Mirando el
cielo raso, David, lleva demasiado tiempo en silencio, tanto que ya discute
consigo mismo por tercera vez –y está perdiendo-, le sofoca su propio calor
entre las sábanas y a pesar de ello no rompe el silencio, ni el acomodo de
sombras del edredón con el zumbido luminoso de la lámpara de la mesita de
noche, ni con el muñón sonoro del colchón que recién empieza a conocer y
promete cambiar, es la tercera vez que intenta dormir en esta nueva habitación
sin lograrlo. Cuando lo consiga será por un sonido, que necesita para poder
descansar, uno familiar que lo aleje del camino sonoro del muñón y de la
respiración profunda que le impide girarse en torno y descansar la cabeza en
los tres cuartos del perfil derecho, sobre la almohada de costumbre, único
amueblamiento del pasado. David quisiera estar solo, de ése otro modo que le es
familiar, acostado a la izquierda de alguien. Sin discutir.
Solo.
David acaba de
separarse de mujer y como es viernes sus compañeros de trabajo le preparan una
salida para subirle los ánimos, la compatibilizan con la recepción del nuevo
personal que han transferido desde la costa a su oficina, saben que el ruido es
algo que lo mantiene atento, que lo convierte en la persona diferente a la que
están acostumbrados y no a éste ojeroso insomne que lleva aguándoles la semana
en la oficina. Saben lo tedioso que se pone David cuando se le olvida la música
o cuando tiene problemas en casa y lo poco apetecible que son las recepciones
de personal, cuando nadie se ofrece a realizarlas.
Son las diez,
se ha hecho de noche y David logra vestir casualmente su insomnio acorde al
frío. Camino al lugar de la cita, intenta recordar el comercial del cereal
inflado de su infancia, arropa en vano su cuello con la bufanda delgada,
tararea un tonadilla sin sentido, piensa en la leche caliente con cereal y miel
que le daría su madre si volviera a la infancia con este frío. Suspira. “Una
cerveza y a dormir” sonríe, si hasta le parece haber inventado el slogan perfecto para un insomne. La ruta
se le ha hecho demasiado corta, el nuevo departamento se halla muy cerca de la
zona de pub’s que suele frecuentar,
piensa en volver, porque -Quizá ella piensa igual. -Y, sus colegas del trabajo piensan lo mismo y
la sacan a beber cervezas por los pub’s,
para que duerma mejor o para que se olvide de él o para que duerma con ellos.
“No te lo dicen, pero quieren” grita su memoria a una puerta de baño imaginaria,
siente los afeites en el aire, un perfume familiar y para en seco. Retrocede
dos pasos, gira y luego dos pasos más, ¿y si se la encuentra?, pero… ¿cuándo?,
¿antes, después de la cerveza?, ¿y si no es una? Gira.
Otra vez.
David empieza
a discutir con ése otro David al que se le han olvidado los auriculares en la
mesita de noche -junto a la lamparita zumbante-, decide sin más regresar sobre
sus pasos otra vez, consciente de la señal que se le muestra en forma de chicle
pegado al zapato, canturrea la publicidad de un chicle de su adolescencia al
quitárselo. “Ésta gente nunca es puntual” se auto confirma con el reloj,
llegará al sitio y como nunca están, dirá el lunes que se cansó de esperar,
incluso describirá la gente que había y hasta el amargo de la cerveza que bebió
porque aún no se había enfriado del todo, dirá “con ustedes es siempre lo
mismo” y nadie lo culpará, le darán una palmadita en la espalda y le propondrán
pagarle la cerveza que se tomó él sólo, el viernes siguiente. David caminará saboreando
la cerveza del viernes futuro hasta el punto éste donde los aromas confunden
los tiempos verbales con los recuerdos, a
éste punto donde ahora saluda a la nueva contable, vestida algo más casual que
él, calzando auriculares en los oídos, batiendo la palma enguantada, sin saber
cómo saludarse, sin dejar el cigarrillo en la otra.
***
David ha pedido dos cervezas que están terminándose, pasa una hora
desde que el resto del grupo debía llegar. Un sms confirma que nadie más viene. Suena de fondo The Grateful Dead.
-¿Ésta gente siempre es igual con las recepciones -pregunta ella
sin soltar el humo del cigarrillo suave-
o es trato preferencial?
-Sí –David canturrea al ritmo-, digo no, esto me lo hicieron a mí…
-Bebe el resto de la cerveza de un sorbo.
-¿Debo entender eso como una indirecta?
