Relato 8 de
Concha Núñez.
VEINTICINCO AÑOS.
Sofía y Ramiro se sentaron en el sofá uno
junto al otro.
—¡Veinticinco ya! Y parece que fue ayer
–dijo ella.
—Veinticinco, pero estás tan guapa como
ese día —contestó él y le dio un beso en la mejilla. Pasó la hoja del álbum de
fotos y en la siguiente aparecían con los padrinos: el padre de ella y la madre
de él. Al terminar la carrera Ramiro entró a trabajar en esa multinacional. Al
poco vino el traslado y la boda inmediata. “Contigo donde tú vayas”, le contestó
Sofía cuando él se lo pidió. Aunque se fue con la pena de dejar a su padre
solo.
—Mira tía Irene, qué joven está. Ya es
la única que queda —dijo ella. Irene era la hermana pequeña de su padre. Cuando
éste enfermó, se fue con su hija y ésta lo cuidó hasta que murió, pero él no
perdió la esperanza de volver a su pueblo, Por eso, al marcharse dejó la casa
tal cual y dio la llave a su hermana. “Te agradecería que cuidaras a Canela; ella
le tenía tanto cariño…”, requirió a Irene, que no se pudo negar. Se ocupó de la
casa, y de la gata hasta que murió. Pero ya estaba mayor y enferma y había
llamado a su sobrina para que dispusiera de la casa como quisiera “porque no
tiene sentido mantener esta casa vacía un año y otro si no piensas volver”, le
había dicho.
—Da escalofríos ver cuántos no están ya —musitó
Sofía al pasar la página de la foto donde ella en el centro vestida de novia y
Ramiro a su lado, aparecían rodeados de toda la familia.
“Te llamaré cuando llegue”, le había
dicho a Ramiro antes de entrar por la puerta de embarque. Y subió al avión.
En veinticinco años era la primera vez
que se separaban. Ramiro y ella eran una pareja perfecta: él ocupaba un cargo
directivo en una importante empresa, lo que les permitía vivir muy
desahogadamente; y ella, una tranquila ama de casa y madre de dos hijos de
veintidós y veinticuatro años.
Del aeropuerto tomó un taxi a la estación
de autobuses, donde cogió uno que la llevó al pueblo. Cuando llegó, nadie la esperaba. Se
dirigió directamente a casa de Irene. Era de noche. No encontró a nadie en la
calle. “Todo parece más pequeño”, pensó. Miró los tejados de pizarra, negros y
brillantes como un vinilo por las gotas de rocío que empezaban a caer; las calles
empedradas, la pequeña librería de la esquina… “¿cómo he podido olvidar todo
esto?, se decía. Algunas casas estaban cerradas y sólo volvían a ellas unos
días en verano. Hasta había alguna que se caía a pedazos por el abandono.
—Mi querida Sofía, pero qué guapa estás.
Parece que no ha pasado el tiempo por ti.
—Tampoco por ti, tía Irene —Mintió Sofía
abrazándola; pues había cambiado considerablemente. Sus impresionantes ojos grises
habían perdido el brillo y aparecían además rodeados de finas líneas que
surcaban su blanquísima piel y desde la comisura del ojo se bifurcaban
abriéndose, avanzando hacia las orejas. El contorno de su cara había perdido su
antigua forma y su pelo rubio, ahora tenía un tono entre pajizo y ceniciento. A
Sofía le recordó una muñeca que tuvo de niña, que tenía el pelo blanco de un nilón
finísimo. Sofía la peinaba y, al contacto con el peine, el pelo de la muñeca se
cargaba de electricidad, se abría y le daba un aspecto como de tener un fino
velo en la cabeza, hasta que al rato se deselectrizaba y conseguía peinarla con
una trenza, que adornaba con un lazo a juego siempre con el color del vestido—.
Te veo muy bien. Pensaba que iba a encontrarme una señora mayor, arrugada… y
cuando te he visto me he dicho “pero si está más guapa que nunca”. —La besó en
la cara y la abrazó de nuevo. Llevaba un
vestido estampado azul y blanco y unos pendientes con una roseta de lapislázuli
de la que colgaba una perla blanca. Se los había traído de Chile su marido, que
había sido marinero. Él viajaba mucho. De uno de esos viajes no volvió, aunque
Irene lo seguía esperando. A Sofía siempre le habían gustado esos pendientes.
