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miércoles, 25 de abril de 2012

- Relato 1 de Sara Velasco


''EL BICHO''


Mamá, ¡estoy orgullosa de mí!

Ante todo perdona que no haya escrito antes. Espero que estéis todos bien. La organización de la convivencia terapéutica no nos ha permitido escribir hasta ahora. Hemos tenido que pasar unos días aislados de todo. ¡Esto es genial! No esperaba que el tratamiento pudiera dar tantos resultados. Te agradezco enormemente que me empujaras a hacerlo, pues aunque consideraba que mi fobia era una tontería, ahora podré vivir mucho más tranquila. ¡Sobre todo en primavera! Voy a intentar resumirte estos tres intensos días:
 La primera noche todos nos sentamos en el chozo principal alrededor de un círculo y fuimos contando porqué estábamos allí y cual era nuestra fobia (evidentemente cada uno en la medida de sus posibilidades, narrando según el grado de detalle que sus limitaciones le permitiesen). Yo, por supuesto, lo mencioné como ‘‘el bicho’’ y explique lo de siempre…que saltaba…y que por favor nadie dijera su nombre. ¡Pero todos lo dijeron!, como siempre pasa. El repeluco me corrió desde los tobillos a la cabeza y solté alguna lagrimilla. En aquel momento pensé que no aguantaría las dos semanas en este plan. Sabía que lo iba a pasar mal y estaba segura de poder soportarlo, pero en ese momento, cuando el escalofrío recorrió mi cuerpo de nuevo congelándome por dentro, lo dudé. ¡Aún así lo soporté! Y aquí estoy escribiéndote, feliz. Esa noche no dormí. Estábamos en medio del campo, en una chocilla. ¡¿Cómo iba a pegar  ojo en medio del campo?! ¡Era el primer día! Me quedaba mucho por superar. Más bien todo. Aunque por la noche ‘‘el bicho’’ no sale, siempre hay alguna luz encendida, un foco que lo confunde y que le hace saltar…y posarse cerca. ¡Dios! Imagínate…
¿Te habrás fijado que ya puedo decir saltar y posarse? ¡Refiriéndome ‘‘al bicho’’! ¡Es genial! Esto es fruto de la prueba del segundo día. Cada uno personalmente debíamos entrevistarnos con un especialista. A mí me tocó la doctora Pérez. Una muchacha joven, con el pelo rubio. No sé si la recordarás del primer día cuando me llevasteis. Me hizo pasar a su despacho a eso de las once de la mañana. ¡A plena luz del día y en medio del campo! Sinceramente agradecí que la jornada tuviera lugar en el interior de su despacho, situado, como todos los demás del resto de doctores, en el chozo principal. La consulta personalizada duró un par de horas. El primer tema que tratamos fue el origen de mi fobia. Cuando me comentó lo que íbamos a hacer le dije que sería incapaz de contarle lo que ocurrió. Le advertí que sólo lo conté el mismo día que sucedió y sólo a ti. Me contestó que después de tantos años ya era hora de hablarlo con alguien. Ella le echó paciencia… Yo estaba decidida a no decir palabra. Debía haber una forma más fácil de superarlo. Pero prácticamente me obligó: ‘‘Si no me lo cuentas tendremos que adelantar la salida al monte. Tendré que llevarte aunque sea a rastras’’. Si esas eran las opciones, evidentemente prefería contarlo. A raíz de sus palabras no me quedó más remedió que empezar a narrar, intentando por todos los medios no pensar lo que iba diciendo. Tuve que hablarle del colegio, del patio. Contarle que jugaba a la comba con mis amigas en el recreo, como cualquier niña de siete años y… ¡Y!... ainsssss... Y permanecí callada una media hora. Media hora sin contestar a nada de lo que decía. ¡Pensé sinceramente que me traería uno y me lo echaría encima sólo por pesada! Pero estaba demasiado bloqueada como para hablar. Entonces ella empezó a repetir lo poco que había narrado como quien no quiere la cosa y, sorprendentemente, me enganché a la historia y seguí narrando como un robot. ‘‘Leotardo, miré leotardo. Creí  era hoja. Quise  quitar de leotardo. Enfoqué  mirada. ¡Bicho, era bicho! Corrí. Corrí por patio. Grité. Seguía en pierna. Corrí. Grité. Salté. Pero no saltaba