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viernes, 18 de mayo de 2012

-Relato 3, Israel Pintor


¿De qué hablas cuando hablas de olvido?

Pau lleva una semana metida en casa, comiendo helado de chocolate y esperando a que el identificador de llamadas registre un número largo y desconocido. Cuando suceda esto, si llega a suceder, ella escuchará timbrar el teléfono un par de veces, sin prisa para guardar las apariencias, descolgará el auricular, atenta a lo que pueda percibir al otro lado de la línea. Una vez hecho, volverá a ducharse y empezará una de sus limpias naturistas de intestino grueso.
Ese es el plan. Pero Pau no cree que vaya a funcionar, como no ha funcionado ninguno otro desde hace tres años. Su departamento huele a reclusión, el suelo está petado de cenizas y colillas de tabaco. Ha de mantenerse despierta para escuchar cuando timbre el teléfono, pues suena bajito desde que Lardilla lo tiró al suelo. Teme quedarse dormida y no escucharlo. Lo que significa que tiene los ojos sumidos y marcadas ojeras color verde mosca. Además tiene hambre de sólidos. Además, la primera noche en vela, después de reposar la ingesta de un litro de helado, unas burbujas muy hinchadas y transparentes le brotaron al interior de la boca. Le ataca los nervios una de ellas, que de tan gorda, no puede reventarla y siente como si intentase arrancarse con los dientes un pedazo de labio. Dr. Google recomienda ignorarlas, anuncia algún tipo de herpes que desaparece con el tiempo, sin tratamiento. Meditó, hizo cinco minutos de yoga, hasta leyó con tal de olvidarse de la burbuja. Pero anoche perdió la fuerza de voluntad, y desde entonces se la pasa tocando el bulto con la lengua, apresándolo entre los dientes, bajo amenaza de explosión.
Cuando piensa en la llamada que se supone, recibirá, Pau se ve a sí misma en la cocina, escogiendo un par de platos, vasos y tenedores para poner la mesa. Y a Salvador, removiendo una cazuela de pollo que esparce por la casa un tufo a romero, ajo y vino blanco. Luego los ve reír, charlar, buscarse las miradas, regalarse un par de caricias y empujarse a besos hasta la cama. Si ella estuviera en China, sería él quien estaría metido en casa, oliendo los orines de Lardilla.
Ésta es la verdad. Pau lo sabe, igual que sabe tendrá insomnio meses enteros, porque siempre tiene esa maldita suerte. Tan mala como cuando se acaba el helado, y tiene que salir a comprar otra tanda, no sin antes reventar, de una vez por todas, la puta burbujita de los cojones.
Pau la aprehende con los dientes, mientras se abrocha las agujetas de las zapatillas, como si así le preocupara menos el dolor. Estira la espalda, se abrocha los botones de la rebeca, suda, y decide que morderá la burbuja al terminar de acomodar el último botón en su ojal. Aprieta los ojos y reprime un chillido que le sube desde el vientre. La siente tronar, o eso le parece, cuando escucha los pasitos de Lardilla atravesar la habitación.
En ese momento, con la mente aturdida por el dolor, Pau oye a sus tripas crujir y un rasgado leve en la puerta principal: resalta de entre las voces que pega la tele. Lo olvida todo: hurón, tripas, herpes, y corre como poseída hasta pegar la oreja a la puerta para intentar captar algún maullido. El rasguear se detiene. Pau asoma por la mirilla sin ver a nadie. Vuelve a pegar la oreja y se acomoda a ras del piso.
Pau mira alrededor. Lardilla se ha acomodado en el sofá, demasiado tranquila.
Todo sigue igual: sus calzones aún se secan sobre el calentador, montones de pañuelos usados hacen bolas sobre el comedor. Mira bajo la puerta y no hay gatos ni nada. Reconoce tener media burbuja despegada del labio, sin reventar, no sabe cómo. Al fin escucha otro maullido. Y al asomarse otra vez mira las patitas peludas de un minino, pero también la sombra de Raúl, que habrá conseguido hacerse del gato con tal de entrar.
