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miércoles, 13 de junio de 2012

-Relato 8 de Higinio Gómez

                      HIPÓCRATES Y FEDERICO



Como la mayor parte de sus colegas, Pedro Alonso sostenía que la avidez con la que codiciamos el oxígeno del aire es irresistible; a cualquier edad, incluso en circunstancias muy difíciles. Quizá esa fue la razón por la cual él eligió su profesión: si algo había que hacer en este mundo era ayudar a la gente a respirar; se anhela, se desea con ansia. 

Pedro Alonso pasó algunos años de su vida en un lugar insignificante, sobre una sierra cubierta de jaras, alcornoques y encinas, de pocas casas, cuya blancura competía con la leche de sus vacas; compartía el espacio con las cabras; y emulaba en antigüedad a la edad de sus vecinos. Allí conoció a María y a Federico, un matrimonio de ancianos que necesitaban sus servicios como médico del pueblo.

Todavía se ve caminando con esfuerzo por la cuesta empinada que  conducía a la casa de Federico y María cerca de la iglesia de piedra centenaria donde los visitó en más de una ocasión. No andará muy holgada de dinero esta familia, eso es lo que entonces pensó.

Algunas ovejas, menos vacas de leche, pocas cabras, pequeñas edificaciones no muy cuidadas, y un gran prado verde protegido por alambrada en donde convivían los animales, parecían insuficientes para financiar los estudios de Emilio; un hijo de ambos, y catedrático en la universidad, le dijeron. Será mentira. La gente de los pueblos del sur miente con más facilidad que pestañea. Se lo dijo un psiquiatra que también era del sur. Seguramente Emilio ha puesto mucho de su parte ayudándose de las becas, creyó Pedro Alonso. Hasta que después de sus primeras contactos con los enfermos del pueblo supo que les llamaban “los marqueses”. “Están forrados”, le dijeron, “vinieron, derribaron unas casuchas que había, se compraron el ganado, y construyeron ese caserón”. No parecía que fuera así por el aspecto exterior de la vivienda. Un gran corral cercado por una pared  de más de dos metros de altura construida con lanchas pizarreñas coronada con trozos de cristal apiñados por cientos y argamasados, protegía el caserón de un solo piso. El cristal y la sangre, buen título para un dramón rural a caballo de media docena de navajas de Albacete. Cuando les visitó por primera vez se encontró con una magnífica casa en cuyo interior se respiraba un ambiente sin lujo pero muy confortable.

Aquella pareja no tuvo reparos para hablar de cualquier cosa en su presencia. Otra aparente facilidad para la comunicación con la gente del sur. Luego resulta que lo que ha pasado no se parece en nada a lo que me han contado. Prestaban mucha atención a sus recomendaciones. De improviso, en su primera visita, parecía que ignorándole, hablaron sobre todo de Mercedes, la mujer de su hijo Emilio. El supuesto catedrático de universidad... Será más bien un mal pagado profesor adjunto. Soy un mal pensado. Pura envidia ibérica. Yo solo soy un médico de pueblo, seguramente peor pagado que él.
                                           
—Aunque hablemos de nuestros asuntos, cuando usted venga a nuestra casa quédese hasta que quiera, don Pedro; nos gusta que usted nos oiga —le dijo María más de una vez en la consulta. María está segura de que a ellos les gusta que yo les oiga; pero no sabe si a mí me gusta oírlos. Yo soy el médico y tengo que hacerlo. Te has propuesto ayudar a la gente a vivir, a respirar. Recoger datos es el primer paso para resolver un problema. No debes olvidarlo. Veremos luego si hay contradicciones en lo que ellos dicen. Antes de empezar a pensar, recuerda siempre el juramento de  tu viejo amigo Hipócrates[1]. 

María también le confesó en una ocasión que habían pasado ya casi cuatro años desde que su hijo y su nuera acudieron al pueblo. María y Federico habían ido a la ciudad para ver a su hijo hacía dos años. Ni ella ni Federico estaban ya para viajar. Tienen razón. Al menos es gente prudente.

