Alguno de vosotros (no muy ducho, por lo que se ve) entró en nuestro blog por blogger y lo ha asociado a su cuenta que es marcantmafe@gmail.com

Ahora mismo hay que meter como nombre de la cuenta ese correo y como clave la misma que os di en clase.

jueves, 30 de agosto de 2012

Relato 7 de Teresa Salazar

Como agua para café

Laura está sentada en una de las mesas de la cafetería, esperando a que Sara regrese de ir a comprar las bebidas.

— ¿Qué?— dice cuando Sara llega a la mesa—. ¿Has ligado o no has ligado?¿Cómo ha ido?

Sara se deja caer en el asiento frente a Laura.

— Mal. Me ha entrado pánico.
— Pero, ¿Por qué?— Laura frunce el ceño—. ¿Qué ha pasado?
— No lo sé. No sé qué me ha pasado— Sara se encoje de hombros—. Laura, te juro que intenté hacer todo eso que tu dijiste. Sonreír, bromear, coquetear con él... ¡Incluso aproveché la cola para prepararme algo que decir, por si me quedaba en blanco!
>>Pensé, "Sara, este chico trabaja en una cafetería. Seguro que está cansado de preparar siempre lo mismo. Si quieres que se fije en ti, tienes que pedir algo memorable". Se me ocurrió que sería una buena forma de comenzar una conversación — Sara se muerde la uña del dedo índice —. Pero entonces pensé que, trabajando donde trabaja, tiene que estar harto de ver a niñatos modernos pidiendo cosas raras. Así que pensé que lo mejor sería que pidiera algo simple, como un café con leche. Así además no le hago trabajar.
— Tiene lógica — Laura cruza las piernas.
— ¿Verdad que sí? Pero luego pensé, “¿Y si es uno de esos veganos que odian a la gente que bebe leche?”
— Te lo piensas demasiado, Sara — Laura hace una mueca.
— Bueno, pero, ¿Y si lo hubiera sido? Así que decidí que pediría un café solo, por si las moscas — Sara saca una servilleta del servilletero —. Para entonces, la cola se había acabado. Así que me acerco a él y le digo: "Por favor, un café."
>>El problema era que tenía la boca seca. No sé a ti, pero a mí, cuando se me seca la boca, se me traba la lengua. Es como si me quedara enredada y lo único que puedo hacer es balbucear. Así que en vez de "Por favor, un café", lo que acabo diciendo es "Pod favon cabé." Él me dice: "¿Perdona?". Yo se lo repito. Entonces me dice: "¿Lo quiere con o sin leche?". ¡Y yo voy y le digo que con leche!
— Ay, Dios— Laura apoya los codos en la mesa.
— Y claro, ¡Me entra el pánico!— Sara corta una tira de la servilleta—. Así que, para arreglarlo, le digo: "No es para mí, es para mi amiga. Yo no tomo leche."
— ¿Me has pedido un café con leche? Tía, te pedí un batido.
— Lo sé, lo sé, pero tenía que arreglarlo de alguna forma— Sara se encoge, bajando la cabeza y subiendo los hombros— .Pero entonces pienso, ¿Y si es una de esas personas que se ponen bordes con los veganos? Así que por si acaso le digo: "No porque sea vegana ni nada. Es que soy intolerante a la lactosa. La leche me da diarrea."
— ¿Le dijiste al tío que te estabas intentando ligar que la leche te da diarrea? — Laura alza una ceja.
— ¡Fue lo que me salió en ese momento! — Sara retuerce el trozo de servilleta entre las manos —. Tenías que haber visto la cara que me puso. Me miró con la misma cara de asco que tú. Yo no sabía donde meterme.
>>Él me dice: "Vale, un café con leche para tu amiga, ¿Y para ti?" Así que pienso, bueno, pues ahora pido lo de Laura. "Un batido de vainilla con mucha nata," le digo.
— Pero los batidos tienen leche — señala Laura.
— Eso mismo me dijo él. En ese momento no me acordé. "¡Para ser intolerante a la lactosa, no te veo muy enterada!", me dice.
>>"Ya, es que hace poco que lo soy," le contesto.
>>Mientras tanto, la gente que tenía detrás se empieza impacientar. "¡Mira la plasta esta!", les oía decir "¿No se podría haber decidido antes?". El camarero me está empezando a mirar como si estuviera loca. "Entonces, ¿Qué va a ser?". Y ya a la desesperada, le digo, "Sorpréndeme." — Sara hace una bola con lo que queda de la servilleta —. Y ahí fue cuando se desató. Cogió un vaso grande y empezó a echarle de todo. Que si caramelo líquido. Que si virutas de chocolate. Al final, me planta por delante un vaso lleno de algo marrón y me dice, "¿Qué? ¿Tiene buena pinta?". A esas alturas, no le iba a decir que no. Le pregunto que qué le debo.
— Me lo estoy viendo venir...— Laura se echa hacia delante en su asiento.
— Doce con ochenta por un café con leche y lo que sea que me ha hecho — Sara estruja la pelota de papel en su puño —. Me pongo a buscar la cartera en el bolso. Para entonces, los que tengo detrás en la cola me quieren matar. Entonces me acuerdo de lo que me dijiste, lo de que hablara con él. Le pregunto: "¿Hace mucho que trabajas aquí?"— Sara deja caer la bola en la mesa, entre paquetes de azúcar vacíos y manchas de café —. Y entonces entra un hombre por la puerta, se mete tras el mostrador y le zampa un beso en todos los morros al camarero. ¡Resulta que era su novio!
— ¿Osea que todo esto para que al final sea gay? — Laura resopla y apoya la frente en una mano, el codo sobre la mesa.
— Eso parece — Sara mira a sus manos sobre su regazo.
— Al final va a ser verdad. Todos los guapos son gays —. Laura descruza las piernas, cambiando de postura en el asiento —. Bueno, y, ¿Qué ha pasado con las bebidas? ¿Por qué no las traes?

Sara se golpea la frente con la mano.

— ¡Mierda! — musita —. ¡Se me olvidaba! No tenía suficiente para pagarlas, así que las he tenido que dejar allí. ¿Me prestas cinco euros?

sábado, 25 de agosto de 2012

- Relato nº 8 de María Marín Álvarez


Otro Globo Roto.