Es él, Pau lo sabe por el chillido inconfundible que hacen sus sandalias anchas de goma. Raúl la llama. Viene a contrariarla, está segura, porque le ha dicho: “Anda, Pau, ábreme la puerta”, en lugar de “¿Te sobra un pimiento?” Insiste dos, tres veces. Y no es sino a la tercera que Pau empieza la dura tarea de pensar cómo quitárselo de encima. Lardilla levanta su nariz rechoncha cuando la mira pasar, ida y vuelta, cartera en mano.
 Resignada, sin quitar la cadena de la puerta, por una rendija le dice, mientras sufre las punzadas de la burbuja medio desprendida:
—Te abro si me traes dos litros de helado de chocolate.
—Los gatos no compran helado —Raúl interpone un pie para impedir que la puerta se cierre.
—Éste sí, si quiere entrar —Pau le alcanza diez euros.
Raúl se mira las sandalias. Sujeta la puerta con una mano.
—El caso es —empieza a decir. Busca la mirada de Pau y ella advierte el arribo de unas palabras que no le gusta escuchar—. ¡Siempre lo supiste! ¿No?
Pau no dice nada, se limita a retroceder un paso y tocar con a lengua el espacio entre la burbuja medio desprendida y su labio.
—Tenían un acuerdo. ¿Me equivoco?
Pau sigue callada. Raúl continúa:
—Salva se fue, Paulina. Yo también lo siento. Somos todos amigos.
Alza la vista y mira a Pau con tristeza, intenta acariciarle un brazo con la mano que sujetaba la puerta, sin conseguirlo, pues demasiado estrecho es el espacio. Raúl busca reanimar sus esperanzas, aclararle las ideas, como siempre. Pero la aspiración no cuaja porque es demasiado optimista. Sólo se puede ayudar a alguien como Pau, si se tiene en la boca una burbuja jodona que no revienta. Pero más que ayuda quiere helado y le estira otra vez el dinero y le promete abrir la puerta cuando vuelva con dos litros de chocolate extra.
—Vamos juntos por el helado y aprovechas para pasear a Lardilla —insiste Raúl señalando al animal—. Antes de irnos abre las ventanas y deja salir ese olor horrible —ordena, aparentemente seguro de que ella obedecerá.
Pau observa un instante su entorno. De pronto le parece insoportable el aroma del lugar, pero se niega a salir. Mira con desdén al cuadrúpedo, rechoncho y larguirucho, que reposa sobre el sofá.
—Yo quería un gato —reclama.
—Te traje a Donbigotes —le anuncia Raúl. Pau cierra la puerta—. Me lo encontré en la calle… Debe tener hambre. Le puse Donbigotes porque así habrías nombrado a Lardilla si en lugar de hurón, Salva te hubiera regalado un gato, ¿verdad? —Pau abre la puerta.

En el transcurso del camino a la tienda, Pau no habla ni mira a Raúl. Teme que si le hace charla, podría sucumbir a la tentación de pensar idioteces. Entre más pronto vuelva a casa, menos posibilidades habrá de perderse el momento en que suene el teléfono, escuche a Salvador y empiece la limpia de perejil y ciruelas pasas.
            Raúl cuida de Lardilla y Donbigotes fuera, porque no se permite el paso de mascotas. Mientras ella mete la nariz en el frigorífico de helados y decide comprar, aprovechando el viaje, algún menjunje en la farmacia para curarse la herida del labio, que no le ha dejado de punzar.
            —¿Te quedarás con Donbigotes? —pregunta Raúl, aparecido de pronto, con el gato y el hurón metidos en bolsas aparte.
            —Te dije que me esperaras afuera —lo reprime Pau.
            —Habrías encontrado la manera de volver sin mí —advierte Raúl y hace esa mueca de sabiondo infumable. —A que sí…
            —La habría encontrado —sentencia Pau, esquivándolo en busca de la farmacia.
            —¿Te piensas encerrar el resto de tus días?, ¿me vas a dejar a Lardilla? —le riñe Raúl, cuidando no ser escuchado por la gente. Pau le arrebata la bolsa con Donbigotes, comprueba que no es Lardilla, se la devuelve y le arrebata la otra bolsa.
            —Lamento su separación, en verdad… —, dice Raúl mientras Pau se mira reflejada en sus grandes ojos verdes y alcanza a notarse las ojeras.
            —Algún día tenía que pasar —susurra ella y baja la vista. Le tiemblan las piernas, abraza el helado de chocolate y siente el frío colársele por el pecho.