                                             ***

Federico fue a decirle que María estaba mala “otra vez”. Pedro Alonso acudió a su casa. Ella estaba en la cama sin fiebre, pero intranquila. Nada más terminar su examen protocolario, María le dijo que su hijo Emilio iba a pasar con ellos la Nochebuena. 
—¿Estás segura de que este año vendrán? —preguntó Federico a su mujer. Esa misma pregunta, no sé por qué, me la hago yo.
—Es la tercera vez que me lo preguntas; hablé ayer con Emilio, ya te lo dije —respondió ella. Es irrelevante que sea la tercera, o la segunda, o la cuarta.  
A pesar de la respuesta de su mujer, Pedro notó que Federico deseaba oírlo más veces.        
—Pero yo no se lo he oído decir a Mercedes —insistió Federico. 

María no contestó. Pedro pensó que ella sabía muy bien lo que pasaba... Las mujeres entienden a las mujeres mejor que los hombres. Lo saben hasta las mujeres.
 
—Esa fotografía de ella deberías ponerla a la entrada de nuestra casa, se sentirá mejor —dijo Federico. Pedro creyó que con la imagen de Mercedes en la cabeza—. ¿No recuerdas que hace ya cuatro años cuando vino por primera vez, y no ha vuelto desde entonces, al verse en nuestro dormitorio hizo un gesto raro? 
—¿Qué gesto? —le preguntó María.
—Mercedes no quería estar en nuestra habitación. —Se comprende. ¿Qué carajo iba a hacer ella en la habitación de sus queridos  suegros?¿En la cama con ellos?
—Fuiste tú quien la puso para que viéramos a nuestro hijo todos los días antes de dormir. Ponla a la puerta de la casa si quieres. —¿Seguro que era a su hijo?¿No sería a su nuera?¿No serías tú, paciente María, quien deseaba tener a tu hijo delante y no ve ni en pinturas  a tu querida Mercedes?
—Don Pedro, ¿usted qué opina?
—Dejarme pensarlo —respondió él. —Ni lo pienso, ni les contesto, porque con esas cosas del alma, la gente unas veces mejora y otras empeora. Lo sé por experiencia.

                                              ***

Federico se levantó del asiento que ocupaba junto a la chimenea. —Es un hombre fuerte. Curtido por las tareas del campo como suele decirse. Lleva pantalones de pana y una camisa a cuadros muy grandes de color verde y azul. Como el cielo y los prados en primavera. Sería por eso... Federico se acercó a un mueble de la estancia, tiró de uno de sus cajones y extrajo un manojo de cubiertos.
—¿Qué haces? —le preguntó María.
—¿Qué hago?... Estos cubiertos no han salido de ahí desde que hicimos la casa. Como ella no te cayó bien no los pusiste en la mesa. ¡Recuérdalo!
—Mercedes no me gustaba ni me gusta para nuestro hijo, lo sabes —le replicó ella. Todo el mundo sabe que, salvo contadas excepciones, no hay madre a quien le caiga bien la mujer que su hijo ha encontrado para intentar vivir con ella. De modo que la reacción de María no tenía nada de original. Veremos si ese rechazo no complica su enfermedad.

Federico salió y volvió con un gran retrato enmarcado de Mercedes y Emilio junto al mar cogidos de la mano; ella en top-less y pareo. —Muy propio para el lugar... Un sitio en el que hacía dos primaveras  y otoños sin caer una gota. Tampoco en el verano, por supuesto.  
—Don Pedro, ¿qué le parece a usted?
Pedro Alonso no respondió enseguida, aguardó para oír a María.
—Yo no digo que sea fea, es que no me gusta para él.
—Deja hablar a don Pedro; ¿qué le parece a usted?

