Compañeros
Era viernes por la tarde
de un otoño que se creía invierno, y Elisa había salido de casa
para huir de su compañera de piso. La gente que solía caminar por
la calle a aquella hora del día habían mirado por la ventana y
había decidido quedarse en casa, dejándoles la plaza a ellas solas.
El cielo tenía el color y la consistencia de la leche pasada. El
hombre del tiempo había dicho que el anticiclón sobrevolando la
región abandonaría la zona ese día. Elisa, con esa amnesia
localizada que es la principal razón por la que la gente espera
hasta el final del telediario para ver el tiempo, se lo había
creído. Ahora se arrepentía.
— Te digo que es una
conspiración — dijo Carina, agitando los brazos al hablar. Carina
era una mujer de convicciones. Por ejemplo, tenía la convicción de
que se debía respetar otras culturas. Expresaba esa convicción
llevando colgado del cuello un amuleto que los habitantes de una
tribu pequeña africana sólo llevaban de forma ceremonial, en
rituales especiales —. ¿Qué otra explicación le encuentras?
— ¿Qué más da? —
contestó Ángela, frotándose los brazos desnudos. Se había
olvidado de traese un jersey, y tenía la piel erizada de frío. —.
Si los de la compañía telefónica me quieren regalar un móvil,
allá ellos.
— ¿Sabes lo que cuesta
el móvil que te quieren regalar? Yo sí. Me he ido a la página web
de la compañía. Sin el programa de puntos, el móvil te habría
costado más de cien euros — dijo Carina. Había dado una
asignatura de introducción a la economía aquel mismo año, y desde
entonces se había autoproclamado experta en economía del grupo —.
Una de dos, o al que le venden el móvil por cien y pico euros lo
están timando, o aquí algo no marcha.
— Supongo que es una
forma de fomentar la fidelidad a la compañía o algo así —
sugirió Elisa. Su propio móvil tenía una foto de ella abrazando a
su perro como fondo de pantalla. Lo primero que hacía al conocer a
alguien nuevo era enseñárselo, y no se daba por satisfecha hasta
que la persona con la que estaba hablando admitía que el perro era
el perro más mono que habían visto nunca.
— ¿Con un móvil de
cien euros? Dime una cosa, Elisa, ¿Con cuanta frecuencia te llama
ésta? — dijo Carina, apuntando a la otra con el pulgar.
— Pues...
— Nunca. La respuesta
es nunca — Carina negó la cabeza, y Ángela se encogió de hombros
—. Estoy hasta las narices de recibir toques suyos. Me pongo lo que
quieras a que al año no se gasta más de treinta euros en mensajes.
Si yo fuera de la compañía, no la querría de cliente ni aunque me
pagaran.
— Creo que si te pagara
sí lo querrías de cliente — señaló Elisa. Carina le lanzó una
mirada furibunda. Elisa alzó las manos, sintiéndose como un
criminal que de repente se encuentra mirando lado equivocado de una
pistola —. De acuerdo, vale. Digamos que es una conspiración.
Entonces, según tú, ¿Por qué le han regalado un móvil a Ángela?
— ¡Ahí quería yo
llegar! — contestó Carina con aire triunfante —. Le han regalado
un móvil para que se enganche 'whatsApp' y sacarle el dinero.
— Para que se enganche
al 'whatsApp' y sacarle el dinero —. repitió Elisa.
— Sí.
— Hay una conspiración
para enganchar a Ángela al 'whatsApp' y sacarle el dinero.
Elisa y Carina miraron a
Ángela. Ella les devolvió la mirada con inocencia infantil. Era la
única que estudiaba en la misma ciudad en la que había nacido.
Elisa y Carina la envidiaban por tener a alguien que le hiciera la
colada. Ángela ni siquiera tenía la decencia de envidiarlas a ellas
por tener la posibilidad emborracharse cuando les diera la gana.
