Otro Globo Roto.
Todavía le duele el culo pero tiene que
darle gracias al cielo o al taburete del baño por seguir viva. Los miopes
tienen muchos problemas en la ducha. No pueden ducharse con gafas, sería
bastante ridículo aun cuando supieran que nadie les está mirando. Tener un gran
sentido del ridículo puede llegar a ser bastante peligroso. La caída ha
sido monumental a pesar de que ella se empeña en decir que no, que no ha sido
nada, <es que como soy tan grande, parece que la caída ha sido mayor, pero es
solo que he hecho mucho ruido al caer>.
De pequeña se cayó jugando al Twister con
sus amigos en la calle. No poniendo posturas extrañas, que hubiera sido lo
normal, sino esquivando los zapatos de los niños que estaban en la acera.
<Se cayó a todo lo largo, como si le hubieran pegado un tiro, vamos. Yo me
creía que se había caído un tabique>. Las voces de sus vecinas todavía
retumban en su cabeza. Pero no fue un tabique. Fue ella. Tenía solo diez años y
las dimensiones de su cuerpo, sumadas a su extrema, a veces, torpeza, la hacían
ser imprevisiblemente divertida, sobretodo en lo que a caídas extrañas y
peculiares se refiere. Ella no lo dice, pero este pequeño detalle que a todos
los que la conocen le parece tan peculiar, la acompleja muchísimo. Esa mañana
hizo propósito de enmienda. Sería un día importante. Era fiesta, no tenía que
ir a trabajar así que se fue a la cama confiando en la promesa de despertarse
en un día mejor. Pero la mañana apuntaba ya maneras. Se metió en la ducha
cuando en Radio Nacional daban las 8. “Perfecto. Las 8 son la hora perfecta”.
Cuando daban los titulares de prensa algo en la cortina inmaculadamente blanca
que su nueva compañera de piso había comprado, llamó su atención. Una
cucaracha. Una cucaracha se había atrevido a trepar por su inmaculada cortina y
asomaba sus antenas desde fuera de la bañera.
- Ohhhhh…ohhh dios mío- , susurra. Sus
compañeros de piso duermen. Son las 8:10. -Dios mío, dios mío.- No sabe
qué hacer y empieza a llorar descontroladamente. –No, no, no.- Tiene el pelo
lleno de espuma. Sus problemas en la vista le impiden apreciar las verdaderas
dimensiones del insecto que, seguro, se está riendo de ella. <Ellas tienen
más miedo que tú. Mides casi dos metros, por el amor de Dios.> Ese argumento
no le servía por mucho que se lo hubieran repetido. Es verano y sabe que, cada
año, alguna de esas californianas va a veranear a su piso. Intenta descolgar la
alcachofa pero su enemiga le ha comido terreno. Da un manotazo con el que solo
consigue golpearse la muñeca contra el grifo. El agua caliente empieza a salir
con más fuerza aún. Grita: – ¡Dios mío, no veo nada y me estoy quemando!- Cree
que susurra pero está gritando. Alguien golpea la puerta, que está cerrada con
pestillo. Es Manolo, su compañero de piso.
- Coño Clara, que no son ni las 8:30. ¿Qué coño pasa?
- Me estoy quemando, lo siento. Su voz suena agónicamente
divertida. Manolo se ríe al otro lado de
la puerta. Su compañero de piso, un
aspirante a médico de apariencia seria y
tranquila, espera ansioso cada día las
nuevas aventuras de Clara. Es como su
pequeño vicio. Disfruta calladamente
cuando la oye farfullar desde su cuarto.
<No es maldad, es que Clara es un ser
especial, único. Sus pequeños dramas
cotidianos me alegran el día.>
- Coño, pues cierra el grifo
- ¡Ay Manolo! Es una cucaracha..es que…no puedo…no sé donde
está, se me ha metido espuma en el ojo y
yo es que no, no puedo.¡Ah, ahhhh!
¡La tengo encima!, ¡La tengo encima! - Un edificio se desplomó. Manolo intenta abrir la puerta, sin
éxito, claro.
- Clara, ¿estás bien?- Se reía. Ella no lo ve, pero sabe de sobra
que se está riendo.
- Si, si. Solo necesito levantarme, es que me he caído.
- Ya lo he oído. Abre la puerta y déjame ayudarte.