Antes de que él encontrara una palabra del agrado de ambos, una joven sirvienta entró a la habitación. Pedro vio que traía un pollo pelado que mostró a Federico. ¡Un pollo en pelotas! ¡Más bello que Mercedes! ¡Siempre sorprende la vida!. Federico tomó el animal muerto en sus manos, lo examinó meticulosamente y lo devolvió a la muchacha.
—Está bien —dijo Federico. La joven salió en silencio. Deprisa, con miedo, una perrita con el rabo entre las patas. Y Federico continuó —: Recuerdo aquella cena, don Pedro. María preparó pollo al ajillo de segundo plato. Noté que Mercedes se esforzaba con los viejos cubiertos de todos los días en quitar los pelos de algunos trozos de la carne de pollo que continuaban en la piel. Yo mismo me encontré algunos, más de lo normal. Nuestro hijo Emilio la miraba, yo creo que disgustado por los jodidos pelos del pollo. ¿Por qué aquel día el pollo al ajillo tenía más pelos que otros? ¿Lo sabe usted, don Pedro?
Pedro calló. Y luego dijo:
—No. No lo sé. Lo pensaré. —No es mala idea para una tesis: La influencia del calendario sobre la presencia en el pollo al ajillo de pelos del animal sin arrancar.
Y María dijo:
—Desde entonces Federico se toma muy a pecho lo de los pelos.
—No quiero que vuelva a suceder, y si viene este año como ella cree, que lo dudo, pondremos la vajilla nueva y el pollo, que de haber, no tendrá pelos.
—No habrá pollo —afirmó María.

Aquella tarde Pedro Alonso tuvo la impresión de que una nueva etapa comenzaba en la vida de sus pacientes. Él quería quitarse de la cabeza la idea de que la causa del comienzo de esa etapa no fuera el funcionamiento defectuoso de sus riñones (enfermedad de María), sino la presencia destructiva de Mercedes en sus cerebros, una patología todavía no estudiada como es debido, pensó. Su profesión le permitía observar el fenómeno a pie de obra como suele decirse.

                                              ***

La leche de vaca tres veces hervida antes de tomar fue un leño más añadido al fuego de ese período nefasto.
Tomaban café junto a la magnífica chimenea de la casa. Federico les recordó la agilidad con la que Mercedes abandonó la cocina para descargar el desayuno en el retrete cuando supo por María que la leche que acaba de tomar no era del supermercado, sino de sus propias vacas “tres veces hervida”.
—No fue la leche —replicó María—, sino los “kelos” que tú compraste y casi le obligaste a tomar.
—Ella se había quejado a nuestro hijo de falta de regularidad, me lo dijo Emilio. No conozco a nadie que haya venido a pasar una temporada al pueblo y no acabe por padecer de  estreñimiento. Y usted, ¿qué piensa de eso, don Pedro?

Pedro Alonso les dijo que las cosas del cuerpo no se prestan a soluciones sencillas. Tampoco las del alma. Ni siquiera sabemos todavía dónde se encuentra. Me propongo ponerme a investigarlo tan pronto como  abandone este pueblo. Hablaré con Mercedes si consigo verla. Lo juro.  
—Pero sí las cosas de la casa —añadió María—. Emilio nos dijo que Mercedes se había quejado también de la situación de la habitación en la que ellos habían dormido; la mejor de la casa; en la que siempre durmió y estudió nuestro hijo durante las vacaciones. La equipamos con nuevos muebles para que ella se encontrara a gusto. Hemos tenido que volver a dejar la habitación de Emilio como él quiso siempre. Hemos trasladado los muebles al Sur como ella desea, porque no soporta los “aullidos del viento que viene del Norte”. ¿Qué le parece eso, don Pedro? 

—Tendré que pensarlo y consultar algún libro —les dijo. Puede tratarse de una dolencia contemporánea... En este tiempo nuestro aparecen enfermedades  que seguro ya existían en tiempo de Hipócrates, calló.   
Todavía Pedro Alonso visitó a sus amigos pacientes dos veces más.
                                       
                                                    ***
                                                 
Le recibieron muy contentos, les veía felices. Por la mañana Enrique había llamado a sus padre para decirles que llegaría con Mercedes al pueblo dos días antes de Navidad. Pasarían con ellos una semana por lo menos.

En aquellos días Pedro les vio desarrollar una actividad frenética y patética, como si la ignorancia aliada del amor les empujara hacia su propia destrucción.