            Pau no puede dejar de pensar en el teléfono, en su piso, y en la cajetilla de cigarros rubios que esperan ser consumidos usando el váter, ensuciando la cocina o acostada sobre la cama. El riesgo sigue allí afuera, junto a Raúl, cerca de Donbigotes hambriento. Nunca había sentido tanta incertidumbre en su vida. Pero ha de demostrar lo contrario.
            —No te preocupes por mí —dice Pau—. Lo superaré.
            —¿Comiendo puro helado de chocolate?, ¿dejando que el piso se inunde de mierda? —Raúl hace una pausa, intenta abrazarla pero ella se suelta, camina un poco hasta llegar a la farmacia y, al acercarse un joven, sin recordar el nombre del medicamento para desaparecer herpes labial, decide mejor no pedir nada y disculparse. Detesta la idea de tener que mostrarle al farmaceuta la asquerosa burbuja. Le gustaría dejarle claro a Raúl que no tiene la obligación de mostrarse afligido por ella.
            Pau sabe lo que sucedió. Salvador se fue a Shangai cuando ella esperaba le pidiera matrimonio. No había nada más que él pudiera hacer para evitar la separación. Ya no. La quiso como amiga, pero jamás como amante. Se preocupaba por ella, únicamente, cuando se alejaban demasiado. La distancia, imagina Pau que piensa Salvador, es el disolvente universal del sexo. Por eso Salvador, cuando pudo y quiso: decidió besarla en público y no sólo en privado; le propuso viajar juntos, luego de semanas sin llamadas o correos electrónicos; le regaló la llave de su piso al desaparecer mes y medio; le presentó a sus padres, sólo cuando Pau dejó de llamarlo, después de que él hiciera lo mismo al presentarle ella a su madre, un domingo por coincidencia. Por eso Salvador le regaló a Lardilla y le pidió vivieran juntos, por no dejar que la distancia disolviera el sexo.
            Por primera vez lo tiene todo muy claro. El error es de él. Cuando suene el teléfono, se volverá a duchar. Ni siquiera tuvo que enfrentar la separación estado Salvador en Sevilla. Se ha quedado sola. Bueno, con Lardilla. Pero un día dormirá sin zozobra y comerá sólidos. Quizá hasta se compre un gato. Para cuando Salvador vuelva, será demasiado tarde. Un año es mucho tiempo. Suficiente como para desaparecer veinte burbujas de labio y hacerse varias limpias de intestino grueso.
            Raúl alcanza a Pau y la observa, se percata ella, como si le apenasen los cabellos rebeldes que no consiguió apresar haciéndose la coletilla. Él tiene las pestañas muy largas y caídas, la frente perlada de sudor, como siempre. Mostrando unos dientes apretados, puntiagudos, dice:
            —Lo estás llevando muy bien, Paulina. Pero estarías mejor si…
            —Estaré mejor —interrumpe Pau, harta.
            —Yo también me derrumbaría —continúa Raúl—. Cualquiera se abatiría.
            —Tú no sabes de la misa la mitad. Pero da igual. Estoy bien. —concluye Pau, altiva.
            —Ese será el peor día de mi vida —anuncia Raúl, antes de que Pau tome camino a la caja registradora—. Si el Monstruo me dejara, no sé qué haría… —se le atrapan dos lagrimitas en las pestañas, una por ojo.
            —A ustedes los separará la muerte, no el olvido —Pau le coge la mano a Raúl, le busca el dedo anular de la mano izquierda y señala el delgado anillo de plata que trae puesto—. Al menos tú tienes uno de estos.
            —No sabía que quisieras uno. Y quizá Salva tampoco lo sabía… Salían con otras personas, Pau. ¿Por qué te engañas?
            Pau se encoge de hombros. Él salía con otras (quiere explicarle a Raúl, pero no lo hace porque jamás se lo quitaría de encima) yo podía salir con otros, pero no lo hacía. Aprisiona la burbuja entre los dientes y muerde con todas sus fuerzas. Llora. Cuando Raúl se acerca a abrazarla, ella le entrega el helado, los diez euros, se cubre la boca y le pide pagar mientras se mira la herida en el servicio.

Apenas han puesto un pie en la calle, Raúl desembolsa a Lardilla y Donbigotes y le pregunta:
            —¿De qué hablas cuando hablas de olvido?, ¿te lo sacarás del cuerpo como si fuera una astilla?
