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viernes, 15 de junio de 2012


Relato 8 de

Concha Núñez.


VEINTICINCO   AÑOS.

Sofía y Ramiro se sentaron en el sofá uno junto al otro.
—¡Veinticinco ya! Y parece que fue ayer –dijo ella.
—Veinticinco, pero estás tan guapa como ese día —contestó él y le dio un beso en la mejilla. Pasó la hoja del álbum de fotos y en la siguiente aparecían con los padrinos: el padre de ella y la madre de él. Al terminar la carrera Ramiro entró a trabajar en esa multinacional. Al poco vino el traslado y la boda inmediata. “Contigo donde tú vayas”, le contestó Sofía cuando él se lo pidió. Aunque se fue con la pena de dejar a su padre solo.
—Mira tía Irene, qué joven está. Ya es la única que queda —dijo ella. Irene era la hermana pequeña de su padre. Cuando éste enfermó, se fue con su hija y ésta lo cuidó hasta que murió, pero él no perdió la esperanza de volver a su pueblo, Por eso, al marcharse dejó la casa tal cual y dio la llave a su hermana. “Te agradecería que cuidaras a Canela; ella le tenía tanto cariño…”, requirió a Irene, que no se pudo negar. Se ocupó de la casa, y de la gata hasta que murió. Pero ya estaba mayor y enferma y había llamado a su sobrina para que dispusiera de la casa como quisiera “porque no tiene sentido mantener esta casa vacía un año y otro si no piensas volver”, le había dicho.
—Da escalofríos ver cuántos no están ya —musitó Sofía al pasar la página de la foto donde ella en el centro vestida de novia y Ramiro a su lado, aparecían rodeados de toda la familia.


“Te llamaré cuando llegue”, le había dicho a Ramiro antes de entrar por la puerta de embarque. Y subió al avión.
En veinticinco años era la primera vez que se separaban. Ramiro y ella eran una pareja perfecta: él ocupaba un cargo directivo en una importante empresa, lo que les permitía vivir muy desahogadamente; y ella, una tranquila ama de casa y madre de dos hijos de veintidós  y veinticuatro años.
Del aeropuerto tomó un taxi a la estación de autobuses, donde cogió uno que la llevó al  pueblo. Cuando llegó, nadie la esperaba. Se dirigió directamente a casa de Irene. Era de noche. No encontró a nadie en la calle. “Todo parece más pequeño”, pensó. Miró los tejados de pizarra, negros y brillantes como un vinilo por las gotas de rocío que empezaban a caer; las calles empedradas, la pequeña librería de la esquina… “¿cómo he podido olvidar todo esto?, se decía. Algunas casas estaban cerradas y sólo volvían a ellas unos días en verano. Hasta había alguna que se caía a pedazos por el abandono.
—Mi querida Sofía, pero qué guapa estás. Parece que no ha pasado el tiempo por ti.
—Tampoco por ti, tía Irene —Mintió Sofía abrazándola; pues había cambiado considerablemente. Sus impresionantes ojos grises habían perdido el brillo y aparecían además rodeados de finas líneas que surcaban su blanquísima piel y desde la comisura del ojo se bifurcaban abriéndose, avanzando hacia las orejas. El contorno de su cara había perdido su antigua forma y su pelo rubio, ahora tenía un tono entre pajizo y ceniciento. A Sofía le recordó una muñeca que tuvo de niña, que tenía el pelo blanco de un nilón finísimo. Sofía la peinaba y, al contacto con el peine, el pelo de la muñeca se cargaba de electricidad, se abría y le daba un aspecto como de tener un fino velo en la cabeza, hasta que al rato se deselectrizaba y conseguía peinarla con una trenza, que adornaba con un lazo a juego siempre con el color del vestido—. Te veo muy bien. Pensaba que iba a encontrarme una señora mayor, arrugada… y cuando te he visto me he dicho “pero si está más guapa que nunca”. —La besó en la cara y la abrazó de nuevo.  Llevaba un vestido estampado azul y blanco y unos pendientes con una roseta de lapislázuli de la que colgaba una perla blanca. Se los había traído de Chile su marido, que había sido marinero. Él viajaba mucho. De uno de esos viajes no volvió, aunque Irene lo seguía esperando. A Sofía siempre le habían gustado esos pendientes. “El día que yo no esté serán para ti”, le había prometido.
—¿Aún los llevas? —le preguntó Sofía que le dio con un dedo a una perla y se movió varias veces delante y detrás como un péndulo desde el engarce que la unía al lapislázuli, hasta quedar parada.
—Sí, los llevaré el resto de mis días. Luego serán para ti.
>>Mi querida niña, pensé que no te volvería a ver —continuó emocionada Irene; “Tía, quiero quedarme en tu casa esta noche, anda, díselo a mamá”, le pedía Irene; y su padre añadía siempre: “no le des tantos mimos, que la estás malcriando”.
Irene  no había tenido hijos y ésta era su única sobrina; por lo que había volcado en ella el instinto maternal que la naturaleza no le había dejado materializar, sobre todo a partir de la muerte de su cuñada, cuando Sofía tenía sólo diez años.
—Y bien, ¿qué es lo que te ocurre?
—Mis piernas. Cada vez tienen menos fuerza —contestó Irene sentada en una butaca y pasando sus manos por ambas rodilla— y un pequeño problema de corazón—–Añadió.  Sofía le miró las piernas. Tenía un poco hinchados los tobillos. Esto, unido a que había perdido masa muscular en las pantorrillas les daba un aspecto de cilindro, parecido a los tubos donde Ramiro solía guardar los planos—. Pero, ¡vamos a comer!, que tendrás hambre. Te he preparado patatas con huevos estrellados, como a ti te gustaban.
—Y me siguen gustando. Y hace muchísimo que no las como. Me paso la vida a dieta —contestó Sofía, que llevaba los últimos años de su vida contando calorías como un taxímetro cuenta kilómetros.
—Pero si estás muy flaca. Demasiado, diría yo.
Se sentaron a la mesa, Irene trajo una cazuela de barro con las patatas doradas a  rodajas, los huevos encima y unas ruedas de chorizo alrededor. A Sofía se le hizo la boca agua sólo con el olor, y dio fin de la cazuela sin el más mínimo remordimiento de conciencia; ése que solía acompañarla cada vez que se rendía a los placeres calóricos, como si acabase de cometer un delito.
—Mañana iremos a la casa.
—Sí, tía. Mañana.