Todavía le duele el culo pero tiene que darle gracias al cielo o al taburete del baño por seguir viva. Los miopes tienen muchos problemas en la ducha. No pueden ducharse con gafas, sería bastante ridículo aun cuando supieran que nadie les está mirando. Tener un gran sentido del ridículo puede llegar a ser bastante peligroso.  La caída ha sido monumental a pesar de que ella se empeña en decir que no, que no ha sido nada, <es que como soy tan grande, parece que la caída ha sido mayor, pero es solo que he hecho mucho ruido al caer>.

De pequeña se cayó jugando al Twister con sus amigos en la calle. No poniendo posturas extrañas, que hubiera sido lo normal, sino esquivando los zapatos de los niños que estaban en la acera. <Se cayó a todo lo largo, como si le hubieran pegado un tiro, vamos. Yo me creía que se había caído un tabique>. Las voces de sus vecinas todavía retumban en su cabeza. Pero no fue un tabique. Fue ella. Tenía solo diez años y las dimensiones de su cuerpo, sumadas a su extrema, a veces, torpeza, la hacían ser imprevisiblemente divertida, sobretodo en lo que a caídas extrañas y peculiares se refiere. Ella no lo dice, pero este pequeño detalle que a todos los que la conocen le parece tan peculiar, la acompleja muchísimo. Esa mañana hizo propósito de enmienda. Sería un día importante. Era fiesta, no tenía que ir a trabajar así que se fue a la cama confiando en la promesa de despertarse en un día mejor. Pero la mañana apuntaba ya maneras. Se metió en la ducha cuando en Radio Nacional daban las 8. “Perfecto. Las 8 son la hora perfecta”. Cuando daban los titulares de prensa algo en la cortina inmaculadamente blanca que su nueva compañera de piso había comprado, llamó su atención. Una cucaracha. Una cucaracha se había atrevido a trepar por su inmaculada cortina y asomaba sus antenas desde fuera de la bañera.

- Ohhhhh…ohhh dios mío- , susurra. Sus compañeros de piso duermen. Son las 8:10.  -Dios mío, dios mío.- No sabe qué hacer y empieza a llorar descontroladamente. –No, no, no.- Tiene el pelo lleno de espuma. Sus problemas en la vista le impiden apreciar las verdaderas dimensiones del insecto que, seguro, se está riendo de ella. <Ellas tienen más miedo que tú. Mides casi dos metros, por el amor de Dios.> Ese argumento no le servía por mucho que se lo hubieran repetido. Es verano y sabe que, cada año, alguna de esas californianas va a veranear a su piso. Intenta descolgar la alcachofa pero su enemiga le ha comido terreno. Da un manotazo con el que solo consigue golpearse la muñeca contra el grifo. El agua caliente empieza a salir con más fuerza aún. Grita: – ¡Dios mío, no veo nada y me estoy quemando!- Cree que susurra pero está gritando. Alguien golpea la puerta, que está cerrada con pestillo. Es Manolo, su compañero de piso.

-         Coño Clara, que no son ni las 8:30. ¿Qué coño pasa?
-         Me estoy quemando, lo siento. Su voz suena agónicamente
divertida. Manolo se ríe al otro lado de la puerta. Su compañero de piso, un
aspirante a médico de apariencia seria y tranquila, espera ansioso cada día las
nuevas aventuras de Clara. Es como su pequeño vicio. Disfruta calladamente
cuando la oye farfullar desde su cuarto. <No es maldad, es que Clara es un ser
especial, único. Sus pequeños dramas cotidianos me alegran el día.>  
-         Coño, pues cierra el grifo
-         ¡Ay Manolo! Es una cucaracha..es que…no puedo…no sé donde
está, se me ha metido espuma en el ojo y yo es que no, no puedo.¡Ah, ahhhh!
¡La tengo encima!, ¡La tengo encima! - Un edificio se desplomó. Manolo intenta abrir la puerta, sin éxito, claro.
         
-         Clara, ¿estás bien?- Se reía. Ella no lo ve, pero sabe de sobra
que se está riendo.
-         Si, si. Solo necesito levantarme, es que me he caído.
-         Ya lo he oído. Abre la puerta y déjame ayudarte.
-         No, no. Prefiero que juegues con tu imaginación recreando esta
escena a que me veas realmente. – Se retuerce de dolor. Se ha golpeado la
cabeza con el váter y sabe que pasarán muchos días antes de que pueda
sentarse sin dolor.
-         Bueno, tú misma. Voy a poner café.-  Le encantaría entrar y ayudar a Clara
a  levantarse y reírse con ella un rato pero Clara cree que él es muy tímido y
siempre se ha cuidado mucho de que la viera en casa desnuda o a medio vestir.
Ella sufre por él y a él le gustaría ser de otra manera, más desenfadado, como
Clara. 
-         Si, gracias, Manolo. - Contesta, hundida. <Ellas tienen más miedo que tú.
Mides casi dos metros, por el amor de Dios>

