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miércoles, 2 de mayo de 2012

- Relato 2 de María Marín Álvarez



                                                                     

          Cuando entré a trabajar al hotel la Gobernanta me dijo que me pegara a las faldas de Adela como si fuera su perrito faldero, ella me enseñaría todo lo necesario para sobrevivir allí. Y así fue, salvo por un detalle: yo no era un perrito faldero sino más bien un big foot y Adela…es que no sé si podíamos catalogarla de perrito. Adela era más bien como una hormiguita. A pesar de que yo corría siempre detrás de ella, con mis grandes zancadas y ella con su metro cuarenta y sus movimientos ágiles y rápidos, nunca llegaba a caminar a su lado, hombro con hombro.  Pasábamos casi todo el día juntas, pues éramos además compañeras de habitación. Todos los días a las 6:00 de la mañana sonaba el despertador, ay el despertador, niña, vaya música, que parece que sale de una tinaja. Todos los días tardaba un cuarto de hora en salir de aquella cama, tan pegajosa como antes de haberme duchado la noche anterior. La humedad de Menorca es insoportable, pero uno se acostumbra. De igual forma, todos los días me duchaba, me ponía las lentillas y aquel uniforme sacado de una de esas películas del calvito ese que nunca recuerdo el nombre, niña, una película de la época del destape. Todas las camareras de piso bajábamos la cuesta como en manada en dirección al hotel. Siempre pensé que me gustaría haber visto aquella mancha azul, bulliciosa y alegre, desde el cielo, deslizándose poco a poco por la cuesta más empinada de toda la isla, hasta desaparecer por la puerta de atrás de uno de los hoteles más caros de Cala Galdana. El día prometía ser de lo más estresante: 35 salidas y 20 entradas. La gobernanta repartió las hojillas para que cada una se fuera organizando, colocándose los walkis en el cuadril, preparadas para una jornada de dura limpieza, que por fin se van los franceses de la 499, aleluya, niña.  A las 7 la marea azul ya no era tal, puesto que cada una se había colocado en su puesto para comenzar el día limpiando las zonas comunes del hotel. Silenciosas, frotábamos plata, limpiábamos alfombras, barríamos pasillos y abrillantábamos cristales hasta las 8, que era la hora del desayuno. Los clientes no podían vernos por allí. Teníamos que ser como fantasmas, hacer nuestro trabajo sin que nadie nos viera, las apestadas del hotel, ¡serán desgraciados!
          El desayuno era abundante pero aunque Marcial y Joaquín lo intentaban con ahínco, sobras, son sobras, y eso no se puede disimular, ¿habrá que ser rastrero?, con el dineral que tienen. Todos los días empezaban así, porque todos los días son iguales cuando una se va de su casa a echar la temporada: los únicos días diferentes son el primero y el último, cuando llegas y te vas. Los demás, son como un sueño que se repite una y otra vez, una y otra vez…Días con la promesa de la playa asomando por cada ventana, subiendo y bajando las escaleras para llegar a la azotea y tender cientos de trapos sucios, docenas de uniformes, toallas y sábanas del balneario. Lavadoras delicadas con la ropa de los clientes, muchos lavados a mano y alguna que otra fullería, ¿o es que se pensaban estos ricachones que iba yo a lavar a mano los tangas de sus respectivas?
          Yo, aunque no hacía nada sin la supervisión de Adela, siempre estaba muerta de miedo por aquellas trampas sin importancia, los entresijos de un hotel de 5 estrellas a los que yo no estaba acostumbrada a ver desde dentro. Es lo que tiene pasarse al otro lado, cuando ves como funciona realmente la cosa, se te quitan las ganas de irte de vacaciones. Siempre me decía lo mismo. Adela tenía más vitalidad que todo el equipo de pisos junto. Cuando se remangaba había que prepararse para lo peor. Aquella pequeña mujer era todo chispa, pues las horas pasan volando, que el tiempo es oro y yo de eso no tengo mucho. Yo la seguía de un lado para otro: ahora a lencería, luego a la caldera, que hay que repasarla que hoy viene el dueño, ahora a recepción pero por detrás, que a los clientes –ni a Manuel- les gusta ver nuestros uniformes por su gran escenario, para recoger las bolsas de los clientes que Nuria no se ha dignado a bajar a nuestra cueva, hija de puta, otra catalana. ¿Qué se creerá la niñata esa? ¿Que porque trabaje en recepción es más que nosotros? Que aquí la que más y la que menos es licenciada, ¿eh niña? Más de 10 horas de trabajo sin descanso al lado de aquella mujer durante los cuatro meses que me quedaban por pasar allí serían una locura. Yo, una muchacha torpe de casi dos metros, me sentía abrumada por el ritmo de sus palabras al explicarme cómo se limpiaba de verdad un inodoro, toda una farsa eso de la desinfección; lo más importante es poner bien estirado el precinto que pone desinfectado, tirar de la cadena y listo; de sus de sus manos cuando de rodillas en el suelo frotábamos alfombras, con amoniaco, como se ha hecho toda la vida, como si pretendiéramos encontrar allí jeroglíficos escondidos en una época anterior. 
