Alguno de vosotros (no muy ducho, por lo que se ve) entró en nuestro blog por blogger y lo ha asociado a su cuenta que es marcantmafe@gmail.com

Ahora mismo hay que meter como nombre de la cuenta ese correo y como clave la misma que os di en clase.

sábado, 15 de septiembre de 2012

RECORDATORIO FIN DE CURSO


Recordad que el viernes, día 14 de septiembre de 2012, terminó el plazo para presentar los 9 relatos y la novela o sus ochenta primeras páginas. Si se os ha pasado el plazo poneros en contacto conmigo.
Quienes hayan colgado los 9 relatos tendrán derecho a publicar uno de ellos en el libro colectivo. El relato que queráis publicar me lo tendréis que enviar (ese sí, y sólo ese) a mi correo electrónico (joseccs@us.es) en word con todos los guiones bien puestos. 
Los que hayan entregado, además, la novela o las ochenta primeras páginas, en mi buzón o mi despacho o mi conserjería, recibirán el diploma acreditativo del curso. 

Una vez agrupados todos los relatos que se vayan a publicar, los entregaré a la imprenta y os citaré (sólo a los que vayan a publicar) para revisar las pruebas del libro y para decidir en qué fecha presentarlo. 


El título que se aprobó para el libro es: "Relatos en platillo volante", pero he encontrado esta imagen espectacular para una posible portada y he pensado este título acorde con la portada y con el libro, y que sea sugerente. Decidme qué os parece. Quedaría así:



EL LECTOR DE OLAS


Relatos de Ana Mª Álvarez, Lucía Feliu, Rubén Fornell, Carla G. Mairena, Higinio Gómez, José Manuel Luque, Mª Ángeles Macías, Francisco Javier Marcos, Marco Antonio Marcos, María Marín, Diego A. Mejía, Daniel Morales, Guillermo Muñoz, José Luis Ordóñez, Valme Perea, Julián Rabadán, Nunila Rabadán, Sandra Rodríguez, Cristóbal Ruiz Cuadra, Teresa Salazar, María del Carmen Solís, Eva María Torres, Mar Toscano, Clara Astarloa y José Carlos Carmona

viernes, 14 de septiembre de 2012

Relato 9 de Nunila Rabadán


La calle estaba tranquila mientras esperaba a Inés fuera de la tienda.  Todo está abierto, pero no había muchas personas. Ya está salé, pero trae una expresión rara en la cara.

¾    Venga di ¿Qué te ocurré? –nos dirigimos a su casa donde cenaremos viendo una película.
¾    Creo que esos chinos piensan mal de mí.
¾    ¿Qué?
¾    Que creo que esos chinos piensan mal de mí. Me paso el día comprándoles velas, inciensos, esencias… Estoy segura de que piensan que soy una bruja.
¾    O una hippie trasnochada… o una dominatrix…
¾    Pero es que yo sí soy una bruja.
¾    Ya veo
¾    ¡Oh! Haz el favor, no me trates como una loca. Sabes perfectamente que lo soy y punto.
¾    Una bruja. ¿Quieres que acepte el hecho de que mi mejor amiga, a la que conozco desde la guardería es una bruja?
¾    Agradecería algo de apoyo. El mundo siempre nos ha mirado con rencor a las brujas.
¾    Eres imposible. De acuerdo. Partamos del hecho de que te creo y de que eres una bruja real, ¿Cómo se supone que ellos lo iban a saber? ¿es que acaso se lo has dicho?
¾    No.
¾    Pues a menos que ellos también lo sean, sería bastante imposible que lo supiesen.
¾    Pero no soy del tipo de brujas que ellos imaginan.
¾     
¾    Claro, es tan la buenas y las malas. Yo no destripo gatos ni nada de eso.
¾    ¿Para que sirve destripar un gato?
¾    ¿Qué?
¾    Que qué utilidad tiene eso de abrir animales. ¿Es que los espíritus son unos sádicos o es algo así como en clase de ciencias cuando tocaba abrir una rana?
¾    No te centras en lo que te estoy diciendo
¾    Yo no querría que me ayudasen unos espíritus tan morbosos
¾    L
¾    ¿Algo así como unos cazadores de brujas?
¾    Exacto.
¾    ¿Cómo la Inquisición?
¾    Si.
¾    ¿Y han venido desde su país, han abierto la tienda y trabajan desde hace seis meses en un horario de lo más puteante, únicamente para atraparte?
¾    Puede ser.
¾    Te sobrevaloras demasiado.
¾    ¿De veras crees que pueden pensar que soy una dominatrix?