Ángela se pasaba la vida en la clase de trance que normalmente sólo
puede alcanzarse tras haber fumado un cigarrillo de olor sospechoso,
pero Elisa y Carina nunca la habían visto fumar.
Con su pelo corto y
marrón y su aspecto perezoso, Angela le recordaba a Elisa a su
perro, un San Bernardo de ojos somnolientos. Elisa aún recordaba ese
primer día de clases hacía dos años, cuando la había conocido.
Ángela había estado dormida en el asiento al lado del único que
quedaba libre, su brazos de espantapajaros debajo de la cabeza. En
mitad de la clase se había despertado con un respingo y había
preguntado "¿Ésta qué clase es?". Resultó que se había
equivocado de clase.
Era posible que en algún
momento de su vida Ángela hubiera tenido una reserva secreta de
dinero en algún sitio, pero conociéndola, probablemente la habría
perdido.
— No. No para enganchar
a Ángela al whatsApp y quitarle el dinero a ella — Carina se
apartó un mechón de pelo negro de la cara con una furia normalmente
reservada a gente que le ha hecho algo terrible a tu familia —.
Para enganchar a todo el mundo al whatsApp. Piénsalo. Primero le das
a todo el mundo una forma de enviar mensajes gratis, dejas que se
enganchen, y luego empiezas a cobrarles de golpe.
— Creo que tendrían
que avisar. Cobrarles de golpe estaría en contra de la ley —
apuntó Elisa.
— Vale, no totalmente
de golpe — Carina agitó una mano en el aire, como si las palabras
de Elisa fueran un mosquito que estuviera intentado espantar —.
Primero les avisas de que vas a empezar a cobrarles y luego les
cobras. Para entonces ya tienes al personal tan enganchado que
seguirán enviándose mensajes de todas formas.
— A ver si lo he
entendido— pronunció Elisa lentamente — .Crees que la estrategia
comercial de las empresas telefónicas es enviarle a chicas como
Ángela móviles carísimos de forma gratuita para que se descarguen
el whatsapp, se enganchen a él y una vez que estén enganchadas,
cobrarles por los mensajes — negó con la cabeza — .Un poco
complicado, ¿no?
— Pues a ver, tía
lista, entonces dime, ¿Por qué crees que le dan un móvil nuevo a
esta muerta de hambre?
Lo que Elisa creía es
que los tres tenían demasiado tiempo en sus manos si de verdad
estaban discutiendo esto seriamente. También creía que se le estaba
congelando la nariz. Le habría gustado estar en su casa. No en el
piso que compartía con Marta, sino en casa de sus padres, tomandosé
un té calentito mientras su perro dormitaba a sus pies y sus
hermanos alborotaban en la habitación de al lado. Se levantó una
brisa gélida y a lo lejos se oyó un trueno propio de una película
de terror de serie B. Oteó el cielo, temiendo que fuera a empezar a
llover. Un escalofrío le recorrió la espalda.
— Pues yo lo que creo
— dijo Ángela, regresando brevemente de cualquier mundo de
fantasía por el que se encontrara flotando en aquellos momentos —,
es que lo que tienes es envidia de que me hayan regalado el móvil a
mí y no a ti.
En eso, al menos, podían
estar todas de acuerdo.
— Qué más dará,
Carina — Elisa soltó un suspiro que se convirtió en una nube de
vaho —. Total, si tú ya tienes un móvil.
— Ese no es el tema.
— ¿Entonces cuál es
el tema? — preguntó Ángela.
— Déjalo. No lo
entenderías — enfurruñada, Carina se cruzó de brazos y se
recostó en el banco.
En una alarde de inusual
perspicacia, Ángela intuyó que era mejor cambiar de tema.
— ¿Cómo te va con tu
compañera de piso, Elisa?
— ¿Cómo va a ir?
Igual que siempre — Elisa resopló.
— ¿Pero tan mala es
Marta? — preguntó Ángela — ¿Qué hace?