- No, no. Prefiero que juegues con tu imaginación recreando esta
escena a que me veas realmente. – Se
retuerce de dolor. Se ha golpeado la
cabeza con el váter y sabe que pasarán
muchos días antes de que pueda
sentarse sin dolor.
- Bueno, tú misma. Voy a poner café.- Le encantaría entrar y
ayudar a Clara
a levantarse y reírse con ella un
rato pero Clara cree que él es muy tímido y
siempre se ha cuidado mucho de que la
viera en casa desnuda o a medio vestir.
Ella sufre por él y a él le gustaría ser
de otra manera, más desenfadado, como
Clara.
-
Si,
gracias, Manolo. - Contesta, hundida. <Ellas
tienen más miedo que tú.
Mides casi dos metros, por el amor de Dios>
Sale de casa con la mochila medio abierta,
cargada con agua, tabaco, la radio del coche y la cartera. El cigarro, siempre
apagado, se balancea en los labios. Las gafas se le resbalan por el calor pero
es lo que hay, no tiene dinero para comprarse un par de lentillas nuevas, así
que finge que le gusta el aire indie-vintage que le dan sus viejas gafas rojas que
nunca lo fueron al salir de la óptica sino que, más bien, han sufrido un
proceso de decoloración que evidencia el paso del tiempo. No encuentra el
coche. Nunca a la primera lo consigue. A veces piensa divertida en el pequeño
espectáculo de mimo gratuito que dedica a los usuarios de los bares que coronan
las dos esquinas de su corta calle cada vez que sale pitando de casa en busca
de su coche. Un primer paseo con paso firme, segura de que el coche está al
lado del contenedor de papel, seguido de un primer gesto de desaprobación que
hace girando la cabeza hacia la derecha y que acompaña de ese ruidito que tanto
molesta a Ana. < ¿Otra vez? Tía, deja de hacer ese ruido cada vez que hablas
contigo misma, es que es insoportable.> Cambia el paso obligada por su
cabeza, que decidida se dirige en primer plano hacia la esquina opuesta
mientras sus manos rebuscan en el bolso algo. Algo que ni ella sabe qué es. Los
usuarios del bar, la siguen con la mirada. Intenta repasar mentalmente cuándo
fue la última vez que cogió el coche, para qué lo necesitó, qué ropa llevaba.
Llega a la otra esquina de la calle. El coche tampoco está debajo del árbol
grande. Se para en seco. Suspira. Se rasca la nuca como el que rasca un premio
de los que salían en los chicles de cuando era pequeña. Bajo la pintura gris
puede leer “Sigue buscando”. Vuelve a hacer ese ruidito. Gira la cabeza hacia
la derecha. Suspira. Descubre que llega tarde a la vez que recuerda que el
coche está aparcado a dos manzanas de su casa. “¡Joder!”. El espectáculo de
mimo termina dando lugar a un sinfín de maldiciones y de propósitos de enmienda
que no cesan hasta que, por fin, llega al coche, lo abre, se sienta, pone la
radio y enciende el cigarro que sigue balanceándose, suicida, en su boca y al
aspirar esa bocanada de veneno, una pequeña chusta del mismo le quema los leggins nuevos haciendo un agujero que promete
solo ir a peor. “¡Joder, joder, joder! ¡Coño ya!”. Sopesa en voz alta la
posibilidad de pasar y salir con los leggins rotas. “A lo mejor, si me bajo un poco
la falda y las estiro desde arriba, no se nota”. Sale del coche y empieza a
hacer esa maniobra de reajuste, mientras mira de un lado al otro, buscando
testigos indiscretos. Se conforma con el resultado final. Se mete en el
coche de nuevo, farfullando. Se acuerda de su madre y se enfada aún más <Por
Dios, niña, nunca vas en condiciones, de verdad. ¡Qué ganas tengo de verte como
quiero yo verte!> Si su madre la viera, dese luego que se le caerían dos
lagrimones. Sube el volumen del coche y arranca mirando por el retrovisor y
cambiando de canción. Nada de canciones románticas porque acaba de recordar
hacia donde va. Va a cortar con su novio. “Dios mío. No sé qué coño voy a
decir. Qué coño voy a hacer cuando toque el timbre. Relájate, relájate. Esto es
lo mejor, ya lo hemos hablado.” Está muy decidida, tanto que parece que es ella
la que quiere que las cosas terminen así. Pero no lo es. En realidad, no lo
sabe. No es que no lo sepa, es que no tiene ni la más remota idea de cómo han
llegado a ese punto después de diez años de relación. Sabe que Antonio es una
persona excelente. <Joder, tía, si yo tuviera un novio así, es que no me lo
pensaba dos veces. ¿No ves que está loco por ti?>
-¿Pero qué coño te pasa gilipollas?- Ha
besado el volante con la frente. Cuando reacciona, sabe perfectamente la frase
que viene detrás de esa, de tal manera, que la repite casi al unísono con el
energúmeno que mueve los brazos como si quisiera ser rescatado de un acantilado
furioso.- ¿Estás ciega o qué?- La siguiente también la sabe y la odia tanto,
que no piensa dejarla escapar de la bocaza del señor engominado que, en este
punto, está casi abocado a morir ahogado entre olas y algas.