Relato 4 de Nunila Rabadán


Si te paras a pensarlo estoy convencida de que el momento del día en que las personas utilizan más su cerebro es cuando se despiertan. Incluso podría afirmarse que algunos no vuelven a utilizarlo en todo el día. La explicación de mi teoría es muy sencilla. No hay más que recordar el preciso momento en que te despiertas. Todo comienza con una pequeña sensación de mareo, que indica que has vuelto a la realidad. Seguida de la tan laureada de abotargamiento, donde no recuerdas nada, lo cual en realidad no te importa, pues preferirías pasarte el día así.  Pero desaparece pronto dejando sitio a una molesta sensación de culpabilidad y deber. Un pinchazo te pone alerta cuando tu cerebro dormido no consigue recordar nada, despejándote. Y finalmente llega la calma con todos tus recuerdos intactos, allí justo en el sitio y hora donde los dejaste antes de ir a dormir.
Pero, ¿y si la última fase no llegara? ¿Qué ocurriría? El sentimiento de desconcierto iría poco a poco aumentando hasta que no cupiese en tu estomago, produciendo en la mayoría de las personas nauseas y sensación de pánico.
Pues bien, eso es lo que me ha ocurrido a mi está mañana. Ahora me encuentro en una habitación que no reconozco, tumbada en una cama que no sé si me pertenece, para no volver a ver una comida que ingerí,  pero no puedo identificar.

Estas eran pues, las cavilaciones que me mantenían ocupada a aquella joven  desde hacía más de dos horas. De momento prefería no explorar la habitación, y era aun más impensable que se plantease salir de allí, a pesar de haber visto una puerta no demasiado robusta en el momento en que abrió los ojos, justo antes de volver a cerrarlos rápidamente, como si con aquel gesto pudiera mantener el mundo alejado de ella.
Transcurrido un rato más y armándose de toda la autodeterminación que poseía, o más bien que podría poseer una persona sin recuerdos, decidió volver a abrir los ojos. En sí, la habitación era de lo más sosa, igual que la de un hospital.

¾    Está claro. Estoy en un hospital. Ya he dado con la solución –Se dijo en voz alta alegrándose de su astucia.-  Y no recuerdo nada debido al golpe, como en las películas. Pero, si no recuerdo nada ¿cómo es que me acuerdo de las películas? ¿como sé que es una película? –Este hecho la extraño-  ¡Ah! ¡Claro! Amnesia selectiva. En realidad, he tenido suerte así no tendré que volver a aprender a sumar ni a leer. Porque... se leer ¿verdad?- Buscó por la habitación algo que pudiera leer para comprobarlo, pero no encontró ni tan siquiera una etiqueta, así que decidió deletrear mentalmente todas las palabras que se le iban ocurriendo- Puerta. P U E R T A. Baño. B A Ñ O  


Al salir por la puerta no encontró el pasillo de un hospital, o por lo menos ¿sería un plato de cine?¿y por qué tenía esa obsesión con el cine? Sólo encontraba dos respuestas lógicas, o trabajaba en la industria del cine o antes de perder la memoria su vida contenía una alta dosis de televisión. Si era esto segundo lo mejor sería no recuperar pronto la memoria, a nadie le hace ilusión volver a una vida tan anodina.

¾    Tenemos hambre

¾    Si venga. Danos el desayuno.

¾     
Se sentía demasiado joven para ser la madre de dos niños tan mayores, lo comprobó en una cuchara, que le devolvió su reflejo del revés y deformado, aun así pudo ver con alivio que andaba entre el final de los veinte y el principio de los treinta.
.-¿Es que estás tonta? Yo nunca tomo zumo.
.- Rápido tráeme los cereales.

.- Os deberíamos vender a un circo y que os exhibieran como los críos más sádicos de la historia mientras torturáis pequeños animalillos.
Una macabra sonrisa de satisfacción y orgullo se instaló en las dos cara iguales, revelando que ambos poseían en su dentadura un colmillo rebelde que había decidido adelantarse a todos los demás. Aquello les dotaba de un aspecto singular de pequeños carnívoros.
Quien había hablado era una joven bonita de unos 18 años, de esas que suelen volver locos a todos los hombres que conocen. Este mero hecho hizo que ya le cayese mal. ¿Cómo se atrevía a presentarse tan guapa cuando ella estaba teniendo una crisis? Que egoísta.

  
¾    Tonta. Esto es el infierno.
Definitivamente no era mi mejor día, y eso que no recordaba ningún otro.

