plato. No sabe qué es más
ridículo, si la copa sobre el platito o que come helado de chocolate en un
restaurante chino, o que se acaba de beber un litro entero de lo mismo.
Pau se muerde las uñas,
escucha hablar a Raúl sobre las botas militares que se compró en Londres y el
Monstruo no soporta ver en ningún sitio.
—Por ejemplo. Las dejé
un día junto al frigo, junto a la entrada —dice— y de pronto el Monstruo llega
y se tropieza con ellas. No te puedes imaginar las horas que invertimos
discutiendo sobre eso.
Entre palabra y
palabra, Raúl termina de engullir cada partícula de comida y le pega dos o tres
tragos a una cerveza. Arrastra hasta su lado de la mesa el rollito primavera de
Pau y le pega un bocado.
—Estoy cansado de
pelearme con él por tonterías —continúa— como si no pudieran quedarse mis botas
en un rinconcito… Compraré un cajón para zapatos.
Si
no hiciera el ejercicio de paciencia que ahora lleva a cabo, Pau, más allá de
mirar con falso interés a los chihuahua que dos pijas pasean por la calle, no
conseguiría conservar su amistad con Raúl y habría tardado menos en volver a
recluirse en casa, sin ser feliz ni creer que puede serlo. No le pone un hasta
aquí, porque Raúl es todo buenas intenciones. Y lo estima.
Lo
que menos necesita Pau es volver a tener esperanzas. Y pensar en la rutina de un
matrimonio feliz, no es precisamente la mejor estrategia para erradicarlas.
—Debería
aprovechar las rebajas del bazar. Tal vez tengan algo, ¿no crees? —le pide
opinión Raúl cuando termina el rollito primavera y se limpia los labios con el dorso
de la mano.
—¿Creer
qué? —pregunta Pau, rascando el fondo de la copa ya sin helado.
Raúl vuelve a mirarla con escepticismo,
ella lo nota. Y antes de que pueda él decirle cualquier otra cosa, Pau levanta
una mano y llama al camarero.
Se
acerca un muy delgado y sonriente chinito que amablemente se pone a su
disposición. Ella le encarga la cuenta y otra bola de helado de chocolate.
—¿Creer
qué? —repite Pau.
—Voy
a comprarle un cajón para los zapatos, ¿me acompañas? —le responde Raúl.
—Yo
me quedo con el helado —dice Pau—. Pero ve tú, que seguro se pone contento el
Monstruo con un escondite nuevo para tus botas.
Raúl le habría dicho ni
hablar, mujer, de aquí yo no me muevo y vamos juntos, hasta convencerla de no
volver esa noche a casa, poniéndole de frente una cena maravillosa de comida
mexicana, ofreciéndole una cama con sábanas limpias y hasta un masaje en los
pies. Pero Pau se lo impide tapándole la boca con la mano y se pone la bolsa
que contiene a Lardilla sobre las piernas. Él, resignado, triste porque nunca
antes Pau se había negado a sus cuidados, se despide con dos besos, uno en cada
mejilla y apenas sale del restaurante, deja que Donbigotes corra sin rumbo.
Entonces el chinito
vuelve con más helado de chocolate y cuando lo deja en la mesa, Pau le mira en
el dedo anular izquierdo una alianza de oro, gruesa y brillante. Se pregunta si
Salvador la ha llamado ya y niega con la cabeza. Se pregunta también si en Shangai
existirá una mujer capaz de amarlo más, y si la puta vida le jugaría la mala
pasada de ponerla frente a él.
El camarero la mira compasivamente,
le sonríe, se agacha, le dice unas palabras en chino que ella no comprende, tal
vez un consejo, y la deja comer. Si ella fuera el chino, no sonreiría, no se
agacharía ni hablaría a los extraños. No habría atravesado el mundo para montar
un restaurante en Sevilla. Se pregunta si el camarero tiene una Pau en Shangai,
y si a esa otra también se le hinchan burbujas en los labios.
Sale del restaurante y deja que Lardilla
la siga de camino a casa. A paso lento, Pau siente calor y se quita la rebeca.
Un minuto después, se avergüenza al verse reflejada en los cristales de una
peluquería, desde donde cuatro señoras lamentan la apariencia descuidada en un
una mujer tan bella, al parecer, perseguida por una rata, descifra Pau que
piensa el grupo de marujas cuando éstas se cubren la nariz. Cuando Pau levanta
los brazos para peinarse mejor la coletilla del pelo, percibe un olor a sudor
agrio, proveniente de sus axilas.
Sobre
la misma acera, un par de chicas adolescentes se le adelantan en el camino,
dejando una estela cítrica y deliciosa en el aire. De frente, un hombre
robusto, pero nada feo, les sigue el paso, agradeciendo con una sonrisa la
belleza de las chicas. El mismo hombre, cuando pasa junto a Pau, sigue de
frente sin inmutarse.
A
Pau le crujen las tripas. Se cubre con una mano los rayos del sol que le ciegan
un poco la vista y comienza a punzarle la nueva burbujita. Su respiración se
acelera.
—Hay
que joderse con el puto herpes —bufa—. Maldito sol.
Vuelve la vista al
restaurante que ha dejado ya muy atrás. Maldito chino.
