Alguno de vosotros (no muy ducho, por lo que se ve) entró en nuestro blog por blogger y lo ha asociado a su cuenta que es marcantmafe@gmail.com

Ahora mismo hay que meter como nombre de la cuenta ese correo y como clave la misma que os di en clase.

miércoles, 25 de abril de 2012

- Relato 1 de Sara Velasco


''EL BICHO''


Mamá, ¡estoy orgullosa de mí!

Ante todo perdona que no haya escrito antes. Espero que estéis todos bien. La organización de la convivencia terapéutica no nos ha permitido escribir hasta ahora. Hemos tenido que pasar unos días aislados de todo. ¡Esto es genial! No esperaba que el tratamiento pudiera dar tantos resultados. Te agradezco enormemente que me empujaras a hacerlo, pues aunque consideraba que mi fobia era una tontería, ahora podré vivir mucho más tranquila. ¡Sobre todo en primavera! Voy a intentar resumirte estos tres intensos días:
 La primera noche todos nos sentamos en el chozo principal alrededor de un círculo y fuimos contando porqué estábamos allí y cual era nuestra fobia (evidentemente cada uno en la medida de sus posibilidades, narrando según el grado de detalle que sus limitaciones le permitiesen). Yo, por supuesto, lo mencioné como ‘‘el bicho’’ y explique lo de siempre…que saltaba…y que por favor nadie dijera su nombre. ¡Pero todos lo dijeron!, como siempre pasa. El repeluco me corrió desde los tobillos a la cabeza y solté alguna lagrimilla. En aquel momento pensé que no aguantaría las dos semanas en este plan. Sabía que lo iba a pasar mal y estaba segura de poder soportarlo, pero en ese momento, cuando el escalofrío recorrió mi cuerpo de nuevo congelándome por dentro, lo dudé. ¡Aún así lo soporté! Y aquí estoy escribiéndote, feliz. Esa noche no dormí. Estábamos en medio del campo, en una chocilla. ¡¿Cómo iba a pegar  ojo en medio del campo?! ¡Era el primer día! Me quedaba mucho por superar. Más bien todo. Aunque por la noche ‘‘el bicho’’ no sale, siempre hay alguna luz encendida, un foco que lo confunde y que le hace saltar…y posarse cerca. ¡Dios! Imagínate…
¿Te habrás fijado que ya puedo decir saltar y posarse? ¡Refiriéndome ‘‘al bicho’’! ¡Es genial! Esto es fruto de la prueba del segundo día. Cada uno personalmente debíamos entrevistarnos con un especialista. A mí me tocó la doctora Pérez. Una muchacha joven, con el pelo rubio. No sé si la recordarás del primer día cuando me llevasteis. Me hizo pasar a su despacho a eso de las once de la mañana. ¡A plena luz del día y en medio del campo! Sinceramente agradecí que la jornada tuviera lugar en el interior de su despacho, situado, como todos los demás del resto de doctores, en el chozo principal. La consulta personalizada duró un par de horas. El primer tema que tratamos fue el origen de mi fobia. Cuando me comentó lo que íbamos a hacer le dije que sería incapaz de contarle lo que ocurrió. Le advertí que sólo lo conté el mismo día que sucedió y sólo a ti. Me contestó que después de tantos años ya era hora de hablarlo con alguien. Ella le echó paciencia… Yo estaba decidida a no decir palabra. Debía haber una forma más fácil de superarlo. Pero prácticamente me obligó: ‘‘Si no me lo cuentas tendremos que adelantar la salida al monte. Tendré que llevarte aunque sea a rastras’’. Si esas eran las opciones, evidentemente prefería contarlo. A raíz de sus palabras no me quedó más remedió que empezar a narrar, intentando por todos los medios no pensar lo que iba diciendo. Tuve que hablarle del colegio, del patio. Contarle que jugaba a la comba con mis amigas en el recreo, como cualquier niña de siete años y… ¡Y!... ainsssss... Y permanecí callada una media hora. Media hora sin contestar a nada de lo que decía. ¡Pensé sinceramente que me traería uno y me lo echaría encima sólo por pesada! Pero estaba demasiado bloqueada como para hablar. Entonces ella empezó a repetir lo poco que había narrado como quien no quiere la cosa y, sorprendentemente, me enganché a la historia y seguí narrando como un robot. ‘‘Leotardo, miré leotardo. Creí  era hoja. Quise  quitar de leotardo. Enfoqué  mirada. ¡Bicho, era bicho! Corrí. Corrí por patio. Grité. Seguía en pierna. Corrí. Grité. Salté. Pero no saltaba de pierna. Enganchado. Bicho enganchado patas a  leotardo. Profesor quitó y aplastó’’. Respiré. Respiré y bebí agua de un vaso que me ofreció la doctora. Estaba sudando. Me dejó unos minutos para reponerme. Luego continuó con su tratamiento. Le expliqué que nunca antes había visto uno y que al llegar a casa me enseñaste una foto en un libro de biología, que inmediatamente tiré al suelo. Pero no le dio importancia. Quería saber cuál de los distintos tipos era el que se posó en mi pierna aquel día. ¡¿Tipos?! ¡¿Qué más darán los tipos?! Ni que fuéramos a hacer una tesis… Pero insistió. Siempre insiste. Supongo que por eso conseguimos nuestros objetivos en la terapia.  Y nada, ¡empezamos a hacer clasificaciones! Fundamentalmente y con carácter general, distinguimos tres tipos. Primero: los grandes, ¡enormes!, que casi parecen pájaros cuando vuelan. De color marrón asqueroso, pero poco definidos. Segundo: los medianos de color verde. El menor tamaño queda compensado por la definición de sus partes. Cuerpo largo, escamoso, suspendido en el aire, patas finas y flexionadas, dibujando ángulos afilados, espinosas, puntiagudas, bigotes largos. Salto potente. Tercero: pequeños, cuerpo no definido, salto de baja altura. De esta forma establecimos distintos niveles de fobia: Primer caso: horror, ¡vuelan! Segundo caso: horror, ¡saltan alto! Además repelencia absoluta a la fisiología de éstos. Tercer caso: asco insignificante y prácticamente total tolerancia. Fuera  del objetivo de la terapia.  Así concluyó la sesión matinal. Por la tarde de nuevo nos reunimos los compañeros y hablamos de la jornada. Después de cenar nos acostamos, había sido un día duro para todos.
Esta misma mañana he tenido que reunirme de nuevo con la doctora Pérez, en su despacho del chozo principal. El objetivo de hoy era conseguir escuchar su nombre sin gritar. He llegado y he saludado a la doctora. Me ha invitado a sentarme en la misma silla donde ayer obtuve algún logro. No estaba segura de tener hoy la misma suerte. ‘‘Hoy me va tocar repetirte su nombre miles de veces’’. Creí en un principio que estaba de broma... ¡No podía repetirme su nombre miles de veces! ¡Pero sí! Sí que podía… y de hecho pudo. Sin darme tiempo si quiera a responder… ¡Dios! Toda la maldita mañana escuchando lo mismo. Pensaba que en un primer momento empezaría por mencionar las primeras sílabas…salta…luego las últimas…ya sabes. Terminaría uniéndolas configurando el nombre. ¡Pero no! Simplemente empezó por el final. Me levanté de un salto, corrí por el despacho, me tape los oídos con las manos, lloré, grité. Pero no se callaba… ¡La tía no se callaba! Pensé en callarla. Pero era la doctora Pérez, no podía hacerle eso. Así estuvimos dos horas. No paró ni para beber agua. Verdaderamente asombroso. Creo que la tarde del día anterior había estado ensayando frente al espejo. Porque aguantó. La tía aguantó. Mis gritos, mis lloriqueos, mis carreras por su despacho… Y sin más llegó el sosiego. Y paré. Me callé. Me senté. Me sequé las lagrimillas. Y ella paró. Y Cuando todo parecía un remanso de paz… ¡Ala! Lo volvió a nombrar. Pensé que la tía estaba loca. Pero no lloré, ni corrí, ni grite. Fase dos superada.
Ahora están preparando la cena. Nos han dejado la tarde libre y esta noche nos reuniremos para hablar de la evolución de la terapia. Espero que todos lo mencionen, ¡porque ya puedo escucharlo! Estoy feliz. No creo que nos permitan en otros tres días escribir a los familiares. Para entonces quizás ya pueda hablarte tranquilamente del  ¡SALTAMmmmm…! ¡Casi! Mañana me espera un día duro… y ni te cuento ya de la ¡salida al campo! de pasado mañana. Espero que todo salga bien y pueda volver pronto a casa con una fobia menos. La terapia para  superar el miedo al avión será  mejor dejarla para más adelante. Esto es verdaderamente agotador. ¡Pero estoy orgullosa de mí!