            Raúl no deja de mirar a Pau como intentando destripar sus pensamientos. Ella se da cuenta de que él esperaba una actuación diferente a la que le está ofreciendo, más entusiasta y todo eso. Lo tiene demasiado acostumbrado a salvaguardar los intereses de su amigo Salvador, a mostrar que antepone los sentimientos de él sobre los propios. Ya le ha tocado escucharlo en ese plan optimista radical y es, precisamente ese, el peligro.
            Atraviesan calle Castelar, en silencio. Pau no ha levantado la cabeza, ni ha pronunciando palabra desde la última pregunta de Raúl, hasta ahora, que se detiene, abre el bote de helado y comienza a comérselo con las manos:
            —Quizá exagero.
            —Eso debes hacer. Hallar una nueva perspectiva —se entusiasma Raúl.
            —Sencillamente no quiero saber de él por un tiempo, ¿comprendes? —dice Pau, y tras esa monstruosa mentira le invade una sensación de ligereza. Le incomoda al principio, pero casi de inmediato comienza a disfrutarla. A partir de ese momento será capaz de decir cualquier cosa. Sonríe—. Supongo que estaría mejor si hubiésemos hablado antes de marcharse como lo hizo. A mitad de la noche, apenas avisándome de la oferta de trabajo que un mes antes le hicieron.
            —Ya veo venir una mejoría —le dice Raúl—. Venga, púrgate Pau.
            Pau ya no sabe qué más decir. Baja la mirada y sigue comiendo helado de chocolate.
            —La primera noche que pasamos juntos en Cádiz —continúa luego de un rato— más bien a la mañana siguiente, me avisó: lo llamaron a una junta de trabajo urgente. Queríamos pasar el día en la playa, pero lo comprendí, aunque lo eché de menos. Ese día me dolió la cara de tanto sonreír —Pau hace una pausa y finge, por un momento, no querer más helado de chocolate—. Quizá consiga que me duela la cara todo un año.
            Raúl intenta probar el chocolate, pero Pau se lo impide protegiendo el bote entre sus brazos. Ambos ríen. Zambulle ella sus dedos flacos en el postre a medio derretir, ya sin importarle tenerlos morados de frío. Cuando se lo ingiere, siente cómo el chocolate se le mete en la herida del labio, produciéndole una especie de ardor. Cierra los ojos. Ve la puesta del sol en Chipiona, escucha el murmullo de los pocos y lejanos bañistas. A unos metros, encuentra la figura musculosa y desnuda de Salvador, que boca abajo, toma los últimos rayos de sol para broncearse las nalgas. Desliza la vista con lentitud hasta detenerse, inevitablemente, en esas muy firmes y lampiñas posaderas. De pronto él la descubre mirándolo, con una sonrisa y el gesto de sacudirse la arena del culo.
—¿Qué paso sigue, Pau?, ¿qué harás? —pregunta Raúl.
—Cuando hablo de olvido —contesta— no hablo de sacármelo del cuerpo como si fuera una espina. Tú sabes cuánto lo quiero —y siente un jugo gástrico subirle hasta la garganta.
—Te pondrás mejor —acaba Raúl.
Pau no está segura de qué pensar. Espera escucharlo decir más, pero Raúl calla. Lardilla y Donbigotes lamen gotas de helado en el suelo. Raúl los coge, uno en cada brazo, y Pau y él retoman la andanza. Pau se da cuenta de que Raúl ya está más tranquilo, la decepciona un poco dejar el paripé. Se divertía como no hacía desde hace una semana.
Lo de la junta urgente de trabajo es mentira. Salvador y ella pasaron juntos dos días luego de aquella tarde de coqueteos y puesta de sol. Hicieron el amor muchas veces y se hartaron de gambas. Desde el principio, Salvador se lo dejó muy claro: “Nunca he tenido novia formal y mi lista de amigas es amplia, ¿quieres ser mi amiga?” Y entonces, hipnotizada por la belleza varonil del gandul castizo, aceptó ser su amiga sin temor a arrepentirse.