Sale de casa con la mochila medio abierta, cargada con agua, tabaco, la radio del coche y la cartera. El cigarro, siempre apagado, se balancea en los labios. Las gafas se le resbalan por el calor pero es lo que hay, no tiene dinero para comprarse un par de lentillas nuevas, así que finge que le gusta el aire indie-vintage que le dan sus viejas gafas rojas que nunca lo fueron al salir de la óptica sino que, más bien, han sufrido un proceso de decoloración que evidencia el paso del tiempo. No encuentra el coche. Nunca a la primera lo consigue. A veces piensa divertida en el pequeño espectáculo de mimo gratuito que dedica a los usuarios de los bares que coronan las dos esquinas de su corta calle cada vez que sale pitando de casa en busca de su coche. Un primer paseo con paso firme, segura de que el coche está al lado del contenedor de papel, seguido de un primer gesto de desaprobación que hace girando la cabeza hacia la derecha y que acompaña de ese ruidito que tanto molesta a Ana. < ¿Otra vez? Tía, deja de hacer ese ruido cada vez que hablas contigo misma, es que es insoportable.> Cambia el paso obligada por su cabeza, que decidida se dirige en primer plano hacia la esquina opuesta mientras sus manos rebuscan en el bolso algo. Algo que ni ella sabe qué es. Los usuarios del bar, la siguen con la mirada. Intenta repasar mentalmente cuándo fue la última vez que cogió el coche, para qué lo necesitó, qué ropa llevaba. Llega a la otra esquina de la calle. El coche tampoco está debajo del árbol grande. Se para en seco. Suspira. Se rasca la nuca como el que rasca un premio de los que salían en los chicles de cuando era pequeña. Bajo la pintura gris puede leer “Sigue buscando”. Vuelve a hacer ese ruidito. Gira la cabeza hacia la derecha. Suspira. Descubre que llega tarde a la vez que recuerda que el coche está aparcado a dos manzanas de su casa. “¡Joder!”. El espectáculo de mimo termina dando lugar a un sinfín de maldiciones y de propósitos de enmienda que no cesan hasta que, por fin, llega al coche, lo abre, se sienta, pone la radio y enciende el cigarro que sigue balanceándose, suicida, en su boca y al aspirar esa bocanada de veneno, una pequeña chusta del mismo le quema los leggins nuevos haciendo un agujero que promete solo ir a peor. “¡Joder, joder, joder! ¡Coño ya!”. Sopesa en voz alta la posibilidad de pasar y salir con los leggins rotas. “A lo mejor, si me bajo un poco la falda y las estiro desde arriba, no se nota”. Sale del coche y empieza a hacer esa maniobra de reajuste, mientras mira de un lado al otro, buscando testigos indiscretos.  Se conforma con el resultado final. Se mete en el coche de nuevo, farfullando. Se acuerda de su madre y se enfada aún más <Por Dios, niña, nunca vas en condiciones, de verdad. ¡Qué ganas tengo de verte como quiero yo verte!> Si su madre la viera, dese luego que se le caerían dos lagrimones. Sube el volumen del coche y arranca mirando por el retrovisor y cambiando de canción. Nada de canciones románticas porque acaba de recordar hacia donde va. Va a cortar con su novio. “Dios mío. No sé qué coño voy a decir. Qué coño voy a hacer cuando toque el timbre. Relájate, relájate. Esto es lo mejor, ya lo hemos hablado.” Está muy decidida, tanto que parece que es ella la que quiere que las cosas terminen así. Pero no lo es. En realidad, no lo sabe. No es que no lo sepa, es que no tiene ni la más remota idea de cómo han llegado a ese punto después de diez años de relación. Sabe que Antonio es una persona excelente. <Joder, tía, si yo tuviera un novio así, es que no me lo pensaba dos veces. ¿No ves que está loco por ti?>

-¿Pero qué coño te pasa gilipollas?- Ha besado el volante con la frente. Cuando reacciona, sabe perfectamente la frase que viene detrás de esa, de tal manera, que la repite casi al unísono con el energúmeno que mueve los brazos como si quisiera ser rescatado de un acantilado furioso.- ¿Estás ciega o qué?- La siguiente también la sabe y la odia tanto, que no piensa dejarla escapar de la bocaza del señor engominado que, en este punto, está casi abocado a morir ahogado entre olas y algas.

-No me pregunte que si no lo he visto, porque es obvio que no lo he visto. - Se adelanta. -  Ahórreselo. Ahórreselo y relájese, por favor. - “Se va a relajar los cojones. Esto es lo que me hacia falta”. Sale del coche. El agujero de sus leggins tiene ya el tamaño del océano en el que este tipo se ahogaba 30 segundos antes. Vuelve a girar la cabeza hacia la derecha. - ¡Joder! - Solo puede decir eso.

-Si, eso digo yo, ¡joder!

Qué conversación tan típica. “¿Seguro que esta no la enseñaban en las clases de la autoescuela?”. Con solo un vistazo, ya sabe que el tipo que tiene delante de sus narices no se va a conformar con una disculpa. El coche no tiene nada, es un todo terreno negro tremendo, con un frontal plateado que le recuerda a la boca furiosa de un gran dinosaurio hambriento. Se imagina engullida por él, mientras que el señor engominado se ríe a carcajadas. De repente se da cuenta de que no tiene ni idea de dónde están los papeles del coche, que no lleva ni el carné de conducir encima. <Pon siempre los papeles aquí, aquí, en la guantera, que para eso está, para llevar los papeles, las cosas del seguro, los partes amistosos, no para llevar cedés, ni pañuelos de papel.> Nunca le hace caso a su padre. El tío se acerca a la parte delantera del coche. Lo acaricia como el que acaricia a un bebé recién nacido.

- Bueno, parece que no tiene nada. Déjame mirarlo bien. - El señor intenta disimular su prisa y su mala leche porque, de alguna manera, siente que Clara no ha tenido un buen día y que, muy posiblemente, solo vaya a peor. - Increíble. El Australopitecos Africano se ha transformado en el Homo Habilis.

- Perdona que te haya gritado. Es que, de verdad, algunas veces, con chorradas como esta, podemos liarla pero bien. A ver, vamos a ver tu coche. ¿Tú estás bien? -  Homo erectus. “Increíble.” - Si, si…es que…yo…mire…lo siento…estaba muy nerviosa…voy a una reunión muy importante y bueno…yo…

-         No  te preocupes niña, el coche no tiene nada, pero por favor,  ten más
cuidadito la próxima vez, que es que no se puede salir así de un aparcamiento marcha atrás, niña. – Mientras el señor se acuerda de la bronca que se ganó la última vez que llamó a una chica así, Clara a punto de pedirle por favor que deje de usar ese apelativo, “niña” pero reconoce que es mejor no tentar a la suerte. -  Es que vamos,  llego a ir en una motillo…y me mandas al García Morato. Y perdona por los gritos, niña, es que no me lo esperaba.

Nota como se pone colorada. Está a punto de llorar y soltarle de golpe lo largo que ha sido el día de hoy, que no ha dormido nada porque los muelles de su viejo colchón han decidido hacer una fiesta funky y se han pasado la noche saltando, que una cucaracha la ha echado violentamente de su propia ducha, que se le ha caído la cafetera llena tres veces en la hornilla esta mañana, que hacienda le ha reclamado 900 euros que no sabe cómo va a pagar porque el contrato de trabajo se le termina en quince días, que va hora y media tarde a una de las citas más importantes de su vida.