Ayudados por dos mujeres y un empleado de Federico para el campo, barrieron frenéticos hasta la última esquina del extenso corral en donde gallinas, pollos, patos, perdices, pavos y palomas vivían a sus anchas. Limpiaron meticulosamente todos los aperos de labranza; el tractor y la cochera. Desinfectaron las pocilgas y baldearon los cerdos. Faldegaron compulsivos todas las paredes del corral y los recintos de los animales. En el interior de la casa removieron muebles y aspiraron el polvo de lugares recónditos. Limpiaron enardecidos ventanas y cristales. Lavaron y plancharon cortinas, sábanas, colchas, manteles y servilletas.
—Cuatro veces hemos cargado el lavavajillas y otras tantas la lavadora —le contó María entusiasmada. Claro, ellos hacen todos estos trabajos para que cuando lleguen Mercedes y Enrique disfruten, y no haya disgustos. Diagnóstico de libro. Lo vería hasta el viejo Hipócrates, mi amigo. 

En la mañana del día veinte de diciembre recibieron una carta de Emilio que Federico le leyó a don Pedro:

Queridos padres: Mercedes ha caído enferma. No podemos ir esta Nochebuena. Ella  me ha pedido que os enviemos a Roco, mi bóxer, el que me regalasteis el año pasado por mi cumpleaños. Ella dice que Roco os hará compañía en mi ausencia, y que eso os gustará. Ella también me pide que os diga que cuando él crezca os ayudará a cuidar de las vacas como yo lo hice en otros tiempos, y que eso le gustará a Roco. Os lo envía por transporte urgente en la misma jaula que vosotros lo hicisteis. Feliz Navidad.  
Un abrazo muy fuerte y muchos besos para los dos, Emilio.

De madrugada Federico le llamó a don Pedro para decirle que María se encontraba muy mal. En una ambulancia la llevaron al hospital más cercano.   
—Nos mienten, don Pedro —le dijo Federico—. Ella, ella, ella... Ella no nos deja respirar. ¿Cree usted que María se curará?
—¡Claro que se curará! —le respondió. Yo tenía que mentir.

                                                   ***

María agonizando le pidió a don Pedro que cuidara de Roco y de Federico.

Emilio no vio a su madre con vida. Acudió al sepelio. Mercedes no estaba para viajes, aseguró él.  
                  
                                         ***

Alguien del pueblo acudió siete días después a la consulta de don Pedro para decirle que acababan de encontrar a Federico colgado en la higuera de su corral.
Pedro Alonso pensó que ella murió de tristeza; Federico, para seguir a su lado.

—¿Qué pinto yo ya aquí, don Pedro? —le dijo Federico dos días antes—.  Siempre hemos estado enamorados. Nos vinimos aquí para que las cosas de la ciudad no nos distrajeran del cariño; hay demasiados ruidos, demasiadas cosas inútiles.

                                              ***       

Federico apuraba un vaso de vino uno de aquellos días tristes al atardecer.
—¿Cree usted que con este corazón ya destrozado seré capaz de  alcanzarla?
—Ella es muy espabilada, tendrás que correr —le respondió Pedro—. Recuerda que en la última revisión tu corazón funcionaba muy bien. 

Al día siguiente, se fue. Le dejó una nota:

Don Pedro, me aburro solo. Tras de ella voy. Mi corazón resistirá, tiene usted razón; pero no mis pulmones.

                                            ***

Pedro Alonso abandonó aquel pueblo para hacer su trabajo en otro. Roco, un bello cachorro de bóxer que María le dejó como herencia, se fue  con él. Pedro estaba seguro de que Roco también contribuiría a que él mantuviera el anhelo por continuar consumiendo oxígeno en este sorprendente planeta.
                                            ***
                                   
Allí está  ahora al lado de Pedro Alonso su amigo Roco respirando a su lado, encaramado en una silla, su cabeza apoyada, y sus belfos relajados sobre la mesa en la que Pedro escribe y piensa en las cosas del alma. Roco le mira como solo él sabe hacerlo. Y de pronto, Roco lo hace a lo lejos a través de los cristales de la ventana, un buen rato, como escuchando.
Roco ha oído en las remotas estrellas algo que hasta aquellos días en el pueblo  yo no había podido percibir.
Seguramente, la muerte de Federico le recuerda a Pedro Alonso las viejas razones que le llevaron a elegir su profesión.


[1] El más importante médico de la antigüedad. (isla de Cos 460 – Larisa c. 377 a. J.C.) 

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