          Cuando entrabamos en una habitación, ella se paraba en el marco de la puerta, para mirar el panorama con perspectiva, y tras unos segundos de análisis, me daba las directrices. Jamás pensé que se podría limpiar una habitación a fondo tan rápido. Lo primero era abrir las ventanas y ventilar la habitación, ventilar bien, que a los ingleses parece que le cobran un extra por el aire fresco, y hacer la cama. Si no toca cambio, no se cambian las sábanas y si toca…eso depende del cargamento de sábanas limpias del carro. A veces basta con estirar bien. Yo desde los pies de la cama le iba lanzando los extremos de las sábanas que ella acomodaba dibujando un embozo que ni el mismo Zurbarán. Sábana bajera, sábana de arriba, colcha; dos puñetazos en los cojines y lista. Había que mirar muy bien antes de estirar las sabanas por si acaso la inquilina se había dejado una sorpresita entre ellas, que luego pasa lo que pasa,  que demasiada guasa es ya que con este cuerpo la acusen a una de robar ropa interior de los clientes aunque ladronas haberlas, hailas. Una vez terminada la cama, yo limpiaba los cristales y ella quitaba el polvo. Así me protegía de las posibles acusaciones por robo. Aunque éramos supuestamente uno de los equipos de trabajo más competentes en el hotel, entre las camareras de piso había mucha rivalidad y mucha envidia, así que ándate con ojo y no te pongas esos pendientes tan monos, que ya he escuchado yo más de un comentario, y cualquier ocasión era buena para cargarle a una compañera con el muerto de una cremita de las caras desaparecida o una barra de labios usada. Yo intentaba decirle que no, que la gente no es mala por naturaleza y ella me miraba y se reía, angelito. Después, yo barría la habitación mientras ella se metía en el baño, sacaba las toallas sucias de la bañera y las llevaba al carro para cambiarlas por unas nuevas. Repasaba todos los amenities del baño, que si jaboncito por allí, que si un peinecito por allá, que si la cremita…todo nuevo, porque la gente no espera a irse para cometer estos pequeños hurtos que a veces le alegran más a uno que las propias vacaciones, qué infelices. El baño no se moja hasta que se barra el suelo, que luego los pelos no hay quien los quite de la fregona. Liquido mágico en las paredes de la ducha, barrido, fregona y a otra. ¿35 salidas? Quien dijo miedo.
          Éramos una pareja divertida, según decían todos, no tan divertida como Jordi y Manuel Pablo, los de mantenimiento, que esos dos si que parecen Tip y Coll y además, son catalanes. No sé si la inquina que les tenía era causada por su procedencia, porque con Nuria le pasaba igual, o por las incesantes bromas que se dedicaban a soltar por los walkis cada dos por tres. Ella se reía socarronamente, jurando devolvérselas todas juntas antes de que acabara aquella temporada. Yo no podría verlo, ya que mi estancia estaba planeada solo hasta septiembre y por eso le pedía siempre que adelantara su venganza. Jordi y Manuel, cuando menos se lo esperen…cuando menos se lo esperen Adela se va a vengar y se van a enterar estos chuminosos.
