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viernes, 4 de mayo de 2012

Relato 2 de Lucía Feliú Zamora


     La Fatiga de los metales





    Tengo un amigo que es arquitecto, es de esos tipos que siempre está pensando en los proyectos que tiene entre manos, siempre que quedamos termina contándome lo que hace en su trabajo, cosa que no me parece mal pero en ocasiones (y me sabe mal decirlo) me llega a hartar.  Sin embargo el otro día tomándonos una cerveza inesperadamente me reveló una parte de él que hasta el momento para mí había pasado desapercibida. Comenzó diciéndome que con la crisis los trabajos en la construcción escaseaban,  había tardes que llegaba a la oficina y no tenía nada que hacer por lo tanto, me dijo, tenía más tiempo libre y más ocasiones para pensar en lo que había sido su vida durante estos últimos años.  Aquel  apunte tan íntimo y tan inusual me llamó bastante la atención, quiero decir, mi amigo tenía una vida perfecta ¿para qué entonces plantearse nada?  

     Tras un trago de cerveza me miró atentamente e inició el relato: un día le tocó ir a revisar un viejo edificio de la ciudad, el monstruo de cemento y ladrillos que debía inspeccionar había cumplido ya los ochenta años, era majestuoso por fuera con un estilo propio de las edificaciones de principios del siglo pasado, advirtió. Mi amigo tenía muy en cuenta aquellos detalles, disfrutaba describiendo el estilo de los edificios de la ciudad. Sin embargo al entrar, comprobó  tras un rápido estudio el estado lamentable en el que se encontraban las estructuras metálicas que conformaban sus pilares.  El hierro del viejo bloque de pisos sufría lo que se denomina en la construcción la temida “fatiga de los metales”, con los años la presión y el peso ejercido sobre el material había  provocado daños quizás irreparables en el bloque.  Aquella tarde se dirigió a su casa con la mente totalmente volcada en el viejo bloque de pisos y al abrir  la puerta  me contó que se había encontrado a su mujer hojeando una revista.  Mi amigo me volvió a mirar y al ver que no le respondía nada me advirtió que escuchase atento, ya entenderás pronto porqué eso tan normal de hojear una revista en el fondo es preocupante, y prosiguió. Le dijo a María, que así se llama su mujer, que debía volver a la oficina cuanto antes, se tomaría algo ligero para almorzar y regresaría  pitando al trabajo. Ella sonrió mecánicamente y sin decir nada volvió los ojos a la lectura.