Irene metió la llave en la cerradura y abrió la puerta, que chirrió al abrir. Al entrar no se veía nada. Luego levantaron las persianas, abrieron las ventanas y la casa tomó vida, como cuando se levanta el telón oscuro del teatro y aparece el escenario iluminado, dispuesto para que actúen los personajes. Estaba igual que Sofía la recordaba “los mismos muebles, las mismas cortinas, el mismo suelo de madera barnizada” pensó. Parecía que había sido el día anterior cuando la dejó y se despidió de su padre: “Y ya sabes que te espero en navidades, papá”. Pero él no quiso ir ni esa ni las posteriores y cada año le repetía: “No te preocupes por mi, pasaré las navidades en casa de tía Irene”. Nunca le había gustado la ciudad. En el pueblo tenía sus raíces, sus amigos y su negocio. Tenía una empresa maderera con la que se había enriquecido. Sofía era su única hija y aunque inconscientemente, nunca le perdonó que lo abandonara por irse con Ramiro.
—Tía, qué bien la has conservado —dijo Irene. Dio una vuelta sobre sí misma en el salón y lo miró todo alrededor.
—Tu padre me dejó dinero suficiente para que lo hiciera. Por eso he podido incluso mandarla pintar, barnizar el suelo y algún que otro arreglillo que haya ido haciendo falta —contestó Irene, que ya se había sentado en una butaca orejero que estaba junto a una chimenea sin leña que prender. Mientras, Sofía salía de una habitación y entraba en otra sin poder evitar que se le escapara alguna que otra lágrima. “Veinticinco años”, se decía una y otra vez, “veinticinco años”.
—Me gustaría quedarme aquí toda la mañana, tía.
—De acuerdo, yo me voy para ir preparando la comida. Te voy a hacer una cazuela de pescado.
Irene se levantó, se puso las manos atrás en la cintura y cuando hubo andado unos cuantos pasos se enderezó y cogió el camino de su casa que estaba dos calles más abajo. Sofía entró en la cocina y el olor a vainilla invadió sus recuerdos: “no comas más flan que luego te duele la barriga”. Pensaba que no podía haber en el mundo un sabor más maravilloso que el del flan. Su madre lo sabía, y la premiaba o castigaba con ese postre: “por haberme mentido vas a estar una semana sin comer flan”. Una semana, ¿no podían ser dos días, tres…? Una semana, una eternidad, sin comer flan. Le gustaba tanto que hasta el color del flan era su favorito. “¿Por qué el amarillo?”, le preguntó una vez Ramiro. “No sé” —le contestó, sin querer entrar en la razón.
Dejó la puerta abierta y subió a la buhardilla, donde estaban todos los trastos que se habían ido amontonando con el tiempo: muebles, cajas con fotos y recuerdos, y el baúl donde guardaba todos los juguetes que se resistía a tirar. Lo abrió; allí seguía la muñeca de pelo blanco. A su madre le daba coraje que sólo jugase con esa muñeca: “parece que no tienes otra”. Pero era su favorita y no podía dormirse si no la acostaba a su lado. Soltó la muñeca, miró por la ventana y vio que en ese momento un hombre alto entraba en la casa.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó él, pensando que estaba dentro Irene.