-No me pregunte que si no lo he visto,
porque es obvio que no lo he visto. - Se adelanta. - Ahórreselo.
Ahórreselo y relájese, por favor. - “Se va a relajar los cojones. Esto es lo
que me hacia falta”. Sale del coche. El agujero de sus leggins tiene ya el tamaño del océano en
el que este tipo se ahogaba 30 segundos antes. Vuelve a girar la cabeza hacia
la derecha. - ¡Joder! - Solo puede decir eso.
-Si, eso digo yo, ¡joder!
Qué conversación tan típica. “¿Seguro que
esta no la enseñaban en las clases de la autoescuela?”. Con solo un vistazo, ya
sabe que el tipo que tiene delante de sus narices no se va a conformar con una
disculpa. El coche no tiene nada, es un todo terreno negro tremendo, con un
frontal plateado que le recuerda a la boca furiosa de un gran dinosaurio
hambriento. Se imagina engullida por él, mientras que el señor engominado se
ríe a carcajadas. De repente se da cuenta de que no tiene ni idea de dónde
están los papeles del coche, que no lleva ni el carné de conducir encima.
<Pon siempre los papeles aquí, aquí, en la guantera, que para eso está, para
llevar los papeles, las cosas del seguro, los partes amistosos, no para llevar
cedés, ni pañuelos de papel.> Nunca le hace caso a su padre. El tío se
acerca a la parte delantera del coche. Lo acaricia como el que acaricia a un
bebé recién nacido.
- Bueno,
parece que no tiene nada. Déjame mirarlo bien. - El señor intenta disimular su
prisa y su mala leche porque, de alguna manera, siente que Clara no ha tenido
un buen día y que, muy posiblemente, solo vaya a peor. - Increíble. El Australopitecos Africano se ha transformado en el
Homo Habilis.
- Perdona que te haya gritado. Es que, de
verdad, algunas veces, con chorradas como esta, podemos liarla pero bien. A
ver, vamos a ver tu coche. ¿Tú estás bien? - Homo erectus. “Increíble.” -
Si, si…es que…yo…mire…lo siento…estaba muy nerviosa…voy a una reunión muy
importante y bueno…yo…
-
No
te preocupes niña, el coche no tiene nada, pero por favor, ten más
cuidadito la próxima vez, que es que no se puede salir así de un
aparcamiento marcha atrás, niña. – Mientras el señor se acuerda de la bronca
que se ganó la última vez que llamó a una chica así, Clara a punto de pedirle
por favor que deje de usar ese apelativo, “niña” pero reconoce que es mejor no
tentar a la suerte. - Es que
vamos, llego a ir en una motillo…y me mandas al García Morato. Y perdona
por los gritos, niña, es que no me lo esperaba.
Nota como se pone colorada. Está a punto
de llorar y soltarle de golpe lo largo que ha sido el día de hoy, que no ha
dormido nada porque los muelles de su viejo colchón han decidido hacer una
fiesta funky y se han pasado la noche saltando, que
una cucaracha la ha echado violentamente de su propia ducha, que se le ha caído
la cafetera llena tres veces en la hornilla esta mañana, que hacienda le ha
reclamado 900 euros que no sabe cómo va a pagar porque el contrato de trabajo
se le termina en quince días, que va hora y media tarde a una de las citas más
importantes de su vida.
-
Venga,
mujer. Vete ya que vas a llegar tarde. Y cuidado con esas
medias, ja, ja, lo siento, pero es que ese agujero es poco discreto.