— ¿Que qué hace? Para
empezar, deja los platos sin lavar y desperdigados por la cocina.
— Mi compañero de piso
también hacía eso, hasta que un día le cante las cuarenta — dijo
Carina —. Le dije que la próxima vez que se pasara una semana sin
fregar los platos lo echaba del piso.
— ¿Y funcionó? —
preguntó Elisa.
— Eso pensé al
principio. Hasta que me di cuenta de que no paraban de desaparecernos
platos.
— No me digas que los
estaba tirando a la basura... — Elisa apoyó los codos en las
rodillas.
— Peor. Un día estaba
en el pasillo y empecé a oler como a basura. Me di cuenta de que el
olor venía de su cuarto. Así que abrí la puerta y allí estaban,
encima de la mesa. Platos, vasos, cubiertos, sartenes... Hasta la
cafetera que pensé que había perdido — animada por las
expresiones horrorizadas de las otras dos y sabiéndose el centro de
atención, continuó con los ojos brillantes de entusiasmo —. Todos
cubiertos de restos de comida podrida y de moscas. Algunos debían de
llevar como un mes allí. En uno de los platos había una especie de
líquido marrón en el que flotaba una cosa verde que...
— ¡Calla, calla! —
interrumpió Elisa —. No me des detalles. Qué asco.
— ¿La tuya cuanto
tiempo se pasa sin lavar los platos? — preguntó Angela, apoyando
la cabeza en el hombro de Elisa y arrimándose a ella en busca de
calor.
— Depende — Elisa
pasó un brazo por encima de los hombros de la otra —. Una vez se
pasó cuatro días sin lavarlos.
— Tampoco es tanto,
¿no? — dijo Ángela.
— Vale, ya sé que no
es tan malo como lo de Carina, pero si se ha dicho que los platos
tienen que lavarse a diario, entonces tienen que lavarse a diario —
contestó Elisa, tajante. Ella y Carmen, su antigua compañera de
piso, habían cogido el hábito de lavar los platos juntas todas las
noches. Elisa fregaba y Carmen aclaraba y secaba los platos. Si el
lavado de platos sincronizado fuera una disciplina olímpica, ellas
se habrían llevado todas la medallas. Entonces, un buen día,
mientras estudiaban, Carmen había arrojado los libros a la otra
punta del salón, se había girado para mirar a Elisa y había dicho,
"Si tengo que leer una sola palabra más sobre la literatura de
principios de siglo me va a estallar la cabeza. Estoy harta, Elisa.
Harta. Voy a dejar la carrera." Y eso había sido todo. Al año
siguiente, no había vuelto al piso —. Además, se echa siestas en
el sofá a la hora que ponen mi serie favorita, y pone música a
todas horas.
— ¿Hasta por las
noches? — Ángela alzó la cabeza para mirarla.
— No, por las noches
apaga la radio — admitió. Sospechando que las otras dos no estaban
entendiendo la gravedad del asunto, se apresuró en añadir —.
Además, me coge las cosas, llena el baños de pelos... ¡Os juro que
es insoportable!
Todas las luces habían
estado encendidas cuando regresó a casa. Elisa fue habitación por
habitación apagándolas, pero dejó encendida la del salón. Si
Marta quería echarse la siesta en el sofá con la luz encendida,
allá ella. Entró a la cocina. Aquella mañana le había dicho a su
compañera antes de irse, "Mira, ya que no tienes clases hoy,
podrías lavar los platos." La pila de platos seguía donde la
había dejado. Tuvo que limpiar una sartén para hacerse la cena. Se
preparó una tortilla francesa y se sirvió un vaso de zumo. Cuando
recibió la llamada, estaba cenando encerrada en su cuarto. El plato
acabó abandonado sobre la mesa.
— Me pareció oír
ruido viniendo de tu cuarto — dijo Marta, de pie en el umbral de su
dormitorio —. Pensé en venir a ver qué tal te encontrabas.