Relato 7 de Nunila Rabadán


De nuevo se oían gritos. Como siempre procedían del cuarto piso. La madre y la hija volvían a discutir.
¾    ¿Por qué eres siempre tan desagradable?
¾    ¿Qué he hecho ahora?
¾    Le has cerrado la puerta al vecino en sus narices.
¾    ¿Qué hablas?
¾    Te he visto yo misma.
¾    Es mayor, seguro que no me ha visto, además tarda mucho en andar y yo tenía prisa.
¾    Es mayor y cojea. ¿Como puede una hija mía ser tan maleducada e insensible?


La hija salió del piso dando un portazo. Al bajar las escaleras se detuvo al oír el ruido amortiguado de un bastón al golpear contra las losas de la entrada. Era el vecino. Iba cargada con bolsas, pero ella esperó en lo alto de la escalera para que no la viese. Cuando por fin vio que se había metido en el ascensor observo que algo se le había caído. Se trataba de un cuaderno. Bajó de un salto rápidamente y lo cogió

Como todos siempre me supuse conocedor de las grandes verdades del universo. Yo, afirmaba para mí mismo, entendía… No. No entendía, sabía, que la vida era mucho más sencilla de cómo nos la pintan. Las cosas sí que eran blancas o negras, ciertamente había algunos matices grises, pero eran los de menos. Al bueno se le reconocía fácilmente al igual que al malo. Las personas alegres sonreían y las tristes lloraban.
Era como un niño. Con treinta años, pero un niño.
Cuando la vi, ni siquiera me llamó la atención. Era una de esas chicas gorditas y bajas con gafas, de las que hay tantas y en las que nunca nos fijamos. Una más. De las que presuponemos son agradables al trato, pero nunca interesantes. De las que escriben sentimientos en hojas de papel, y se ofrecen a ayudarte siempre a cambio de apenas unas palabras amables, porque tienen conocimiento de que nunca podrán enfrentarse a esas diosas de cuerpos esculturales que las rodean allá por dónde van.
Yo y mi estúpida arrogancia.  
Ella no era así. Era mayor que las demás. No físicamente, pero algo dentro de ella era mayor. No es como algunas personas que se autodefinen poseedoras de un “alma antigua”, esa afirmación siempre me ha parecido banal. Tal vez, no fuera madurez lo que encontré en su mirada. Tal vez, únicamente vi que hacía tiempo algo se había roto. Ahora sólo quedaba aquel joven cuerpo donde debiera estar una muchacha como las demás. Si la vida hubiese sido distinta, tal vez ella también hubiese sido una de esas diosas.
Me sorprendió que nadie antes que yo lo hubiese notado. Sí, en su boca siempre brillaba una sonrisa, nunca se enfadaba y convertía en comedia cualquier situación. Pero sus ojos. Aquellos intensos y grandes ojos, que no destacaban por su color. Aquellos ojos marrones y corrientes encerraban una soledad que me angustiaban.
Un tiempo después, vi en su casa una foto de cuando era pequeña, de esas que nos hacían a todos en el colegio. Allí, entre sus compañeros no me resultó difícil encontrarla. Apenas tendría cinco años, pero allí estaban ya. Aquellos tristes ojos marrones conocedores del destino que le aguardaban, o quién sabe, de lo que ya había comenzado.
Su semblante mantenía siempre la misma expresión amable y divertida. Únicamente variaba en soledad, o  cuando algún adulto sentenciaba que la vida era fácil o cualquier otra estupidez. Entonces podía verse en sus ojos un brillo de superioridad e envidia. La superioridad de alguien que en poco tiempo ha conocido una tragedia mayor de la que aquel adulto tan seguro de sí mismo jamás llegará a conocer. Envidia por eso mismo, por una vida donde lo más crítico sea la muerte de una mascota o el no poder comprarse el último capricho que se desea.
La muchacha cerró el libro, se levanto y se dirigió a la cocina donde se encontraba su madre.
¾    Mama ¿Quedan pastas de las que has preparado?
¾    Sí. Están en la despensa.
¾    Voy a coger unas cuantas y llevárselas a la vecina ¿te parece?
¾    ¿Estás segura?
¾    Sí. Hay algo que quiero devolverle.

-Relato 6 de Diego A. Mejía

Mirando el cielo raso, David, lleva demasiado tiempo en silencio, tanto que ya discute consigo mismo por tercera vez –y está perdiendo-, le sofoca su propio calor entre las sábanas y a pesar de ello no rompe el silencio, ni el acomodo de sombras del edredón con el zumbido luminoso de la lámpara de la mesita de noche, ni con el muñón sonoro del colchón que recién empieza a conocer y promete cambiar, es la tercera vez que intenta dormir en esta nueva habitación sin lograrlo. Cuando lo consiga será por un sonido, que necesita para poder descansar, uno familiar que lo aleje del camino sonoro del muñón y de la respiración profunda que le impide girarse en torno y descansar la cabeza en los tres cuartos del perfil derecho, sobre la almohada de costumbre, único amueblamiento del pasado. David quisiera estar solo, de ése otro modo que le es familiar, acostado a la izquierda de alguien. Sin discutir.
Solo.