“El día que yo no esté serán para ti”, le había prometido.
—¿Aún los llevas? —le preguntó Sofía que
le dio con un dedo a una perla y se movió varias veces delante y detrás como un
péndulo desde el engarce que la unía al lapislázuli, hasta quedar parada.
—Sí, los llevaré el resto de mis días.
Luego serán para ti.
>>Mi querida niña, pensé que no te
volvería a ver —continuó emocionada Irene; “Tía, quiero quedarme en tu casa esta
noche, anda, díselo a mamá”, le pedía Irene; y su padre añadía siempre: “no le
des tantos mimos, que la estás malcriando”.
Irene no había tenido hijos y ésta era su única
sobrina; por lo que había volcado en ella el instinto maternal que la
naturaleza no le había dejado materializar, sobre todo a partir de la muerte de
su cuñada, cuando Sofía tenía sólo diez años.
—Y bien, ¿qué es lo que te ocurre?
—Mis piernas. Cada vez tienen menos
fuerza —contestó Irene sentada en una butaca y pasando sus manos por ambas
rodilla— y un pequeño problema de corazón—–Añadió. Sofía le miró las piernas. Tenía un poco
hinchados los tobillos. Esto, unido a que había perdido masa muscular en las
pantorrillas les daba un aspecto de cilindro, parecido a los tubos donde Ramiro
solía guardar los planos—. Pero, ¡vamos a comer!, que tendrás hambre. Te he
preparado patatas con huevos estrellados, como a ti te gustaban.
—Y me siguen gustando. Y hace muchísimo
que no las como. Me paso la vida a dieta —contestó Sofía, que llevaba los
últimos años de su vida contando calorías como un taxímetro cuenta kilómetros.
—Pero si estás muy flaca. Demasiado,
diría yo.
Se sentaron a la mesa, Irene trajo una
cazuela de barro con las patatas doradas a rodajas, los huevos encima y unas ruedas de
chorizo alrededor. A Sofía se le hizo la boca agua sólo con el olor, y dio fin
de la cazuela sin el más mínimo remordimiento de conciencia; ése que solía
acompañarla cada vez que se rendía a los placeres calóricos, como si acabase de
cometer un delito.
—Mañana iremos a la casa.
—Sí, tía. Mañana.
Irene metió la llave en la cerradura y
abrió la puerta, que chirrió al abrir. Al entrar no se veía nada. Luego
levantaron las persianas, abrieron las ventanas y la casa tomó vida, como
cuando se levanta el telón oscuro del teatro y aparece el escenario iluminado, dispuesto
para que actúen los personajes. Estaba igual que Sofía la recordaba “los mismos
muebles, las mismas cortinas, el mismo suelo de madera barnizada” pensó.
Parecía que había sido el día anterior cuando la dejó y se despidió de su
padre: “Y ya sabes que te espero en navidades, papá”. Pero él no quiso ir ni
esa ni las posteriores y cada año le repetía: “No te preocupes por mi, pasaré
las navidades en casa de tía Irene”. Nunca le había gustado la ciudad. En el
pueblo tenía sus raíces, sus amigos y su negocio. Tenía una empresa maderera
con la que se había enriquecido. Sofía era su única hija y aunque
inconscientemente, nunca le perdonó que lo abandonara por irse con Ramiro.
—Tía, qué bien la has conservado —dijo
Irene. Dio una vuelta sobre sí misma en el salón y lo miró todo alrededor.
—Tu padre me dejó dinero suficiente para
que lo hiciera. Por eso he podido incluso mandarla pintar, barnizar el suelo y
algún que otro arreglillo que haya ido haciendo falta —contestó Irene, que ya
se había sentado en una butaca orejero que estaba junto a una chimenea sin leña
que prender. Mientras, Sofía salía de una habitación y entraba en otra sin
poder evitar que se le escapara alguna que otra lágrima. “Veinticinco años”, se
decía una y otra vez, “veinticinco años”.
—Me gustaría quedarme aquí toda la
mañana, tía.
—De acuerdo, yo me voy para ir
preparando la comida. Te voy a hacer una cazuela de pescado.
