Cuando entré a
trabajar al hotel la
Gobernanta me dijo que me pegara a las faldas de Adela como
si fuera su perrito faldero, ella me enseñaría todo lo necesario para
sobrevivir allí. Y así fue, salvo por un detalle: yo no era un perrito faldero
sino más bien un big foot y Adela…es
que no sé si podíamos catalogarla de perrito. Adela era más bien como una
hormiguita. A pesar de que yo corría siempre detrás de ella, con mis grandes
zancadas y ella con su metro cuarenta y sus movimientos ágiles y rápidos, nunca
llegaba a caminar a su lado, hombro con hombro. Pasábamos casi todo el día juntas, pues éramos
además compañeras de habitación. Todos los días a las 6:00 de la mañana sonaba
el despertador, ay el despertador, niña, vaya música, que parece que sale de una
tinaja. Todos los días tardaba un cuarto de hora en salir de aquella cama, tan
pegajosa como antes de haberme duchado la noche anterior. La humedad de Menorca
es insoportable, pero uno se acostumbra. De igual forma, todos los días me
duchaba, me ponía las lentillas y aquel uniforme sacado de una de esas películas
del calvito ese que nunca recuerdo el nombre, niña, una película de la época
del destape. Todas las camareras de piso bajábamos la cuesta como en manada en
dirección al hotel. Siempre pensé que me gustaría haber visto aquella mancha
azul, bulliciosa y alegre, desde el cielo, deslizándose poco a poco por la
cuesta más empinada de toda la isla, hasta desaparecer por la puerta de atrás
de uno de los hoteles más caros de Cala Galdana. El día prometía ser de lo más
estresante: 35 salidas y 20 entradas. La gobernanta repartió las hojillas para
que cada una se fuera organizando, colocándose los walkis en el cuadril,
preparadas para una jornada de dura limpieza, que por fin se van los franceses
de la 499, aleluya, niña. A las 7 la
marea azul ya no era tal, puesto que cada una se había colocado en su puesto
para comenzar el día limpiando las zonas comunes del hotel. Silenciosas, frotábamos
plata, limpiábamos alfombras, barríamos pasillos y abrillantábamos cristales
hasta las 8, que era la hora del desayuno. Los clientes no podían vernos por
allí. Teníamos que ser como fantasmas, hacer nuestro trabajo sin que nadie nos
viera, las apestadas del hotel, ¡serán desgraciados!
El desayuno era
abundante pero aunque Marcial y Joaquín lo intentaban con ahínco, sobras, son
sobras, y eso no se puede disimular, ¿habrá que ser rastrero?, con el dineral
que tienen. Todos los días empezaban así, porque todos los días son iguales
cuando una se va de su casa a echar la temporada: los únicos días diferentes
son el primero y el último, cuando llegas y te vas. Los demás, son como un
sueño que se repite una y otra vez, una y otra vez…Días con la promesa de la
playa asomando por cada ventana, subiendo y bajando las escaleras para llegar a
la azotea y tender cientos de trapos sucios, docenas de uniformes, toallas y
sábanas del balneario. Lavadoras delicadas con la ropa de los clientes, muchos
lavados a mano y alguna que otra fullería, ¿o es que se pensaban estos
ricachones que iba yo a lavar a mano los tangas de sus respectivas?
Yo, aunque no
hacía nada sin la supervisión de Adela, siempre estaba muerta de miedo por
aquellas trampas sin importancia, los entresijos de un hotel de 5 estrellas a
los que yo no estaba acostumbrada a ver desde dentro. Es lo que tiene pasarse
al otro lado, cuando ves como funciona realmente la cosa, se te quitan las
ganas de irte de vacaciones. Siempre me decía lo mismo. Adela tenía más
vitalidad que todo el equipo de pisos junto. Cuando se remangaba había que prepararse
para lo peor. Aquella pequeña mujer era todo chispa, pues las horas pasan
volando, que el tiempo es oro y yo de eso no tengo mucho. Yo la seguía de un
lado para otro: ahora a lencería, luego a la caldera, que hay que repasarla que
hoy viene el dueño, ahora a recepción pero por detrás, que a los clientes –ni a
Manuel- les gusta ver nuestros uniformes por su gran escenario, para recoger
las bolsas de los clientes que Nuria no se ha dignado a bajar a nuestra cueva,
hija de puta, otra catalana. ¿Qué se creerá la niñata esa? ¿Que porque trabaje
en recepción es más que nosotros? Que aquí la que más y la que menos es
licenciada, ¿eh niña? Más de 10 horas de trabajo sin descanso al lado de
aquella mujer durante los cuatro meses que me quedaban por pasar allí serían
una locura. Yo, una muchacha torpe de casi dos metros, me sentía abrumada por
el ritmo de sus palabras al explicarme cómo se limpiaba de verdad un inodoro,
toda una farsa eso de la desinfección; lo más importante es poner bien estirado
el precinto que pone desinfectado, tirar de la cadena y listo; de sus de sus
manos cuando de rodillas en el suelo frotábamos alfombras, con amoniaco, como
se ha hecho toda la vida, como si pretendiéramos encontrar allí jeroglíficos
escondidos en una época anterior.