David acaba de separarse de mujer y como es viernes sus compañeros de trabajo le preparan una salida para subirle los ánimos, la compatibilizan con la recepción del nuevo personal que han transferido desde la costa a su oficina, saben que el ruido es algo que lo mantiene atento, que lo convierte en la persona diferente a la que están acostumbrados y no a éste ojeroso insomne que lleva aguándoles la semana en la oficina. Saben lo tedioso que se pone David cuando se le olvida la música o cuando tiene problemas en casa y lo poco apetecible que son las recepciones de personal, cuando nadie se ofrece a realizarlas.

Son las diez, se ha hecho de noche y David logra vestir casualmente su insomnio acorde al frío. Camino al lugar de la cita, intenta recordar el comercial del cereal inflado de su infancia, arropa en vano su cuello con la bufanda delgada, tararea un tonadilla sin sentido, piensa en la leche caliente con cereal y miel que le daría su madre si volviera a la infancia con este frío. Suspira. “Una cerveza y a dormir” sonríe, si hasta le parece haber inventado el slogan perfecto para un insomne. La ruta se le ha hecho demasiado corta, el nuevo departamento se halla muy cerca de la zona de pub’s que suele frecuentar, piensa en volver, porque -Quizá ella piensa igual.  -Y, sus colegas del trabajo piensan lo mismo y la sacan a beber cervezas por los pub’s, para que duerma mejor o para que se olvide de él o para que duerma con ellos. “No te lo dicen, pero quieren” grita su memoria a una puerta de baño imaginaria, siente los afeites en el aire, un perfume familiar y para en seco. Retrocede dos pasos, gira y luego dos pasos más, ¿y si se la encuentra?, pero… ¿cuándo?, ¿antes, después de la cerveza?, ¿y si no es una? Gira.
Otra vez.
David empieza a discutir con ése otro David al que se le han olvidado los auriculares en la mesita de noche -junto a la lamparita zumbante-, decide sin más regresar sobre sus pasos otra vez, consciente de la señal que se le muestra en forma de chicle pegado al zapato, canturrea la publicidad de un chicle de su adolescencia al quitárselo. “Ésta gente nunca es puntual” se auto confirma con el reloj, llegará al sitio y como nunca están, dirá el lunes que se cansó de esperar, incluso describirá la gente que había y hasta el amargo de la cerveza que bebió porque aún no se había enfriado del todo, dirá “con ustedes es siempre lo mismo” y nadie lo culpará, le darán una palmadita en la espalda y le propondrán pagarle la cerveza que se tomó él sólo, el viernes siguiente. David caminará saboreando la cerveza del viernes futuro hasta el punto éste donde los aromas confunden los tiempos verbales con los recuerdos,  a éste punto donde ahora saluda a la nueva contable, vestida algo más casual que él, calzando auriculares en los oídos, batiendo la palma enguantada, sin saber cómo saludarse, sin dejar el cigarrillo en la otra.
***
David ha pedido dos cervezas que están terminándose, pasa una hora desde que el resto del grupo debía llegar. Un sms confirma que nadie más viene. Suena de fondo The Grateful Dead.
-¿Ésta gente siempre es igual con las recepciones -pregunta ella sin soltar el humo del cigarrillo suave- o es trato preferencial?
-Sí –David canturrea al ritmo-, digo no, esto me lo hicieron a mí… -Bebe el resto de la cerveza de un sorbo.
-¿Debo entender eso como una indirecta?
David no termina de entender la pregunta ni de soltar la botella cuando ella lo saca a bailar. No puede evitar buscar miradas alrededor y todas buscan sus ojos, o la buscan a ella, aún con la música tan alta, no deja de llevar un canturreo feroz que lo aleja del otro David que se ha dado un tiempo con su mujer y se ha mudado al centro, que necesita ver a otras personas y lleva tres días sin dormir por culpa de un muñón en el colchón que rechina cuando está sólo. “Cuando pueda te llamaré” leyó en el teléfono la tarde anterior. Son las doce y se ha hecho sábado. Casualmente la pista de baile a ralentizado su ritmo y algunas parejas vuelven a sus licores y sus charlas de coctel, pero la suya no, sigue a su ritmo; algo más lento y cadencioso, que marca con una pulsera de monedas de fantasía, por primera vez David está mirándola, para el canturreo interior e imagina “¿en que piensa una contable que lleva un pulsera de monedas?” piensa lo práctico que le sería un complemento así, recuerda a los tibetanos y sus ruedas de oración y sus tamboriles, “una pulsera que suena”, un sonajero, una forma de acercarse a Dios en la forma de un ritmo constante, en un tintineo monetario, piensa por un momento que los ricos dejaron de ser felices con los objetos materiales porque el dinero del banco no suena, la tarjeta de crédito no suena, de forma automática busca una moneda en el bolsillo y se la pone en la mano cerrada, se le acerca al oído.