-         Venga, mujer. Vete ya que vas a llegar tarde. Y cuidado con esas
medias, ja, ja, lo siento, pero es que ese agujero es poco discreto. - Es el toque de gracia que necesitaba. - Para cuando llegues a donde vayas, habrán desaparecido. ¿Además, medias en verano? ¡Joder, qué voluntad!

No tiene tiempo a contestarle y decirle que no son medias, que son leggins, bueno, que son unas medias que ella ha cortado por el tobillo porque no le gusta enseñar las piernas, porque estaba demasiado ocupada intentando controlar los temblores de su barbilla. Se sube al coche. El Homo Sapiens Sapiens hace lo propio y, desde su mastodonte, hace gestos con las manos, que sólo él entiende, dando la fórmula mágica para salir de un aparcamiento en batería, con espacio para dos camiones, sin causar ningún accidente más. La deja salir. Empieza a sonar Santa Morena y se le caen dos lágrimas que casi empatan en tamaño al agujero de sus medias. Pero no tiene tiempo para tonterías. Sale del aparcamiento y al saludar al Homo Sapiens Sapiens se le escapa el volante y casi mata a una señora que iba por donde no debía. Suspira y acelera mientras la señora relata y el Homo Sapiens Sapiens se ríe al volante.

        
-         Llevas un buen rato mirando el café como si esperaras encontrar
la respuesta ahí dentro. Te pregunto si de verdad quieres terminar con esto y me dices que no, que me quieres muchísimo, pero cuando te pregunto que qué podemos hacer para salir de este bache, me dices que no sabes, que no podemos seguir así. Joder, estoy ya cansado de tu mutismo.

“¿Bache? ¿Qué palabra es esa para describir su relación? No es un bache, los baches se saltan y a lo sumo, te despeinas un poco. Esto no es un bache; es… es una espiral, pero en blanco y negro, nada de colores alegres”. Se alegra de no haber pensado en voz alta esta vez. En la cafetería, solo una señora que lee una revista del corazón les hace compañía. El camarero mira absorto la tele. Una corrida de toros con un tal Tomás nosequé que, según el comentarista, está haciendo historia. No sabe por qué han elegido ese sitio. Querían terreno neutral pero aquella cafetería es más hostil que neutral. No se siente cómoda, las sillas no invitan a reflexionar, el café es horrible y hace un calor espantoso. Además, le duele el culo y la silla que le ha tocado está coja. Cada vez que se mueve, el dolor de su coxis la hace dar un respingo.

-         Es que no sé. No sé. Yo te quiero, pero…creo que es mejor que lo  
dejemos. – Da un sorbo al café solo con hielo. -¡Ah!- se queja.

-         ¿Y ya está? ¿Así terminas diez años de relación? ¿Qué te pasa?
¿Estás incómoda?  Llevas todo el rato quejándote. - La tele muestra a la gente enloquecida, aplaudiendo, sacando pañuelos bancos.

-         Los pañuelos blancos se sacaban en la guerra para pedir paz, una
tregua ¿no? A lo mejor están pidiendo la paz para el toro. Pobre animal.

            El toro está acurrucado en el suelo, esperando a que alguien termine con su vida de una vez por todas después de muchos capotazos. Toda una vida de felicidad, pastando alegremente, viviendo en una bella dehesa verde con puestas de sol increíbles. Ha sido engordado y cuidado para morir. Como su relación. No quiere terminar con Antonio, no todavía, quizás, pero está harta de torear problemas. Quisiera de repente que alguien le diera una estocada que la dejara ahí, tirada, en un rincón, sin más dolor, sin más vueltas, mientras que todos celebran a su alrededor el fin de la agonía.

- ¡Clara! ¿Estas viendo una corrida de toros mientras estamos decidiendo nuestro futuro?- Antonio está poniéndose del color de sus leggins. Eran morados. -¿Te has drogado o qué?

-         Perdona, no te he oído.- La señora se levanta, suelta la revista en
la barra, pide un Biter-kas, coge otra revista y se vuelve a su sitio.

-  Joder, es que no me haces caso ni cuando estamos cortando, eres      increíble.

-         Perdona, es que, estoy muy confundida, he tenido un día horrible. e he caído en la ducha por culpa de una cucaracha y he tenido un problemilla con el coche. - Suspira. - Encima hacienda me ha pedido dinero y yo…- “Que alguien me de ya la estocada, por favor.” Mira, yo, necesito más tiempo. Así de golpe no puedo tomar una decisión.- Se remueve en la silla. - ¡Auchh! - Y deja ya lo de las drogas, no seas mojigato.

-         ¿Tiempo? ¡Madre mía, si llevamos ya diez años! Es que no puede
ser, cada vez que se te propone algo, te echas atrás. Estoy cansado, que ya no somos niños, Clara, que hay que mirar adelante. -Suspira- ¿Entonces has fumado antes de venir a verme? ¡Dios, lo que me faltaba!

El torero estaba siendo paseado a hombros por el círculo dorado de albero. La gente estaba enloquecida. Nadie hacía caso ya al que había sido el protagonista, el toro, el que hasta hacía diez minutos había tenido el poder, la muerte o la vida en sus cuernos. Ahora ya no era nadie, ya no era más que una mancha negra sobre una cama roja oscura, de sangre.
        
         - Clara, ¿desde cuándo eres aficionada a la tauromaquia? – Antonio no puede dar crédito a lo absurdo de la situación. Se siente como en una película de Almodóvar. Está seguro de que en cualquier momento la señora que lee revistas a un par de mesas de ellos, empezará a cantar copla mientras da fe de que no es tan mujer como parecía. La mira embobado, como esperando que se saque el micrófono de entre las piernas pero vuelve a su mesa cuando siente que Clara acaricia su brazo suavemente. Ha dejado la corrida para volver a la mesa. Se miran fijamente. Se acerca para besarlo pero él le aparta la cara haciendo un esfuerzo imposible.