Cuando entrabamos en una habitación, ella se
paraba en el marco de la puerta, para mirar el panorama con perspectiva, y tras
unos segundos de análisis, me daba las directrices. Jamás pensé que se podría
limpiar una habitación a fondo tan rápido. Lo primero era abrir las ventanas y
ventilar la habitación, ventilar bien, que a los ingleses parece que le cobran
un extra por el aire fresco, y hacer la cama. Si no toca cambio, no se cambian
las sábanas y si toca…eso depende del cargamento de sábanas limpias del carro.
A veces basta con estirar bien. Yo desde los pies de la cama le iba lanzando
los extremos de las sábanas que ella acomodaba dibujando un embozo que ni el
mismo Zurbarán. Sábana bajera, sábana de arriba, colcha; dos puñetazos en los
cojines y lista. Había que mirar muy bien antes de estirar las sabanas por si
acaso la inquilina se había dejado una sorpresita entre ellas, que luego pasa
lo que pasa, que demasiada guasa es ya
que con este cuerpo la acusen a una de robar ropa interior de los clientes
aunque ladronas haberlas, hailas. Una vez terminada la cama, yo limpiaba los
cristales y ella quitaba el polvo. Así me protegía de las posibles acusaciones
por robo. Aunque éramos supuestamente uno de los equipos de trabajo más
competentes en el hotel, entre las camareras de piso había mucha rivalidad y
mucha envidia, así que ándate con ojo y no te pongas esos pendientes tan monos,
que ya he escuchado yo más de un comentario, y cualquier ocasión era buena para
cargarle a una compañera con el muerto de una cremita de las caras desaparecida
o una barra de labios usada. Yo intentaba decirle que no, que la gente no es
mala por naturaleza y ella me miraba y se reía, angelito. Después, yo barría la
habitación mientras ella se metía en el baño, sacaba las toallas sucias de la
bañera y las llevaba al carro para cambiarlas por unas nuevas. Repasaba todos
los amenities del baño, que si jaboncito por allí, que si un peinecito por
allá, que si la cremita…todo nuevo, porque la gente no espera a irse para
cometer estos pequeños hurtos que a veces le alegran más a uno que las propias
vacaciones, qué infelices. El baño no se moja hasta que se barra el suelo, que
luego los pelos no hay quien los quite de la fregona. Liquido mágico en las
paredes de la ducha, barrido, fregona y a otra. ¿35 salidas? Quien dijo miedo.
Éramos una
pareja divertida, según decían todos, no tan divertida como Jordi y Manuel
Pablo, los de mantenimiento, que esos dos si que parecen Tip y Coll y además,
son catalanes. No sé si la inquina que les tenía era causada por su procedencia,
porque con Nuria le pasaba igual, o por las incesantes bromas que se dedicaban
a soltar por los walkis cada dos por tres. Ella se reía socarronamente, jurando
devolvérselas todas juntas antes de que acabara aquella temporada. Yo no podría
verlo, ya que mi estancia estaba planeada solo hasta septiembre y por eso le
pedía siempre que adelantara su venganza. Jordi y Manuel, cuando menos se lo
esperen…cuando menos se lo esperen Adela se va a vengar y se van a enterar
estos chuminosos.
