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miércoles, 16 de mayo de 2012

Relato 3 de Lucía Feliú Zamora



  
El monitor de step

   Llega a clase unos minutos pasadas las siete, sus alumnas ya están acostumbradas al pequeño retraso de Miguel. Por el espejo de la sala las ve colocarse en sus lugares frente a los viejos y usados steps. Algunas charlan entre sí, se siente a gusto con el grupo aunque la mayoría de ellas sean casadas que superan ya los cuarenta. Observa entonces que la guapa morenita, la única joven que hay en la clase, ha faltado.
    Juan, otro alumno y el único hombre del grupo, le mira señalando su reloj, le dice que qué horas son esas de llegar pero a él no le molesta. Todo lo contrario, se sonríe e intenta devolverle la broma con otra genialidad aunque sabe que no resultará tan gracioso al resto como lo es Juan. Marga, otra de las habituales, sale al paso y colocándose frente al step le dice al bromista que a ver si es capaz esta vez de aguantar la clase entera. 
-Eso, eso, Juan. A ver si hoy aguantas porque el otro día resoplabas una barbaridad  -Rosa entre risas se empotra las gafas en la nariz mientras se posiciona también delante del step. Rosa seguro que tiene los cincuenta, es gordita pero ágil y con pelo rubio platino a lo Marilín, nunca falta a las clases. Ni ella ni ninguna de las que hoy están allí.
  Miguel les vuelve a mirar, todos están excepto la guapa morenita, se quita la sudadera con prisas, hoy se ha colocado una de sus camisetas preferidas, una azul añil con el símbolo de Superman, le gusta esa camisa porque se le señalan más los pectorales. Se dirige hacia el reproductor de música, introduce el CD y suplica al cielo que no le deje plantado a mitad de la clase como a veces sucede. Frunce el ceño, con esta crisis el gimnasio va a peor, ni reponen aparatos ni compran material ni nada de nada, aunque al menos… ¡le siguen pagando!
-¡Qué! ¿Hoy no nos dejará la música tirados otra vez, eh? -parece que Juan le ha leído el pensamiento y así se lo va a decir cuando en ese momento entra en la sala Loli, la secretaria del gimnasio. La mujer con andares hombrunos le hace una señal.
-Miguel, sal un momento, por favor -la cara de Loli está seria y por eso se teme lo peor, ¿será lo que estuvieron hablando hace tan solo unos días cuando fue a recoger su paga?
-¿Qué ocurre? -le dice mirándola a los ojos. La nota nerviosa.
-Pues, ¿tú qué crees?
Miguel hace una mueca y se repeina el flequillo con los dedos.
-Cierran, ¿es eso? -le pregunta tras una pausa.
-Tú lo has dicho, y eres el primero en saberlo así que ya puedes ir buscando otra cosa porque este lunes ya se cierra, me lo acaba de confirmar el jefe. No puede pagar más el alquiler -el brazo lo apoya en el quicio de la puerta y cruza las piernas, con pose masculina.
   Se vuelve a la sala en silencio, se pone delante del espejo y a ritmo de un mix latino comienza la clase: uno, dos y tres y cuatro…marca los pasos. Cuando finalice la hora ya se lo contará al grupo, oirá las quejas de Rosa, parece que ya la está oyendo gritar. ¿Y qué va a hacer ella sin sus clases de step?, le dirá hecha una furia. Marga por el contrario no abrirá la boca pero sabe que será de las que más lo sienta, a Marga le coge el gimnasio al lado de su casa y lleva años asistiendo a las clases. ¿Y qué de Juan?, comenzará a despotricar contra el dueño, ¡menuda forma de cerrar el gimnasio!, seguro que gritará  y soltará un par de palabrotas de esas que siempre repite cuando ejecuta mal algún paso. Juan es de los que no se calla una. Y a los otros también habrá que oírlos. Continúa con sus pasos sobre la caja de step a ritmo de Bachata, sonriendo como si nada. Los alumnos le siguen, cada uno a su ritmo. Uno, dos, tres y cuatro...
  El martes a las siete y unos minutos se reúnen todos en el bar de la esquina junto al gimnasio cerrado. También está la chica morenita y guapa a la que sonríe con amabilidad. No ha faltado nadie, en total siete y con él, ocho.
-Os quería ver a todos hoy porque me sabía mal despedirme así de repente. Llevamos cerca de cinco años en ese gimnasio -dice señalando con la cabeza hacia la ventana-, y después de la última clase no hemos tenido tiempo para hablar, ese fue el motivo por el que os quería ver…
Todos se miran sin decir nada.
-No te preocupes, hombre, si esto ya se veía venir -Juan le da una palmada en el hombro- ese tío, el dueño, es un inepto que no ha previsto esta maldita crisis, todo lo contrario. Cada mes sube y sube las cuotas y así no hay manera, nadie se apunta. Será el tío…
-Sea lo que sea, Juan,  el gimnasio ya está cerrado y no se puede hacer nada -Miguel se centra en su refresco y da un sorbo.
-Tú es que eres muy sentido, Miguel -se oye la voz de Rosa a su espalda.