Os quiero. Muchos besitos.
Paula.

lunes, 23 de abril de 2012

RELATO 1 de Enriqueta Bataller de Juan

      EL VIAJE A ITALIA


Por fin he vuelto al trabajo!!!.
Jamás pensé que podría decir esto, pero así es.
Como bien sabes ayer acabamos nuestras esperadas vacaciones
de verano y con ellas el deseado viaje a Italia que preparamos con
tanta ilusión. Este viaje tenía demasiados alicientes como para
llevar más de medio año organizándolo: conocer la costa de Amalfi,
visitar Pompeya, asistir a la boda de mi cuñada Rosaura en el Sur
de Italia y acabar, Javier y yo, paseando por Roma como broche
final, ya sabes que este fue el primer destino en nuestro viaje de
novios..Todo debía salir perfecto pero... las cosas no siempre salen
como uno planea..
El inicio del viaje transcurrió con normalidad: poco retraso y
muchas escalas hasta llegar a Brindisi, ciudad desde donde
alquilamos un coche deportivo azul impecable, que era la envidia
del todo el mundo. Sólo destacar un pequeño detalle que te
resultará familiar: cuando llegamos al destino final de nuestro viaje
en avión las maletas no aparecieron. A que te recuerda? Igual que
en nuestro viaje a Londres, sí, pero en este caso íbamos a una
boda, planeábamos estar quince días y nuestra visa no estaba tan
bollante como entonces...Tú conoces bien a Javier, tranquilo e
inalterable, estos pequeños contratiempos le divierten en la misma
medida que a mí, metódica y ordenada, me desesperan. Nos
prometieron hacer llegar las maletas a nuestro primer destino en
menos de cuarenta y ocho horas, tiempo suficiente para poder ir a
la boda con nuestros estudiados modelitos, por lo que decidimos
partir rumbo al hotel reservado en el campo, cerca de Lecce,
donde nos encontraríamos con el resto de invitados a la boda.
Una vez llegamos al destino nos instalamos en la habitación del...
hotel??, bueno, más bien de la antigua casa en ruinas con fachada
espectacular, que por contado era la que vimos en la pagina web
que lo anunciaba, donde nos dieron una habitación en el primer
piso, con vistas a una carretera comarcal por fortuna poco
concurrida (al menos por automóviles porque carros tirados por
burros ...) mamma mia!!.. Eso sí, la habitación como a ti te gustan:
amplia, luminosa y además con una capa de polvo añejo sobre los
muebles que daba cierto toque "decadente" a la estancia. Como no
llevábamos maletas nos instalamos con rapidez y salimos al
encuentro de amigos y conocidos que ya nos esperaban en la
cercana ciudad de Lecce, famosa por el peculiar barroco de su
arquitectura .
Y allí estaban casi todos, en la plaza mayor, hablando,
gesticulando y riendo como auténticos españoles, centrando la
atención de todo el que pasaba. Nos recibieron con alegría al grito
de "los que faltaban"!! , sobre todo Sebastián, el buen amigo de
Javier y del novio de Rosaura, Marcelo. El pobre Sebastián tenía la
cabeza vendada al más puro estilo momia egipcia por un pequeño
vuelco por el acantilado esa tarde , lo que nos sirvió como
advertencia sobre las estupendas playas de la zona, bueno , más
bien de los acantilados pedregosos para acceder al mar.
Disfrutamos de una noche de verano italiana...Campari, pasta,
helado en una bonita "trattoria" hasta retirarnos bien entrada la
noche.
Los días siguientes, previos al enlace, los dedicamos Javier y yo a
hacer excursiones por la zona: días de playa, largas siestas bajo el
arrullo de los pastores con sus ovejitas y los carros llenos de paja
tirados por burritos, cenas con nuestros amigos y largos trayectos
en el descapotable para hacer los pequeños preparativos de la
boda y es que el Sur de Italia cuenta con una red nacional de
carreteras que recuerda la de los años...sesenta? en España:
carreteras estrechas, de doble dirección, sin arcenes ni linea alguna
visible en la carretera e interrumpidas de forma constante por todo
tipo de fauna y flora imaginable o bien tertulianos locales sentados
a la entrada o salida de cualquier pueblo...Por supuesto, de señales
de tráfico...ni hablamos. En fin, realmente encantador. Esto motivó
que la gran mayoría de las mujeres renunciáramos a ir a la
peluquería previo a asistir a la ceremonia.Tan sólo la hermana de
Rosaura fué ilusionada, para llevar el peinado y manicura perfecto
en la boda, aunque ella no contaba con el laaargo y sinuoso
trayecto de vuelta, lo que provocó que sus uñas llegaran algo
mordisqueadas al destino, la verdad es que solo estaban íntegras
las de los dedos gordos, por no aguantar los nervios ante el viaje
tan prolongado de vuelta.
Te estarás preguntando si no tuve que abrir el habitual botiquín de
primeros auxilios que siempre llevo en mis viajes, como buena
médico y mujer precavida que soy. Pues sí, aunque sirvió para poco.
Una sobrinita de Rosaura, Clara, comenzó con fiebre un día antes
de la boda, y por supuesto aprovechando barbacoa campestre
nocturna en la casa rural me consultaron. Aproveché entre chuleta
y chuleta para inspeccionar a la paciente, a la que todos
diagnosticábamos sin ver, claro está, de una banal insolación
infantil. Tras ver a la paciente se me indigestaron las chuletas y es
que el cuadro no me gustó nada, la niña estaba con treinta y nueve
de fiebre y dolor en la barriga que si no era apendicitis...era algo
digno de ser valorado en un hospital.....de la zona???. Y allí
estábamos. En un hospital del Sur de Italia, con azulejos alicatados
por pasillos y habitaciones y montacargas como ascensores, en la
mañana de la boda y con el cortejo nupcial al completo: los padres
de la enfermita, Sebastián y su testa coronada por vendas,
Rosaura con la cara desencajada, Marcelo haciendo de intérprete,
Javier y yo . ... Y es que las cosas no siempre salen como uno
planea...Tras varias exploraciones, analítica y ecografía, el
diagnostico fue infección de orina con afectación renal. El cuadro
requería ingreso y vigilancia, antibiótico en vena y esperar.. aunque
no había peligro .
Una vez pasó el pánico inicial, todos nos dirigimos a nuestros
aposentos para prepararnos para la gran boda. Por suerte,
nosotros habíamos recibido las maletas en el plazo concertado, yo
había prescindido de la peluquería, y mi traje de seda salvaje rojo,
el que compré contigo antes de salir de viaje, con los hombros al
aire y largo hasta los pies, que me quedaba de muerte, mantenía
ese arrugadillo natural de la tela que no obligaba a una sesión de
plancha o algo por el estilo. Y allí estábamos Javier y yo: en nuestro
flamante descapotable, engalanados hasta la bandera, con mapa
indescifrable en mano, preparados para llegar a la pequeña iglesia
fortaleza medieval donde se celebraría la ceremonia religiosa.
Salimos con antelación, tú sabes lo puntualísimo que es Javier, pero
