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jueves, 3 de mayo de 2012

- Relato 2 de Daniel Morales Muñoz


Relato 2 – Descubriendo
Si al volver le preguntaseis a cualquiera de los que estuvimos de Erasmus en Lyon en el curso 2004-2005, probablemente todos te diríamos que había sido el mejor año de nuestras vidas. Excepto Martín, supongo; aunque os puedo asegurar que nadie descubrió tantas cosas como él, y sobre todo, nadie descubrió tantas cosas de sí mismo.
Lo conocí antes del verano, en la cola de relaciones exteriores, uno más de tantos a la súplica de unas convalidaciones generosas, y un revuelto de miedos e ilusiones a partes iguales. Era de mi misma estatura pero con unos 20 kilos más que yo, el rostro blanco pálido, el pelo engominado hacia atrás, gafas con monturas al aire y una camisa de Pedro del Hierro remetida por la cintura de los pantalones chinos; joder que lento va esto, miraba el Festina de su muñeca con aire de impaciencia, tengo clase a las doce y cuarto; a lo que le contesté con una mueca a modo de sonrisa, parece que los funcionarios no tienen prisa, tratando de translucir poco interés y haciendo como si leyese atentamente el formulario que tenía en las manos.
Pero el destino o las leyes de adjudicación de plazas Erasmus nos tenía reservado mucho más que la fría conversación en una cola de la Universidad: ¿adónde te vas tú? Levanté la vista de mi apreciado formulario, en principio a Lyon pero aún no estoy del todo decidido, las pupilas de Martín se dilataron, ¿en serio? yo también me voy para Lyon. Lo cierto es que me parecía el antiprototipo de estudiante que se va de Erasmus, y no es que hiciese falta ser un perroflauta de pedigrí, con sus rastas, piercings, tatuajes y los palos de un diábolo asomando por la mochila (después de todo, yo no era más que un heavy venido a menos, pues me había tenido que esquilar las greñas por culpa de una fastidiosa alopecia herencia de mi querido padre, y tampoco había tenido valor de tatuarme un trío de calaveras en el hombro), pero no me entraba en la cabeza que aquel pijo redomado y mimado, al que probablemente le planchase los gallumbos su madre (esta apreciación resultó ser errónea, pues meses más tarde me confesó que se los planchaba su abuela), se fuese de Erasmus, y menos aún a Lyon, a mi Lyon, que fuese mi compañero-de-mili; así que no pude evitar devolverle una sonrisa forzada e incrédula: me llamo Chemi, yo Martín, y bromeó: a partir de este momento te nombro mi nuevo mejor amigo; y esta vez le sonreí con sinceridad, porque me había hecho gracia, aunque tenía la sensación de qué, en vez de encontrar a mi nuevo mejor amigo, me había salido un hermano pequeño.
Llegué a Lyon tras 22 fatigosas horas de buses y trenes, sin apenas haber dormido por culpa de los malditos asientos diseñados y fabricados para paticortos; y allí, en la Gare de Vaise, estaba Martín esperándome, sonriente, Bien venue a la France!, envuelto en su trenca marrón y su bufanda de cuadros. El había llegado en coche con sus padres, 10 días antes que yo, pues tuve un par de exámenes en septiembre, y le había dado tiempo a desenvolverse un poco por la ciudad, S’il vous plait, un billet de Metro pour mon ami, y también a asustarse, creo que deberíamos buscar otra residencia o un piso compartido.
Por fuera, la residencia universitaria MONOD parecía un barracón construido por el mismísimo Stalin, tanto por su austeridad como por su antigüedad, que consistía en 4 cajas de zapatos de 4 plantas cada una y 16 habitaciones en cada planta, con la fachadas pintadas del color de las manchas de humedad y salpicadas de ventanales. Por dentro mejoraba levemente la cosa, y al menos parecía que hubiesen pintado en los 10 diez últimos años, pero los lujos brillaban por su ausencia: las habitaciones apretaban una cama de muelles y colchón amorfo, una robusta mesa de escritorio, un armario de madera astillada y un lavabo que había perdido gran parte del esmalte; y compartiendo en cada planta, una cocina de fogones eléctricos, cuatro duchas de agua normalmente fría y cuatro váteres de los cuáles uno o dos estaban casi siempre atascados.