Sin mucha demora creció su interés por él, y sin ser consciente comenzó a exigirle compromisos. Sufría no ser besada en público, apenas tener anécdotas conjuntas que compartir con los demás, no haber viajado solos, no conocer a sus padres, no cuidar juntos un gato, etc. Guardó, sin saberlo, la esperanza absurda de ser exclusivos uno del otro, de amanecer a su lado todos los días y pelearse con él por usar la ducha o no fregar los platos de la cena, hasta que lo consiguió, al menos parcialmente: porque ni se hicieron exclusivos, ni amanecían siempre juntos, ni se peleaban por la ducha y él no sólo lavaba los trastes sucios de la cena, sino también los de la comida y el desayuno.
Pau hizo todo lo que pudo para enamorar a Salvador. Pero él, sigue creyendo ella, estaba ciego. Nunca quiso darse cuenta de lo que tenían, de lo bien que estaban los dos sin necesidad de nadie más. Así, acariciándose el cabello hasta dormir plácidamente, burlándose de Lardilla cuando se tiraba pedos, caminando las calles de la judería a media noche, besándose en cada esquina.
Salvador se fue a China hace una semana y Pau espera desde entonces su llamada, para escucharlo decir cualquier cosa, quizá: estoy bien, o cuídate mucho, sin contestarle absolutamente nada. Sin pronunciar palabra alguna, ni respirar aceleradamente, ni llorar, mucho menos eso, hasta que él cuelgue. Sabe que va a afectarlo, porque siempre era ella quien llamaba primero, porque los años que estuvo con él fueron suficientes para aprender: Salvador es ese tipo de hombres que no hacen vida de pareja. Es más bien, de esos guapos tan guapos, que no están dispuestos a sacar sus carnes del mercado antes de los cincuenta, y se sienten derrotados cuando, habiendo demasiada distancia de por medio entre sus “amigas” y ellos, pierden toda posibilidad de seguir haciéndoles el amor en un futuro. Lo va a afectar (piensa Pau mientras Raúl persigue a Lardilla y ella engulle, desvergonzada, un puño entero de helado de chocolate) porque lo hará probar una cucharada de su propia medicina: Salvador es ese tipo de hombres que cuando se alejan lo suficiente para poder olvidarlos, te regalan una mascota. Pero esta vez, ya nada puede ofrecerle Salvador.
Pau ya lamenta minuto a minuto, y sufrirá todavía más después de la llamada. Pero hay cierto placer en ese sufrimiento porque piensa que Salvador sabrá lo desgraciada que es ahora. Y ese conocimiento le causará dolor a él. Nunca tanto como el que ella siente, similar a martillearse los dientes con la uña de un dedo hasta aflojárselos y sangrar, pero es el peor dolor que ella puede causarle y servirá.

Pau ha terminado otro litro de helado y Raúl tiene hambre, o al menos eso le parece a ella porque él ha mirado con ansiedad de perro sin dueño, todos los bares de tapas que se les cruzan por el camino. Es hora de volver a casa, piensa Pau, pero antes de agradecer las atenciones de Raúl y escabullirse, él la incordia describiéndole un buffet de chinos que está “para salir rodando”.
            Pau intenta no poner atención a sus palabras. Pero la lleva inevitablemente a pensar en sólidos y descubre, no sin sorpresa, que las tripas le crujen las tres veces que Raúl pronuncia las palabras “rollito primavera”. Le parece ofensivo que Raúl le hable de comida china. ¡China! Pero no se atreve a decirle nada porque reconoce en la reseña culinaria, una total ausencia de mala leche. Raúl come. Salvador caga. Pau bebe. Así son las cosas: Pau repite mentalmente esa frase que un día, ironías aparte, el Monstruo se inventó. Pasado un rato, Pau no es capaz de pensar en otra cosa que arroz tres delicias, gambas salteadas con bambú y setas, bolitas de cerdo rebosado bañadas en salsa agridulce, verduras varias, picadas y cocidas al vapor con una pizquita de sal. Saliva, se pone nerviosa, y aunque quiere con todas sus fuerzas, no se atreve a callarlo. Raúl la invita:
            —¿Nos pegamos un festín?
            —No sé —responde Pau.
            —Te vendrá estupendo estar fuera de casa otro rato, Pau. Deberías apuntarte. No puedes seguir allí metida —Raúl insiste. Y a Pau, de pronto, le gustaría quererlo menos.