Adela era de Jaén. Su aspecto físico, a pesar de lo que ella dijera, era
estupendo, aunque estoy segura de que rondaba
ya los 60. Se cuidaba mucho, porque la vida de camarera de piso es muy dura y
te pasa factura. Era menudita, pero resultona. Sus ojos verdes y redondos
encajaban perfectamente sobre aquellos cachetes siempre, por fortuna, porque
tener mal color es una tortura, sonrosados. Su boca siempre estaba medio
abierta, dejando asomar unos dientecillos muy pequeños. Se pintaba los labios
muy discretamente, al igual que los ojos, en cuyos párpados dibujaba una a
penas visible línea verde. Las uñas, solo se las pintaba los días que libraba,
que no hay nada más feo que una limpiadora de la que no se pueda saber si tiene
las uñas negras. Era rubia, natural, y siempre recogía su pelo rizado con una
pinza de colores, siempre distinta. Todos los días se compraba una pinza para
el pelo cuando volvía del trabajo, siempre en un puesto distinto, que hay que
repartir beneficios. Se daba ese capricho, ese único capricho, al volver a
subir a los barracones que el hotel nos cedía gratuitamente por trabajar a
destajo, los muy rastreros, que no hay día que no tengamos que apañarnos algún
arreglo, o bien de una ducha o bien de un váter. Yo nunca la veía elegir su
pequeño tesoro porque después de trabajar me quedaba en la playa, cosa que no
estaba muy bien vista por las compañeras, todas unas envidiosas, créeme. Nunca
había estado tanto tiempo viviendo cerca del mar y a pesar de que siempre fui
tajante en mi opinión sobre la playa, me parecía pecado vivir en aquella
paradisíaca isla y no disfrutar de ella, al menos y si terminábamos pronto, de 5 a 8, porque a las 8 era cuando de nuevo la marea de
limpiadoras, esta vez sin uniforme, bajaba de nuevo para cenar, sobras otra
vez, en el Hotel y yo salía de mi paraíso para volver a entrar por la puerta de
servicio del hotel.
Siempre iba sola a la playa, salvo un día que conseguí que Adela me
acompañara. La paya le daba morriña y tardé mucho en descubrir la razón, porque
según tenía entendido, ella siempre había vivido en Jaén. Nadie quería
acompañarme porque allí se iba
atrabajar, no a ponerse morena, que donde esté una siesta en la
habitación, que se quite una toalla arrugada en la playa. Y aunque no me lo
reprochaban abiertamente, yo creo que en el fondo si. Ninguna de mis compañeras
aprobaba que yo, la nueva, la universitaria que ha venido aquí a ganarse unas
perras solo para poder salir más de marcha este invierno, que ha venido aquí a
probar, como si fuera esto un experimento sociológico, tuviera la valentía de
mezclarme con los clientes tomando el sol en la playa o me atreviera a tomar un
café en aquellos chiringuitos tan caros. Yo, pese a los intentos, nunca
conseguí entenderlo y antes de salir, mientras colocábamos las jaulas de ropa
sucia en la puerta para que cuando vinieran los de la lavandería no se
entretuvieran mucho, los únicos que tienen prisa en este mundo, los lavanderos
de Homeo Lavanderías, siempre soltaba al viento mi invitación, que caía
olvidada a los pocos segundos de ser pronunciada. Pero Adela, siempre me
sonreía y me daba una palmadita en el culo cuando me veía salir del vestidor, transformadita
por completo, como la
Cenicienta cuando iba al baile, solo que sin baile y
cambiando el vestido por un bikini.
Cada noche, cuando Adela y yo nos encontrábamos en los
barracones, me enseñaba su nueva pinza y me hablaba de los motivos por los
cuales aquella pinza era mucho más bonita que la anterior. Cuando la veía
venir, cerraba mi libro, aunque lo dejaba bien visible porque ya me había dado
cuenta de que a Adela le gustaba ojearlo, no porque me interese, es solo para
ver la foto de la autora y le sacaba un cigarrillo que aunque ella no fumaba,
conmigo siempre se le antojaba. Siempre empezaba la conversación hablando de lo
cansada que estaba, de lo que costaba ganarse el pan…y así, poco a poco, no sin
trabajo, Adela me fue desgranando su vida. Era muy charlatana, hablar es de las
pocas cosas gratis y placenteras que nos quedan, aunque hablar de la vida
privada es muy peligroso, porque nunca sabes si la otra persona te escucha por
compromiso o porque de verdad le interesa, así que la mayoría del tiempo
hablábamos de mí, porque ella hacia muchas preguntas y de las pequeñas
anécdotas que iban sucediéndose en el hotel. Tras un mes de charlas, solo pude
tener claro que Adela nació en 1942 en Fuensanta de Martos, en la sierra sur de
Jaén, a 36 km
de la capital y salió de su casa con 10 años, en el año 52, dios mío, cómo pasa
el tiempo, para ir a servir a Barcelona. Por eso la playa le daba morriña, porque
durante su infancia, porque por mucho que llevara una casa para delante, 10
años son 10 años, no pudo ir nunca a la playa, que le quedaba justo delante de
la casa donde trabajaba, ya que su señora así lo consideró oportuno. Una vez
hizo el intento y el señor de la casa le dio tal paliza cuando finalmente le
tuvo que confesar su plan para esa tarde, que era solo una niña, una niña que
no había visto más que olivos, que se le quitaron las ganas de si quiera pensar
en agua salada. Más de 7 años viviendo frente al mar y sin poder pisarlo,
cuantas noches he llorado yo.