- Es el toque de gracia que necesitaba. - Para cuando llegues a donde vayas,
habrán desaparecido. ¿Además, medias en verano? ¡Joder, qué voluntad!
No tiene tiempo a contestarle y decirle
que no son medias, que son leggins,
bueno, que son unas medias que ella ha cortado por el tobillo porque no le
gusta enseñar las piernas, porque estaba demasiado ocupada intentando controlar
los temblores de su barbilla. Se sube al coche. El Homo Sapiens Sapiens hace lo
propio y, desde su mastodonte, hace gestos con las manos, que sólo él entiende,
dando la fórmula mágica para salir de un aparcamiento en batería, con espacio
para dos camiones, sin causar ningún accidente más. La deja salir. Empieza a
sonar Santa Morena y se le caen dos lágrimas que casi empatan en tamaño al
agujero de sus medias. Pero no tiene tiempo para tonterías. Sale del
aparcamiento y al saludar al Homo Sapiens Sapiens se le escapa el volante y
casi mata a una señora que iba por donde no debía. Suspira y acelera mientras
la señora relata y el Homo Sapiens Sapiens se ríe al volante.
…
-
Llevas
un buen rato mirando el café como si esperaras encontrar
la respuesta ahí dentro. Te pregunto si de verdad quieres terminar
con esto y me dices que no, que me quieres muchísimo, pero cuando te pregunto
que qué podemos hacer para salir de este bache, me dices que no sabes, que no
podemos seguir así. Joder, estoy ya cansado de tu mutismo.
“¿Bache? ¿Qué palabra es esa para
describir su relación? No es un bache, los baches se saltan y a lo sumo, te
despeinas un poco. Esto no es un bache; es… es una espiral, pero en blanco y
negro, nada de colores alegres”. Se alegra de no haber pensado en voz alta esta
vez. En la cafetería, solo una señora que lee una revista del corazón les hace
compañía. El camarero mira absorto la tele. Una corrida de toros con un tal
Tomás nosequé que, según el comentarista, está haciendo historia. No sabe por
qué han elegido ese sitio. Querían terreno neutral pero aquella cafetería es
más hostil que neutral. No se siente cómoda, las sillas no invitan a
reflexionar, el café es horrible y hace un calor espantoso. Además, le duele el
culo y la silla que le ha tocado está coja. Cada vez que se mueve, el dolor de
su coxis la hace dar un respingo.
- Es que no sé. No sé. Yo te quiero, pero…creo que es mejor que
lo
dejemos. – Da un sorbo al café solo con
hielo. -¡Ah!- se queja.
-
¿Y ya
está? ¿Así terminas diez años de relación? ¿Qué te pasa?
¿Estás incómoda? Llevas todo el rato quejándote. - La tele
muestra a la gente enloquecida, aplaudiendo, sacando pañuelos bancos.
-
Los
pañuelos blancos se sacaban en la guerra para pedir paz, una
tregua ¿no? A lo mejor están pidiendo la paz para el toro. Pobre
animal.
El toro está acurrucado en el suelo, esperando a que alguien termine con su
vida de una vez por todas después de muchos capotazos. Toda una vida de
felicidad, pastando alegremente, viviendo en una bella dehesa verde con puestas
de sol increíbles. Ha sido engordado y cuidado para morir. Como su relación. No
quiere terminar con Antonio, no todavía, quizás, pero está harta de torear
problemas. Quisiera de repente que alguien le diera una estocada que la dejara
ahí, tirada, en un rincón, sin más dolor, sin más vueltas, mientras que todos
celebran a su alrededor el fin de la agonía.
- ¡Clara! ¿Estas viendo una corrida de
toros mientras estamos decidiendo nuestro futuro?- Antonio está poniéndose del
color de sus leggins. Eran
morados. -¿Te has drogado o qué?
- Perdona, no te he oído.- La señora se levanta, suelta la revista
en
la barra, pide un Biter-kas, coge otra
revista y se vuelve a su sitio.
- Joder, es que no me haces caso ni
cuando estamos cortando, eres increíble.
- Perdona, es que, estoy muy confundida, he tenido un día horrible. e he caído en la ducha por culpa de una cucaracha y he tenido un
problemilla con el coche. - Suspira. - Encima hacienda me ha pedido dinero y
yo…- “Que alguien me de ya la estocada, por favor.” Mira, yo, necesito más
tiempo. Así de golpe no puedo tomar una decisión.- Se remueve en la silla. - ¡Auchh!