entre las carreteras, rebaños, y ausencia de señalización más
exceso de velocidad, unos "amables" carabienieri tuvieron a bien
pararnos, parlotear insaciablemente hasta
multarnos y eso
sí...escoltarnos como nos merecíamos hasta la puerta de la Iglesia.
Realmente aquel lugar era maravilloso, el templo de piedra de
pequeñas dimensiones, con escasa decoración, fuerte y robusto,
atemporal, se erigía en lo alto de un acantilado, con el mar a lo
lejos, y un atardecer que invitaba a guardar ese momento en lo
más hondo del corazón. Yo, al menos, así lo hice.
La ceremonia resultó ser un éxito de bilingüismo, Rosaura estaba
preciosa, Marcelo emocionado y los demás disfrutamos de lo lindo
viendo como nuestros amigos se decían el sí quiero.
Y si el lugar de la ceremonia era maravilloso no lo fue menos el
de la celebración. Nos costó llegar, carretera estrecha y mal
iluminada, sin arcén ni aparcamiento establecido...menos mal que
yo seguía a Javier a pies juntillas y sin darme cuenta entraba en el
paraíso: una gran villa en lo alto de una colina, con un enorme
jardín repleto de vegetación, una piscina de forma sinuosa
iluminada, pérgolas para la cena, barras donde servían los más
variados cócteles, selectos manjares y una música que amenizaba
la llegada de los invitados. Era todo perfecto. Javier sonreía de oreja
a oreja, Sebastián se frotaba las manos, había reducido a la mínima
expresión su vendaje y veía enormes posibilidades de ligar con
alguna "siñorina" despistada, Rosaura estaba feliz y tan solo el
padre de Blanca, preocupado por la salud de su hija y ausencia
forzada de su mujer, parecía no disfrutar de la noche. Se levantó
una brisa ligera y a mí, como siempre, me entró frío. Ya sé que me
lo advertiste, que el chal era muy mono pero no abrigaba, que
tendría frío.. Como buena previsora había metido una chaqueta en
el coche y como mujer segura e intrépida que soy le pedí las llaves
del automóvil a Javier para ir a por ella, rechazando por completo
cualquier intento de acompañarme, (estaba riéndose a carcajadas
por la táctica de conquista por Sebastian que ya estaba poniendo
en practica ...). Todo iba bien, cogí las llaves, salí a a la oscura
carretera, caminé hasta donde recordaba que habíamos aparcado
el coche y de repente me fui al fondo y caí en .....aún no sé donde
caí! Era profundo, el suelo duro como una zanja o acequia junto a
la carretera. Mi cadera izquierda chocó contra el fondo, me dolía mucho
el codo y allí no había nadie! Del pánico que tenía me levante
como pude, salí de la trampa, llegue al coche y con la chaqueta en
mano salí apresurada hasta entrar de nuevo en el jardín, donde,
con un poco más de calma, pude hacer balance de los daños
mientras Javier me miraba espantado: el codo desollado me
sangraba a borbotones y la cadera me dolía muchísimo al tocarme
pero no había nada roto a juzgar por la rapidez con la que me había
levantado y además... el traje
no parecía haber sufrido
desperfectos....Y es que las cosas no siempre salen como uno
planea...Al mal tiempo buena cara, me curé el codo con lo que
encontré en un baño y por supuesto me puse la chaqueta que
ocultaba el escarnio, tomé el paracetamol que siempre llevo en el
bolso, un par de copitas de vino y la noche se fue arreglando: la
cena fue deliciosa, fuegos artificiales acompañaron a los novios
hasta el baile, el brindis y a bailar!!
La noche iba mejorando por momentos, los invitados hablaban y
reían, bailaban, bebían...hasta que al grito de ..un médico! me
enteré que la madre de la novia, Rosaura, había sufrido una caída
accidental en la pista de baile y tenia la muñeca derecha que
parecía dañada. La mujer aguanto el dolor como pudo,
inmovilizamos la muñeca que se estaba poniendo del tamaño de su
hombro, y decidió esperar a la vuelta a España para consultar al
especialista, quien confirmó lo que todos sospechamos sin tener
mucha idea de traumatología....muñeca rota. Pobre mujer.
A la mañana siguiente de la boda, Javier y yo, medio coja y
dolorida,
nos despedimos de todos convencidos de que la
maldición del viaje se acabaría al partir a los próximos destinos.
Nos subimos en nuestro flamante descapotable azul y a seguir
viaje..
En cierto modo y tal como pensábamos, cambió nuestra suerte al
continuar viaje en solitario: los días que pasamos en los pequeños
pueblos de la Costa de Amalfi fueron maravillosos: días de sol,
tardes de paseo por las calles estrechas repletas de casas
encaladas, cenas en pequeños acantilados junto al mar..Todo
hubiera sido perfecto si hubiéramos podido visitar Pompeya,
cerrada al público durante esos días por derrumbamiento en una
zona de ruinas. Continuamos hacia Roma para pasar allí los últimos
días y cumplimos nuestros planes casi con exactitud los primeros
días: visita al Vaticano, compres en el mercado de Campo di fiori,
recorrido por la Galería Borghese, por favor no te la pierdas en tu
próximo viaje, te encantarán las esculturas de Bernini, y paseo
romántico con cena en el Trastévere. Nuestra mala fortuna
aparición el último día ...y es que las cosas no siempre salen como
uno planea... algún alimento en mal estado nos obligó,
especialmente a Javier, a no poder alejarnos mucho de un cuarto
de baño por fuertes dolores de barriga y retortijones que requerían
de su continua visita, por lo que el última día en Roma lo pasamos
en la habitación del hotel a no más de cinco metros del aseo.
El cuadro de gastroenteritis lo conseguimos dominar durante el
viaje de vuelta en avión y como suele ocurrir en estos casos al
llegar a España mejoraron nuestros males, y según tengo
entendido, los de nuestros compatriotas: mi media cojera
desapareció, la herida del codo está cicatrizando, a Sebastián le
quitaron el apósito de la cabeza y ya sólo tiene una calva que
oculta con un mechón de pelo enrollado a modo de ensaimada, a
la pequeña Clara la dieron de alta en el hospital a los pocos días y
la madre de Rosaura, aún con escayola en muñeca, está feliz por
haber vuelto a su barrio.
Y aquí estoy yo, como quien dice casi recién llegada y a salvo en
la oficina!Prometí escribirte nada más llegar y así lo he hecho. Ah!
Por supuesto, me acordé de ti y tengo un pequeño recuerdo para
darte aunque no te hagas muchas ilusiones....creo que a pesar del
envoltorio protector no tiene la misma forma que cuando lo
compré....y es que... las cosas nuca salen como uno planea.

domingo, 22 de abril de 2012

-Relato 1 de Daniel Morales Muñoz

Despistes

Hola Rober

Llevo años queriendo escribirte, pero hasta ahora, un lunes cualquiera a las 3 de la mañana, junto al 2º tazón de tila doble y un paquete de cigarrillos medio vacío, no tenía muy claro qué decirte.