          Adela era de Jaén. Su aspecto físico, a pesar de lo que ella dijera, era estupendo, aunque  estoy segura de que rondaba ya los 60. Se cuidaba mucho, porque la vida de camarera de piso es muy dura y te pasa factura. Era menudita, pero resultona. Sus ojos verdes y redondos encajaban perfectamente sobre aquellos cachetes siempre, por fortuna, porque tener mal color es una tortura, sonrosados. Su boca siempre estaba medio abierta, dejando asomar unos dientecillos muy pequeños. Se pintaba los labios muy discretamente, al igual que los ojos, en cuyos párpados dibujaba una a penas visible línea verde. Las uñas, solo se las pintaba los días que libraba, que no hay nada más feo que una limpiadora de la que no se pueda saber si tiene las uñas negras. Era rubia, natural, y siempre recogía su pelo rizado con una pinza de colores, siempre distinta. Todos los días se compraba una pinza para el pelo cuando volvía del trabajo, siempre en un puesto distinto, que hay que repartir beneficios. Se daba ese capricho, ese único capricho, al volver a subir a los barracones que el hotel nos cedía gratuitamente por trabajar a destajo, los muy rastreros, que no hay día que no tengamos que apañarnos algún arreglo, o bien de una ducha o bien de un váter. Yo nunca la veía elegir su pequeño tesoro porque después de trabajar me quedaba en la playa, cosa que no estaba muy bien vista por las compañeras, todas unas envidiosas, créeme. Nunca había estado tanto tiempo viviendo cerca del mar y a pesar de que siempre fui tajante en mi opinión sobre la playa, me parecía pecado vivir en aquella paradisíaca isla y no disfrutar de ella, al menos y si terminábamos pronto, de 5 a 8, porque a las  8 era cuando de nuevo la marea de limpiadoras, esta vez sin uniforme, bajaba de nuevo para cenar, sobras otra vez, en el Hotel y yo salía de mi paraíso para volver a entrar por la puerta de servicio del hotel.
Siempre iba sola a la playa, salvo un día que conseguí que Adela me acompañara. La paya le daba morriña y tardé mucho en descubrir la razón, porque según tenía entendido, ella siempre había vivido en Jaén. Nadie quería acompañarme porque allí se iba  atrabajar, no a ponerse morena, que donde esté una siesta en la habitación, que se quite una toalla arrugada en la playa. Y aunque no me lo reprochaban abiertamente, yo creo que en el fondo si. Ninguna de mis compañeras aprobaba que yo, la nueva, la universitaria que ha venido aquí a ganarse unas perras solo para poder salir más de marcha este invierno, que ha venido aquí a probar, como si fuera esto un experimento sociológico, tuviera la valentía de mezclarme con los clientes tomando el sol en la playa o me atreviera a tomar un café en aquellos chiringuitos tan caros. Yo, pese a los intentos, nunca conseguí entenderlo y antes de salir, mientras colocábamos las jaulas de ropa sucia en la puerta para que cuando vinieran los de la lavandería no se entretuvieran mucho, los únicos que tienen prisa en este mundo, los lavanderos de Homeo Lavanderías, siempre soltaba al viento mi invitación, que caía olvidada a los pocos segundos de ser pronunciada. Pero Adela, siempre me sonreía y me daba una palmadita en el culo cuando me veía salir del vestidor, transformadita por completo, como la Cenicienta cuando iba al baile, solo que sin baile y cambiando el vestido por un bikini.
Cada noche, cuando Adela y yo nos encontrábamos en los barracones, me enseñaba su nueva pinza y me hablaba de los motivos por los cuales aquella pinza era mucho más bonita que la anterior. Cuando la veía venir, cerraba mi libro, aunque lo dejaba bien visible porque ya me había dado cuenta de que a Adela le gustaba ojearlo, no porque me interese, es solo para ver la foto de la autora y le sacaba un cigarrillo que aunque ella no fumaba, conmigo siempre se le antojaba. Siempre empezaba la conversación hablando de lo cansada que estaba, de lo que costaba ganarse el pan…y así, poco a poco, no sin trabajo, Adela me fue desgranando su vida. Era muy charlatana, hablar es de las pocas cosas gratis y placenteras que nos quedan, aunque hablar de la vida privada es muy peligroso, porque nunca sabes si la otra persona te escucha por compromiso o porque de verdad le interesa, así que la mayoría del tiempo hablábamos de mí, porque ella hacia muchas preguntas y de las pequeñas anécdotas que iban sucediéndose en el hotel. Tras un mes de charlas, solo pude tener claro que Adela nació en 1942 en Fuensanta de Martos, en la sierra sur de Jaén, a 36 km de la capital y salió de su casa con 10 años, en el año 52, dios mío, cómo pasa el tiempo, para ir a servir a Barcelona.  Por eso la playa le daba morriña, porque durante su infancia, porque por mucho que llevara una casa para delante, 10 años son 10 años, no pudo ir nunca a la playa, que le quedaba justo delante de la casa donde trabajaba, ya que su señora así lo consideró oportuno. Una vez hizo el intento y el señor de la casa le dio tal paliza cuando finalmente le tuvo que confesar su plan para esa tarde, que era solo una niña, una niña que no había visto más que olivos, que se le quitaron las ganas de si quiera pensar en agua salada. Más de 7 años viviendo frente al mar y sin poder pisarlo, cuantas noches he llorado yo.  