–Para la pulsera… –no es consciente del por qué, pero tiene un nombre fijo en la cabeza asociado a un pato de dibujos animados.
Ella lo mira con una media sonrisa media pregunta. El ritmo se quiebra con un sonido de cristales. Suena de fondo una risotada molesta, hay un problema con la música.
***
-¿Qué planes tenía el grupo para hoy? –ella enciende otro cigarrillo suave.
-No lo sé, pero seguro que no estábamos incluidos –La calle transitada huele a una comida indefinible, el alcohol ha amainado el frío, pero la gente camina encogida de hombros para verse delgada en el reflejo de los escaparates-, ¿te apetece comer algo? –ella agita el medio cigarrillo en el aire, al son de un pandero teosófico-, quizá encontremos algo abierto, aún es temprano, ¿qué te apetece?
-Un lugar callado… –pisa la colilla de un cigarrillo con un movimiento de twist-, es muy temprano para volver a casa –En realidad David cree que es el momento preciso para volver a casa, después de la cerveza quizá podrá dormir un poco, con suerte ese “cuando pueda te llamaré” sea de mañana que es cuando su mujer prefiere “resolver las diferencias” como ella las llama, empieza a preocuparse por el colchón, casi escucha el muñón rechinar, le chirría en los dientes-, no sé cualquier sitio, ¿vives cerca?
***
David descubre un lugar en el cielo raso que no oscurece cuando la alarma del despertador está encendida -deja una areola verde en el ángulo del armario-, quedan aún algunas horas para que suene y se acabe el silencio, por un instante muy corto siente que quizá el muñón no es tan molesto después de todo, a pesar del sonido leve de la respiración aguza el oído para escuchar si algún vecino está dormido, todo está en silencio, suena de fondo la banda sonora de la ciudad al ritmo constante de una sirena de ambulancia. “Las paredes del nuevo apartamento son de papel” cree David, su habitación es un gran envoltorio del chicle pisado en la víspera y su calcomanía en forma de suela.
Un zumbido quiebra la oscuridad pero no el silencio, David coge el teléfono móvil, aún no amanece y él tenía razón, su mujer está en la calle tomando unas cervezas, está pensando en él, está sintiendo ese aroma indefinido a comida que le remueve el estómago y asocia a los eventos pasados, está pensado con el olfato y lo que fuere quiere comérselo, quiere arreglar las cosas por la mañana y le pide la nueva dirección. David se tomará unos instantes al teléfono para pensar bien su respuesta, dejará de oír el auricular marcando en la memoria un sonido metálico parecido al premio gordo de una tragaperras, aún no memorizará la dirección -sabrá el cómo llegar, pero no el dónde-, “No he llegado tan lejos para volver sola a casa” parecerá repetir una y otra vez, la voz al otro lado de la línea imaginaria que le vende su compañía telefónica, “Es muy tarde” dirá, “Mejor el domingo, yo también quiero hablar”, colgará y dormirá sonriente, tranquilo, sin temor al muñón, al ruido, al futuro de los aromas conocido, el domingo hablará serio y luego bromeará, y volverá a ser el mismo, le contará a su mujer de las ventajas de tener un departamento en el centro, la besará con fuerza y volverá a dormir sólo a la izquierda de alguien, aunque en ocasiones será en el centro y otras en la periferia, hasta que la suerte le diga con un tintineo donde girar y volver atrás para recoger una moneda.
Pero eso será el domingo, son las diez y se ha hecho de día, un sonido ya familiar lo despierta es el muñón chirriante acompañado ahora de un tintineo parecido a un despertador, gira la cabeza en torno.
-¿Recuerdas el comercial del cereal inflado que tenía una cancioncilla así…? -Y tararea. Suena de fondo un tintineo teosófico a un ritmo constante, durante las horas siguientes el muñón rechinante no es más que otra forma de acercarse a Dios.