La primera noche la pasé en su habitación, durmiendo sobre un colchoncito de mantas en el suelo, porque cuando llegué, estaba cerrada la recepción. -¿Qué has pensado para cenar?- Le pregunté mientras sacaba de mi maleta las cosas que podía necesitar aquella noche. –Será mejor que salgamos a comer algo, aunque a esta hora, lo único que encontraremos abierto es un Kebab a un par de manzanas de aquí- contestó con tono dubitativo y apostilló, - estos gabachos cierran todo súper pronto-. Pensaba contestarle que venía molido del viaje, que apenas tenía hambre y prefería tomar cualquier cosa en la habitación; pero me di cuenta que tenía el semblante tenso (y eso que yo no me fijo generalmente en nada),  con los ojos rojos y vidriosos, como aguantando una lucha anterior. Lo miré un instante. –Lo cierto es que no tengo nada de comida en la habitación- me dijo con la voz que le fallaba a medias, como si me hubiese leído el pensamiento. –Bueno, tampoco pasa nada- le respondí mientras trataba de encontrarle la importancia aquello. – Es que me da demasiado asco la cocina, en especial el compartimento compartido de la nevera – confesó con voz avergonzada, y siguió, -así que no tengo nada que cocinar, ni sartenes ni platos, ni tan siquiera alimentos que necesiten conservarse en el frigorífico-. Se le derramó una lágrima silenciosa, pero hacía esfuerzos visibles por aguantar una tormenta tropical, y no tuvo más remedio que desahogarse: él nunca había salido de España sin sus padres, sin ellos no se había aventurado más que a irse unos días en la playa con unos amigos; llevaba 10 días comiendo a base Kebabs, hamburguesas y menús del restaurante universitario, casi una semana sin ir al váter porque se le contraían los esfínteres cada vez que pisaba en charquito repugnante que cubría el suelo de los baños; no se enteraba una mierda de la clases porque no tenía ni papa de francés, y tampoco sabía si le servirían de algo, porque probablemente al final no le convalidasen una mierda; y lo que era peor de todo, agobiado por todas aquellas incomodidades e inseguridades, no se sentía aceptado en la comunidad de Erasmus españoles, sino más bien marginado, sin apenas participar en las continuas fiestas universitarias. Sinceramente, pensé que no tardaría más de dos semanas en volverse a casa.
Pero pasaron los meses, y Martín no solo sobrevivía, sino que se iba adaptando, abriendo la mente, integrándose, en definitiva, haciéndose más fuerte. Yo vivía en otro edificio de la residencia, y había hecho piña con algunos compañeros de planta, así que poco a poco se fue integrando en nuestro grupo, se venía a cenar a nuestro edificio (eso sí, nunca cocinó nada… gracias a Dios, y cuando estaba solo se hacía una ensalada), dejó de limpiar semanalmente su habitación con lejía (de hecho, empezó a acumular tantas pelusas como cualquier otro), e incluso, cuando hacía la colada en la lavandería pública, dejó de poner una primera lavadora vacía con lejía, para desinfectarla antes de lavar su ropa. Y lo que era más importante, se fue integrando, encajó su rol cómico de señorito (empezó a encajar bromas sobre “El Marqués”, y después comenzó a bromear sobre sí mismo) y en definitiva, pasó a ser uno más (como éramos todos, con nuestras peculiaridades). Sí que es cierto que, casi hasta el final del año que estuvimos allí, tuve que hacerle de hermano mayor, y al principio era demasiado intenso (varias veces tuve que esconderme de él en la Universidad, para que no me cargase de sus problemas), pero al cabo del tiempo se hizo todo más llevadero.
La gracia es que, en una de las muchas cenas en la cocina de la residencia, de pié sujetando un plato de espaguetis con mantequilla y pimienta, Perico, uno de los Erasmus que estaba allí por segundo año para obtener un doble diploma, empezó a contar historias sobre fiestas, borracheras, aquí todo el mundo liga, ante la mirada incrédula de todos los ilustres comensales, os lo prometo que el 99 % triunfa. Todos nos reímos, fanfarroneamos y contamos historias, pero Martín, que no se había comido ni una rosca, se quedó obsesionado con aquello, joder, me voy a quedar en el maldito 1 %. Y por mucho que redobló sus esfuerzos, estos resultaban a todas luces excesivos, y asustaba a cualquier chica que se acercase; por lo que quedó en el grupo los que no ligaron (eso sí, lo del 99% era un mito…. Y no me atrevería a decir que el éxito fuese mayor de un 60 %).
Y por todo esto estoy tan ilusionado con el viaje, por todo su significado: porque en otros tiempos parecía impensable que Martín pudiese llegar a tener novia; porque el día que lo conocí jamás hubiese imaginado que acabaríamos siendo tan amigos para que me nombrase su testigo de boda; y sobre todo, porque me entra ese pequeño orgullo de pseudohermano mayor, al verlo asentado en Belgrado, a punto de casarse, como Director Comercial de una multinacional, visitando mensualmente Sarajevo y cerrando contratos en varios idiomas. Antes de irse a Lyon, nadie podría haberse imaginado todo esto, pero menos que nadie, Martín.



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