            —Quizá pueda beberme algo —se resigna, Pau, con la esperanza de satisfacer, una vez por todas, los bríos solidarios de Raúl, aliviándose con la idea de que la comida china, fuera de China, es todo menos china.
            —Así se habla, Pau. ¿Lo ves? Ya estás mejor —Raúl la coge por el brazo y aceleran con rumbo a avenida Miraflores.
Pau patea con fuerza las naranjas que se encuentra en el camino mientras Raúl la pone al tanto de sus últimas discusiones conyugales. Que si les falta espacio, o uno ronca más fuerte que el otro, o que Raúl prefiere no guardar los zapatos, mientras el Monstruo los organiza, apilados unos encima de otros, a falta de un buen cajón. Dejan atrás la camisería de tres por diez, el bingo de hasta las tantas los domingos y dos paradas de autobús, hasta llegar a esquina con avenida de Llanes.
Desde allí, ven el restaurante que está en contra esquina y un anuncio espectacular de rebajas al cincuenta por ciento en muebles y artículos para el hogar, en el gran bazar chino de dos cuadras más adelante.
—Faltaba más —dice Pau cuando lo ve.
Raúl, que ahora le recomienda cocinarse tacos de cochinita pibil, no la escucha, y ella piensa, acongojada: me prohibiré la costumbre de alimentar gatos hambrientos que rasguen mi puerta.
Entran al restaurante, no sin antes volver a guardar, bolsas aparte, a Lardilla y Donbigotes. Pau recorre con la vista aquél lugar y le apetece calificarlo el más kitsch de Sevilla. El aire está caliente y huele a fritos, pero no le da fatiga. Ni la fonda más sencilla de Shangai puede tener tan mala pinta, imagina. Un hombre de rodada magnum ingiere, alegremente, el contenido de un wok haciendo alarde de su maestría para usar palillos. Pau siente con la lengua el despellejadero de piel que tiene donde estaba la burbuja y descubre, justo a un costado, un nuevo bulto. Reflexiona si debe comerse, aunque sea, medio rollito primavera y piensa: quizá Salvador me ha llamado ya, quizá podría necesitar menos esa llamada para comerme, con el cuidado de escurrirle bien la grasa, un buen medio rollo primavera.
Y se decide. Y lo pide, y lo divide y le escurre la grasa, pero no puede comérselo. Le duele la herida del labio, y la otra burbuja parece hincharse con velocidad. Mientras Raúl devora una porción de pan de gambas y el entrante de arroz, ella se pide agua con hielo y pasa directo al postre: una bola de helado de chocolate, servido en una copa metálica, que a su vez reposa sobre un mini plato. No sabe qué es más ridículo, si la copa sobre el platito o que come helado de chocolate en un restaurante chino, o que se acaba de beber un litro entero de lo mismo.
Pau se muerde las uñas, escucha hablar a Raúl sobre las botas militares que se compró en Londres y el Monstruo no soporta ver en ningún sitio.
—Por ejemplo. Las dejé un día junto al frigo, junto a la entrada —dice— y de pronto el Monstruo llega y se tropieza con ellas. No te puedes imaginar las horas que invertimos discutiendo sobre eso.
Entre palabra y palabra, Raúl termina de engullir cada partícula de comida y le pega dos o tres tragos a una cerveza. Arrastra hasta su lado de la mesa el rollito primavera de Pau y le pega un bocado.
—Estoy cansado de pelearme con él por tonterías —continúa— como si no pudieran quedarse mis botas en un rinconcito… Compraré un cajón para zapatos.
            Si no hiciera el ejercicio de paciencia que ahora lleva a cabo, Pau, más allá de mirar con falso interés a los chihuahua que dos pijas pasean por la calle, no conseguiría conservar su amistad con Raúl y habría tardado menos en volver a recluirse en casa, sin ser feliz ni creer que puede serlo. No le pone un hasta aquí, porque Raúl es todo buenas intenciones. Y lo estima.
            Lo que menos necesita Pau es volver a tener esperanzas. Y pensar en la rutina de un matrimonio feliz, no es precisamente la mejor estrategia para erradicarlas.
            —Debería aprovechar las rebajas del bazar. Tal vez tengan algo, ¿no crees? —le pide opinión Raúl cuando termina el rollito primavera y se limpia los labios con el dorso de la mano.
            —¿Creer qué? —pregunta Pau, rascando el fondo de la copa ya sin helado.