Se
reprocha haber caído en la trampa de Raúl. Maldito gusto por los gatos. Piensa en
Donbigotes. ¿Por qué todo el mundo se preocupa por ella? ¿Por qué no la dejan
sola, bueno, con Lardilla, pero en paz? Una vez escuchadas las dádivas de
ánimo, los consejos no pedidos, incluso en idiomas incomprensibles, es difícil
ignorarlos. Hacen pensar cosas. Es como cuando uno bebe jarabe amargo; el sabor
permanece en la boca lo suficiente como para recordarlo y detestarlo, aunque te
alivie la tos. A Pau no le interesa pensar cosas. No tiene ya nada que pensar.
Abre la puerta de casa
y va directo al contestador: una llamada sin mensaje. Su corazón palpita
acelerado. El identificador de llamadas registra en mayúsculas: NÚMERO PRIVADO.
Nerviosa, descuelga el auricular, escucha el tono y cuelga. Vuelve a descolgar,
se queda a medio marcar y cuelga nuevamente. Pau no tiene intención de
llamarlo. No lo hará. Desconecta el cable del teléfono, rectifica y vuelve a
conectarlo.
Lardilla podría
acompañar el espectáculo con unas palomitas, así como está ya, tan pancha en el
sofá. Pau le dedica una mirada desdeñosa y busca en el baño alivio a sus
heridas bucales. Mientras aprecia en el espejo lo grande e hinchada que se ha
puesto la nueva burbuja, voltea de vez en vez hacia el teléfono y decide,
categóricamente, que no dará más vueltas al asunto.
Porque, para qué. Un
día recibes besos detrás de las orejas y al otro esas misas orejas escuchan que
los labios que las besaron se largan a Shangai. El paso de un día a otro es
puro desperdicio. Para qué pensar, da miedo.
Hace unas semanas Pau
vio en la calle a una mendiga, vieja y delgada, rodeada por muchos gatos, les
hablaba. Pensó: “Esa puedo ser yo”. Inmediatamente después, llevada por una
fuerza incontenible que la obligó a revolver sus ideas, evitó pensar en lo
absurda de su circunstancia junto a un hombre vanidoso, evitó pensar que un día
terminarían, aunque una incertidumbre soportable le dijera durante mucho tiempo
lo contrario. Pero esa no es la razón por la que Pau no cree que deba pensar
cosas. Hay algo todavía peor que no debe tener en cuenta, ni tendrá.
Pau se mira
detenidamente en el espejo, una vez que ha limpiado su rostro con una toalla
húmeda. Intenta concentrarse en cómo hará para desinflamar las bolsas negras bajo
sus ojos, pero no lo consigue, porque sabe: detrás de esa mujer insomne y
triste, hay otra descansada y poderosa que busca, contra la voluntad de la
primera, revelar una verdad por ambas conocida; una simple y tormentosa verdad:
si Salvador no se casa con Pau, lo hará con otra, tarde o temprano. Pau, la
insomne y triste, no puede aceptar esperarlo hasta que él finalmente decida vivir
en pareja, única y exclusivamente con ella. Parpadea. Su mirada recorre,
angustiada, los contornos en relieve del espejo, hasta dibujar un mapa
circular. Siente el sudor brotarle por los poros, y el feto de una tercer
burbuja, ahora en el labio superior. Puede mantenerse lo suficientemente lejos
de Salvador, durante el tiempo necesario. Se colocará donde no pueda verla, ni
escucharla, ni tocarla, ni besarla, ni estrujarle el cuerpo de esa manera
tierna y descuidada en que solía amasarle las carnes. Así lo castigará, se
supone. Cierra los ojos.
Y se supone porque,
hasta donde tiene claro, certezas de sufrimiento las tiene, de momento, sólo ella:
la Pau descansada y poderosa. Tiene que acabar con esto. La está matando. Y
como si llevara una semana entera planeándolo, sabe exactamente lo que hará:
Irá al médico por una
receta de Aciclovir para combatir el herpes. Se duchará. Olvidará la limpia de
intestino grueso. Comerá una sopa de verduras. Hará limpieza en casa, luego las
maletas. Encargará a Raúl el cuidado de Lardilla. Comprará el vuelo más próximo
con dirección a Shangai. Buscará un asiento solitario en el avión, una vez
despegue. Dormirá todo el camino y las ojeras de los ojos habrán desaparecido.
En Pudong, comprobará que hasta los restaurantes del aeropuerto, que en
cualquier parte del mundo tienen mala fama, no se parecerán ni un poquito al
Wok de Avenida Miraflores. Pedirá un taxi y le explicará con mímica al chofer,
cuánta prisa tiene por llegar al Jin Jang Oriental Palace. Esperará
impacientemente hasta llegar, donde un botones la recibirá y acompañará a la
recepción.
El ambiente de lujo
perturba a Pau. No sabía que el trabajo de Salvador en Shangai le dejaría plata
como para vivir un año en ese hotel cinco estrellas.
—Welcome, miss. I can help you? —pregunta la china con sonrisa de
plástico, en un inglés mascado que Pau entiende a la perfección.
—Yes, please. I look for Salvador Merino —contesta Pau, emocionada.
—I am sorry, miss. Who?
Pau lleva tres meses metida en casa,
comiendo helado de chocolate y esperando a que el identificador de llamadas
registre un número, quizá largo, pero definitivamente desconocido.
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