No obstante, lo que tengo en mi cabeza, no es más que una masa informe de ideas, recuerdos y sentimientos, que me satura cada neurona sombría de mi masa gris. En esta carta, estoy tratando de poner semejante maraña en orden, pero ni siquiera sé por dónde empezar, porque esa masa informe es un todo continuo, sin principio, ni fin, que va arraigando, creciendo, invadiendo… cada día más, cada noche más, sin descanso.

Pero vamos por partes, Rober. Desde luego que fue una gran putada, quedarme tirado en aquél aeropuerto de París Beauvais, un 23 de diciembre, a seis bajo cero (recuerdo aquel termómetro, con publicidad de cigarrillos, frente a la parada del autobús). Pasé la noche buena y la navidad entre autobuses, trenes y estaciones, arrastrando una maleta de 30 kilos, comiendo comida basura y maldiciéndote. Pero lo que más me dolió de todo aquello, fue desbaratarle a mi madre toda la ilusión que había puesto para la cena de Nochebuena. Cuando llegué a casa, me pegué 25 horas seguidas durmiendo … ay, quien las pillase ahora. 

Te lo juro, las peores navidades de mi vida. Y todo eso porque te quedaste dormido tras una noche de juerga. La verdad, espero que al menos valiese la pena.

Pero tranquilo, no te he escrito para volver a reprocharte; solo que necesitaba ir exponiendo los hechos, poco a poco, supongo que es deformación profesional, pero me sirve también para ir aclarándome a mí mismo. 

Ahora trabajo en un pequeño despacho de derecho mercantil, es algo bastante mediocre para las aspiraciones de aquellos tiempos, pero cómodo, cerca de mi casa, y no demasiado mal pagado. 

El caso es que el otro día me dejé abierta la puerta de la oficina durante toda la noche, y robaron todos los ordenadores, además de hacer un destrozo considerable. No me han echado, pero me van a recortar el sueldo hasta que se cubran los gastos del robo; así que no sé qué decirte, si mi jefe es un hijo de puta o si es demasiado benévolo. Y menos mal que se guardaba en el servidor una copia de seguridad de toda la información de los ordenadores, si no, supongo que como mínimo me habría enterrado vivo.

Nunca recuerdo donde he aparcado el coche, he estado a punto de causar más de un incendio gordo por dejarme un cigarrillo encendido donde no debía (probablemente el mundo sería mucho más seguro si dejase de fumar), se me pasó el cumpleaños de mi madre (menos mal que mi hermana está ahí para recordármelo); y podría escribirte 20 páginas más de descuidos, despistes y olvidos, si lograse recordarlos, claro.

Ya sé que ya sabes de qué va esto, Rober, porque también lo sufriste, de insomnio, aunque espero de corazón que de una forma más leve que yo. He dormido en una unidad de control del sueño, envuelto entre aparatos, cables y tubos, pero los médicos no consiguen encontrar causa alguna. Tampoco el psicólogo, al que he estado visitando durante meses, hasta que me harté de pagar para nada; y los somníferos apenas me hacen efecto.   

Así, lo días los comienzo sin energía, y se me hacen insoportables, eternos; pero las noches son peor aún, ansiando febrilmente que mi cerebro deje de contemplar la oscuridad de la habitación, mientras las horas transcurren una tras otra como una lenta tortura. Al final, noche y día son un todo continuo, sin principio ni fin, sin descanso; como mi mente, que empieza a perder la noción del tiempo, sin saber realmente si estoy dormido o despierto. Me quedo grogui en la sala de espera del dentista, tengo que luchar para no hacerlo en los semáforos, y me da miedo conducir en viajes largos.

Joder, para no hablarte durante años, te estoy soltando todas mis penas de golpe. El caso es que me jodió muchísimo que te quedases dormido, y por tu culpa no pudiese coger el vuelo, y todas las desventuras que vinieron después. Joder, esto ya te lo he contado al principio… tengo que repasar la carta una y otra vez, para comparar lo que tengo en mi mente con lo que ya está en el papel.

En definitiva, creo que está bastante claro cuál es el propósito de todo este rollo, ¿cómo podría seguir cabreado contigo por quedarte dormido, cuando yo ni siquiera soy capaz de distinguir cuando lo estoy? No se tienen demasiados amigos de verdad en la vida, como para perder a uno por algo así. 

Espero que puedas perdonarme, por no haberte perdonado yo, a pesar de tus muchos esfuerzos. Sé que eso no devolverá la amistad perdida, ni los años, ni la complicidad. Pero puede que me ayude a perdonarme a mí mismo; y quién sabe, tal vez consiga dormir mejor, borrar algo de mi lista de obsesiones de las oscuras noches de insomnio.

Acaba de sonar el despertador, llevo cerca de una hora leyendo y releyendo la carta, y sobre todo, enfrentándome al espacio en blanco que queda al final del folio. Me gustaría acabar diciéndote algo que valga la pena, capaz de remover en tus entrañas los años de amistad que nos unen, aunque sean tantos como los que nos separan. Pero debo ducharme, vestirme mientras me acabo el segundo café solo, y buscar el coche; y más vale que eche la carta ahora, de camino a la oficina, cuando pase por el estanco a por otro paquete de cigarrillos; porque si no lo hago ahora, probablemente mañana se me olvide, pasado no me atreva, y al día siguiente olvide que no te la llegué a enviar.    
 

viernes, 20 de abril de 2012

-Relato 1 de Nunila Rabadán



El abuelo la lía

Queridos primos el abuelo se encuentra bien. Sus enfermeros… no tanto.

Hace ya un mes que acompañé al abuelo a la residencia. Recordareis la conversación con el abuelo tras el incidente, cuando decidió dar una fiesta para sus amigos bomberos en la cocina después de quemar las cortinas mientras intentaba preparar una tortilla de patatas a la dos de la mañana. Siento que os sintierais ofendidos cuando dijo que si alguien le iba a limpiar el culo, lo mínimo sería pagar por ello en el momento, y no que este esperase a su muerte para cobrar. Cosas suyas, ya sabéis.
Como os iba diciendo acompañé al abuelo el día de la mudanza. Fui con él y la directora, una mujer bajita y huesuda con una constante mueca de desaprobación en la cara, a visitar las instalaciones del centro. Nos enseñaron la piscina, el jardín, la sala de actividades, el comedor…lo típico. Seriamente llegué a sopesar en mudarme yo también allí si mi casero volvía a subirme el alquiler. Cuatro comidas al día, gimnasio incluido, servicios de quiromasaje, podología, peluquería…no estaban mal la verdad, aunque para ser sincero las chicas no eran muy allá. Pero pensándolo mejor, y revisando mi curriculum sentimental no puedo ponerme demasiado exquisito. Descarté esta idea de momento al acordarme de que mi vecino podría ser el abuelo. Prefería a la cacatúa del cuarto al abuelo (el animal por supuesto, la dueña más que a una cacatúa recuerda a un perro pachón). Por lo menos esta descansa de vez en cuando, generalmente de cuatro a cinco de la mañana, pero ya es más de lo que lo hace él, quien cuando no le da por ponerse a inventar nuevas recetas a altas horas de la madrugada, recuerda sus tiempos de corneta en la banda municipal.
Pensaba quedarme con el abuelo hasta bien entrada la tarde, cuando ya se hubiese aclimatado un poco al lugar. Razoné, que se sentiría sólo e incluso podría llorar, al igual que los niños pequeños el primer día de clase. Y he de admitirlo, disfrutaba un poco con esta idea. Me veía como el fiel caballero de armadura blanca que salva a la indefensa doncella de un fiero dragón, aunque en este caso la doncella tuviese más vello facial que el caballero y menos dientes. Iluso de mí. Al salir de nuevo al jardín el abuelo se giró hacia mí y me preguntó que qué seguía haciendo allí  “no me extraña que no vendas ningún cuadro, siempre andas perdiendo el tiempo en vez de intentar plagiar a uno de esos pintores con talento”. Pude ver perfectamente como la doncella sazonaba a gusto al caballero e invitaba al dragón a merendar junto a ella.
Tras unos veinte minutos donde criticó mi pelo, mi forma de vestir y mi carente utilidad para realizar cualquier tarea física, la directora pareció razonar que ya era hora de que acabara el primer round y llamó a un par de ancianos, residentes en el centro para que charlasen con él.
Los señores incautamente se acercaron hasta nosotros, e intercambiamos los saludos rutinarios. El que parecía más amable de ambos se llamaba Eusebio, un hombre enjuto y alegre que podía verse que había trabajado toda su vida en el campo. Le contó al abuelo que aquello estaba muy bien, que incluso si lo pedías te dejaban un hueco en el jardín para que cultivases lo que quisieras. Insistió en mostrarnos sus patatas. Mientras nos dirigíamos hasta allí le comenté al abuelo quedamente, intentando mostrarme positivo, que ya había hecho nuevos amigos y que si quería todavía estábamos a tiempo de cambiar su habitación individual por una compartida. Ese día no daba una. Me miró con una de esas caras suyas que te hace cuestionarte porque se te ocurrió a la edad de dos años empezar a hablar, y me preguntó que si era tonto, “uno no se hace amigo de nadie por una conversación de 20 segundos. Según tu teoría soy amigo del alma del conductor del autobús”. Además a él no le interesaban los viejos, esta afirmación me dejó algo trastornado pues estos hombres parecían unos quince años más jóvenes que él.