-         No, por favor. Esta vez no. Es la quinta vez que te pido que nos
vayamos a vivir juntos y la quinta vez que me dices que no. <Llevamos ya seis
años juntos y te echo de menos cuando no dormimos en la misma cama. Siento
que es el momento de dar ese paso>. Intento entenderlo pero sería más fácil si
me dieras una razón. Algo. Dime que me huelen los pies, que no te gusta cómo
cocino, que no me quieres, que te vas a meter a monja, pero dime algo, coño.
¡Dime algo!

-         Es que no sé qué decirte. - Miente, mientras enciende un cigarrillo
sin darse cuenta de que hace ya muchos meses que está prohibido fumar
dentro de los bares. <Este año no, estamos a mitad de curso, y no vamos a
dejar a nuestros compañeros tirados. Vamos a guardarnos las ganas para el año
que viene, ¿vale?> Nota como un calor le va subiendo desde los pies a la
cabeza, con la velocidad del ascensor ese de Toshiba, que era el más rápido del
mundo, o al menos así quedó escrito en el Libro Guinnes de los Récords. –
Yo, simplemente, no estoy preparada.

-         Entonces no sé qué estamos haciendo aquí. Me voy.- Finge que se
va a levantar. –Me voy, Clara, me voy. No intentes impedírmelo. – Una
gota de sudor imaginario, como en los dibujitos chinos, le cae por la frente. Confía en que las dos personas que hay en el bar estén bien entretenidos, de modo que no se den cuenta del poco caso que le hace su novia.

-         Pero Antonio, yo no te he dicho nada todavía, no te vayas así, hombre,
vamos a hablar un poco. - Imposible sonar convincente con la mirada fija en la tele. No puede apartarla. - Yo no…no…Antonio, lo siento pero es que mira…pobre animal. - Clara se aprieta con fuerza el lóbulo de la oreja derecha mientras mira la pantalla.

-         Esto es increíble. Te estoy ofreciendo todo lo que tengo, todo lo
que soy, Clara. No puedo seguir así. Estoy cansado de tener que pedir cita para poder verte. - Antonio se levanta de la silla y con las manos en el cuadril, espera respuesta, inútilmente, de su novia. - Estoy cansado de compartir el baño con tus compañeros. Estoy cansado de seguir detrás de ti como si fuera tu sombra. Te estoy planteando un ultimátum. No habrá más oportunidades. – Pero Clara sigue absorta en la pantalla. Sus ojos, su boca, su cuerpo, no reaccionan ante las palabras de Antonio.

-      Clara, ¡Clara cojones!
-      ¿Qué, qué qué?
-      Nada. - Antonio la mira, desolado, sin dar crédito a lo que está viviendo.
Me voy. - Sale del bar mirando a los dos únicos testigos de su conversación.
“¿Conversación? Creo que Clara fuma demasiado. Tengo que terminar con
esto de una vez. Soy abogado, cojones, me estoy intentando hacer un hueco,
ser respetable, no puedo seguir con una persona así. Hemos terminado”.
Antonio es bueno  en eso que llaman “autoengaño”.
.

Su novio se va del bar, con la cabeza alta, pero hundido. Pero la volverá a llamar. Ella lo sabe, lo conoce. Sabe que ha tenido que dejar de lado su orgullo muchas veces con ella. Se va, arrastrado por su indiferencia, igual que el toro, que sale de la plaza arrastrado, dejando un rastro de sangre por el albero. Se quieren demasiado pero nunca conseguirán ponerse de acuerdo. No buscan lo mismo. No aspiran a lo mismo, pero para cuando se den cuenta de que sus diferencias son insalvables, habrán pasado un par de años más y habrán quemado su amor en debates sobre el futuro, sobre <lo conveniente de dar ciertos pasos adelante.> Sufrirán tanto que pasarán varios años antes de que ninguno de los dos reúna las fuerzas suficientes para empezar una nueva relación, aunque las cicatrices quedarán para siempre. Quedará siempre en el aire la pregunta de <qué habría pasado si…>Llegarán a odiarse, a hacerse daño, a ellos mismos y a sus futuras parejas, que acabarán por dejarlos por imposibles, los abandonarán y ellos no serán capaces de reconocer que aún, a pesar de todo, siguen enamorados el uno del otro. Pero ella todavía no lo sabe. Él tampoco. Lo único que sabe es que esa noche dormirán juntos, como si nada hubiera pasado. Y volverán a dejar pastar ricamente su amor, sin saber cuando terminará, de nuevo, sangrando en una plaza.  

Mientras escucha cómo Antonio arranca la moto, ella se queda allí, mirando la tele, mirando cómo el torero triunfa tras su danza macabra con el toro, cómo la gente lo vitorea, cómo quieren tocarlo como si de un dios se tratara y gritan su nombre y le tiran flores y aplauden mientras que el toro, poderoso, temido enemigo hasta hace solo unos minutos, se va por la puerta de atrás, como el gran derrotado. Humillado. Deshecho. Suspira y enciende el cigarrillo.

-         Perdone, señorita, pero aquí no se puede fumar. -  El camarero la
saca de su empanada mental que, desde luego, no tenía nada que ver con lo
que acababa de ocurrir en el bar. – Lo siento, es que no me hago a la idea.
Dígame que le debo.
-         El chico lo pagó al pedirlo. - Dice el camarero mirando al televisor,
imaginándose que su vida está llena de luces y albero en lugar de vasos sucios
y barriles de cervezas que se estropean nada más pincharlos.
-      Es increíble, la que tienen ahí montada, ¿verdad? - Los dos están
absortos, mirando cómo el torero es vitoreado. De vez en cuando aparece  en
la pantalla el comentarista que, con lágrimas en los ojos, no deja de adjetivar la
hazaña que acaban de presenciar.
-        Es José Tomás.