Relato 2 de Nunila Rabadán


Una habitación con dos puertas



Odio los circos. Odio a los niños. Y sobretodo odio a esos niños que por encima de todo quieren hacer dinero. Aquel día unos niños me habían perseguido durante horas para atraparme y venderme al circo, porque otro crio más mayor les había dicho que alimentaban a las fieras con los animales que vagabundeaban por las calles en cada ciudad que visitaban y pagaban un buen dinero a quien se los proporcionase.

Si generalmente soy reacio a acercarme a la gente, a partir de ese día cruzo de acera rápidamente si veo que alguien se encamina hacia donde estoy, y aunque este mal decirlo, especialmente si me parece que la figura que lo hace mide menos de un metro cincuenta. No es que tenga nada contra las personas bajitas, realmente desde mi perspectiva ni si quiera lo son, resultan todas inmensas, pero hay que entenderme, no es que haya muchos chavales que midan más de eso sin haber llegado ya a la adolescencia y cambiado su afición de atormentar animales por la de atormentar chicas.

Se trataban de unos mocosos especialmente persistentes y para librarme de ellos no tuve más remedio que salir del barrio. Me dirigí entonces a las afueras y llegué a una de esas zonas residenciales con casitas adosadas idénticas, que recuerdan a inmensos vasitos de petit suisse.

Todo estaba calmado, pero sospechaba que tal vez no hubiese sido una buena idea aventurarme hasta allí. Sí, el número de personas en ese barrio era menor, pero nadie en su sano juicio se iría a vivir a esa zona aislada del mundo sino fuese porque por lo menos contaba con una de esas criaturas insoportables, y para aquel que lo dude, no, no me refiero a un perro.

Mis malos augurios se vieron pronto hechos realidad cuando vi a toda una de esas jaurías con un balón a menos de diez metros.

El instinto de supervivencia se apoderó de mí, y me colé en el jardín más próximo. Tampoco aquel era un lugar seguro y decidí ir hasta el tejado de la casa. Recé porque se tratara del hogar de un loco y no de una familia con hijos, para mi infortunio pronto descubrí que no era así, al ver un par de juguetes perdidos cerca de donde me encontraba.

Cuando me dirigía a la siguiente casa, con la esperanza de encontrar alguna que estuviese vacía un súbito impulso se apoderó de mí, y me hizo volver. ¿Cómo sería la gente que vivía en aquel lugar? ¿Sería distinta a la de mi antiguo barrio?

Con estás preguntas en mente me asomé a una de las ventanas del piso superior. El interior me sorprendió. Era la habitación más aséptica que jamás había visto. No había ningún adorno en las paredes. Ni cuadros, posters ni ningún tipo de adorno. Únicamente una balda  alta que contenía un par de libros. Los muebles eran igual de anodinos, una cama individual, sin cabecero, un pequeño armario, una mesa y una silla. ¿Quién viviría ahí? La respuesta la obtuve al poco de esperar. Una niña de unos nueve años entró tranquilamente en la habitación. El pelo corto y oscuro, y unas grandes gafas de pasta que le cubrían la mayor parte de la cara. La vi dirigirse decidida hacia una de las paredes, sentarse en el suelo y pegar la oreja contra ella.

La observé durante días. Cuando llegaba del colegio no hacia otra cosa. Se sentaba y pegaba la oreja contra esa pared, siempre en el mismo punto. Así pasaba toda la tarde hasta que la avisaban para cenar.

Si al principio fueron sus actos los que me llamaron la atención, más tarde me di cuenta que había personas que tenían un actitud aun más extraña. Sus padres no se preocupaban por ella en toda la tarde, con tal de que no molestase no les importaba lo que hiciese. Ningún niño del barrio llamaba a su puerta para que saliese a jugar. Era un ser extraño en ese mundo. Semejante a un fantasma. Pero aun. Porque todos sabían que existía, pero nadie la veía.

Se convirtió en mi rutina ser el único en observarla. En prestar testimonio de que existía esa niña. De que el mundo tuviese conocimiento de que existía, aunque únicamente fuese el mundo gatuno el  que lo sabía. Y concretamente un solo gato que además era ya por entonces muy viejo.

Poco a poco ella a su vez también empezó a aceptarme en su mundo y comenzó a hablar conmigo y a alimentarme.

El tiempo transcurrió, y llegó su cumpleaños. Me sorprendí cuando me contó lo que les había pedido a sus padres. Una puerta. Una puerta azul de madera. Tal vez la petición sonara aun más inverosímil para ellos cuando les dijo que la quería para colocarla en aquel punto de la pared donde siempre se sentaba. No quería que abriesen un agujero para poder salir o entrar, eso era demasiado ordinario, ella simplemente quería que la colocasen, igual que se coloca un cuadro.

