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miércoles, 20 de junio de 2012

- Relato 9 de Jose Antonio Borrero

How deep is your love                           

Aquella mañana hice autostop. No lo he vuelto a hacer desde entonces. En un cruce de carreteras un coche se detuvo. Era grande, de color negro, de alguna marca extranjera que no conocía. Su oscuridad contrastaba con el fulgor del sol sobre los campos de girasoles y el alquitrán de la carretera. El hombre que lo conducía me abrió la puerta. Vestía un traje oscuro con una corbata negra. Era calvo, y el poco pelo que le quedaba alrededor de la coronilla era de color gris, igual que un poblado bigotito que colgaba de debajo de una nariz abultada y de unas gafas con cristales de aumento. Comencé a contarle las circunstancias que me habían llevado a hacer autostop, pero desde que me recogió, dirigió su mirada a la carretera, y poco a poco abandoné la certeza de que me estuviese escuchando. Pero no me importó demasiado. Conducía en la dirección en la que yo deseaba, y parecía estar realizando un largo viaje, así que no pasarían más de unos minutos hasta que atravesara algún pueblo, donde podría coger un autobús. Traté de acomodarme a la falta de conversación. Desvié mi atención a los campos de girasoles, a ese manto amarillo que parecía no tener fin. Afuera la temperatura no tardaría en alcanzar los cuarenta grados, mientras que el indicador del salpicadero marcaba sólo veinticuatro. Me dejé llevar por la música de los setenta. Al principio pensé que sonaba a través de la radio, pero me fijé abajo, en el equipo de sonido, y los leds indicaban que estaba puesto un disco. Me pareció reconocer la canción Black Diamond de los Bee Gees. El hombre seguía sin decir nada y sin mirarme, y me dediqué a observar los mandos, los indicadores, y a buscar alguna cualidad del coche lo suficientemente moderna, con la que favorecer algún tema de conversación. Pero entonces, de repente, ocurrió algo. Sentí un suave zumbido a mi derecha. La ventanilla de mi lado comenzó a bajarse. El cristal poco a poco fue desapareciendo en el interior de la puerta. Mientras, el hombre seguía mirando al frente. Veía de perfil su bigotito, sus gafas y su nariz abultada. A su lado tenía los mandos de las ventanas pero no le había visto separar las manos del volante. El aire entraba como un vendaval y ahogaba la música. Pero de pronto una parte del cristal apareció por la ventana, y comenzó a subir sólo. El hombre seguía con el mismo perfil esculpido, sin perder la vista en la carretera. Cuando la ventanilla se terminó de cerrar, me volví hacia él. Pero entonces volvió a suceder. Esta vez en su lado. El cristal izquierdo comenzó a bajarse, sin que ninguno de los dos hubiese movido un solo músculo. Pronto se escuchó el aire entrando por su ventana. Alborotaba el poco pelo que tenía. Cuando la ventana comenzó a subir, inesperadamente se activaron también los limpiaparabrisas. El líquido que escupieron inicialmente, no pudo evitar el chirrido de las dos tiras de goma arañando el cristal delantero. Fueron adquiriendo un movimiento tan rápido, que parecía que en cualquier momento saldrían despedidos, pero sus vaivenes eran incapaces de igualar el ritmo de los latidos en mi pecho. Fue entonces cuando el hombre se giró hacia mí. Me miró con su nariz abultada y un leve movimiento del bigotito sobre una sonrisa de ardilla. Pero sólo fue un instante, volvió la mirada hacia la carretera. Entonces la ventanilla terminó de cerrarse, los limpiaparabrisas se detuvieron y el interior del coche volvió a la calma anterior. Se escuchaba de nuevo la música. Ahora sonaba otra canción. El hombre permanecía en silencio y mirando al frente, exactamente igual que antes del incidente. Tardé unos segundos, pero finalmente me decidí a preguntarle:
− ¿Qué ha pasado? Parece que algo no funciona bien ¿no?
− No muchacho. Va todo bien −me contestó sin mirarme a la cara.
− Pero,… ¿las ventanas? ¿El limpiaparabrisas? −Me giré más hacia él, y los señalé tímidamente.
− Ah, eso… No te preocupes…
− Bueno, no debe ser nada grave. Un amigo mío tuvo un problema parecido. Resultó ser un mal contacto.
− Ya lo llevé a un taller.
− ¿Lo han revisado? ¿Y no lo han podido repararlo?
− Ya te he dicho que no tiene avería.
− Vaya, −seguí insistiendo− estos coches modernos llevan demasiada electrónica. Incluso un pequeño ordenador. Seguro que si lo miran bien…
Esto pareció divertirle.
− Ya lo cambiaron.
− Pues creo que va a tener que cambiar de taller.
Entonces se volvió hacia mí. Descubrí unos pequeños ojos azul fuego tras los gruesos cristales, y de un modo brusco elevó exageradamente el tono de su voz.
− ¡Ya lo hice muchacho! ¡Lo llevé a dos diferentes!
Como respuesta tensé las piernas y crucé los brazos. Miré al frente sin perder la vista en la carretera. Permanecí en silencio. El paisaje había cambiado los girasoles por los campos de trigo. Seguía sin apenas árboles, sin apenas sombras donde cobijarse de un sol implacable. Pasó como mínimo otra canción, hasta que, de repente, volvió a hablar:
− Verás muchacho. Compré el coche hace poco, de segunda mano.
− ¿De segunda mano?
− Si, y cuando los mecánicos lo dieron por imposible, busqué al anterior dueño, y fui a su casa.
− ¿Y qué pasó?
− Me abrió un hombre. Negaba que antes de venderlo tuviese el problema.
− ¡Seguro que mentía!
− Creo que no.
− ¿No? ¿Y cómo lo sabe?
− Estuvimos hablando un buen rato. Me acabó confesando que el coche había sido de su esposa. Y como había muerto hacía poco, se quiso deshacer de él.
− Vaya, ¿y eso que tiene que ver con la avería?
− Al parecer su esposa metió el vehículo en el garaje y se encerró dentro. Después se tomó un saco de pastillas. La encontraron en el asiento trasero.
En ese momento no pude evitar mirar hacia atrás. La imaginé con las piernas encogidas y los ojos abiertos.
− ¿Qué me está queriendo decir,… que lo de las ventanillas, y lo de los limpiaparabrisas,…?
− Bueno, ella lo hace casi siempre que los escucha.
− ¿Cuando los escucha? ¿A quienes?
− Si, cuando suenan los Bee Gees.
− ¿Cómo?
− Si, ese grupo de música de los setenta, los Bee Gees.
− Sí, sí, lo conozco. Pero,…
No terminé la frase. Volví la vista sobre la carretera.
− Sé que a Luisa le gustan mucho los Bee Gees, te lo aseguro. Sólo lo hace cuando suena una de sus canciones… aunque también le gustan otros… Es muy sensible.
Luego fue él, el que volvió la cara al frente. Aunque todavía dijo algo en un tono muy bajo que escuché con dificultad:
− ¿No lo entiendes? Ha sido una suerte…

En ese momento llegamos al final de un repecho, y una gasolinera apareció a la izquierda, y tras de ella unas casas. Después entramos en un pueblo pequeño. En un ensanche de la calle principal había una señal oxidada que parecía una parada de autobús. Le pedí que me dejase allí. Antes de cerrar la puerta le dí las gracias, pero ya miraba hacia adelante, dispuesto a continuar su viaje, y no se despidió. Comenzaba a escucharse dentro del coche How deep is your love.

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