La semana siguiente durante mi primera visita, me extrañó el atuendo con el que vi ataviado al abuelo. Él, hombre de ciudad, llevaba puesta una boina. Para ser exactos, más que puesta la llevaba incrustada. No quise comentarle que parecía pequeña para su cabeza porque sabía cuál sería su respuesta, recordándome cuando a los siete años me acompañó a la sección de adultos para comprarme un sombrero porque en la de niños no había de mi talla.
Tras saludar al abuelo Bernardo, este decidió continuar con su rutina. Yo, que no sabía qué hacer, le seguí. Se dirigió a una mesa del salón de juegos, la más grande, colocada al lado de uno de los ventanales. Unos hombres le esperaban allí, entre ellos se encontraba Eusebio, que parecía alegrarse de verme más que mi propio abuelo. Según me contó “era la hora de la partida”.
El resto de los ancianos dedican estas horas a descansar o a participar en uno de esos talleres que realizaba el centro. Sin embargo ellos, capitaneados como no por el abuelo, se han negado en participar en actividades inútiles, y prefieren gastar el tiempo en otras más útiles como jugar a las cartas.
Esa vez, sentí como si me hubiese convertido en uno de esos reporteros de documentales. Las enfermeras, cautelosas, saben que no deben acercarse a los machos alfa mientras dure el ritual del “chinchón”.
 Tras varias partidas bebiendo cerveza del tiempo (la única bebida aceptada socialmente por aquí) donde me desvalijaron veinte euros estos tahúres de la tercera edad, un enfermero, que seguramente sería nuevo, se nos acercó con intención de darles sus medicinas. Con tan mala pata que se dirigió al abuelo refiriéndose como “abuelo”, y este, indignado le contesto que “el no era su abuelo, tenía perfectamente controlado cuantos inútiles tenía por nietos y en las cercanías sólo se encontraba este” añadió señalándome.
¿Veis como no reserva ese carácter suyo tan agradable únicamente para la familia?
He de admitirlo, por mucho que diga, este nuevo microcosmos me tiene fascinado. Me sorprende la vitalidad con la que se encuentra ahora el abuelo Bernardo. Parece más joven cada vez que voy a verle. El otro día en una de mis visitas semanales pude ver al abuelo en acción. Según él, tiene a todas las enfermeras enamoradas. Y no vayáis a creer que se refiere a las señoras más mayores. No. Son las enfermeras jóvenes las que dice, se pelean por bañarle y se aprovechan de él. Él, como buen caballero se deja querer, aunque por supuesto tiene sus preferencias “Solo me interesan de los 25 a los 30 años. Antes de los 25 son unas niñatas, y después de los 30 unas viejas”.
Pero todo lo que os he contado apenas tiene importancia si lo comparamos con lo que me encontré allí la última vez.
Al entrar me sorprendió no ver a ningún residente ni visitante en el jardín como de costumbre. Tampoco se veía nadie en el porche ni en la entrada. Empecé a preocuparme cuando me di cuenta de que no se escuchaba ninguno de los ruidos característicos del lugar. Nadie en los pasillos, ni por ningún lado. Me  dirigí al salón y allí lo vi. Alguien había despejado la habitación de las mesas. Los ancianos y sus familiares se agolpaban todos en el centro mirando atentamente hacía un mismo lugar. Sentí un escalofrío. Al aproximarme pude ver una pancarta que colgaba del techo donde ponía “Sindicato de Ciudadanos de la Tercera Edad”.
Allí, debajo de la pancarta había una mesa alargada donde se encontraban tres ancianos. El del centro dirigía un decurso apasionado al entregado público que parecía estar oyendo a  Enrique V dirigiéndose sus tropas. Como habréis supuesto era el abuelo. Me acerqué al grupo y le pregunté a una joven que qué ocurría. Esta me contó la magnífica idea de “Don Bernardo”, crear un sindicato para los ancianos para que pudiesen hacer valer sus derechos ante la dirección. La joven parecía encantada. Aunque me dijo que no sabía si su abuelo se uniría. Me indicó que era Don Cesar, uno de los amigos de la partida del abuelo, y el único que faltaba en la mesa del mitin, al que yo suelo referirme como el Coronel. Parece ser que por una vez acerté con el mote pues era militar, y este hecho es el que le presupone más problema para entrar a formar parte del sindicato.
Más tarde el abuelo me contó que esto iba a suponer una revolución y que ya está en contacto con gente de otras residencias para crear allí también sindicatos de la tercera edad.

Me despido ya. He quedado con la nieta del Coronel para ver el mitin que ha organizado el abuelo y no quiero llegar tarde.

- Relato 1. Pablo Martínez Otín



EL TIEMPO QUE NOS RESTA.


Señor Rubén;

Le escribe Pablo Martínez, de cuerpo y espíritu presente en desconocido paradero. Evidentemente no soy yo el que desconoce el lugar, pues me hayo muy seguro de donde me encuentro en este preciso instante y en todos los instantes que a éste han precedido también.  En realidad estoy irreconociblemente lúcido y lo suficientemente despierto para distinguir mi alrededor. Créame pues, que podría si me conviniese, darle datos precisos sobre el lugar desde el que le escribo y si no lo hago, es porque no me gustaría de modo alguno facilitar datos a las autoridades sobre mi actual ubicación. 