Elisa levantó la cabeza
de la almohada con las mejillas empapadas y la cara enrojecida e
hichada.
— Pues ya me has visto
— dijo, sorbiendo por la nariz — Puedes volverte al salón a
dormir la siesta en el sofá.
Marta no se movió.
Plantada allí como estaba parecía una farola en el centro de una
plaza vacía en las horas más solitarias de la noche.
— ¿Va todo bien? —
preguntó.
— ¿¡A ti qué te
parece!? — gritó Elisa, e intentó resistir el deseo de tirarle la
almohada a su compañera.
Marta se dio la vuelta y
salió de la habitación. De nuevo a solas, Elisa volvió a ocultar
el rostro en la almohada. Se sentía estafada por Hollywood. Había
visto incontables películas en las que estrellas de cine de
maquillaje impecable se enfrentaban a la adversidad sin perder la
dignidad. Sus ojos relucían, sus mejillas se sonrojaban, y una única
lágrima tan perfecta y redonda como una canica se deslizaba por sus
rostros. Le habían vendido que la tristeza volvía más hermosas a
las personas, más solemnes.
En la vida real, el
duelo no era así. En la vida real llorar era hipidos interrumpiendo
sollozos, era su cuerpo agitándose como si se quisiera partir en
dos. Su móvil continuaba en su mano, y de vez en cuando, cuando
conseguía ver a la pantalla a través de las lágrimas, miraba el
fondo de pantalla y volvía a romper a llorar.
Lo había llamado Chopin
como homenaje tanto a su compositor favorito como a la película que
la había hecho comprarse un San Bernardo. Había sido su perro
durante once años. Todavía podía oír la voz de su madre diciendo,
"Lo siento tantísimo, cariño. El veterinario dice que no
sufrió, que fue muy rápido". Cuando regresara a casa este fin
de semana, no estaría allí para lamerle la cara y darle la
bienvenida.
Escuchó pasos y la
puerta abrirse.
— Te he traído un vaso
de agua — Marta se sentó en el mismo borde de la cama —. Cuando
estoy llorando, me hace sentir mejor.
Elisa quería pegarle.
Quería empujarla fuera de su cama y agarrarle del cuello, golpearla
hasta tener los nudillos desollados y gritarle, gritarle que la
odiaba y que se fuera y que dejara de coger sus cosas y que le
devolviera a su perro.
Pero no tenía energías
para hacerlo. Se sentó y cogió el vaso de agua.
— Gracias — musitó.
Se atragantó al beber. Marta le dio unas palmaditas en la espalda.
— Despacio. Despacio —
susurró. Cuando terminó Elisa, le devolvió el vaso a Marta —.
¿Qué ha pasado?
— Es... Es Chopin. Mi
perro. Él... — empezó, pero antes de que pudiera terminar la
frase comenzó a sollozar. Se cubrió la cara con las manos,
odiándose a sí misma por no ser capaz de dejar de llorar ni
siquiera delante de su compañera de piso —. Lo... Lo siento. Yo...
Marta negó con la
cabeza. Echó un brazo por encima de los hombros y la abrazó.
— Está bien. Está
bien — murmuró —. Sácalo fuera. No te preocupes. Llora lo que
te haga falta.
Marta envolvió sus
brazos en torno a ella y la estrechó contra su cuerpo, meciéndola
como a un niño pequeño sin dejar de murmurar "Está bien, está
bien". Elisa se agarró a su camiseta y ocultó la cara en la
curva de su cuello, sollozando. El móvil se le escapó de entre los
dedos y calló al suelo.
Magnífico ejemplo de narrador externo omnisciente con personalidad.
ResponderEliminarBuena utilización de las acotaciones complejas, aunque escasas.
Curioso lo de los mini flash-back: creo que hubieran funcionado mejor si se hubiera antecedido la acción. Lo hablaremos en clase.