En casa no hay nadie y Clara aprovecha para montarse una sesión chill out. Apaga el teléfono para evitar la llamada de Antonio, aunque sabe que no tardará mucho en llegar. Thelonious Monk le acompaña en su pequeño ritual. Enciende velas y una barra de incienso. Se sirve una copa de vino y enciende un pitillo de marihuana. Cuando disfruta de le primera calada, cierra los ojos y se imagina en África. Siempre ha querido ir a África y no sabe por qué sigue atascada en Málaga. Es como si una goma tremenda la tuviera atada a su viejo piso, en el que lleva nueve años viviendo. Esa goma la deja viajar, la deja salir de su monotonía pero llega un momento en el que, cuando ya no se puede estirar más, la goma la hace volver a su lugar de origen, esperando otro arranque que la vuelva a estirar un poco más. Pero siempre volverá a ese mismo sitio. Empalmará un trabajo cutre con otro, trabajará en cualquier cosa para poder seguir con sus viajes, sus escapadas que son las que la oxigenan para poder seguir viviendo aquella espiral en blanco y negro. Lo sabe. Lo acepta. Se enfada muchísimo, pero lo acepta. No quiere pensar en Antonio, pero aún así, no puede evitarlo. Es un buen tipo, se dice, pero no sé si es el tipo que necesito para mí. No sabe si ella es esa buena chica que él necesita.
Piensa en la dependencia que se tienen, dependencia no reconocida, por supuesto, pero una dependencia clara, que todos ven. Para sus amigos son la pareja perfecta a pesar de que son como el invierno y el verano. A veces, en invierno, hay días de calor, lo mismo ocurre con el verano. De repente, el tiempo cambia y nos parece increíble haber estado usando chanclas y tirantes. Pero luego, cada estación vuelve a su normalidad, y el invierno trae frío, y el verano calor. Clara y Antonio son así. Hay veces que están muy cerca, pero la mayoría del tiempo cada uno vive en su estación, sin llegar a mimetizarse completamente con el otro.
Clara no se entera pero la cerradura empieza a girar sobre si misma. Es Manolo que viene de trabajar. Trae a Antonio consigo. Se han encontrado en la puerta. No han hablado pero según se han mirado, Manolo ha entendido a la perfección lo que ha pasado.

Llaman a la puerta de su habitación y Clara ni se inmuta. Sigue con los ojos cerrados, tirada en el suelo que ha llenado de cojines, con el pitillo en una mano y siguiendo los dedos del maestro pianista con la otra, como si tocara un piano colgante. Tiene restos de vino en el bigote. Antonio la mira como quien mira a un bebé. No puede evitar quererla. Se tumba a su lado, acurrucándose sobre ella. Ella no se inmuta pero sonríe.

-         ¿Te acuerdas de cuando estuve trabajando en la escuela de verano?
-         ¿En Sotogrande?
-         Si, esa, esa de niños pijos y repelentes.
-         Si, claro que me acuerdo. No parabas de criticarlos. Siempre dices
que fue el peor verano de tu vida. Eres una exagerada.
-         Sí…fue una pesadilla, pero tú no lo entenderás nunca. Eres tan pijo como
ellos. – Clara pellizca cariñosamente a Antonio y sigue con su historia sin dar tiempo a una réplica. Ella siempre se queja de lo repipi que puede llegar a ser y él sueña con el día en que Clara use zapatos de tacón. - Bueno, pues un día, en el patio, repartí globos de colores. Los niños estaban muy contentos pero, poco a poco, los globos empezaron a explotarse. Recuerdo la reacción exacta de cada niño: Cristian se quedó paralizado unos segundos. Cogió los pedazos rotos y empezó a soplar para ver si se podía hinchar de nuevo. Zulay empezó a llorar automáticamente, pero sin lágrimas, mientras con la mirada buscaba otra cosa con la que entretenerse. Le echó el ojo al triciclo azul y se lanzó a por él. Joao se quedó en un rincón llorando acongojado, con los pedazos rotos en su mano. Pasó el resto de la tarde con su duelo. Solo, en su escalera. Carlos se asustó muchísimo. Hizo una mueca, miró para todos lados, por si alguien lo había visto asustarse, se sacudió las manos en el pantalón y se fue corriendo detrás de un pájaro. Como si nada. Ángel se fue desconsolado en busca de alguien que lo consolara. Carla me pidió explicaciones. Quería otro y yo tenía que dárselo, que para eso le di el primero. Quería otro, y que fuera exactamente igual. Se puso muy pesada. Acabó castigada recogiendo los pedazos de todos. David fingió que no le importaba. Pero se fue solo al tobogán y se sentó de espaldas.

Antonio no entiende muy bien a qué se refiere Clara. Ella es muy
dada a hacer comparaciones extrañas. Tiene una gran galería de parábolas e historias que siempre usa para explicar cualquier situación. El problema es
que, la mayoría de las veces, la moraleja solo la entiende ella misma.

- Esta tarde se nos ha vuelto a romper el globo, Antonio. No sé cuántas veces más podremos arreglarlo.
- Te quiero Clara.
- Yo también, ya lo sabes. Esta mañana me he caído en la ducha. No te lo he dicho.
- No, no me lo has contado. Anda, pásame el porro. - Da una honda calada al porro que le hace toser como un loco. La tos se convierte en risa, el llanto en llanto. Clara ya está llorando, con los ojos cerrados, apretando los labios para no explotar.


sábado, 18 de agosto de 2012

- Relato 4 de Carla G. Mairena


La fe es para los débiles.