En su casa no había dinero ni para pan,  así que como muchas otras muchachas de su edad, tuvo que hacer lo propio y salir a trabajar para ayudar a la familia. Nunca se había casado, no por no poder, sino porque no me ha dado la gana y aprendió a leer con 16 años. Eso era casi todo lo que sabía de Adela. Eso era todo lo que sabía hasta que un día, Adela se enfrentó con la gobernanta. No sé por qué ni como fue, lo único que recuerdo es ver a Adela decirle cuatro cosas bien dichas a la gobernanta, que no sabía ni donde tenía la nariz, y que se creía con el derecho de explotarnos  y humillarnos por su cara bonita. La gobernanta era una chica joven, de unos 35 años, que no se había hecho la cama en la vida y que jamás estaba en su puesto cuando se la necesitaba. Aquel día había saltado la alarma de incendios y la gobernanta estaba departiendo amigablemente con los de animación, tomándose un coctel en la piscina, tranquilamente, cosa que se repetía más de lo recomendable. Por su culpa, el protocolo de incendios no se pudo llevar a cabo y aunque todo fue un error, la cosa podría haber terminado en masacre ya que, en caso de incendio, las camareras de piso, éramos las encargadas de desalojar las plantas baja, primera y segunda, pero como la gobernanta no había pasado por lencería en todo el día, ni había abierto los offices ni nos había dejado las llaves maestras…no pudimos hacer nada. En fin, que cuando supimos que el incendio no era tal, gracias a dios y a la virgencita de la Capilla, la susodicha gobernanta tuvo el valor de decir, delante de todo el personal, que estaba muy decepcionada con nosotras porque éramos las únicas que no habíamos llevado a cabo correctamente el protocolo de actuación. 
  Yo, como siempre, estaba al lado de Adela, y la empecé a ver secándose las manos en su delantal y después frotándose las palmas en él de una manera un tanto obsesiva. Seguí mi mirada sobre sus brazos y noté como encogía los hombros poco a poco, a la par que iba escondiendo la cabeza entre ellos. Su cara se puso roja, con una mueca de dolor y enfado que no había visto en mi vida. De repente, y delante de más de 150 personas, la voz de Adela sonó como un trueno. Nadie sabía al principio qué cara poner cuando Adela se dirigió por primera vez a la gobernanta, señorita Ruiperez, hay que tener valor, ¿decepcionada con nosotras? Que nosotras nos partimos la cara por usted cada día, tapándola de sus meteduras de patas, que no sabe usted ni encender la plancha hombre, pero desde luego que si tuvimos claro el aplauso final que todos, al menos todas las del departamento de pisos, las olvidadas, las que tienen que soportar las cargas de trabajo más duras de todos los colectivos que hay en la hostelería, señorita Ruiperez, le dedicamos a Adela.  Adela puso voz a más del  30 % de la plantilla del hotel, porque ya estábamos cansadas, cansadas de ser consideradas las últimas monas, cansadas de ser las únicas del hotel con horario de entrada, pero no de salida, las que tienen que aguantar los malos modales de clientes ricachones que se creen poderosos porque van a un hotel de 5 estrellas y luego se hartan de comer bocadillos, que he visto yo pocas bolas de papel de plata por las habitaciones. Porque señorita Ruiperez, ya lo sabemos todos, vino usted al hotel de la mano de su padre, muy amiguito del gerente, gerente que no iba perdido y que esperaba recibir mucho apoyo y comprensión de esta señorita  y saltándose a la torera el convenio, claro, que cobra lo que le da la gana, y es la que menos hace. En su discurso, que soltó sin titubear, mirándonos bien a los ojos a todas, incluso al gerente y a la señorita Ruiperez, Adela habló de explotación, del derecho a huelga, de la lucha obrera, de discriminación, de patronato responsable, del sindicato de las camareras de piso, de dignidad, de protección legal, de orgullo, que a muchas de las presentes les da vergüenza reconocer que trabajan quitando mierda y sin nosotras este hotel se va a pique. El discurso fue apoteósico y cuando terminó, simplemente se sacudió el uniforme, volvió a su sitio y metió las manitas en el bolsillo del delantal.  La cara de la Ruiperez era para haberla grabado. Y el gerente…al gerente se le vio el plumero rápido y no tuvo más remedio que disculparse ante nosotras y bajarle los humos a la señorita Ruiperez. Adela era una pieza intocable, me había dado cuenta, porque el gerente no hizo otra cosa que darle la razón, hombre, si es que no hay derecho, señor Gago, no hay derecho, pero no lo entendí del todo hasta aquella noche en que me contó, con todo lujo de detalles, quién era ella. 