Me consta por los periódicos que aún siguen tras mi pista y no me cabe la menor duda de que una persona ejemplar como usted, se encargará de hacer llegar la presente carta a la policía lo más inmediatamente posible; pondrá a disposición policial todos los datos que puedan aligerar la tarea de búsqueda. Pero para nada piense que ello me enfurece ni lo considero traición, señor Rubén, usted sabe el profundo respeto que hacia su persona profeso y tengo claro que todo lo que haga es por la lógica preocupación que mi huida le produjo. No tengo duda de que sus intenciones miran por mi bien, pero de nuevo crea mis palabras cuando digo que mi recuperación es asombrosa y no puedo encontrarme en mejor situación de la que ahora estoy.
De hecho, espero que le alegre saber (porque estoy seguro que en el fondo por mí se alegra) que por alguna razón que yo asocio con el aire no viciado que ahora respiro, he ido notando como las facultades mentales propias de una persona sana se instalaban en mí y me recobraban, hasta el punto de llegar a considerar inoportuna del todo su medicación. Ayer tiré el último frasco de píldoras, aunque hacía tiempo ya que decidí dejar de ingerirlas en realidad. Desde entonces la mandíbula no se me adormece como solía ocurrir y en general mi cuerpo se siente mucho más ligero y relajado, como desatado de carga. También han desaparecido aquellas desagradables ronchas que se acumulaban en mi espalda y mi pecho y ni siquiera tengo la sensación de ardor cutáneo que le comenté en alguna otra ocasión. Lo único que ahora me molesta para la escritura, es la pesadez con la que mis párpados caen sobre mis ojos, como si quieran cerrar a la fuerza mi campo de visión e interponerse entre usted y un servidor, pero supongo que es el mínimo precio a pagar por haber burlado a la más alta de todas las naturalezas humanas.

Dicho esto, me perdonará  que no le escriba de una manera más inmediata (me refiero más inmediata que una carta) o que le llame directamente al teléfono de su despacho, pero no creo que me dejase entonces contarle la fantástica historia que quiero relatar, no al menos de la forma tan detalla y rigurosa que se me antoja. Además de que cualquier otra opción podría poner en evidencia mi paradero y con ello posiblemente mi inteligencia. Le escribo por tanto, en la clandestinidad y no ya como paciente, si no como amigo (si usted me lo permite) que aunque sin ninguna obligación, quiere poner en conocimiento suyo los motivos que lo llevaron a la fuga. 
Quiero que tenga presente ante todo, señor Rubén, que siempre he sido un hombre sencillo y de bien como usted sabe. Quizás arrastrado a veces por las particularidades de mi estado mental que en ocasiones se torna delicado y al que ya hemos ido abordando en las terapias, de las que aunque no lo crea, guardo buen recuerdo y son de las pocas cosas que echo en falta ahora estando en libertad. Pero en resumen; hombre de bien y de aspiraciones mundanas, de trato amable con los demás internos. Digo esto, porque como he leído, se me tacha en prensa de loco y de peligroso maniaco. Ponen junto a la información fotos mías en las que no salgo favorecido siquiera. Confieso que tengo cierto miedo a ser descubierto por la calle y no saber cómo reaccionar. De momento  no he tenido que enfrentarme a esa desagradable situación y he encontrado mis propias técnicas (que tampoco puedo revelarle por motivos obvios) para pasar desapercibido. De todos modos, la opinión de los demás sobre mi persona me tiene sin cuidado realmente y como he dicho, el motivo de esta carta no es limpiar mi imagen si no relatarle a usted, el único que se ha interesado por mí en toda mi reclusión en el centro, por qué salí de allí de esa manera. Bien, sin más preámbulos ni prólogos, le diré que la razón tiene que ver con la muerte. No con la muerte como concepto a filosofar (que ya lo hicimos ampliamente en alguna de nuestras terapias) más bien me refiero la muerte en persona. La mismísima muerte que vino a visitarme.

La noche de mi huida, mi nuevo compañero de habitación -aquel pelirrojo no muy alto-, gritaba como si la vida le fuese en ello, y yo como estoy acostumbrado a ese tipo de escenas, conseguí quedarme dormido relativamente pronto. Serían alrededor de las 21 horas.
Sumido ya en el sueño, recuerdo como mi mente divagaba oníricamente entre prados y sombras de árboles, eucaliptos en este caso. Altísimos eucaliptos que ante mí se abrían con todo lujo de detalles y finas ramas que proyectaban sobra hacia donde yo me hallaba, casi podía oler su aroma. Usted sabe tengo una capacidad innata para recordar siempre las imágenes de mis sueños y de forma clara recuerdo las de aquella noche.
Entonces una intensa claridad me desveló invadiendo mi cerebro a través de mis ojos aún cerrados; cómo si me apuntasen con una linterna directamente a los párpados o como mirar al sol sin abrir los ojos. Me despejé y decidí observar a mi alrededor. Habrían pasado pocas horas desde que me quedé dormido, porque mi cuerpo no se encontraba descansado (claro que en el centro nunca me notaba descansado del todo). El que si dormía era mi compañero por fin y toda la habitación parecía en calma aunque extrañamente iluminada por un resplandor blanquecino inusual. No tanto resplandor como nebulosa blanquecina. Me recordaba a aquellas veces siendo pequeño, cuando recién salía de la piscina, miraba el verde intenso de la hierba que quedaba difuminado como con un filtro de color blanco por el cloro del agua. Esta vez era parecido, pero sin escozor aparente en los ojos.
Como la cena esa noche se había retrasado hasta las 20:15 horas, la ingesta de medicamentos también la habíamos realizado tarde y toda la cantidad de agua que acababa de beber para bajar las pastillas, estaba luchando ya contra mi vejiga. Caminé sin prestar más atención a la blanca nebulosa y atravesé la habitación hasta el retrete compartido. Hice pis. La orina como ya sabe usted, saliendo más amarillenta de lo normal a causa de los fármacos. Cuando acabé, di las sacudidas finales y me ajusté el pantalón a la cintura. Entonces, cuando me giré para regresar a la cama, la vi. Justo enfrente mía. Créame señor Rubén que uno reconoce la muerte cuando la ve.
Y eso que en general, no se parece nada a cómo nos la cuentan. Al menos no mi muerte, porque no estoy seguro de que sea la misma para todos. Supongo que al ritmo que crece la población, la muerte originaria habrá tenido que ir delegando funciones en allegados  para poder dar abasto. En concreto, la muerte que a mí se me presentó, gozaba de una figura larga y definida; nada de huesos y calaveras corroídas. Algo así como un ente semi-humano y paliducho, con un rostro indefinido; no era miedo lo que daba, pero si imponía respeto por cómo se presentaba. En el lugar donde se mantenía erguida, la neblina de la habitación se hacía más espesa y cubría por completo desde sus pies hasta casi la cintura, rodeando el resto de su cuerpo como con intención de enmarcar la estampa. Aún así, entre toda la espesura, aquella criatura resplandecía y se dejaba ver, majestuosa a su manera, amenazante pero no violenta.  Algo que parecía como una fina manta, también de color blanco hueso, cubría alguna de las partes de su cuerpo;  a decir verdad, más que una manta o una capa, se asimilaba a algún tipo de vestido hecho con látex o algún material por el estilo, que se pegaba a sus extremidades y embutía y aprisionaba la anatomía de aquel ser. Como le he dicho, por lo que a su rostro se refiere, era indefinido. Parecía que las facciones no se habían atrevido a emerger de la palidez de su cara. No podía saber que expresión sostenía y lo único de lo que podía estar seguro, por la posición de la cabeza, era que me estaba mirando y que no apartaba su campo de visión de mí en momento alguno.

-          Martínez Ferrer, Pablo. – Dijo. Era como la voz del señor Manuel, cuando nos llamaba a los internos de planta por megafonía.

