''EL BICHO''
Mamá, ¡estoy orgullosa de mí!
Ante todo perdona que no haya
escrito antes. Espero que estéis todos bien. La organización de la convivencia
terapéutica no nos ha permitido escribir hasta ahora. Hemos tenido que pasar
unos días aislados de todo. ¡Esto es genial! No esperaba que el tratamiento
pudiera dar tantos resultados. Te agradezco enormemente que me empujaras a
hacerlo, pues aunque consideraba que mi fobia era una tontería, ahora podré
vivir mucho más tranquila. ¡Sobre todo en primavera! Voy a intentar resumirte
estos tres intensos días:
La primera noche todos nos sentamos en el
chozo principal alrededor de un círculo y fuimos contando porqué estábamos allí
y cual era nuestra fobia (evidentemente cada uno en la medida de sus
posibilidades, narrando según el grado de detalle que sus limitaciones le
permitiesen). Yo, por supuesto, lo mencioné como ‘‘el bicho’’ y explique lo de
siempre…que saltaba…y que por favor nadie dijera su nombre. ¡Pero todos lo
dijeron!, como siempre pasa. El repeluco me corrió desde los tobillos a la
cabeza y solté alguna lagrimilla. En aquel momento pensé que no aguantaría las
dos semanas en este plan. Sabía que lo iba a pasar mal y estaba segura de poder
soportarlo, pero en ese momento, cuando el escalofrío recorrió mi cuerpo de nuevo
congelándome por dentro, lo dudé. ¡Aún así lo soporté! Y aquí estoy
escribiéndote, feliz. Esa noche no dormí. Estábamos en medio del campo, en una
chocilla. ¡¿Cómo iba a pegar ojo en
medio del campo?! ¡Era el primer día! Me quedaba mucho por superar. Más bien
todo. Aunque por la noche ‘‘el bicho’’ no sale, siempre hay alguna luz
encendida, un foco que lo confunde y que le hace saltar…y posarse cerca. ¡Dios!
Imagínate…
¿Te habrás fijado que ya puedo
decir saltar y posarse? ¡Refiriéndome ‘‘al bicho’’! ¡Es genial! Esto es fruto
de la prueba del segundo día. Cada uno personalmente debíamos entrevistarnos
con un especialista. A mí me tocó la doctora Pérez. Una muchacha joven, con el
pelo rubio. No sé si la recordarás del primer día cuando me llevasteis. Me hizo
pasar a su despacho a eso de las once de la mañana. ¡A plena luz del día y en
medio del campo! Sinceramente agradecí que la jornada tuviera lugar en el
interior de su despacho, situado, como todos los demás del resto de doctores,
en el chozo principal. La consulta personalizada duró un par de horas. El
primer tema que tratamos fue el origen de mi fobia. Cuando me comentó lo que
íbamos a hacer le dije que sería incapaz de contarle lo que ocurrió. Le advertí
que sólo lo conté el mismo día que sucedió y sólo a ti. Me contestó que después
de tantos años ya era hora de hablarlo con alguien. Ella le echó paciencia… Yo
estaba decidida a no decir palabra. Debía haber una forma más fácil de
superarlo. Pero prácticamente me obligó: ‘‘Si
no me lo cuentas tendremos que adelantar la salida al monte. Tendré que
llevarte aunque sea a rastras’’. Si esas eran las opciones, evidentemente
prefería contarlo. A raíz de sus palabras no me quedó más remedió que empezar a
narrar, intentando por todos los medios no pensar lo que iba diciendo. Tuve que
hablarle del colegio, del patio. Contarle que jugaba a la comba con mis amigas
en el recreo, como cualquier niña de siete años y… ¡Y!... ainsssss... Y
permanecí callada una media hora. Media hora sin contestar a nada de lo que decía.
¡Pensé sinceramente que me traería uno y me lo echaría encima sólo por pesada!
Pero estaba demasiado bloqueada como para hablar. Entonces ella empezó a
repetir lo poco que había narrado como quien no quiere la cosa y,
sorprendentemente, me enganché a la historia y seguí narrando como un robot. ‘‘Leotardo, miré leotardo. Creí era hoja. Quise quitar de leotardo. Enfoqué mirada. ¡Bicho, era bicho! Corrí. Corrí por
patio. Grité. Seguía en pierna. Corrí. Grité. Salté. Pero no saltaba de pierna.
