La Fatiga de los metales
Tengo un amigo que es arquitecto, es de esos tipos que siempre está
pensando en los proyectos que tiene entre manos, siempre que quedamos termina
contándome lo que hace en su trabajo, cosa que no me parece mal pero en
ocasiones (y me sabe mal decirlo) me llega a hartar. Sin embargo el otro día tomándonos una
cerveza inesperadamente me reveló una parte de él que hasta el momento para mí había
pasado desapercibida. Comenzó diciéndome que con la crisis los trabajos en la
construcción escaseaban, había tardes que
llegaba a la oficina y no tenía nada que hacer por lo tanto, me dijo, tenía más
tiempo libre y más ocasiones para pensar en lo que había sido su vida durante
estos últimos años. Aquel apunte tan íntimo y tan inusual me llamó
bastante la atención, quiero decir, mi amigo tenía una vida perfecta ¿para qué
entonces plantearse nada?
Tras un trago de cerveza me miró
atentamente e inició el relato: un día le tocó ir a revisar un viejo edificio de
la ciudad, el monstruo de cemento y ladrillos que debía inspeccionar había
cumplido ya los ochenta años, era majestuoso por fuera con un estilo propio de
las edificaciones de principios del siglo pasado, advirtió. Mi amigo tenía muy
en cuenta aquellos detalles, disfrutaba describiendo el estilo de los edificios
de la ciudad. Sin embargo al entrar, comprobó
tras un rápido estudio el estado lamentable en el que se encontraban las
estructuras metálicas que conformaban sus pilares. El hierro del viejo bloque de pisos sufría lo
que se denomina en la construcción la temida “fatiga de los metales”, con los
años la presión y el peso ejercido sobre el material había provocado daños quizás irreparables en el
bloque. Aquella tarde se dirigió a su casa
con la mente totalmente volcada en el viejo bloque de pisos y al abrir la puerta me contó que se había encontrado a su mujer hojeando
una revista. Mi amigo me volvió a mirar
y al ver que no le respondía nada me advirtió que escuchase atento, ya entenderás
pronto porqué eso tan normal de hojear una revista en el fondo es preocupante, y
prosiguió. Le dijo a María, que así se llama su mujer, que debía volver a la
oficina cuanto antes, se tomaría algo ligero para almorzar y regresaría pitando al trabajo. Ella sonrió mecánicamente
y sin decir nada volvió los ojos a la lectura.
Ya en la oficina continuó con su
trabajo, con el problema del viejo bloque, entonces se le ocurrió buscar un artículo de un conocido arquitecto
americano, experto en eso de la fatiga de los metales. Éste rezaba así: “Son diversos los factores
que intervienen en un proceso de rotura de un material por fatiga, no obstante
hay uno decisivo y es el factor tiempo.
Hasta el metal más resistente está expuesto a las heridas del tiempo”,
esta última frase aparentemente tan poco científica le hizo reflexionar durante
unos segundos. ¡Vaya, qué forma más
absolutamente poética de describir la causa del desgaste físico en la materia!,
y en ese momento tan aplastante como una losa le sobrevino una angustiosa
sensación. Me miró y me reconoció que
apenas recordaba la última vez que le había dicho a María que la quería,
tampoco recordaba lo último que le había hecho reír a su mujer con ganas tal
como les ocurría al principio de su matrimonio.
Habían transcurrido dos años, al menos que él recordara, que no habían
intercambiado regalos de cumpleaños, y sí, era cierto que habían pasado unas
buenas vacaciones en verano, pero ¿de qué forma?, me confesó que las vacaciones
con los niños parecía diluir todo, sólo había responsabilidades, preocupaciones, obligaciones…bueno, y ya para
qué enumerar las veces que tenía que viajar y pasar días y días alejado de ella
sin tan siquiera echarla de menos. Se había quedado contemplando la fotografía
que reposaba sobre la mesa de su despacho. María era hermosa, seguía siendo
hermosa pero ya nunca se detenía a pensar en ella… y precisamente aquella tarde
en casa la había notado tan ausente... pero,
¿qué puñetas les había ocurrido en los últimos años? En la última semana apenas habían pasado
juntos un par de horas, siempre llegaba cansado del trabajo y se quedaba
dormido en el sofá y sabía que María hacía
cualquier cosa para no sentarse un rato junto a él. ¡Dios mío, ya ni tan
siquiera recordaba cuando habían tenido la última discusión! Sus mentes estaban
fatigadas, sus vidas aparentemente colmadas se movían con la inercia de la
rutina hasta que un día uno de los dos al más mínimo esfuerzo se rompería sin
remedio, como aquellos metales cansados que estaba harto de ver en su trabajo: aquellas
malditas omisiones, los enfados no curados, las palabras no pronunciadas, los
pensamientos no contados eran esas heridas del tiempo que producían el desgaste
que perfectamente describía el arquitecto americano. Se echó las manos a la