En ese momento, yo estaba muy nervioso como se puede imaginar y tampoco acertaba a ver a través de la niebla si mi compañero había despertado, pero supuse que no al no oír ningún grito. No podía pues, pedir ayuda de ninguna de las formas.
La muerte me miraba entre tanto, como esperando una respuesta, pero ya sabe usted que en situaciones extrañas me bloqueo y de mi boca no sale ni una palabra. Ni siquiera balbuceos, me quedo absolutamente mudo.
Estuvimos un rato sin decir ni mu ninguno de los dos, algo realmente tenso. Finalmente la muerte, como el presentador de tele concurso que mantiene la expectación hasta el final, decidió pronunciarse y explicarme, con su voz mega fónica, el porqué de su presencia ante mí. No recuerdo las palabras exactas señor Rubén, pero aquello no pintaba bien. Había muerto (yo, evidentemente) y ahora, el más allá venía a reclamarme para engrosar las listas de la eternidad. Poca vuelta de hoja había ante eso. Lo de mi fallecimiento resultó ser  consecuencia de algún problema relacionado con el corazón, pero no me dio muchos más datos. Debía ser una muerte poco experimentada o en prácticas, porque la explicación de ningún modo me dejó satisfecho. Forcé mi garganta y mis intestinos todo lo que pude, hasta que conseguí emitir algún sonido aceptablemente humano. La verdad es que la idea de morir me aterraba. Siempre le he dicho en terapia, que he considerado tener una vida plena dentro de mis posibilidades y que (¿cuántas veces le habré repetido esto?) a pesar de estar recluido en el centro mental, mis niveles de satisfacción eran altos, pues no le pedía más a la vida. Eso le he dicho siempre señor Rubén, pero  parece que uno ante el final se ablanda y no queda más remedio que aceptar lo que tu más baja cobardía te está pidiendo. No voy a transcribir todas mis súplicas en esta carta por salvaguardar el amor propio, pero tenga por seguro que rogué por mi vida durante más tiempo del que me gustaría reconocer. Di argumentos de todas las clases y me sorprendió ver como la muerte, lejos de ser una criatura fría, atendía a mis alegatos de manera muy humana, si es que puede ser aplicado el término en este caso. Sorprendentemente, me escuchaba de forma paciente y hasta creí ver como dejaba vagamente, casi imperceptible, caer su cabeza hacia adelante en gesto de comprensión y afirmación. No acierto a decirle si fueron mis lágrimas o el charco de orina, más amarillenta de lo normal, que se formó a mis pies tras los primeros veinte minutos de súplicas. Pero el caso, es que algo, de alguna manera, dio resultado.
 En ese momento de acercamiento hacia mis instintos humanos, me hallaba yo intentando acertar con alguna mueca en el rostro indefinido de la muerte, algún testigo mudo de compasión. Y muecas no aparecieron, pero surgió algo igualmente valido.
¿Quiere que le diga cuál es mi opinión? Incluso ante la más implacable de las fatalidades humanas, ante la muerte, yo era un hombre privado de sus facultades. Mi rostro y mi cuerpo no son más que la suma de los años de encierro en la institución (usted sabe cuántos) y supongo que falto de lo más preciado que poseen las personas, su libertad, hasta cierto punto puede considerarse que no he vivido, o que no he vivido lo suficiente al menos. Menuda muerte la que persigue a los que no han exprimido su vida.
Ante la bruma cada vez más intensa que se había ido formando mientras mis lloriqueos continuaban, la figura de la muerte iba desapareciendo casi por completo, haciendo parecer que me encontraba solo sin ningún interlocutor infrahumano que me escuchara, de la misma forma que hablan los chicos de la primera planta, solos con la pared. Pero de pronto la voz mortuoria de micrófono barato, volvió a aparecer de las tinieblas por última vez. Algo así como: 

-          Tu muerte se aplazará el tiempo de una noche. Ese es tu tiempo. Cuando tras la noche, cierres los ojos para dormir, no volverás a abrirlos. Ese será el final y no habrá más tiempos. 

Todavía estaba yo paralizado, sintiendo todos y cada uno de mis huesos, todas y cada una de las venas que transportaban sangre de un lado al otro de mi cuerpo. No sé, debe ser que con el miedo a la muerte empiezas a valorarte en todo tu contenido.
Cuando el humo blanco, la niebla, empezó a desvanecerse, por fin pude ver de un lado a otro de la habitación. Ni que decir que las palpitaciones exageradas de mi corazón, podrían haber despertado perfectamente a mi compañero pelirrojo, que seguía en su cama, olvidado ya de sus gritos y pataleos, dormido plácidamente como si nada hubiese ocurrido. Como si la muerte no hubiese venido a buscarme mientras orinaba. 

Me sequé el sudor de la cara con la misma camisa del pijama y caminé hacia mi cama. Nunca había recibido ningún favor de nadie y menos un favor desde el más allá. Supongo que en una escala de favores, aquello estaba en la posición más alta de lo que a una persona le puede ser concedido; una noche más antes de dejarlo todo. Tiempo en definitiva, era lo que se me regalaba. Y señor Rubén, tiempo es lo único que los humanos necesitamos, con tiempo creamos y destruimos y somos capaces de escribir, recitar, saltar, comprender, charlar, descifrar, viajar, investigar y un montón más de infinitivos de lo que somos capaces. Incluso de dejar pasar el tiempo somos capaces. He vivido toda mi vida esperando mi recuperación y planeando un mañana, pero desde luego que hay veces, en que hace falta que la muerte entre en tu habitación mientras tu compañero duerme, para recordarte que planear es de imbéciles. Los planes no se cumplen señor. 

Sentado pues, encima de mi colchón con las piernas colgando sobre el suelo, comencé a trazar mi plan de fuga. Pasé gran parte de la noche buscando la forma más eficiente de salir sin ser descubierto y conseguí no desconcentrarme en ningún momento, pues tenía claro que mi vida estaba fuera de las puertas del centro.
Del plan de escape en sí, no puedo darle muchos detalles por los motivos que ya le he comentado. No quiero hacer partícipe a la policía de mis actividades delictivas, en la medida que ello no me conviene. De todas formas, puedo decirle que intenté causar el menor desorden posible y que mi salida no condicionase la de otros internos. Hasta ahí en donde puedo contarle. Espero que por lo demás, mi explicación le haya servido para comprender  mi inusual comportamiento.

No crea que no me percato de que a estas alturas de la narración, usted se habrá planteado la veracidad de la misma. Entiendo de verdad que le cueste imaginarme rogando de rodillas delante de un ser aparecido desde la nada, con las intenciones que solo la muerte puede traer. Comprendo que una formación férrea como la suya exija poner atención y examinar todos los supuestos que se le plantean antes de darlos como ciertos y que, la historia que aquí le presento, puede suscitarle ciertas dudas sobre su autenticidad. Pero una vez más, apelo a la confianza que usted pueda prestar a mi palabra y le ruego que tenga en cuenta que si le he escrito, solo ha sido con la voluntad de explicarle mis razones de una forma fidedigna y de la manera lo más detallada que me ha sido posible, para que con ello, no guarde usted un mal recuerdo de mí, ni piense que ha malgastado el tiempo tratando conmigo. Yo por mi parte, estoy muy agradecido por la ayuda que me ha prestado durante toda esta etapa. Para usted, mi más sincero agradecimiento.

En cuanto a mí, sí los cálculos no me fallan, hace ya tres semanas (día arriba día abajo) que conseguí escapar del centro. Todo ese tiempo hace que me escondo de la justicia y como supondrá, si sigo en pie es gracias a mi falta de sueño. Los párpados se me cierran señor Rubén y mis ojos se hunden en un mar de ojeras crónicas, pero sigo despierto, sigo vivo. Mi noche aún no ha acabado. Estoy viviendo mi libertad de espaldas a la muerte y cada vez que cierro los ojos puedo verla, rodeada por la bruma rellenando su blanco atuendo. No se preocupe por mí, por fin estoy viviendo como si no hubiese mañana.