Enganchado. Bicho enganchado patas a leotardo. Profesor quitó y aplastó’’.
Respiré. Respiré y bebí agua de un vaso que me ofreció la doctora. Estaba
sudando. Me dejó unos minutos para reponerme. Luego continuó con su
tratamiento. Le expliqué que nunca antes había visto uno y que al llegar a casa
me enseñaste una foto en un libro de biología, que inmediatamente tiré al
suelo. Pero no le dio importancia. Quería saber cuál de los distintos tipos era
el que se posó en mi pierna aquel día. ¡¿Tipos?!
¡¿Qué más darán los tipos?! Ni que fuéramos a hacer una tesis… Pero
insistió. Siempre insiste. Supongo que por eso conseguimos nuestros objetivos
en la terapia. Y nada, ¡empezamos a
hacer clasificaciones! Fundamentalmente y con carácter general, distinguimos
tres tipos. Primero: los grandes, ¡enormes!, que casi parecen pájaros cuando
vuelan. De color marrón asqueroso, pero poco definidos. Segundo: los medianos
de color verde. El menor tamaño queda compensado por la definición de sus
partes. Cuerpo largo, escamoso, suspendido en el aire, patas finas y
flexionadas, dibujando ángulos afilados, espinosas, puntiagudas, bigotes
largos. Salto potente. Tercero: pequeños, cuerpo no definido, salto de baja
altura. De esta forma establecimos distintos niveles de fobia: Primer caso:
horror, ¡vuelan! Segundo caso: horror, ¡saltan alto! Además repelencia absoluta
a la fisiología de éstos. Tercer caso: asco insignificante y prácticamente
total tolerancia. Fuera del objetivo de
la terapia. Así concluyó la sesión
matinal. Por la tarde de nuevo nos reunimos los compañeros y hablamos de la
jornada. Después de cenar nos acostamos, había sido un día duro para todos.
Esta misma mañana he tenido que
reunirme de nuevo con la doctora Pérez, en su despacho del chozo principal. El
objetivo de hoy era conseguir escuchar su nombre sin gritar. He llegado y he
saludado a la doctora. Me ha invitado a sentarme en la misma silla donde ayer
obtuve algún logro. No estaba segura de tener hoy la misma suerte. ‘‘Hoy me va tocar repetirte su nombre miles de
veces’’. Creí en un principio que estaba de broma... ¡No podía repetirme su
nombre miles de veces! ¡Pero sí! Sí que podía… y de hecho pudo. Sin darme
tiempo si quiera a responder… ¡Dios! Toda la maldita mañana escuchando lo
mismo. Pensaba que en un primer momento empezaría por mencionar las primeras
sílabas…salta…luego las últimas…ya sabes. Terminaría uniéndolas configurando el
nombre. ¡Pero no! Simplemente empezó por el final. Me levanté de un salto,
corrí por el despacho, me tape los oídos con las manos, lloré, grité. Pero no
se callaba… ¡La tía no se callaba! Pensé en callarla. Pero era la doctora
Pérez, no podía hacerle eso. Así estuvimos dos horas. No paró ni para beber
agua. Verdaderamente asombroso. Creo que la tarde del día anterior había estado
ensayando frente al espejo. Porque aguantó. La tía aguantó. Mis gritos, mis
lloriqueos, mis carreras por su despacho… Y sin más llegó el sosiego. Y paré.
Me callé. Me senté. Me sequé las lagrimillas. Y ella paró. Y Cuando todo
parecía un remanso de paz… ¡Ala! Lo volvió a nombrar. Pensé que la tía estaba
loca. Pero no lloré, ni corrí, ni grite. Fase dos superada.
Ahora están preparando la cena.
Nos han dejado la tarde libre y esta noche nos reuniremos para hablar de la
evolución de la terapia. Espero que todos lo mencionen, ¡porque ya puedo
escucharlo! Estoy feliz. No creo que nos permitan en otros tres días escribir a
los familiares. Para entonces quizás ya pueda hablarte tranquilamente del ¡SALTAMmmmm…! ¡Casi! Mañana me espera un día
duro… y ni te cuento ya de la ¡salida al campo! de pasado mañana. Espero que
todo salga bien y pueda volver pronto a casa con una fobia menos. La terapia
para superar el miedo al avión será mejor dejarla para más adelante. Esto es
verdaderamente agotador. ¡Pero estoy orgullosa de mí!
Os quiero. Muchos besitos.
Paula.
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