cabeza y apoyando los codos sobre la mesa de su despacho se le ocurrió hacer
algo, tantos años restaurando viejos edificios y ahora ¿no iba a poder arreglar
su propia vida? Cómo quería a su mujer y
no se hacía una vida sin ella había decidido hacer algo al respecto. En aquel punto de la narración se me echó a
reír, por la reacción deduje entonces para mi tranquilidad que aquello que me
estaba relatando podía tener pintas de
historia con final feliz. Prosiguió, me contó que esa misma tarde salió antes
del trabajo, se fue a la floristería de la esquina y encargó un ramo de dos
docenas de rosas rojas y sin perder un instante se las envío a su mujer pero
optó por algo que a mí me sonó a idea estrambótica, omitió el remite y adjuntó
en su lugar un “Alguien que te desea”. Me explicó algo avergonzado que si le decía
que era él, su mujer pensaría que se había vuelto loco. Yo no hice comentario
alguno, asentí intentando mostrar normalidad y seguí escuchando a mi amigo
pensando que definitivamente se había vuelto loco. Más tarde, me confesó,
comenzó a escribirle cartas de amor, las cartas de amor más ardientes que jamás
ningún hombre se hubiera atrevido a escribir a una mujer y puedo dar fe de ello
por el par de frases que me refirió, porque eso sí, se las sabía de memoria. La
cosa es que cuanto más feliz veía a su mujer a más se atrevía mi amigo. Y
fueron primero rosas, luego cartas, más tarde bombones y después algún que otro
regalo lo que él, el misterioso admirador secreto, enviaba por correo ordinario
a su amada, un admirador que no escatimaba en gastos, me aseguró, generoso como
él solo, caballero, romántico, apuesto y con un
gusto exquisito por supuesto, bueno, ¡qué decir de él!, ¡alguien
perfecto! Pero torció la boca y me miró
de nuevo, mi amigo comenzó a observar
que en su felicidad, su mujer sonreía,
estaba siempre de buen humor, se arreglaba más, hablaba más con él y ya no
inventaba excusas para no sentarse en el sofá por las noches, algo que
verdaderamente le preocupó porque no veía en ella ni una pizca de culpabilidad por
la imaginaria infidelidad, sino todo lo
contrario. Aquel descubrimiento le dejó
sin sueño una noche y la siguiente también y fue cuando de repente se planteó
que pudiera ser que María algún día descubriera que el maravilloso admirador
resultara ser el aburrido de su marido. Eso sí que le alarmó, me dijo, hasta
tal punto que decidió buscar una solución al problema que él mismo había provocado.
Al día siguiente le escribió una carta
explicándole que debía viajar lejos por motivos de trabajo y probablemente no
la volvería a ver más y tanta tristeza le causó dejar a su mujer sin su
perfecto admirador que antes de terminar
la carta se le ocurrió citarla en un restaurante de la ciudad con el fin de
despedirse de ella. Yo, espantado, me precipité a adelantarle la funesta
consecuencia que tendría su imprudencia pero él se sonrió: espera, espera a que
termine de contarte, me respondió con pausa, y a partir de entonces comenzó a
deleitarse en los detalles finales de su historia. Aquella noche la vio
arreglarse, más de lo habitual, y él argumentando que tenía reunión, se colocó
el traje, la mejor colonia y salió pitando de su casa. Un rato después, en el restaurante, comenzó a
estudiar lo que le iba a decir a María, nada era válido para justificarse,
nada, y sin embargo a pesar de haberle mentido de aquella manera tan canalla
aún persistía un extraño malestar
por la supuesta traición de su mujer. Se
prometió en ese momento no echarle en cara nada, lo asumiría como un daño
colateral a “su ingeniosa jugarreta”.
Consultó el reloj de nuevo y justo en ese
momento apareció ella, la vio hablar con el maître y a continuación encaminarse
hacia su mesa. Mi amigo dice que instintivamente ocultó el rostro tras la carta
pero al notar la presencia de ella no le quedó otra que levantar la mirada con
vergüenza y farfullar un compungido “Lo siento”. ¿Lo sientes?, le dijo ella. Mi
amigo se quedó mudo en aquel instante.
-Supe
que eras tú, desde el principio -añadió ella con calma-. ¡Pero si te reconocí
en la primera carta!
-¿Y no
te enfadas?
-¿Enfadarme yo, cariño? Es el mejor regalo que me has hecho desde que nos
casamos.
Y sin
decir más se le acercó y le besó en los labios.
Mi amigo sonrió y me miró, con esa mirada que
me había mantenido desde el principio de su historia, como esperando una
respuesta. Yo opté por darle el último trago a mi cerveza y asentir varias veces. Aún impresionado por aquel magnífico relato pensé
que nadie, nadie mejor que mi amigo había entendido el fabuloso significado de algo
que con el tiempo a veces sucede en nuestras vidas y que solo unos pocos pueden
solucionar porque para eso tienen que ser tan buenos arquitectos como sin duda lo
es mi amigo.
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