Se atraganta entonces con esa salida tan propia de la alumna y no sabe qué decir.
-Lo que ocurre es que Miguel sabe en el fondo lo que supone para nosotros ir a estas clases -añade Marga-, ¿a qué sí,  Miguel?
Todas las miradas se clavan en el monitor de step.
-Bueno, la verdad es que yo me imaginaba que las clases os distraían… -Miguel comienza a darles una explicación que suene lo más modesta posible, él lo sabe de sobra, sabe de más que venir a esas clases era importante para ellos.
-Para mí era mi vida -confiesa ahora Marga de repente-,  ¡imaginaos! Todo el día en casa cuidando de mi madre, la pobre está muy mayor y con la cabeza fatal. Las clases contigo eran la única distracción que tenía durante la semana.
-¡Pues anda que para mí! -Rosa mira a sus compañeros y comienza a retorcer nerviosamente una servilleta de papel-. Mis dos hijos ya son mayores, cada uno anda con su novia y mi marido... A  mi marido no hay quién lo aguante.
Se escapa del grupo un murmullo de voces con quejas y suspiros. Miguel les mira,  no puede hacer nada. Ahora se arrepiente de haberles convocado.
-¿Y si os buscáis otro gimnasio?
-Pero si no es el gimnasio, ¡son tus clases, las clases de step! -Juan lo mira y le habla en un tono como si fuera tonto-.  Además el gimnasio más cercano está a una hora de aquí. Todos somos del barrio ¿a quién puede interesar desplazarse tan lejos, Miguel? La vida no está para estar cogiendo el coche todos los días, ni el autobús tan siquiera, ¿a qué no, muchachas?
Todas niegan con la cabeza y vuelve a oírse otro murmullo de quejas y suspiros. Rosa de repente da un grito y los ocho saltan sobre sus asientos.
-¿Y si damos las clases en el piso de mi madre?
-¿Cómo? -Miguel mira con extrañeza a los demás. No entiende lo que quiere decir Rosa pero tampoco le sorprende porque Rosa es una mujer muy impetuosa, llena de genialidades que rozan casi siempre en la chifladura.
-El piso de mi madre está en el bloque diez de esta calle, es pequeño pero tiene un salón ideal, en donde cabremos unos doce o quizás más si me apuráis un poco.
-Pero ¿y tu madre?
-Eso, eso ¿y tu madre? -se les oye decir al resto.
-A mi madre no le importará, la pobrecita que en paz descanse seguro que no le importa que tengamos allí las clases -sus ojos se ríen-.  Ese piso lleva cerrado diez años, desde que ella murió.
-Pues a mí me parece una idea estupenda -dice Juan-. Claro, siempre y cuando quiera Miguel.
Las miradas de los siete se vuelven a clavar en Miguel, incluso la de la guapa morenita que escucha sin abrir la boca.
Miguel asiente con un leve tartamudeo, el resto aplaude entusiasmado. Charlan un rato, opinan y le dan ideas sobre cómo conseguir el material. Miguel escucha atento aunque no sabe si ha hecho bien en comprometerse tan pronto, quizá se haya precipitado. Juan se ofrece para llevarle un viejo aparato de música que es sin dudas mejor que el del antiguo gimnasio y Rosa se ofrece a sacar los muebles del salón y a prepararlo, tiene unos cuantos espejos grandes que pueden servir para colocarlos en las paredes. Así se parecerá más al viejo gimnasio. Miguel ya tiene claro que se ha precipitado y que no va a tener más narices que apechugar con toda la banda. Marga se levanta y plantea entonces la posibilidad de comprarle los steps al dueño del viejo gimnasio. Parece que todo está listo para las clases, les convoca entonces para la siguiente semana a las siete de la tarde como siempre pero esta vez en el piso vacío de Rosa, todos vuelven a aplaudir como colegiales.
  A las siete y cinco, con la música a tope comienzan la clase con los saltitos de siempre, sobre las cajas viejas y grises del antiguo gimnasio. La música retumba con fuerza y Miguel va dando indicaciones…y uno y dos y tres y cuatro… Los ocho saltan sobre sus steps intentando verse en los espejos recién colgados por Rosa. Y uno, dos, tres y cuatro…hasta que de repente suena el timbre.
-Mire, usted, intento descansar y no puedo con esa música, ¿no podría poner el volumen más bajito? -suena una voz femenina al otro lado de la puerta... Miguel escucha las explicaciones que le está dando Rosa, todos en silencio escuchan también.
  Se oye la puerta cerrarse y Rosa entra de nuevo y hablando con un hilo de voz les dice que es la vecina del piso de abajo, la música está demasiado alta. Miguel corre hacia el reproductor y manipula el volumen, con una mueca de contrariedad vuelve a su lugar y continua con la danza, esta vez a ritmo de un hip hop casi inaudible. Al momento suena de nuevo el timbre, vuelve a salir Rosa resoplando, ahora la vecina ya no se muestra tan educada. Rosa vuelve a entrar y sigue resoplando. La clase continua pero no transcurren dos minutos cuando se vuelve a oír de forma insistente el timbre, Rosa desaparece por la puerta y la voz de la vecina se oye de manera nítida, la música está a un volumen insoportable, se le oye decir, se oyen gritos y Miguel con un gesto apacigua a los alumnos y decide salir, algunos alumnos le siguen hasta la entrada.