—Sí, ¿quién es?
Sonó el toc, toc de los tacones de los zapatos de Sofía bajando los escalones. Beltrán miró hacia arriba.
—¿Sofía?
—¿Bel…Beltrán? —dijo, y se quedó inmóvil en mitad de la escalera, como si hubiera visto un fantasma. Luego bajó despacio y se paró frente a él.
—¡Cuanto tiempo!
—Veinticinco años.
—¿Puedo darte un abrazo?
Ella no contestó, simplemente adelantó un paso. Beltrán la rodeó con sus brazos y le dio un beso en la frente. Ella se quedó inerte. “¿Cómo estás?” —le preguntó, escurriéndose de él. Después de tantos años no se podía imaginar que le iba a producir semejante estremecimiento tenerlo tan cerca. “Muy bien, ya me ves” —contestó. La  miró. Llevaba una falda ajustada negra y una blusa amarilla, que le recordó un vestido amarillo vainilla con la falda plisada y escote de barco que llevaba el día que le dijo que la amaba, que estaba dispuesto a todo por ella; ése que llevaba el día que le robó un beso furtivo; el que llevaba la última vez que la vio.
—Veo que sigue siendo tu color.
—Me sigue gustando.
—Estas guapísima. ¿Qué has venido a hacer?
—Me llamó tía Irene para que le dé una solución a la casa —contestó acercándose a un sillón donde se sentó— ¿y tú?
—Por un momento pensé que venías a quedarte.
>>Bueno, yo creí que estaba aquí Irene y quería decirle que en vez de pasar por la consulta mañana viniera esta tarde; mañana estaré fuera todo el día.
—¿Cómo está? Me ha dicho que tiene un problema de corazón.
—Sí. Tiene el corazón muy delicado.
Beltrán era el médico del pueblo. Llegó allí veintisiete años atrás, recién terminada la carrera y recién casado. “Son amígdalas”, le dijo a Sofía la primera vez que fue a su consulta. “Las padece desde niña, pero a mí siempre me ha dado miedo que la operaran”, añadió su padre. Y desde ese día una atracción irresistible empezó a surgir  entre ellos. Sofía era muy joven, y él, diez años mayor, no era un hombre libre. Conoció a su mujer siendo los dos muy jóvenes, casi dos niños. Ella era una chica educada, de buena familia y lo quería. A él tampoco le desagradaba ella y casi sin darse cuenta, un día se vio casado. “Pero hasta que te he conocido no he sabido de verdad lo que era amar apasionadamente, desear a otra persona” le confesó a Sofía esa última vez.
—¿Has seguido todos estos años aquí?
—Sí –respondió.
Había ganado peso y su pelo castaño se estaba volviendo canoso, pero conservaba esa dulce mirada color caramelo; esos ojos ambarinos que la habían enamorado.
— Tú, ya sé que te casaste, pero al menos podías haberte despedido.
—Fue mejor así. Y ahora tengo que irme. Tía Irene me espera para comer.
—¿No crees que merecía una explicación? —preguntó. “los prejuicios sociales muchas veces cambian la vida”, pensó ella, pero no contestó—. Al menos vendrás a despedirte esta vez; espero. Ya sabes donde vivo.
—Pero…
—Ella se fue hace más de tres años y no he vuelto a tener noticias suyas.