- Y deja ya lo de las drogas, no seas mojigato.
-
¿Tiempo?
¡Madre mía, si llevamos ya diez años! Es que no puede
ser, cada vez que se te propone algo, te echas atrás. Estoy
cansado, que ya no somos niños, Clara, que hay que mirar adelante. -Suspira-
¿Entonces has fumado antes de venir a verme? ¡Dios, lo que me faltaba!
El torero estaba siendo paseado a hombros
por el círculo dorado de albero. La gente estaba enloquecida. Nadie hacía caso
ya al que había sido el protagonista, el toro, el que hasta hacía diez minutos
había tenido el poder, la muerte o la vida en sus cuernos. Ahora ya no era
nadie, ya no era más que una mancha negra sobre una cama roja oscura, de
sangre.
- Clara, ¿desde cuándo eres aficionada a la tauromaquia? – Antonio no puede dar
crédito a lo absurdo de la situación. Se siente como en una película de
Almodóvar. Está seguro de que en cualquier momento la señora que lee revistas a
un par de mesas de ellos, empezará a cantar copla mientras da fe de que no es
tan mujer como parecía. La mira embobado, como esperando que se saque el
micrófono de entre las piernas pero vuelve a su mesa cuando siente que Clara acaricia su brazo suavemente. Ha
dejado la corrida para volver a la mesa. Se miran fijamente. Se acerca para besarlo pero él le aparta la
cara haciendo un esfuerzo imposible.
- No, por favor. Esta vez no. Es la quinta vez que te pido que nos
vayamos a vivir juntos y la quinta vez que
me dices que no. <Llevamos ya seis
años juntos y te echo de menos cuando no
dormimos en la misma cama. Siento
que es el momento de dar ese paso>.
Intento entenderlo pero sería más fácil si
me dieras una razón. Algo. Dime que me
huelen los pies, que no te gusta cómo
cocino, que no me quieres, que te vas a
meter a monja, pero dime algo, coño.
¡Dime algo!
- Es que no sé qué decirte. - Miente, mientras enciende un
cigarrillo
sin darse cuenta de que hace ya muchos
meses que está prohibido fumar
dentro de los bares. <Este año no,
estamos a mitad de curso, y no vamos a
dejar a nuestros compañeros tirados. Vamos
a guardarnos las ganas para el año
que viene, ¿vale?> Nota como un calor
le va subiendo desde los pies a la
cabeza, con la velocidad del ascensor ese
de Toshiba, que era el más rápido del
mundo, o al menos así quedó escrito en el Libro
Guinnes de los Récords. –
Yo, simplemente, no estoy preparada.
- Entonces no sé qué estamos haciendo aquí. Me voy.- Finge que se
va a levantar. –Me voy, Clara, me voy. No
intentes impedírmelo. – Una
gota de sudor imaginario, como en los
dibujitos chinos, le cae por la frente. Confía en que las dos personas que hay
en el bar estén bien entretenidos, de modo que no se den cuenta del poco caso
que le hace su novia.
-
Pero
Antonio, yo no te he dicho nada todavía, no te vayas así, hombre,
vamos a hablar un poco. - Imposible sonar convincente con la mirada
fija en la tele. No puede apartarla. - Yo no…no…Antonio, lo siento pero es que
mira…pobre animal. - Clara se aprieta con fuerza el lóbulo de la oreja derecha
mientras mira la pantalla.
-
Esto
es increíble. Te estoy ofreciendo todo lo que tengo, todo lo
que soy, Clara. No puedo seguir así. Estoy cansado de tener que
pedir cita para poder verte. - Antonio se levanta de la silla y con las manos
en el cuadril, espera respuesta, inútilmente, de su novia. - Estoy cansado de
compartir el baño con tus compañeros. Estoy cansado de seguir detrás de ti como
si fuera tu sombra. Te estoy planteando un ultimátum. No habrá más
oportunidades. – Pero Clara sigue absorta en la pantalla. Sus ojos, su boca, su
cuerpo, no reaccionan ante las palabras de Antonio.
- Clara, ¡Clara cojones!
- ¿Qué, qué qué?
- Nada. - Antonio la mira, desolado, sin dar crédito a lo que
está viviendo.
Me voy. - Sale del bar mirando a los dos
únicos testigos de su conversación.