Irene se levantó, se puso las manos
atrás en la cintura y cuando hubo andado unos cuantos pasos se enderezó y cogió
el camino de su casa que estaba dos calles más abajo. Sofía entró en la cocina
y el olor a vainilla invadió sus recuerdos: “no comas más flan que luego te
duele la barriga”. Pensaba que no podía haber en el mundo un sabor más
maravilloso que el del flan. Su madre lo sabía, y la premiaba o castigaba con
ese postre: “por haberme mentido vas a estar una semana sin comer flan”. Una semana,
¿no podían ser dos días, tres…? Una semana, una eternidad, sin comer flan. Le
gustaba tanto que hasta el color del flan era su favorito. “¿Por qué el
amarillo?”, le preguntó una vez Ramiro. “No sé” —le contestó, sin querer entrar
en la razón.
Dejó la puerta abierta y subió a la
buhardilla, donde estaban todos los trastos que se habían ido amontonando con
el tiempo: muebles, cajas con fotos y recuerdos, y el baúl donde guardaba todos
los juguetes que se resistía a tirar. Lo abrió; allí seguía la muñeca de pelo
blanco. A su madre le daba coraje que sólo jugase con esa muñeca: “parece que
no tienes otra”. Pero era su favorita y no podía dormirse si no la acostaba a
su lado. Soltó la muñeca, miró por la ventana y vio que en ese momento un
hombre alto entraba en la casa.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó él, pensando
que estaba dentro Irene.
—Sí, ¿quién es?
Sonó el toc, toc de los tacones de los
zapatos de Sofía bajando los escalones. Beltrán miró hacia arriba.
—¿Sofía?
—¿Bel…Beltrán? —dijo, y se quedó inmóvil
en mitad de la escalera, como si hubiera visto un fantasma. Luego bajó despacio
y se paró frente a él.
—¡Cuanto tiempo!
—Veinticinco años.
—¿Puedo darte un abrazo?
Ella no contestó, simplemente adelantó
un paso. Beltrán la rodeó con sus brazos y le dio un beso en la frente. Ella se
quedó inerte. “¿Cómo estás?” —le preguntó, escurriéndose de él. Después de
tantos años no se podía imaginar que le iba a producir semejante
estremecimiento tenerlo tan cerca. “Muy bien, ya me ves” —contestó. La miró. Llevaba una falda ajustada negra y una
blusa amarilla, que le recordó un vestido amarillo vainilla con la falda
plisada y escote de barco que llevaba el día que le dijo que la amaba, que
estaba dispuesto a todo por ella; ése que llevaba el día que le robó un beso
furtivo; el que llevaba la última vez que la vio.
—Veo que sigue siendo tu color.
—Me sigue gustando.
—Estas guapísima. ¿Qué has venido a
hacer?
—Me llamó tía Irene para que le dé una
solución a la casa —contestó acercándose a un sillón donde se sentó— ¿y tú?
—Por un momento pensé que venías a
quedarte.
>>Bueno, yo creí que estaba aquí Irene
y quería decirle que en vez de pasar por la consulta mañana viniera esta tarde;
mañana estaré fuera todo el día.
—¿Cómo está? Me ha dicho que tiene un
problema de corazón.
—Sí. Tiene el corazón muy delicado.
Beltrán era el médico del pueblo. Llegó
allí veintisiete años atrás, recién terminada la carrera y recién casado. “Son
amígdalas”, le dijo a Sofía la primera vez que fue a su consulta. “Las padece
desde niña, pero a mí siempre me ha dado miedo que la operaran”, añadió su padre.
Y desde ese día una atracción irresistible empezó a surgir entre ellos. Sofía era muy joven, y él, diez
años mayor, no era un hombre libre. Conoció a su mujer siendo los dos muy
jóvenes, casi dos niños. Ella era una chica educada, de buena familia y lo
quería. A él tampoco le desagradaba ella y casi sin darse cuenta, un día se vio
casado. “Pero hasta que te he conocido no he sabido de verdad lo que era amar
apasionadamente, desear a otra persona” le confesó a Sofía esa última vez.
—¿Has seguido todos estos años aquí?
—Sí –respondió.
Había ganado peso y su pelo castaño se
estaba volviendo canoso, pero conservaba esa dulce mirada color caramelo; esos
ojos ambarinos que la habían enamorado.
— Tú, ya sé que te casaste, pero al
menos podías haberte despedido.