En su casa no había dinero ni para pan, así que como muchas otras muchachas de su
edad, tuvo que hacer lo propio y salir a trabajar para ayudar a la familia. Nunca
se había casado, no por no poder, sino porque no me ha dado la gana y aprendió
a leer con 16 años. Eso era casi todo lo que sabía de Adela. Eso era todo lo
que sabía hasta que un día, Adela se enfrentó con la gobernanta. No sé por qué
ni como fue, lo único que recuerdo es ver a Adela decirle cuatro cosas bien
dichas a la gobernanta, que no sabía ni donde tenía la nariz, y que se creía
con el derecho de explotarnos y
humillarnos por su cara bonita. La gobernanta era una chica joven, de unos 35
años, que no se había hecho la cama en la vida y que jamás estaba en su puesto
cuando se la necesitaba. Aquel día había saltado la alarma de incendios y la
gobernanta estaba departiendo amigablemente con los de animación, tomándose un
coctel en la piscina, tranquilamente, cosa que se repetía más de lo
recomendable. Por su culpa, el protocolo de incendios no se pudo llevar a cabo
y aunque todo fue un error, la cosa podría haber terminado en masacre ya que,
en caso de incendio, las camareras de piso, éramos las encargadas de desalojar
las plantas baja, primera y segunda, pero como la gobernanta no había pasado
por lencería en todo el día, ni había abierto los offices ni nos había dejado
las llaves maestras…no pudimos hacer nada. En fin, que cuando supimos que el
incendio no era tal, gracias a dios y a la virgencita de la Capilla , la susodicha
gobernanta tuvo el valor de decir, delante de todo el personal, que estaba muy
decepcionada con nosotras porque éramos las únicas que no habíamos llevado a
cabo correctamente el protocolo de actuación.
Yo, como siempre, estaba al lado
de Adela, y la empecé a ver secándose las manos en su delantal y después
frotándose las palmas en él de una manera un tanto obsesiva. Seguí mi mirada
sobre sus brazos y noté como encogía los hombros poco a poco, a la par que iba
escondiendo la cabeza entre ellos. Su cara se puso roja, con una mueca de dolor
y enfado que no había visto en mi vida. De repente, y delante de más de 150
personas, la voz de Adela sonó como un trueno. Nadie sabía al principio qué
cara poner cuando Adela se dirigió por primera vez a la gobernanta, señorita
Ruiperez, hay que tener valor, ¿decepcionada con nosotras? Que nosotras nos
partimos la cara por usted cada día, tapándola de sus meteduras de patas, que
no sabe usted ni encender la plancha hombre, pero desde luego que si tuvimos
claro el aplauso final que todos, al menos todas las del departamento de pisos,
las olvidadas, las que tienen que soportar las cargas de trabajo
más duras de todos los colectivos que
hay en la hostelería, señorita
Ruiperez, le dedicamos a
Adela. Adela puso voz a más del 30 % de la plantilla del hotel, porque ya
estábamos cansadas, cansadas de ser consideradas las últimas monas, cansadas de
ser las únicas del hotel con horario de entrada, pero no de salida, las que
tienen que aguantar los malos modales de clientes ricachones que se creen
poderosos porque van a un hotel de 5 estrellas y luego se hartan de comer
bocadillos, que he visto yo pocas bolas de papel de plata por las habitaciones.
Porque señorita Ruiperez, ya lo sabemos todos, vino usted al hotel de la mano
de su padre, muy amiguito del gerente, gerente que no iba perdido y que
esperaba recibir mucho apoyo y comprensión de esta señorita y saltándose a la torera el convenio, claro, que
cobra lo que le da la gana, y es la que menos hace. En su discurso, que soltó
sin titubear, mirándonos bien a los ojos a todas, incluso al gerente y a la
señorita Ruiperez, Adela habló de explotación, del derecho a huelga, de la
lucha obrera, de discriminación, de patronato responsable, del sindicato de las
camareras de piso, de dignidad, de protección legal, de orgullo, que a muchas
de las presentes les da vergüenza reconocer que trabajan quitando mierda y sin
nosotras este hotel se va a pique. El discurso fue apoteósico y cuando terminó,
simplemente se sacudió el uniforme, volvió a su sitio y metió las manitas en el
bolsillo del delantal. La cara de la Ruiperez era para haberla
grabado. Y el gerente…al gerente se le vio el plumero rápido y no tuvo más
remedio que disculparse ante nosotras y bajarle los humos a la señorita
Ruiperez. Adela era una pieza intocable, me había dado cuenta, porque el
gerente no hizo otra cosa que darle la razón, hombre, si es que no hay derecho,
señor Gago, no hay derecho, pero no lo entendí del todo hasta aquella noche en
que me contó, con todo lujo de detalles, quién era ella.