“¿Conversación? Creo que Clara fuma
demasiado. Tengo que terminar con
esto de una vez. Soy abogado, cojones, me
estoy intentando hacer un hueco,
ser respetable, no puedo seguir con una
persona así. Hemos terminado”.
Antonio es bueno en eso que llaman “autoengaño”.
.
Su novio se va del bar, con la cabeza
alta, pero hundido. Pero la volverá a llamar. Ella lo sabe, lo conoce. Sabe que
ha tenido que dejar de lado su orgullo muchas veces con ella. Se va, arrastrado
por su indiferencia, igual que el toro, que sale de la plaza arrastrado,
dejando un rastro de sangre por el albero. Se quieren demasiado pero nunca
conseguirán ponerse de acuerdo. No buscan lo mismo. No aspiran a lo mismo, pero
para cuando se den cuenta de que sus diferencias son insalvables, habrán pasado
un par de años más y habrán quemado su amor en debates sobre el futuro, sobre
<lo conveniente de dar ciertos pasos adelante.> Sufrirán tanto que
pasarán varios años antes de que ninguno de los dos reúna las fuerzas suficientes
para empezar una nueva relación, aunque las cicatrices quedarán para siempre.
Quedará siempre en el aire la pregunta de <qué habría pasado si…>Llegarán
a odiarse, a hacerse daño, a ellos mismos y a sus futuras parejas, que acabarán
por dejarlos por imposibles, los abandonarán y ellos no serán capaces de
reconocer que aún, a pesar de todo, siguen enamorados el uno del otro. Pero
ella todavía no lo sabe. Él tampoco. Lo único que sabe es que esa noche
dormirán juntos, como si nada hubiera pasado. Y volverán a dejar pastar
ricamente su amor, sin saber cuando terminará, de nuevo, sangrando en una
plaza.
Mientras escucha cómo Antonio arranca la
moto, ella se queda allí, mirando la tele, mirando cómo el torero triunfa tras
su danza macabra con el toro, cómo la gente lo vitorea, cómo quieren tocarlo
como si de un dios se tratara y gritan su nombre y le tiran flores y aplauden
mientras que el toro, poderoso, temido enemigo hasta hace solo unos minutos, se
va por la puerta de atrás, como el gran derrotado. Humillado. Deshecho. Suspira
y enciende el cigarrillo.
- Perdone, señorita, pero aquí no se puede fumar. - El camarero la
saca de su empanada mental que, desde
luego, no tenía nada que ver con lo
que acababa de ocurrir en el bar. – Lo
siento, es que no me hago a la idea.
Dígame que le debo.
- El chico lo pagó al pedirlo. - Dice el camarero mirando al televisor,
imaginándose que su vida está llena de
luces y albero en lugar de vasos sucios
y barriles de cervezas que se estropean
nada más pincharlos.
- Es increíble, la que tienen ahí montada, ¿verdad? - Los dos
están
absortos, mirando cómo el torero es
vitoreado. De vez en cuando aparece en
la pantalla el comentarista que, con
lágrimas en los ojos, no deja de adjetivar la
hazaña que acaban de presenciar.
- Es José Tomás.
En casa no hay nadie y Clara aprovecha
para montarse una sesión chill out. Apaga el teléfono para evitar la llamada de
Antonio, aunque sabe que no tardará mucho en llegar. Thelonious Monk le
acompaña en su pequeño ritual. Enciende velas y una barra de incienso. Se sirve
una copa de vino y enciende un pitillo de marihuana. Cuando disfruta de le
primera calada, cierra los ojos y se imagina en África. Siempre ha querido ir a
África y no sabe por qué sigue atascada en Málaga. Es como si una goma tremenda
la tuviera atada a su viejo piso, en el que lleva nueve años viviendo. Esa goma
la deja viajar, la deja salir de su monotonía pero llega un momento en el que,
cuando ya no se puede estirar más, la goma la hace volver a su lugar de origen,
esperando otro arranque que la vuelva a estirar un poco más. Pero siempre
volverá a ese mismo sitio. Empalmará un trabajo cutre con otro, trabajará en
cualquier cosa para poder seguir con sus viajes, sus escapadas que son las que
la oxigenan para poder seguir viviendo aquella espiral en blanco y negro. Lo
sabe. Lo acepta. Se enfada muchísimo, pero lo acepta. No quiere pensar en
Antonio, pero aún así, no puede evitarlo. Es un buen tipo, se dice, pero no sé
si es el tipo que necesito para mí. No sabe si ella es esa buena chica que él
necesita.