Audrey admitió que se sentía impresionada. Esperaba que aquel quinqui de medio pelo la llevase a la clase de local que tenía manteles de plástico a cuadros rojos y blancos y sillas con promociones de cerveza; pero nada más lejos de la realidad. Blue Palm era lo que se catalogaba como un señor restaurante.
—Recuerda que pagas tú, así que no pidas ostras —le recordó Charles cuando iban hacia la mesa. Le dedicó una sonrisa deslumbrante mientras le retiraba la silla y le ofrecía asiento. Audrey se sentó, alzando las cejas.
—Ni tú pidas nada con alcohol. Quiero volver viva a casa, si no te importa.
—No se ponga quisquillosa, señorita Dartmouth. Resulta insoportable en esa faceta.
Ella prefirió no responder. Charles se quitó la chaqueta gris de corte italiano y la colgó del respaldo de la silla. Nada más sentarse, un elegante camarero con esmoquin se acercó a ellos. Audrey abrió la boca para hablar, pero Charles le hizo un gesto.
—Dado que usted paga, déjeme elegir el menú.
—Eso no es justo. No conoces mis gustos y no quiero pagar por algo que no voy a degustar —le dijo ella con fría cortesía.
—En tal caso, a la próxima yo pagaré y podrá elegir, señorita Dartmouth.
—Tutéame —Audrey se removió en la silla, un poco nerviosa—. Me crispas los nervios con tanta buena educación.
—Bien, entonces puedo decirte que dejes de replicarme por todo —Charles giró la cabeza hacia el camarero, que tomó nota de inmediato—. Tráenos para empezar un Chardonnay, y por lo que ojeé en la carta de la entrada, esas brochetas de langostinos bañados con aderezo italiano pintan muy bien.
—Excelente elección, caballero.
Charles agitó una mano para quitarle importancia, pero cuando el camarero se fue le puso una sonrisa socarrona a Audrey.
—No sólo soy excelente eligiendo comida. Manejo otros campos.
—Sí —admitió ella, colocándose la servilleta de tela con elegancia en el regazo—. El campo de los fantasmones lo manejas divinamente.
Charles no dejó de sonreír. Audrey era lo más divertido que había encontrado en mucho tiempo. Ella, por descontado, estaba hecha un pincel. Llevaba un vestido ceñido, por encima de la rodilla, de color morado intenso. Más allá de la elegancia que tenía la seda de la prenda en sí, el cuerpo de aquella mujer era algo impresionante.
Ella esperó con serenidad a que el camarero trajera la cubitera de pie y la colocara ante ellos, más hacia el lado de Charles. Dentro, entre los hielos, había una botella de vino dorado.
—Sirvo yo, gracias —le dijo Charles. El camarero se retiró. El hombre cogió la botella, envolviéndola con facilidad en una servilleta de tela, y con mucha maña sirvió bebida en los vasos de ambos—. Adelante, señorita.
Audrey arrugó la nariz, pero probó el vino con delicadeza. Mojó los labios y torció el gesto mientras lo saboreaba. Un instante más tarde, dio su aprobación con un seco asentimiento de cabeza. Charles se rio.
—Bueno, sumiller, me gustaría tener una conversación que me entretuviese hasta que llegue la cena y podamos ignorarnos —dijo ella, apartándose la melena cobriza de la cara.
—¿Siempre eres tan frívola? No te he arrastrado hasta aquí.
—Me hiciste quedar mal en público. Si no hubiera caído en tontas apuestas, podría haberme librado de esta cena. Admitamos que ninguno de los dos la deseaba.
—Yo sí. No me caes mal —repuso él, encogiéndose de hombros—. En realidad me pareces muy interesante.
—Uh. Sorpréndeme, genio —Audrey se reclinó sobre el respaldo y cruzó las piernas, con una sonrisita picarona.
—Primero voy a contestar a una pregunta mental que te bajará ese ego tan persistente: no te quiero para un polvo, ni esta noche ni en un futuro próximo, y no trato de ser amable para ganármelo —Audrey empezó a ponerse roja de la rabia y él se pasó la lengua por los labios con diversión— aunque admito que me encanta darte falsas esperanzas.
—Cabrón arrogante —le dijo ella, en tono más alto del que hubiera deseado. Medio restaurante les miró.
Charles siguió sonriendo con total adoración. Audrey inspiró y expulsó aire. Nadie había conseguido ponerla tan nerviosa en menos de diez minutos, y eso incluía a un hermano par en edad que en la adolescencia había tenido la tendencia de robarle paga de la cartera.
—Eres un ridículo y un fanfarrón, ¿te lo han dicho alguna vez?
—Solo tú.
Se vio tentada a coger el bollo de pan de la comanda de mimbre y lanzársela a la cabeza. Carraspeó y empezó a contar mentalmente para calmarse. Se sentía humillada por sí misma por dejarse ver tan natural con Charles. No le gustaba en absoluto, y era una cena meramente profesional, así que pensaba desviarlo a eso.
—¿Por qué no me cuentas qué te fumaste el día que decidiste estudiar ese rollo religioso? —quiso saber la mujer—. En fin, eres la primera persona que conozco que estudia los sistemas religiosos.  
Charles bebió vino mientras la miraba fijamente. Sus ojos consiguieron hacerla estremecer. Tenía una mirada muy inquietante.
—No te interesa, por tanto, no voy a contártelo.
—Claro que me interesa. No entiendo como una persona tan… —Audrey le miró de arriba abajo, analizando su estilo. Francamente, está muy bueno, admitió—. Bueno, no cumples mis expectativas de fanático creyente.
Él se rió con suavidad.
—¿Por qué piensas que soy creyente?
—¿No crees en Dios?
—¿Tú no?
—Obviamente no. Soy médico —ella torció el gesto—. Dios no aparece en los quirófanos para indicarme cómo tengo que salvarle la vida a alguien. Mis creencias casan con la ciencia, la evolución y la humanidad como tal, no con un ente que nadie ha visto, una construcción mística del mundo en siete días y por supuesto, nunca he creído en esa estupidez de la castidad.
—Así que eso es para ti... ¿una religión? ¿En eso se basa creer en algo?
—Yo no creo en nada, pero eso es lo que dicen los que sí creen.
—No sé si sabes que al tener esos conocimientos de la gente que sí cree, tú ya estás dándole más importancia de la que tiene —Charles esbozó una sonrisa torcida—. Estás en contra de algo que teóricamente no existe, por tanto, le estás dando existencia.
—No intentes liarme, chulito de cuarta —Audrey entrecerró los ojos—. La fe es para los débiles.
Charles se quedó mirándola con interés. Parecía pensar una respuesta apropiada cuando el camarero les trajo un plato enorme, decorado con exquisitez, con seis brochetas de langostinos recubiertos por una salsa que tenía una pinta deliciosa.