Al final sus padres acabaron accediendo. Era más fácil eso que seguir hablando con ella.

Nuestra rutina cambió a partir de entonces. Ya no llegaba y se sentaba a escuchar que ocurría tras la pared, ahora se pasaba horas escribiendo hojas y más hojas, que posteriormente metía en un sobre e introducía bajo la puerta azul.


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Antes de la llegada de su segundo cumpleaños, la vi insistir durante días a sus padres para que le regalasen una aldaba para la puerta azul.

¾    No es una puerta de verdad.
¾    Claro que lo es. Es una puerta. No guarda ninguna diferencia con las demás de la casa.
¾    Sí que las guarda. Que no da a ningún lado.
¾    Eso no es relevante. Es una puerta. Y una puerta necesita una forma de indicar que quieres entrar. Entrar directamente sería de mala educación.
Vi como está discusión continuaba durante días. Sus padres no se dieron cuenta pero poco a poco los fue convenciendo hasta que su padre, un hombre práctico le preguntó un día.
¾    ¿Y porque una aldaba y no un timbre? Es más moderno y eficaz. Se escucha mucho mejor.
¾    Los timbres tienen tonos irritantes y agudos. Las aldabas tienen clase. Su tono grave dan más seriedad a las visitas.

No hubo más que hablar. Cuando llegó su cumpleaños la volvieron a acompañar hasta la tienda donde escogió un llamador de metal negro que más tarde su padre atornilló.


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Solía tumbarme en su ventana y ella siempre me hablaba. Me convertí en su único amigo. Me narraba las aventuras que viviría cuando se fuese, se iría como el viento, sin avisar. Yo pensaba que para eso faltaba mucho y que cuando tuviese edad para hacerlo yo ya rondaría las calles del cielo.

Me contaba que no importaba que sus padres no la quisieran. Que sus profesores no la vieran o que sus compañeros la detestaran. Nada de eso importaba. Realmente era mejor así, de esa forma podría desaparecer algún día por aquella puerta.

Lo único que siempre lamentaba era dejarme a mí. ¿Quién se ocuparía entonces de un viejo gato como yo?

El tiempo siguió transcurriendo y cada vez hablaba menos del tema. La infantil idea de desparecer tras la puerta se difuminaba como un sueño tras despertar. Pero su mirada se volvía cada que pasaba más triste. Como si el tiempo, cruel señor de la realidad, le robase cada día una parte de sus fantasías. Me apenaba ver como su transformación había comenzado. Como algún día sería un ser sin imaginación como sus padres y vecinos.

Eso no ocurrió.

No hubo señales. Ninguna pelea ni discusión. Simplemente un día, desapareció.

No la vi irse. Nadie la vio. Sin una última frase. Sólo se supo que había entrado en aquella vacía habitación con dos puertas un día y que nunca más salió.

Un tiempo después, sus padres tiraron la puerta azul cuando remodelaron la habitación. Siempre me he preguntado como  a los seres humanos les puede resultar tan fácil borrar así de su vida a alguien. Es una especie realmente cruel o simplemente, será que no tienen memoria. Tienen suerte. Yo todavía la recuerdo.

Lo curioso es que cuando quitaron la puerta, no encontraron tras ella ninguna de las cartas que este observador mudo había visto como introducía por debajo. No había más que polvo y yeso.

Ella se fue sin despedirse. Pero ya me había dicho que nunca lo hacía. Entonces me había parecido bien. Los gatos nunca nos despedimos.

Tal vez, ella también fuese un poco gato.

Relato 6 de Nunila Rabadán


 La Diosa


Estaba a punto de amanecer. Todavía era ese instante donde el sol no se ha atrevido a salir, pero el mundo ya se ha preparado para que lo haga. En la pequeña cala la marea había bajado, dejando al descubierto un sendero de blanca arena que conducía hasta el alto edificio que se alzaba en medio del agua. El día era gris y frio. El acantilado que rodeaba la cala poseía el aspecto de un antiguo fuerte abandonado hace ya mucho tiempo. Una niebla baja cubría el ambiente. Parecía que en el mundo únicamente existiesen tres colores. Incluso el musgo de las rocas que solían reposar debajo del mar, era gris.

El vestido de la niña también parecía gris, un sencillo vestido sin mangas donde no se distinguían las costuras. La niña avanzaba decidida con los blancos pies descalzos, dejando tras de sí una estela de pequeñas huellas sobre la arena mojada. Su largo pelo negro caía en cascadas por su infantil figura andrógina, más allá de la cintura.