David no
termina de entender la pregunta ni de soltar la botella cuando ella lo saca a
bailar. No puede evitar buscar miradas alrededor y todas buscan sus ojos, o la
buscan a ella, aún con la música tan alta, no deja de llevar un canturreo feroz
que lo aleja del otro David que se ha dado un tiempo con su mujer y se ha mudado
al centro, que necesita ver a otras personas y lleva tres días sin dormir por
culpa de un muñón en el colchón que rechina cuando está sólo. “Cuando pueda te
llamaré” leyó en el teléfono la tarde anterior. Son las doce y se ha hecho
sábado. Casualmente la pista de baile a ralentizado su ritmo y algunas parejas
vuelven a sus licores y sus charlas de coctel, pero la suya no, sigue a su
ritmo; algo más lento y cadencioso, que marca con una pulsera de monedas de
fantasía, por primera vez David está mirándola, para el canturreo interior e
imagina “¿en que piensa una contable que lleva un pulsera de monedas?” piensa
lo práctico que le sería un complemento así, recuerda a los tibetanos y sus
ruedas de oración y sus tamboriles, “una pulsera que suena”, un sonajero, una
forma de acercarse a Dios en la forma de un ritmo constante, en un tintineo
monetario, piensa por un momento que los ricos dejaron de ser felices con los
objetos materiales porque el dinero del banco no suena, la tarjeta de crédito
no suena, de forma automática busca una moneda en el bolsillo y se la pone en
la mano cerrada, se le acerca al oído.
–Para la pulsera… –no es consciente del por qué, pero tiene un
nombre fijo en la cabeza asociado a un pato de dibujos animados.
Ella lo mira
con una media sonrisa media pregunta. El ritmo se quiebra con un sonido de
cristales. Suena de fondo una risotada molesta, hay un problema con la música.
***
-¿Qué planes tenía el grupo para hoy? –ella enciende otro
cigarrillo suave.
-No lo sé, pero seguro que no estábamos incluidos –La calle
transitada huele a una comida indefinible, el alcohol ha amainado el frío, pero
la gente camina encogida de hombros para verse delgada en el reflejo de los
escaparates-, ¿te apetece comer algo? –ella agita el medio cigarrillo en el
aire, al son de un pandero teosófico-, quizá encontremos algo abierto, aún es
temprano, ¿qué te apetece?
-Un lugar callado… –pisa la colilla de un cigarrillo con un
movimiento de twist-, es muy temprano
para volver a casa –En realidad David cree que es el momento preciso para
volver a casa, después de la cerveza quizá podrá dormir un poco, con suerte ese
“cuando pueda te llamaré” sea de
mañana que es cuando su mujer prefiere “resolver las diferencias” como ella las
llama, empieza a preocuparse por el colchón, casi escucha el muñón rechinar, le
chirría en los dientes-, no sé cualquier sitio, ¿vives cerca?
***
David descubre
un lugar en el cielo raso que no oscurece cuando la alarma del despertador está
encendida -deja una areola verde en el ángulo del armario-, quedan aún algunas
horas para que suene y se acabe el silencio, por un instante muy corto siente
que quizá el muñón no es tan molesto después de todo, a pesar del sonido leve
de la respiración aguza el oído para escuchar si algún vecino está dormido,
todo está en silencio, suena de fondo la banda sonora de la ciudad al ritmo
constante de una sirena de ambulancia. “Las paredes del nuevo apartamento son
de papel” cree David, su habitación es un gran envoltorio del chicle pisado en
la víspera y su calcomanía en forma de suela.
Un zumbido
quiebra la oscuridad pero no el silencio, David coge el teléfono móvil, aún no
amanece y él tenía razón, su mujer está en la calle tomando unas cervezas, está
pensando en él, está sintiendo ese aroma indefinido a comida que le remueve el
estómago y asocia a los eventos pasados, está pensado con el olfato y lo que
fuere quiere comérselo, quiere arreglar las cosas por la mañana y le pide la
nueva dirección. David se tomará unos instantes al teléfono para pensar bien su
respuesta, dejará de oír el auricular marcando en la memoria un sonido metálico
parecido al premio gordo de una tragaperras, aún no memorizará la dirección -sabrá
el cómo llegar, pero no el dónde-, “No he llegado tan lejos para
volver sola a casa” parecerá repetir una y otra vez, la voz al otro lado de la
línea imaginaria que le vende su compañía telefónica, “Es muy tarde” dirá, “Mejor
el domingo, yo también quiero hablar”, colgará y dormirá sonriente, tranquilo, sin
temor al muñón, al ruido, al futuro de los aromas conocido, el domingo hablará
serio y luego bromeará, y volverá a ser el mismo, le contará a su mujer de las
ventajas de tener un departamento en el centro, la besará con fuerza y volverá
a dormir sólo a la izquierda de alguien, aunque en ocasiones será en el centro
y otras en la periferia, hasta que la suerte le diga con un tintineo donde
girar y volver atrás para recoger una moneda.
Pero eso será
el domingo, son las diez y se ha hecho de día, un sonido ya familiar lo
despierta es el muñón chirriante acompañado ahora de un tintineo parecido a un
despertador, gira la cabeza en torno.
-¿Recuerdas el comercial del cereal inflado que tenía una
cancioncilla así…? -Y tararea. Suena de fondo un tintineo teosófico a un ritmo
constante, durante las horas siguientes el muñón rechinante no es más que otra
forma de acercarse a Dios.