Piensa en la dependencia que se tienen,
dependencia no reconocida, por supuesto, pero una dependencia clara, que todos
ven. Para sus amigos son la pareja perfecta a pesar de que son como el invierno
y el verano. A veces, en invierno, hay días de calor, lo mismo ocurre con el
verano. De repente, el tiempo cambia y nos parece increíble haber estado usando
chanclas y tirantes. Pero luego, cada estación vuelve a su normalidad, y el
invierno trae frío, y el verano calor. Clara y Antonio son así. Hay veces que
están muy cerca, pero la mayoría del tiempo cada uno vive en su estación, sin
llegar a mimetizarse completamente con el otro.
Clara no se entera pero la cerradura
empieza a girar sobre si misma. Es Manolo que viene de trabajar. Trae a Antonio
consigo. Se han encontrado en la puerta. No han hablado pero según se han
mirado, Manolo ha entendido a la perfección lo que ha pasado.
Llaman a la puerta de su habitación y
Clara ni se inmuta. Sigue con los ojos cerrados, tirada en el suelo que ha
llenado de cojines, con el pitillo en una mano y siguiendo los dedos del
maestro pianista con la otra, como si tocara un piano colgante. Tiene restos de
vino en el bigote. Antonio la mira como quien mira a un bebé. No puede evitar
quererla. Se tumba a su lado, acurrucándose sobre ella. Ella no se inmuta pero
sonríe.
- ¿Te acuerdas de cuando estuve trabajando en la escuela de verano?
- ¿En Sotogrande?
- Si, esa, esa de niños pijos y repelentes.
- Si, claro que me acuerdo. No parabas de criticarlos. Siempre dices
que fue el peor verano de tu vida. Eres
una exagerada.
-
Sí…fue
una pesadilla, pero tú no lo entenderás nunca. Eres tan pijo como
ellos. – Clara pellizca cariñosamente a Antonio y sigue con su
historia sin dar tiempo a una réplica. Ella siempre se queja de lo repipi que
puede llegar a ser y él sueña con el día en que Clara use zapatos de tacón. - Bueno,
pues un día, en el patio, repartí globos de
colores. Los niños estaban muy contentos pero, poco a poco, los globos
empezaron a explotarse. Recuerdo la reacción exacta de cada niño: Cristian se
quedó paralizado unos segundos. Cogió los pedazos rotos y empezó a soplar para
ver si se podía hinchar de nuevo. Zulay empezó a llorar automáticamente, pero
sin lágrimas, mientras con la mirada buscaba otra cosa con la que entretenerse.
Le echó el ojo al triciclo azul y se lanzó a por él. Joao se quedó en un rincón
llorando acongojado, con los pedazos rotos en su mano. Pasó el resto de la
tarde con su duelo. Solo, en su escalera. Carlos se asustó muchísimo. Hizo una
mueca, miró para todos lados, por si alguien lo había visto asustarse, se
sacudió las manos en el pantalón y se fue corriendo detrás de un pájaro. Como
si nada. Ángel se fue desconsolado en busca de alguien que lo consolara. Carla
me pidió explicaciones. Quería otro y yo tenía que dárselo, que para eso le di
el primero. Quería otro, y que fuera exactamente igual. Se puso muy pesada.
Acabó castigada recogiendo los pedazos de todos. David fingió que no le
importaba. Pero se fue solo al tobogán y se sentó de espaldas.
Antonio no entiende muy bien a qué se
refiere Clara. Ella es muy
dada a hacer comparaciones extrañas. Tiene
una gran galería de parábolas e historias que siempre usa para explicar cualquier
situación. El problema es
que, la mayoría de las veces, la moraleja
solo la entiende ella misma.
- Esta tarde se nos ha vuelto a romper el
globo, Antonio. No sé cuántas veces más podremos arreglarlo.
- Te quiero Clara.
- Yo también, ya lo sabes. Esta mañana me
he caído en la ducha. No te lo he dicho.
- No, no me lo has contado. Anda, pásame
el porro. - Da una honda calada al porro que le hace toser como un loco. La tos
se convierte en risa, el llanto en llanto. Clara ya está llorando, con los ojos
cerrados, apretando los labios para no explotar.