-¿Qué es lo que ocurre, señora? -pregunta de buenas formas.
-Ustedes sabrán -contesta la vecina. Una mujer de unos setenta años que mira por encima del hombro del monitor intenta escudriñar más allá del umbral.
Miguel se vuelve hacia donde mira la mujer. Detrás de él están los alumnos restantes. Eleva los ojos con paciencia y vuelve a mirar a la señora.
-¡Ustedes sabrán! -vuelve a repetir la vecina, esta vez mirando fijamente al grupo.
-Nosotros estamos aquí escuchando música -responde Rosa con voz seca.
-Sí, claro señora y voy yo y me lo creo -la señora lanzando una carcajada irónica los repasa con la mirada.
-Señora, es cierto.
-¡La licencia, quiero ver la licencia! porque imagino que ustedes han montado aquí una academia de baile y no tendrán ni licencia de apertura, ¡seguro que no! ¿A que no?
-No es una academia de baile. Es un gimnasio -explica con voz tranquila la guapa morenita.
Miguel mira a la guapa morenita con estupor. Se gira a la vecina y busca frenéticamente una excusa.
-Señora, verá… -le intenta explicar pero la mujer se vuelve y dirige sus pasos al ascensor con la boca cargada de amenazas. Ahora mismo irá a exponer las quejas al presidente de la comunidad, aquello no va a quedar así, asegura.
  Miguel sigue intentando en que entre en razón. “No han podido dar la clase en el local habitual, ha sido una equivocación y ahora mismo van a recoger…”, pero la señora no parece escuchar. Juan se le adelanta y la sujeta del brazo. Miguel no reacciona, mira a Juan con ojos espantados y antes de poder decir algo Marga la toma del otro brazo y los dos alumnos la empujan con fuerzas hacia el interior del piso. La vecina comienza a quejarse, su voz empieza a temblar y pregunta que qué es lo que hacen, a continuación los mira, Miguel sin salir de su asombro les sigue y la guapa morenita cierra la puerta tras él, eso sí mirando a un lado y a otro del pasillo.
A la vecina se la ve sofocada, les grita y les dice que los va a denunciar, que son una partida de delincuentes. Rosa da un paso y mira a todos, le tapa entonces la boca con fuerza, la agarra por un brazo y la conduce a la cocina a empujones. La mujer va medio tropezando. El grupo entra con ella en la cocina y Miguel les sigue tartamudeando y preguntando que qué es lo que se proponen. Aún no se cree lo que le está pasando.
-¿Qué ha dicho que va a hacer, señora? -le pregunta Rosa desafiante mientras la zarandea otra vez.
La vecina se la oye quejarse, Juan entonces se quita su banda elástica de la cabeza y la amordaza.
-Pero, ¿os habéis vuelto todos locos? -Miguel siente ganas de marcharse pero no puede dejar las cosas así. Se dirige a Rosa que es la que parece que maneja el cotarro, lo único que consigue de ella es un gesto con la mano indicándole que se calle. Acude a Juan pero ni tan siquiera le contesta. Ve a Marga atarle las manos con una cinta aislante que ha encontrado sobre la mesa de la cocina.
-Pero…si esta señora no va a decir nada a nadie -se le ocurre decir al monitor mientras espera una respuesta de la vecina, la cual afirma sumisa con la cabeza. Sus ojos muestran un pánico atroz, ella sigue moviendo la cabeza de arriba abajo mecánicamente.
Hay un murmullo entre los alumnos.
-¿Va a decir algo, señora? -Rosa le quita la banda de la boca.
La vecina respira, los goterones de sudor le resbalan por la frente.
-No, no, se lo juro. No voy a decir nada -sigue negando nerviosamente-  ¡Ni una palabra!
Todos miran a Miguel y después se miran entre ellos. Juan da un paso hacia la vecina y vuelve a insistirle.
-¿Está usted segura que ya no nos va a molestar más, que nos dejará tener nuestra clase?
La vecina asiente una y otra vez con la cabeza mientras comienza a gemir en silencio.
Miguel mira angustiado a sus alumnos.
-No va a decir nada, ¿no veis que lo ha prometido? -no está del todo convencido de que la suelten pero antes de seguir insistiendo ve de repente que Rosa le desata las manos.
-¡Pues entonces asunto concluido! -satisfecha, Rosa ayuda a la vecina a levantarse de la silla y la acompaña hasta la entrada. Miguel oye cómo el tono de la alumna ahora ha cambiado. Rosa amablemente se despide de ella en la puerta, a la vecina solo la oye murmurar.
  A los pocos minutos frente a los espejos Miguel retoma la clase de step. Uno, dos, tres y cuatro…Sus alumnos sonrientes le siguen, cada uno a su ritmo y la guapa morenita le dedica una sonrisa insinuante. Todos parecen contentos. Él se mira al espejo y esta vez no sabe qué pensar.

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