La conversación quedó olvidada en pos de la comida. La forma en que Audrey se manchaba los labios de la vinagreta y cómo cerraba los ojos para apreciar mejor el sabor hacían que Charles se desconcentrase de su propia brocheta.
—Me alegro haber acertado con mi elección —le dijo él cuando terminaron el plato.
—No ha estado mal.
Después de las brochetas, él pidió un cuenco de raviolis de carne especiados para compartir y una botella de agua sin gas para Audrey, que después de tres copas de vino, se negó en redondo a tomar nada más. Había dejado claro que iba a conducir ella de vuelta después de ver cómo Charles se metía seis copas entre pecho y espalda.
—¿Y de postre, señorita? —le preguntó Charles cuando el camarero retiró los últimos platos de la cena—. La tarta de moca con caramelo tiene un nombre tentador. ¿Quieres compartir una porción?
Audrey asintió. Mientras esperaban el postre, Charles miró con actitud reflexiva la botella de agua, sobre la mesa. Audrey frunció el ceño, preguntándose qué veía en la botella que ella no. 
—Antes dijiste que la fe era para los débiles —le dijo él.
Ella parpadeó.
—Así es.
Charles esbozó una sonrisa que contenía sentimientos inequívocos. Ella atisbó un amago de ternura.
—Nunca supe qué quería estudiar. Mis padres me dieron una formación digna de reyes. Siempre fui un niño malcriado al que le gustaba más una fiesta que cualquier otra cosa. Solía fundirme bastante dinero en beber, en gasolina para el coche cuando mis amigos y yo nos íbamos de acampada. Terminé el instituto con notas medias, y gracias al dinero de mi familia ni siquiera hice prueba de ingreso. Fui directo a Harvard.
Audrey le miró de arriba abajo.
—¿Eres licenciado en Harvard?
—No. Mis familiares tuvieron la esperanza de que terminara estudiando derecho, ingeniera o medicina. Carreras perfectas, dignas y propias de un chico como yo —Charles se encogió de hombros.
Audrey se vio obligada a apartar la mirada. Eran las justas palabras que ella había dedicado a sus padres cuando había decidido estudiar medicina. Carreras a la altura de alguien como ella.
—Así que el verano anterior a comenzar la carrera decidí hacer la última escapada de críos con mis colegas. Cogimos el coche y nos fuimos a México. Nunca había estado allí y me apetecía conocer el país. No fuimos a la capital, ni a ninguna ciudad importante. Viajamos tomando una ruta desértica del oeste, parando por pueblos desconocidos de la mano de Dios.
—Qué bonito —dijo ella, sonriendo con sinceridad por primera vez.
A pesar de dar la imagen de la típica mujer que necesitaba un hotel de mínimo cuatro estrellas para viajar, siempre le había gustado la idea de hacer una gran escapada sin itinerario ni planificación.
—Prosigue. ¿Hay alguna parte en tu historia en que se explique tu afición por la ropa de vagabundo?
Charles no pudo evitar sonreír.
—No, eso ocurrió porque me golpeé la cabeza después de beber varias litronas de cerveza —agitó la mano, tratando de quitarle importancia a ese hecho—. Lo cierto es que el viaje fue transcendental. Cuando viajas, no tienes que hacerlo con los ojos del comercio. No tiene nada de mágico ver lo mismo que todo el mundo, recorrer las mismas calles que recorren millones de turistas. Al final, sólo ves lo único que quieren enseñarte, no lo que has ido a buscar. Así que yo conocí el lado mágico de México, porque viajé decidiendo lo que quería.
—¿Y en ese viaje aprendiste qué era la religión?
—No, señorita Dartmouth. Aprendí a tener fe. Cada paso que daba me enseñaba a reconocer la fe. Una madre que pasa horas delante de la puerta del único médico del pueblo para conseguir medicina para su hijo, es fe. Un agricultor que durante una pesada tormenta permanece al lado de su huerto cubriendo los brotes, es fe. Una joven casada que recibe la noticia de que su marido sigue vivo después de meses de incertidumbre por una guerra, es fe —Charles la miró con intensidad—. Hay tantísimas maneras de fe, señorita. Tantas como personas en el mundo. La fe no es Dios, nunca lo ha sido. Fe es admitir tus metas. Vamos, mujer, tú también tienes fe. Cada vez que salvas la vida a alguien lo consigues gracias a la confianza que depositas en ti. Quizás las personas necesiten tener ahí arriba a un Dios creador que les dé razones de fe, porque no entienden qué les provoca ese sentimiento. No todo el mundo comprende que el hecho de creer en uno mismo y sus posibilidades pueden mover montañas. Por tanto, si necesitan un jefe que les indique en qué creer, que lo hagan. En el fondo seguirán moviéndose en función de sus propios intereses. ¿Y sabes qué? Eso es terriblemente interesante de analizar.
Audrey se había quedado completamente anonadada con sus palabras, y como por primera vez no tuvo respuesta con qué replicarle, cogió la cucharilla que acompañaba a la tarta y se llevó un trozo a la boca.



Una hora más tarde, ella condujo el coche hasta la zona residencial donde Charles había alquilado un elegante loft de soltero. Él se quitó el cinturón y la miró. Audrey frunció el ceño.
—No hagas intento de besarme, por favor. Eso está pasado de moda.
—No iba a intentar tal cosa. No te la mereces.
—¿Disculpa? —inquirió ella, irritándose.
—Lo que has escuchado. No te mereces un premio. Te has comido cuatro brochetas de seis, con lo que me has robado una por derecho, por no hablar de que el postre lo has engullido tú solita. Para que luego digan que las mujeres hacéis esas mierdas de dietas de conejo, será posible.
—Bájate del coche antes de que pierda la paciencia y te diga que eres el hombre más poco caballeroso que conozco —le espetó Audrey—. Esperaba que en el último momento pagaras la cuenta, pero se ve que era demasiado para tu bolsillo de vagabundo.
—Hum. Es que si pagaba yo, no tendría la oportunidad de volver a pedirte una cena para invitarte yo, señorita Dartmouth —Charles se rió—. Aún me queda por saber qué te llevo a convertirte en médico y dónde adquiriste ese pésimo gusto para la moda.
Audrey arrugó los labios mientras él se bajaba.
—Si piensas que voy a volver a salir contigo con tu descortés comportamiento estás muy equivocado —le gritó a través de la ventanilla.
Él se inclinó para poder verla en el interior del coche.
—Estamos en paz, entonces, Audrey.
La forma en que pronunció su nombre hizo que se ruborizara, pero gracias a Dios, o a la fe, estaba demasiado oscuro para que Charles se percatara de ello.