Le manda saludos cordiales, su amigo,
Pablo Martínez Ferrer.

Carta desde mi pequeña isla




Carta desde mi pequeña isla



Querida familia y amigos:


   Tal cómo prometí os  escribo de nuevo para contaros cómo son mis días en este pequeño  rincón del paraíso. Sé que algunos de vosotros no comprendisteis del todo mi decisión de abandonar para siempre la península y menos cuando os comuniqué que me marchaba  sin tener tan siquiera claro cual sería el destino elegido para pasar el resto de mis días, pero sí que conocéis bien el motivo de mi meditada y firme postura  de no volver jamás a lo que llamáis civilización y creo que eso justifica mi partida.  Ahora transcurridos unos meses vuelvo a reiteraros que me encuentro mejor que nunca y sigo gozando  de una espléndida salud, (esto va dirigido especialmente a mis más allegados, a mis queridas hermanas y a papá, para que estéis tranquilos). La  salud es algo que en la península daba por hecho quizás por mi juventud o quizás porque los vaivenes y las preocupaciones que la vida me deparaba allí no me daban la oportunidad de tener en cuenta las cosas realmente importantes. 
   Por lo demás aquí en la isla todo continúa  igual, es decir, a las mil maravillas. No me falta alimento, que es algo también importante: todas las mañanas salgo a pescar, preparo después mi almuerzo, por supuesto antes de éste siempre me abro un coco y con algo de Martini de las últimas botellas que hace un mes me proporcionaron los patrulleros me preparo un aperitivo y lo acompaño con unas almejas al vapor que están para chuparse los dedos.  Tampoco me falta distracción e incluso buena compañía. Por las tardes cuando cae el sol, como siempre, me tumbo en la orilla y espero que los Bumpa – Tumpa hagan su aparición,  los veo venir remando en su canoa de tronco de palmera, deslizarse entre las olas y aterrizar suavemente en la playa, me sonríen y con sus caras morenas y aniñadas me urgen a que me levante y me disponga  a jugar a las cartas con ellos, a veces pienso que fue una equivocación enseñarles el juego, otras veces estoy deseando que lleguen y me sacudan la monotonía que encierra algún mal día. Luego cuando comenzamos a jugar todo son risas, bromas y codazos entre ellos y eso me hace tanta gracia que a la hora de marcharse, los despido con tristeza, bueno, eso ocurre siempre que no le toca venir al jefe. Zuzú tiene muy mal perder, tan mal perder que cuando la cosa pinta regular para él se pone a tirarse de los pelos, a dar saltos y echarnos arena como un poseso hasta que con gesto enfadado se va detrás de una palmera, entonces yo con algunas palabras amables que ya conozco del dialecto  malgache intento calmarle y unirlo al juego de nuevo. Con Zuzú delante nadie se atreve a gastar bromas excepto yo, que ya le voy conociendo y se en el fondo que es perro ladrador.  
   En mi isla las noches son estrelladas y cálidas y es en el silencio de estas noches, bajo el sonido oscilante de las olas, cuando más me acuerdo de lo que tengo y de lo que dejé allí, en vuestra península.  Muchas veces me tumbo  en mi hamaca de raíces y colgado entre dos palmeras como un felino, me balanceo con suavidad mientras observo las estrellas. Nunca había deparado en los colores de las estrellas, sí, había aprendido sus tipos en el colegio pero jamás creí en llegar a distinguir sus colores: las hay rojas, naranjas, amarillas, azules y completamente blancas. Y sus tamaños, ¡qué decir de sus tamaños! Desde esta parte del Océano Índico se ven cosas,  imposibles de calibrar bajo el cielo de vuestra península y respiro tranquilo entonces, con una tranquilidad que no conocía desde que era un niño y esa soberana sensación, os lo puedo asegurar, no la cambiaría por nada de este mundo.
   Tengo que reconocer que a veces en mi isla la cosa se pone fea, por ejemplo, hace dos días de repente (y os digo de repente porque casi todo en mi isla surge de repente) el cielo se volvió negro como el tizón y el viento comenzó a soplar de tal manera que descompuso el techo de mi choza. Jamás había visto el mar de aquella forma, las olas subían por el acantilado que se divisa desde la playa y los truenos de la tormenta se confundían con las arremetidas del mar contra la roca. Como aquello no me gustó un pelo me cogí mis cosas y marché a la montaña, descubrí un entrante que me sirvió de refugio hasta que dejó de llover. Mientras esperaba a que el cielo se despejara, improvisé una fogata, y fue encenderla cuando me vi rodeado de una curiosa compañía, cuatro roedores se acurrucaron detrás de mí, me imagino que atraídos por el calor que desprendía el fuego. Jamás había visto animalitos parecidos, eran como ratones grandes con orejas alargadas y ojos redondos que me miraban sin parpadear. Olisqueaban todo, mi ropa, mi bolsa y uno de ellos me siguió todo el día, lo he adoptado como mascota y le llamo Boni en recuerdo a primo Bonifacio (primo, espero que no te importe). Boni es muy listo, lleva tan solo dos días conmigo y ya me trae las chanclas, cuando estoy cansado de pelar cocos y me tumbo en la hamaca le digo: ¡Boni, boni, trae las chanclas, vamos! Y entonces levanta las orejas, sale flechado para la choza y me las trae entre sus dientes de roedor, después espera a que le acaricie y se sube a la hamaca conmigo hasta que se queda dormido a mis pies, ¡Boni, es un primor de mascota! La semana que viene le enseñaré a vigilar la choza por la noche porque aunque su aspecto engañe cuando se enfada es un roedor bastante agresivo. Ayer que vino Zuzú a jugar, Boni lo supo mantener a raya, cuando le vio echarme arena se le abalanzó haciendo un ruido similar al de un tigre. Menos mal que como es tan obediente,  a un solo grito mío retrocedió de inmediato.  
  Pronto os llegará esta carta, mañana vienen los patrulleros a recoger la correspondencia. Por algo de marisco que les pesco me hacen el favor de llevármela a Isla Mayotte y me traen también algunas provisiones que echo en falta de la civilización. Ahora me daré prisa en terminarla porque hoy viernes tenemos fiesta, las noches de luna llena toda la tribu de los Bumpa Tumpa vienen a mi isla, les preparo batida de coco y entonces nos colgamos flores al  cuello,  con cantos malgaches caminamos hasta la montaña y allí desde lo más alto del acantilado despedimos el sol mientras echamos las flores al mar, después seguimos bebiendo durante toda la noche. Zuzú entre risas tontas me dice que es una costumbre ancestral que desde que llegué  han decidido celebrar por siempre en mi isla porque mi acantilado es más alto que el de su isla. Yo me sonrío y pienso en el fondo que el traslado de la fiesta malgache se debe más a mi batida de coco que a la altura del acantilado pero no le digo nada porque disfruto mucho con su fiesta. Ya debo terminar, se hace tarde. Como podréis comprobar mi vida aquí tiene poco que ver con mi vida en vuestra península, sigo sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pero ahora soy un hombre feliz. No necesito dinero, lo cual me hace respirar a gusto, y tampoco necesito compañía, por ahora no echo de menos a una mujer y mucho menos a una ex que era lo único que tenía allí.  Así que soy completamente feliz, espero que poco a poco me comprendáis y os planteéis seriamente en veniros una temporadita a mi isla aunque por ahora no os pueda enseñar exactamente en qué lugar del Indico está, pronto le pondré nombre y pediré seriamente que aparezca en el mapa, justo entonces os mostraré dónde exactamente se encuentra para que podáis venir a visitarme cuando os apetezca.  
Un gran abrazo a todos desde mi pequeña isla.