Sofía no lograba conciliar el sueño por las noches. Un terremoto había sacudido su pequeño cosmos, su mundo ordenado y perfecto, su intachable vida feliz. “¿Por qué ha tenido que aparecer otra vez en mi vida?” se preguntaba una y otra vez.

Llevaba allí una semana y ya había cerrado el trato con un vecino para venderle la casa. “Sólo me llevaré algunos recuerdos”, le había dicho. Por eso al día siguiente volvió a la casa. Dio cuerda al reloj de pared que estaba en el salón; subió a la buhardilla y abrió un armario lleno de ropa, bolsos, sombreros… Cogió un vestido y se lo puso. A pesar de la dieta continua, tuvo que contener la respiración para subirse la cremallera, pero lo consiguió. Bajo las escaleras y se miró al espejo de pie que seguía en su dormitorio. Un rayo de luz a punto de ocultarse para dejar paso a Selene se reflejaba en el espejo. Miró el rayo y observó las partículas de polvo suspendidas en él, que se harían invisibles unos minutos después. Cogió un pañuelo de su bolso y limpio la superficie del espejo. Su piel blanca y su pelo azabache producían un bello contraste sobre el color amarillo vainilla de su vestido de escote de barco y falda plisada. En ese momento sintió el “toc, toc” de unos nudillos en la puerta.
Beltrán entró, la miró, la rodeó con sus brazos y la besó apasionadamente. Le costó bajar la cremallera, pero lo consiguió y, sin decir nada, con el único sonido de las lechuzas y el reloj, se amaron hasta embriagarse el uno del otro.
Nunca le había sido infiel a su marido en todos esos años. Había creído que había olvidado a Beltrán, que sólo había sido un capricho de juventud, que su matrimonio era feliz, que amaba a Ramiro como él la amaba a ella, que tenía la mejor vida que se pudiera desear… Acababa de cumplir veinte años y hacía sólo dos meses que conocía a Ramiro, por eso su padre tenía sus reservas. ¿Por qué esa boda tan rápida?”, le preguntó. “Papá, es que Ramiro ha conseguido un buen puesto, pero a más de mil kilómetros, y lo mejor es que nos casemos y me vaya con él”, respondió ella. Y parecía que la estrategia de la huida había funcionado. Pero había tardado veinticinco años en darse cuenta de que no había servido de nada, que había vivido en una  burbuja ficticia, que hasta esa tarde con Beltrán no había sabido lo que era amar. Su cabeza le decía una cosa y su corazón otra. Sólo quería dormir, dormir y que pasase el tiempo.  


Se dirigió a la ventanilla, cerró su vuelo y llamó a Ramiro.
—Cariño, cojo el avión de las diez y media.
—De acuerdo, estaré esperándote en el aeropuerto.
—¿Cómo ha ido todo?
—Bien, bien. Todo solucionado.
—Pues hasta luego. ¡Un beso!
—Otro para ti.
Se sentó en la sala de espera hasta que anunciaran la puerta de embarque. Él llegó por detrás y se sentó a su lado. Ella lo miró con asombro.
—Sofía, estás a tiempo —le dijo. Llevaba un jersey verde oscuro y gafas de moldura fina y negra que destacaban el color miel de sus ojos.
—¿ Por qué me lo pones tan difícil? —preguntó ella. Abrió el bolso, sacó un pañuelo y se enjugó una lágrima que se le escapaba sin poder controlarla—  “¡Ojalá no hubiera vuelto nunca!”, pensó. Él le pasó su brazo por los hombros y la besó en la cara.
—Porque hemos perdido veinticinco años y es nuestra última oportunidad —contestó.
—¡Veinticinco años! —dijo ella. Por megafonía estaban anunciando su vuelo por la puerta de embarque número 8.

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