Raúl vuelve a mirarla con escepticismo, ella lo nota. Y antes de que pueda él decirle cualquier otra cosa, Pau levanta una mano y llama al camarero.
            Se acerca un muy delgado y sonriente chinito que amablemente se pone a su disposición. Ella le encarga la cuenta y otra bola de helado de chocolate.
            —¿Creer qué? —repite Pau.
            —Voy a comprarle un cajón para los zapatos, ¿me acompañas? —le responde Raúl.
            —Yo me quedo con el helado —dice Pau—. Pero ve tú, que seguro se pone contento el Monstruo con un escondite nuevo para tus botas.
Raúl le habría dicho ni hablar, mujer, de aquí yo no me muevo y vamos juntos, hasta convencerla de no volver esa noche a casa, poniéndole de frente una cena maravillosa de comida mexicana, ofreciéndole una cama con sábanas limpias y hasta un masaje en los pies. Pero Pau se lo impide tapándole la boca con la mano y se pone la bolsa que contiene a Lardilla sobre las piernas. Él, resignado, triste porque nunca antes Pau se había negado a sus cuidados, se despide con dos besos, uno en cada mejilla y apenas sale del restaurante, deja que Donbigotes corra sin rumbo.
Entonces el chinito vuelve con más helado de chocolate y cuando lo deja en la mesa, Pau le mira en el dedo anular izquierdo una alianza de oro, gruesa y brillante. Se pregunta si Salvador la ha llamado ya y niega con la cabeza. Se pregunta también si en Shangai existirá una mujer capaz de amarlo más, y si la puta vida le jugaría la mala pasada de ponerla frente a él.
El camarero la mira compasivamente, le sonríe, se agacha, le dice unas palabras en chino que ella no comprende, tal vez un consejo, y la deja comer. Si ella fuera el chino, no sonreiría, no se agacharía ni hablaría a los extraños. No habría atravesado el mundo para montar un restaurante en Sevilla. Se pregunta si el camarero tiene una Pau en Shangai, y si a esa otra también se le hinchan burbujas en los labios.

Sale del restaurante y deja que Lardilla la siga de camino a casa. A paso lento, Pau siente calor y se quita la rebeca. Un minuto después, se avergüenza al verse reflejada en los cristales de una peluquería, desde donde cuatro señoras lamentan la apariencia descuidada en un una mujer tan bella, al parecer, perseguida por una rata, descifra Pau que piensa el grupo de marujas cuando éstas se cubren la nariz. Cuando Pau levanta los brazos para peinarse mejor la coletilla del pelo, percibe un olor a sudor agrio, proveniente de sus axilas.
            Sobre la misma acera, un par de chicas adolescentes se le adelantan en el camino, dejando una estela cítrica y deliciosa en el aire. De frente, un hombre robusto, pero nada feo, les sigue el paso, agradeciendo con una sonrisa la belleza de las chicas. El mismo hombre, cuando pasa junto a Pau, sigue de frente sin inmutarse.
            A Pau le crujen las tripas. Se cubre con una mano los rayos del sol que le ciegan un poco la vista y comienza a punzarle la nueva burbujita. Su respiración se acelera.
            —Hay que joderse con el puto herpes —bufa—. Maldito sol.
Vuelve la vista al restaurante que ha dejado ya muy atrás. Maldito chino.
            Se reprocha haber caído en la trampa de Raúl. Maldito gusto por los gatos. Piensa en Donbigotes. ¿Por qué todo el mundo se preocupa por ella? ¿Por qué no la dejan sola, bueno, con Lardilla, pero en paz? Una vez escuchadas las dádivas de ánimo, los consejos no pedidos, incluso en idiomas incomprensibles, es difícil ignorarlos. Hacen pensar cosas. Es como cuando uno bebe jarabe amargo; el sabor permanece en la boca lo suficiente como para recordarlo y detestarlo, aunque te alivie la tos. A Pau no le interesa pensar cosas. No tiene ya nada que pensar.
Abre la puerta de casa y va directo al contestador: una llamada sin mensaje. Su corazón palpita acelerado. El identificador de llamadas registra en mayúsculas: NÚMERO PRIVADO. Nerviosa, descuelga el auricular, escucha el tono y cuelga. Vuelve a descolgar, se queda a medio marcar y cuelga nuevamente. Pau no tiene intención de llamarlo. No lo hará. Desconecta el cable del teléfono, rectifica y vuelve a conectarlo.