Resulta que aquella mujer menuda, fue una de las primeras empleadas de hogar en salir a la calle en los años 80 a reivindicar sus derechos como trabajadora aunque en aquella época, todavía siendo esclavas de señoritos y tontainas, todo estaba aún por hacer. Resulta que Adela había participado en las primeras Comisiones Obreras juveniles, se marchó a Francia durante tres años donde se hizo militante del PC y cuando volvió, se matriculó en derecho, especializándose en derecho laboral y siguió trabajando como empleada de hogar, ya sin ser interna, que una necesita su espacio y su independencia, lo que le permitió trabajar, bueno, hacer voluntariado, porque de dinero nada, en un bufete de abogados dando asesoramiento a los pobres obreros explotados de la época. Adela era una caja de sorpresas y yo la estaba descubriendo en aquel instante. Aquella mujer incansable había sido una de las pioneras en la lucha sindical de las empleadas de hogar en su época como Secretaria de la Mujer en CC.OO; luchó para que las chicas de servir que llegaban, como ella misma, a las capitales desde sus pueblecitos, consiguieran unos derechos mínimos en su trabajo, un trabajo que no se valoraba nada, que era el patito feo, que creaba complejos entre las mujeres que se dedicaban a ello. Ay…de repente sentí que estaba delante de una mujer diferente, que posiblemente la había infravalorado, que yo también había sido una condescendiente, en menor medida pero lo había sido, sintiéndome un poco superior con mi licenciatura y mi máster y mis idiomas…y en el fondo no era más que una niña tonta, que si Adela, que sí, que no he sido justa, que tampoco sabía hacer bien las camas, que me había entrampado hasta las cejas y que no había encontrado otro trabajo más que de camarera de pisos, a pesar de toda mi preparación y que no había tenido más remedio que cogerlo, aunque a mis amigos, claro, nunca se lo había dicho, si, que yo también me avergoncé en su momento.  Aquella noche aprendí la lección más grande de mi vida y nunca olvidaré como Adela me abrazó, como a una niña pequeña, que no pasa nada mujer, que tú no eres una niña mala, que es normal, que estás aguantando mucha presión en este trabajo, que ya verás como en seguida está aquí septiembre y vuelves a tu casa, con ese bronceado tan bonito y ese tipín que se te está quedando.
Pasó el verano, nos despedimos, te echaré de menos mucho, escríbeme por favor, y ven a verme cuando quieras. Seguimos llamándonos durante unos años, incluso fui a visitarla varias veces a su casa de Fuensanta de Martos en los meses de invierno, diciembre y enero, que es cuando puedo disfrutar yo de mi pueblo, que la vida de temporera te divide el corazón y tengo medio en la isla y medio aquí. Su casa era, entre otras cosas, un pequeño museo de sus años de militancia. Fotos con distintos dirigentes del partido colgaban de las paredes junto con recortes de periódico que daban fe de los avances en la lucha. La bandera Republicana te daba la bienvenida nada más entrar al salón, sobre la chimenea, para que no pase frío, que ya bastante pasaron en la sierra. Además, que ya no hay que esconderse de nada, ya no. Adela olía a melancolía. Cuando iba a visitarla, la noche nos cogía desprevenidas sentadas en la lumbre, ella hablando y yo escuchando que ya hay cosas que no se cuentan en los libros y no se pueden olvidar, mi niña, no se pueden olvidar, que fuimos muchas las que pusimos el puño en alto por no estampárselo en la cara a alguno. Nunca disfruté tanto de la conversación de una persona como lo hice con ella. 
 Ayer recibí la noticia de su muerte. Me llamó el gerente, el señor Gago, con el corazón compungido. No sabía que conservaba mi teléfono después de tanto tiempo. Adela murió en la isla, el último día del verano, en la playa, en Cala Turqueta, cosa extraña… porque ella no era de playa, que cuando quiera agua salada, me trago las lágrimas, cierro los ojos…y listo, niña. 

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