Al subir la escalinata que solía ocultar el mar, su pequeña cara no reflejaba ninguna emoción. Sus ojos rasgados, del mismo color que el vestido, permanecían fijos en la aldaba de la gran puerta. Al llegar frente a esta e inclinarse para hacerla, la puerta se entreabrió.
Nadie salió a recibirla. La pequeña entró con paso firme.
El interior guardaba aun menos parecido con un faro que el exterior. Observó una sala grande con una escalera que comenzaba a su derecha y comenzó a ascender.


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Una gran habitación ocupaba toda la parte alta del edificio. No había puertas. Las escaleras daban paso directamente a una gran habitación abovedada llena de pinturas y libros.
Sin previo aviso un hombre salió al paso de la niña. Su aspecto era desordenado, iba limpio y olía bien, pero su pelo estaba alborotado, su barba de días salvaje le ocultaba la parte inferior de la cara, llegando a parecer cuando estaba en silencio que no tenía boca. Vestía una túnica roja con símbolos astronómicos y matemáticos que estaba realmente arrugada


¾    ¡Ah! Ya has llegado –la interceptó- Podrías haber llegado hace media hora si hubieses venido cruzando el puente. Pero hubieses tardado dos días completos si no llegas a salir de noche. Después de que cruzases. Y menos mal que te decidiste a no venir en barca o no hubieses llegado …..
¾    Ha venido por la montaña, y andando como te dije –La voz procedía de un sillón. El hombre allí sentado se levanto y se colocó delante de ella justo al lado del otro. Eran idénticos. La misma cara, el mismo pelo, los mismos ojos verdes y brillantes, incluso llevaba barba. Pero a diferencia del otro, una pulcritud revestía su apariencia. El pelo cortado y peinado perfectamente. La barba arreglada
¾    Esa sólo era una de las posibilidades.
¾    Pero es la que dije que ocurriría y la que ha pasado.
¾    No puedes descartar continuamente el resto de las opciones y quedarte únicamente con la que te parezca más probable.
¾    Yo uso la lógica y mi conocimiento de la mente humana para desentrañar los misterios y saber que seguridad cual es la opción correcta.
¾    El ser humano no es el único factor decisivo en los hechos que van a ocurrir.
¾    Pero en la mayor parte de los casos es el más relevante. Sus actos son más impulsivos y rápidos y por ello su repercusión es más pronta. Una roca tarda siglos en decidir si va a romperse o no, y una vez decidido tarda el doble en llevarlo a cabo.
¾    Es inútil tratar de hablar contigo. Se cree que siempre tiene razón y descarta las opciones menos probables –indicó a la niña con gesto desdeñoso el hombre desastrado.
¾    No le hagas perder más el tiempo. Has venido a consultarnos ¿verdad?

La niña asintió a la pregunta.

¾    Quieres saber si debes convertirte en la Diosa de tu gente.

La niña volvió a asentir.

¾    Muy bien te diremos lo que el destino puede prever.

Los hombres se dirigieron a varias mesas que había por la habitación. Usaron extraños aparatos y midieron una y otra vez mapas de constelaciones con movimientos frenéticos, uno de ellos seguro y el otro torpe y tropezando. Cuando acabaron volvieron a dirigirse a la pequeña, que no se había movido de su sitio.

¾    Si aceptas el cargo como diosa serás venerada durante años. Joyas y manjares te cubrirán. Y no habrá más voluntad que la tuya.
¾    Pero puedes perderlo todo si un extranjero se presenta en tu tierra.
¾    Si viene del Este traerá consigo una enfermedad que te debilitará y hará que pierdas tu condición de Diosa
¾    Si viene del Norte, desconociendo las costumbres intentará tocarte, convirtiéndote así de nuevo en un ser mortal e impuro, puesto que una vez se ha sido poderoso, si se pierde ese don, nada bueno puede quedar en ti. Traerás mala suerte allá donde vayas y todos te despreciarán.
¾    Pero si viene del Sur, se dará a conocer que eres la gran rencarnación de la Diosa y tu pueblo obtendrá el conocimiento y la fuerza necesaria para lograr todo aquello que ambiciona.

Las diversas posibilidades continúan manando por las voces de ambos hombres. La niña les oye sin mostrar el más mínimo atisbo de sentimientos. Pacientemente y en silencio continua escuchando todas las posibilidades del universo que los dos sabios vaticinan, para poder así tomar una decisión.


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Al salir de aquel alto edificio ya había amanecido. La marea había comenzado a subir cubriendo el camino. Avanzó decidida. Con el paso firme. Sin tropezar. Como una verdadera diosa.