Resulta que aquella
mujer menuda, fue una de las primeras empleadas de hogar en salir a la calle en
los años 80 a
reivindicar sus derechos como trabajadora aunque en aquella época, todavía siendo
esclavas de señoritos y tontainas, todo estaba aún por hacer. Resulta que Adela
había participado en las primeras Comisiones Obreras juveniles, se marchó a
Francia durante tres años donde se hizo militante del PC y cuando volvió, se
matriculó en derecho, especializándose en derecho laboral y siguió trabajando
como empleada de hogar, ya sin ser interna, que una necesita su espacio y su
independencia, lo que le permitió trabajar, bueno, hacer voluntariado, porque
de dinero nada, en un bufete de abogados dando asesoramiento a los pobres
obreros explotados de la época. Adela era una caja de sorpresas y yo la estaba
descubriendo en aquel instante. Aquella mujer incansable había sido una de las
pioneras en la lucha sindical de las empleadas de hogar en su época como
Secretaria de la Mujer
en CC.OO; luchó para que las chicas de servir que llegaban, como ella misma, a
las capitales desde sus pueblecitos, consiguieran unos derechos mínimos en su
trabajo, un trabajo que no se valoraba nada, que era el patito feo, que creaba
complejos entre las mujeres que se dedicaban a ello. Ay…de repente sentí que
estaba delante de una mujer diferente, que posiblemente la había infravalorado,
que yo también había sido una condescendiente, en menor medida pero lo había
sido, sintiéndome un poco superior con mi licenciatura y mi máster y mis
idiomas…y en el fondo no era más que una niña tonta, que si Adela, que sí, que
no he sido justa, que tampoco sabía hacer bien las camas, que me había entrampado
hasta las cejas y que no había encontrado otro trabajo más que de camarera de
pisos, a pesar de toda mi preparación y que no había tenido más remedio que
cogerlo, aunque a mis amigos, claro, nunca se lo había dicho, si, que yo
también me avergoncé en su momento. Aquella
noche aprendí la lección más grande de mi vida y nunca olvidaré como Adela me
abrazó, como a una niña pequeña, que no pasa nada mujer, que tú no eres una
niña mala, que es normal, que estás aguantando mucha presión en este trabajo,
que ya verás como en seguida está aquí septiembre y vuelves a tu casa, con ese
bronceado tan bonito y ese tipín que se te está quedando.
Pasó el verano, nos despedimos, te echaré de menos
mucho, escríbeme por favor, y ven a verme cuando quieras. Seguimos llamándonos
durante unos años, incluso fui a visitarla varias veces a su casa de Fuensanta de Martos en los meses de
invierno, diciembre y enero, que es cuando puedo disfrutar yo de mi pueblo, que
la vida de temporera te divide el corazón y tengo medio en la isla y medio
aquí. Su casa era, entre otras cosas, un pequeño
museo de sus años de militancia. Fotos con distintos dirigentes del partido colgaban de las paredes junto con recortes de periódico que daban fe de los avances en la lucha. La bandera Republicana te daba la bienvenida nada más entrar al salón, sobre la chimenea, para que no pase frío, que ya bastante pasaron en la sierra. Además, que ya no hay que esconderse de nada, ya no. Adela olía a melancolía. Cuando iba a visitarla, la noche nos cogía desprevenidas sentadas en la lumbre, ella hablando y yo escuchando que ya hay cosas que no se cuentan en los libros y no se pueden olvidar, mi niña, no se pueden olvidar, que fuimos muchas las que pusimos el puño en alto por no estampárselo en la cara a alguno. Nunca disfruté tanto de la conversación de una persona como lo hice con ella.
Ayer
recibí la noticia de su muerte. Me llamó el gerente, el señor Gago, con el
corazón compungido. No sabía que conservaba mi teléfono después de tanto tiempo.
Adela murió en la isla, el último día del verano, en la playa, en Cala
Turqueta, cosa extraña… porque ella no era de playa, que cuando quiera agua
salada, me trago las lágrimas, cierro los ojos…y listo, niña.
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