Lardilla podría acompañar el espectáculo con unas palomitas, así como está ya, tan pancha en el sofá. Pau le dedica una mirada desdeñosa y busca en el baño alivio a sus heridas bucales. Mientras aprecia en el espejo lo grande e hinchada que se ha puesto la nueva burbuja, voltea de vez en vez hacia el teléfono y decide, categóricamente, que no dará más vueltas al asunto.
Porque, para qué. Un día recibes besos detrás de las orejas y al otro esas misas orejas escuchan que los labios que las besaron se largan a Shangai. El paso de un día a otro es puro desperdicio. Para qué pensar, da miedo.
Hace unas semanas Pau vio en la calle a una mendiga, vieja y delgada, rodeada por muchos gatos, les hablaba. Pensó: “Esa puedo ser yo”. Inmediatamente después, llevada por una fuerza incontenible que la obligó a revolver sus ideas, evitó pensar en lo absurda de su circunstancia junto a un hombre vanidoso, evitó pensar que un día terminarían, aunque una incertidumbre soportable le dijera durante mucho tiempo lo contrario. Pero esa no es la razón por la que Pau no cree que deba pensar cosas. Hay algo todavía peor que no debe tener en cuenta, ni tendrá.
Pau se mira detenidamente en el espejo, una vez que ha limpiado su rostro con una toalla húmeda. Intenta concentrarse en cómo hará para desinflamar las bolsas negras bajo sus ojos, pero no lo consigue, porque sabe: detrás de esa mujer insomne y triste, hay otra descansada y poderosa que busca, contra la voluntad de la primera, revelar una verdad por ambas conocida; una simple y tormentosa verdad: si Salvador no se casa con Pau, lo hará con otra, tarde o temprano. Pau, la insomne y triste, no puede aceptar esperarlo hasta que él finalmente decida vivir en pareja, única y exclusivamente con ella. Parpadea. Su mirada recorre, angustiada, los contornos en relieve del espejo, hasta dibujar un mapa circular. Siente el sudor brotarle por los poros, y el feto de una tercer burbuja, ahora en el labio superior. Puede mantenerse lo suficientemente lejos de Salvador, durante el tiempo necesario. Se colocará donde no pueda verla, ni escucharla, ni tocarla, ni besarla, ni estrujarle el cuerpo de esa manera tierna y descuidada en que solía amasarle las carnes. Así lo castigará, se supone. Cierra los ojos.
Y se supone porque, hasta donde tiene claro, certezas de sufrimiento las tiene, de momento, sólo ella: la Pau descansada y poderosa. Tiene que acabar con esto. La está matando. Y como si llevara una semana entera planeándolo, sabe exactamente lo que hará:
Irá al médico por una receta de Aciclovir para combatir el herpes. Se duchará. Olvidará la limpia de intestino grueso. Comerá una sopa de verduras. Hará limpieza en casa, luego las maletas. Encargará a Raúl el cuidado de Lardilla. Comprará el vuelo más próximo con dirección a Shangai. Buscará un asiento solitario en el avión, una vez despegue. Dormirá todo el camino y las ojeras de los ojos habrán desaparecido. En Pudong, comprobará que hasta los restaurantes del aeropuerto, que en cualquier parte del mundo tienen mala fama, no se parecerán ni un poquito al Wok de Avenida Miraflores. Pedirá un taxi y le explicará con mímica al chofer, cuánta prisa tiene por llegar al Jin Jang Oriental Palace. Esperará impacientemente hasta llegar, donde un botones la recibirá y acompañará a la recepción.
El ambiente de lujo perturba a Pau. No sabía que el trabajo de Salvador en Shangai le dejaría plata como para vivir un año en ese hotel cinco estrellas.
Welcome, miss. I can help you? —pregunta la china con sonrisa de plástico, en un inglés mascado que Pau entiende a la perfección.
Yes, please. I look for Salvador Merino —contesta Pau, emocionada.
I am sorry, miss. Who?

Pau lleva tres meses metida en casa, comiendo helado de chocolate y esperando a que el identificador de llamadas registre un número, quizá largo, pero definitivamente desconocido.

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