           Ya en la oficina continuó con su trabajo, con el problema del viejo bloque, entonces se le ocurrió buscar  un artículo de un conocido arquitecto americano, experto en eso de la fatiga de los metales.  Éste rezaba así: “Son diversos los factores que intervienen en un proceso de rotura de un material por fatiga, no obstante hay uno decisivo y es el factor tiempo.  Hasta el metal más resistente está expuesto a las heridas del tiempo”, esta última frase aparentemente tan poco científica le hizo reflexionar durante unos segundos.  ¡Vaya, qué forma más absolutamente poética de describir la causa del desgaste físico en la materia!, y en ese momento tan aplastante como una losa le sobrevino una angustiosa sensación.  Me miró y me reconoció que apenas recordaba la última vez que le había dicho a María que la quería, tampoco recordaba lo último que le había hecho reír a su mujer con ganas tal como les ocurría al principio de su matrimonio.  Habían transcurrido dos años, al menos que él recordara, que no habían intercambiado regalos de cumpleaños, y sí, era cierto que habían pasado unas buenas vacaciones en verano, pero ¿de qué forma?, me confesó que las vacaciones con los niños parecía diluir todo, sólo había responsabilidades,  preocupaciones, obligaciones…bueno, y ya para qué enumerar las veces que tenía que viajar y pasar días y días alejado de ella sin tan siquiera echarla de menos. Se había quedado contemplando la fotografía que reposaba sobre la mesa de su despacho. María era hermosa, seguía siendo hermosa pero ya nunca se detenía a pensar en ella… y precisamente aquella tarde en casa la había notado tan ausente... pero,  ¿qué puñetas les había ocurrido en los últimos años?  En la última semana apenas habían pasado juntos un par de horas, siempre llegaba cansado del trabajo y se quedaba dormido en el sofá y sabía que María  hacía cualquier cosa para no sentarse un rato junto a él. ¡Dios mío, ya ni tan siquiera recordaba cuando habían tenido la última discusión! Sus mentes estaban fatigadas, sus vidas aparentemente colmadas se movían con la inercia de la rutina hasta que un día uno de los dos al más mínimo esfuerzo se rompería sin remedio, como aquellos metales cansados que estaba harto de ver en su trabajo: aquellas malditas omisiones, los enfados no curados, las palabras no pronunciadas, los pensamientos no contados eran esas heridas del tiempo que producían el desgaste que perfectamente describía el arquitecto americano. Se echó las manos a la cabeza y apoyando los codos sobre la mesa de su despacho se le ocurrió hacer algo, tantos años restaurando viejos edificios y ahora ¿no iba a poder arreglar su propia vida?  Cómo quería a su mujer y no se hacía una vida sin ella había decidido hacer algo al respecto.  En aquel punto de la narración se me echó a reír, por la reacción deduje entonces para mi tranquilidad que aquello que me estaba relatando podía  tener pintas de historia con final feliz. Prosiguió, me contó que esa misma tarde salió antes del trabajo, se fue a la floristería de la esquina y encargó un ramo de dos docenas de rosas rojas y sin perder un instante se las envío a su mujer pero optó por algo que a mí me sonó a idea estrambótica, omitió el remite y adjuntó en su lugar un “Alguien que te desea”. Me explicó algo avergonzado que si le decía que era él, su mujer pensaría que se había vuelto loco. Yo no hice comentario alguno, asentí intentando mostrar normalidad y seguí escuchando a mi amigo pensando que definitivamente se había vuelto loco. Más tarde, me confesó, comenzó a escribirle cartas de amor, las cartas de amor más ardientes que jamás ningún hombre se hubiera atrevido a escribir a una mujer y puedo dar fe de ello por el par de frases que me refirió, porque eso sí, se las sabía de memoria. La cosa es que cuanto más feliz veía a su mujer a más se atrevía mi amigo. Y fueron primero rosas, luego cartas, más tarde bombones y después algún que otro regalo lo que él, el misterioso admirador secreto, enviaba por correo ordinario a su amada, un admirador que no escatimaba en gastos, me aseguró, generoso como él solo, caballero, romántico, apuesto y con un  gusto exquisito por supuesto, bueno, ¡qué decir de él!, ¡alguien perfecto!  Pero torció la boca y me miró de nuevo,  mi amigo comenzó a observar que en su felicidad,  su mujer sonreía, estaba siempre de buen humor, se arreglaba más, hablaba más con él y ya no inventaba excusas para no sentarse en el sofá por las noches, algo que verdaderamente le preocupó porque no veía en ella ni una pizca de culpabilidad por la imaginaria infidelidad,  sino todo lo contrario.  Aquel descubrimiento le dejó sin sueño una noche y la siguiente también y fue cuando de repente se planteó que pudiera ser que María algún día descubriera que el maravilloso admirador resultara ser el aburrido de su marido. Eso sí que le alarmó, me dijo, hasta tal punto que decidió buscar una solución al problema que él mismo había provocado.

   Al día siguiente le escribió una carta explicándole que debía viajar lejos por motivos de trabajo y probablemente no la volvería a ver más y tanta tristeza le causó dejar a su mujer sin su perfecto admirador  que antes de terminar la carta se le ocurrió citarla en un restaurante de la ciudad con el fin de despedirse de ella. Yo, espantado, me precipité a adelantarle la funesta consecuencia que tendría su imprudencia pero él se sonrió: espera, espera a que termine de contarte, me respondió con pausa, y a partir de entonces comenzó a deleitarse en los detalles finales de su historia. Aquella noche la vio arreglarse, más de lo habitual, y él argumentando que tenía reunión, se colocó el traje, la mejor colonia y salió pitando de su casa.  Un rato después, en el restaurante, comenzó a estudiar lo que le iba a decir a María, nada era válido para justificarse, nada, y sin embargo a pesar de haberle mentido de aquella manera tan canalla aún persistía un extraño  malestar por  la supuesta traición de su mujer. Se prometió en ese momento no echarle en cara nada, lo asumiría como un daño colateral a “su ingeniosa jugarreta”.

  Consultó el reloj de nuevo y justo en ese momento apareció ella, la vio hablar con el maître y a continuación encaminarse hacia su mesa. Mi amigo dice que instintivamente ocultó el rostro tras la carta pero al notar la presencia de ella no le quedó otra que levantar la mirada con vergüenza y farfullar un compungido “Lo siento”. ¿Lo sientes?, le dijo ella. Mi amigo se quedó mudo en aquel instante.

-Supe que eras tú, desde el principio -añadió ella con calma-. ¡Pero si te reconocí en la primera carta!

-¿Y no te enfadas?

-¿Enfadarme yo, cariño? Es el mejor regalo que me has hecho desde que nos casamos.

Y sin decir más se le acercó y le besó en los labios.

  Mi amigo sonrió y me miró, con esa mirada que me había mantenido desde el principio de su historia, como esperando una respuesta. Yo opté por darle el último trago a mi cerveza y asentir  varias veces.   Aún impresionado por aquel magnífico relato pensé que nadie, nadie mejor que mi amigo había entendido el fabuloso significado de algo que con el tiempo a veces sucede en nuestras vidas y que solo unos pocos pueden solucionar porque para eso tienen que ser tan buenos arquitectos como sin duda lo es mi amigo.

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