de pierna. Enganchado. Bicho enganchado patas a  leotardo. Profesor quitó y aplastó’’. Respiré. Respiré y bebí agua de un vaso que me ofreció la doctora. Estaba sudando. Me dejó unos minutos para reponerme. Luego continuó con su tratamiento. Le expliqué que nunca antes había visto uno y que al llegar a casa me enseñaste una foto en un libro de biología, que inmediatamente tiré al suelo. Pero no le dio importancia. Quería saber cuál de los distintos tipos era el que se posó en mi pierna aquel día. ¡¿Tipos?! ¡¿Qué más darán los tipos?! Ni que fuéramos a hacer una tesis… Pero insistió. Siempre insiste. Supongo que por eso conseguimos nuestros objetivos en la terapia.  Y nada, ¡empezamos a hacer clasificaciones! Fundamentalmente y con carácter general, distinguimos tres tipos. Primero: los grandes, ¡enormes!, que casi parecen pájaros cuando vuelan. De color marrón asqueroso, pero poco definidos. Segundo: los medianos de color verde. El menor tamaño queda compensado por la definición de sus partes. Cuerpo largo, escamoso, suspendido en el aire, patas finas y flexionadas, dibujando ángulos afilados, espinosas, puntiagudas, bigotes largos. Salto potente. Tercero: pequeños, cuerpo no definido, salto de baja altura. De esta forma establecimos distintos niveles de fobia: Primer caso: horror, ¡vuelan! Segundo caso: horror, ¡saltan alto! Además repelencia absoluta a la fisiología de éstos. Tercer caso: asco insignificante y prácticamente total tolerancia. Fuera  del objetivo de la terapia.  Así concluyó la sesión matinal. Por la tarde de nuevo nos reunimos los compañeros y hablamos de la jornada. Después de cenar nos acostamos, había sido un día duro para todos.
Esta misma mañana he tenido que reunirme de nuevo con la doctora Pérez, en su despacho del chozo principal. El objetivo de hoy era conseguir escuchar su nombre sin gritar. He llegado y he saludado a la doctora. Me ha invitado a sentarme en la misma silla donde ayer obtuve algún logro. No estaba segura de tener hoy la misma suerte. ‘‘Hoy me va tocar repetirte su nombre miles de veces’’. Creí en un principio que estaba de broma... ¡No podía repetirme su nombre miles de veces! ¡Pero sí! Sí que podía… y de hecho pudo. Sin darme tiempo si quiera a responder… ¡Dios! Toda la maldita mañana escuchando lo mismo. Pensaba que en un primer momento empezaría por mencionar las primeras sílabas…salta…luego las últimas…ya sabes. Terminaría uniéndolas configurando el nombre. ¡Pero no! Simplemente empezó por el final. Me levanté de un salto, corrí por el despacho, me tape los oídos con las manos, lloré, grité. Pero no se callaba… ¡La tía no se callaba! Pensé en callarla. Pero era la doctora Pérez, no podía hacerle eso. Así estuvimos dos horas. No paró ni para beber agua. Verdaderamente asombroso. Creo que la tarde del día anterior había estado ensayando frente al espejo. Porque aguantó. La tía aguantó. Mis gritos, mis lloriqueos, mis carreras por su despacho… Y sin más llegó el sosiego. Y paré. Me callé. Me senté. Me sequé las lagrimillas. Y ella paró. Y Cuando todo parecía un remanso de paz… ¡Ala! Lo volvió a nombrar. Pensé que la tía estaba loca. Pero no lloré, ni corrí, ni grite. Fase dos superada.
Ahora están preparando la cena. Nos han dejado la tarde libre y esta noche nos reuniremos para hablar de la evolución de la terapia. Espero que todos lo mencionen, ¡porque ya puedo escucharlo! Estoy feliz. No creo que nos permitan en otros tres días escribir a los familiares. Para entonces quizás ya pueda hablarte tranquilamente del  ¡SALTAMmmmm…! ¡Casi! Mañana me espera un día duro… y ni te cuento ya de la ¡salida al campo! de pasado mañana. Espero que todo salga bien y pueda volver pronto a casa con una fobia menos. La terapia para  superar el miedo al avión será  mejor dejarla para más adelante. Esto es verdaderamente agotador. ¡Pero estoy orgullosa de mí!

Os quiero. Muchos besitos.
Paula.

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