—Fue mejor así. Y ahora tengo que irme.
Tía Irene me espera para comer.
—¿No crees que merecía una explicación?
—preguntó. “los prejuicios sociales muchas veces cambian la vida”, pensó ella,
pero no contestó—. Al menos vendrás a despedirte esta vez; espero. Ya sabes
donde vivo.
—Pero…
—Ella se fue hace más de tres años y no
he vuelto a tener noticias suyas.
Sofía no lograba conciliar el sueño por
las noches. Un terremoto había sacudido su pequeño cosmos, su mundo ordenado y
perfecto, su intachable vida feliz. “¿Por qué ha tenido que aparecer otra vez en
mi vida?” se preguntaba una y otra vez.
Llevaba allí una semana y ya había
cerrado el trato con un vecino para venderle la casa. “Sólo me llevaré algunos
recuerdos”, le había dicho. Por eso al día siguiente volvió a la casa. Dio
cuerda al reloj de pared que estaba en el salón; subió a la buhardilla y abrió
un armario lleno de ropa, bolsos, sombreros… Cogió un vestido y se lo puso. A
pesar de la dieta continua, tuvo que contener la respiración para subirse la
cremallera, pero lo consiguió. Bajo las escaleras y se miró al espejo de pie
que seguía en su dormitorio. Un rayo de luz a punto de ocultarse para dejar
paso a Selene se reflejaba en el espejo. Miró el rayo y observó las partículas
de polvo suspendidas en él, que se harían invisibles unos minutos después. Cogió
un pañuelo de su bolso y limpio la superficie del espejo. Su piel blanca y su
pelo azabache producían un bello contraste sobre el color amarillo vainilla de
su vestido de escote de barco y falda plisada. En ese momento sintió el “toc,
toc” de unos nudillos en la puerta.
Beltrán entró, la miró, la rodeó con sus
brazos y la besó apasionadamente. Le costó bajar la cremallera, pero lo
consiguió y, sin decir nada, con el único sonido de las lechuzas y el reloj, se
amaron hasta embriagarse el uno del otro.
Nunca le había sido infiel a su marido
en todos esos años. Había creído que había olvidado a Beltrán, que sólo había
sido un capricho de juventud, que su matrimonio era feliz, que amaba a Ramiro
como él la amaba a ella, que tenía la mejor vida que se pudiera desear… Acababa
de cumplir veinte años y hacía sólo dos meses que conocía a Ramiro, por eso su
padre tenía sus reservas. ¿Por qué esa boda tan rápida?”, le preguntó. “Papá,
es que Ramiro ha conseguido un buen puesto, pero a más de mil kilómetros, y lo
mejor es que nos casemos y me vaya con él”, respondió ella. Y parecía que la
estrategia de la huida había funcionado. Pero había tardado veinticinco años en
darse cuenta de que no había servido de nada, que había vivido en una burbuja ficticia, que hasta esa tarde con
Beltrán no había sabido lo que era amar. Su cabeza le decía una cosa y su
corazón otra. Sólo quería dormir, dormir y que pasase el tiempo.
Se dirigió a la ventanilla, cerró su
vuelo y llamó a Ramiro.
—Cariño, cojo el avión de las diez y
media.
—De acuerdo, estaré esperándote en el
aeropuerto.
—¿Cómo ha ido todo?
—Bien, bien. Todo solucionado.
—Pues hasta luego. ¡Un beso!
—Otro para ti.
Se sentó en la sala de espera hasta que anunciaran
la puerta de embarque. Él llegó por detrás y se sentó a su lado. Ella lo miró
con asombro.
—Sofía, estás a tiempo —le dijo. Llevaba
un jersey verde oscuro y gafas de moldura fina y negra que destacaban el color
miel de sus ojos.
—¿ Por qué me lo pones tan difícil? —preguntó
ella. Abrió el bolso, sacó un pañuelo y se enjugó una lágrima que se le
escapaba sin poder controlarla— “¡Ojalá
no hubiera vuelto nunca!”, pensó. Él le pasó su brazo por los hombros y la besó
en la cara.
—Porque hemos perdido veinticinco años y
es nuestra última oportunidad —contestó.
—¡Veinticinco años! —dijo ella. Por
megafonía estaban anunciando su vuelo por la puerta de embarque número 8.
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