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jueves, 14 de junio de 2012

Relato 8 de Teresa Salazar

Compañeros

Era viernes por la tarde de un otoño que se creía invierno, y Elisa había salido de casa para huir de su compañera de piso. La gente que solía caminar por la calle a aquella hora del día habían mirado por la ventana y había decidido quedarse en casa, dejándoles la plaza a ellas solas. El cielo tenía el color y la consistencia de la leche pasada. El hombre del tiempo había dicho que el anticiclón sobrevolando la región abandonaría la zona ese día. Elisa, con esa amnesia localizada que es la principal razón por la que la gente espera hasta el final del telediario para ver el tiempo, se lo había creído. Ahora se arrepentía.

— Te digo que es una conspiración — dijo Carina, agitando los brazos al hablar. Carina era una mujer de convicciones. Por ejemplo, tenía la convicción de que se debía respetar otras culturas. Expresaba esa convicción llevando colgado del cuello un amuleto que los habitantes de una tribu pequeña africana sólo llevaban de forma ceremonial, en rituales especiales —. ¿Qué otra explicación le encuentras?
— ¿Qué más da? — contestó Ángela, frotándose los brazos desnudos. Se había olvidado de traese un jersey, y tenía la piel erizada de frío. —. Si los de la compañía telefónica me quieren regalar un móvil, allá ellos.
— ¿Sabes lo que cuesta el móvil que te quieren regalar? Yo sí. Me he ido a la página web de la compañía. Sin el programa de puntos, el móvil te habría costado más de cien euros — dijo Carina. Había dado una asignatura de introducción a la economía aquel mismo año, y desde entonces se había autoproclamado experta en economía del grupo —. Una de dos, o al que le venden el móvil por cien y pico euros lo están timando, o aquí algo no marcha.
— Supongo que es una forma de fomentar la fidelidad a la compañía o algo así — sugirió Elisa. Su propio móvil tenía una foto de ella abrazando a su perro como fondo de pantalla. Lo primero que hacía al conocer a alguien nuevo era enseñárselo, y no se daba por satisfecha hasta que la persona con la que estaba hablando admitía que el perro era el perro más mono que habían visto nunca.
— ¿Con un móvil de cien euros? Dime una cosa, Elisa, ¿Con cuanta frecuencia te llama ésta? — dijo Carina, apuntando a la otra con el pulgar.
— Pues...
— Nunca. La respuesta es nunca — Carina negó la cabeza, y Ángela se encogió de hombros —. Estoy hasta las narices de recibir toques suyos. Me pongo lo que quieras a que al año no se gasta más de treinta euros en mensajes. Si yo fuera de la compañía, no la querría de cliente ni aunque me pagaran.
— Creo que si te pagara sí lo querrías de cliente — señaló Elisa. Carina le lanzó una mirada furibunda. Elisa alzó las manos, sintiéndose como un criminal que de repente se encuentra mirando lado equivocado de una pistola —. De acuerdo, vale. Digamos que es una conspiración. Entonces, según tú, ¿Por qué le han regalado un móvil a Ángela?
— ¡Ahí quería yo llegar! — contestó Carina con aire triunfante —. Le han regalado un móvil para que se enganche 'whatsApp' y sacarle el dinero.
— Para que se enganche al 'whatsApp' y sacarle el dinero —. repitió Elisa.
— Sí.
— Hay una conspiración para enganchar a Ángela al 'whatsApp' y sacarle el dinero.

Elisa y Carina miraron a Ángela. Ella les devolvió la mirada con inocencia infantil. Era la única que estudiaba en la misma ciudad en la que había nacido. Elisa y Carina la envidiaban por tener a alguien que le hiciera la colada. Ángela ni siquiera tenía la decencia de envidiarlas a ellas por tener la posibilidad emborracharse cuando les diera la gana. Ángela se pasaba la vida en la clase de trance que normalmente sólo puede alcanzarse tras haber fumado un cigarrillo de olor sospechoso, pero Elisa y Carina nunca la habían visto fumar.

Con su pelo corto y marrón y su aspecto perezoso, Angela le recordaba a Elisa a su perro, un San Bernardo de ojos somnolientos. Elisa aún recordaba ese primer día de clases hacía dos años, cuando la había conocido. Ángela había estado dormida en el asiento al lado del único que quedaba libre, su brazos de espantapajaros debajo de la cabeza. En mitad de la clase se había despertado con un respingo y había preguntado "¿Ésta qué clase es?". Resultó que se había equivocado de clase.

Era posible que en algún momento de su vida Ángela hubiera tenido una reserva secreta de dinero en algún sitio, pero conociéndola, probablemente la habría perdido.

— No. No para enganchar a Ángela al whatsApp y quitarle el dinero a ella — Carina se apartó un mechón de pelo negro de la cara con una furia normalmente reservada a gente que le ha hecho algo terrible a tu familia —. Para enganchar a todo el mundo al whatsApp. Piénsalo. Primero le das a todo el mundo una forma de enviar mensajes gratis, dejas que se enganchen, y luego empiezas a cobrarles de golpe.
— Creo que tendrían que avisar. Cobrarles de golpe estaría en contra de la ley — apuntó Elisa.
— Vale, no totalmente de golpe — Carina agitó una mano en el aire, como si las palabras de Elisa fueran un mosquito que estuviera intentado espantar —. Primero les avisas de que vas a empezar a cobrarles y luego les cobras. Para entonces ya tienes al personal tan enganchado que seguirán enviándose mensajes de todas formas.
— A ver si lo he entendido— pronunció Elisa lentamente — .Crees que la estrategia comercial de las empresas telefónicas es enviarle a chicas como Ángela móviles carísimos de forma gratuita para que se descarguen el whatsapp, se enganchen a él y una vez que estén enganchadas, cobrarles por los mensajes — negó con la cabeza — .Un poco complicado, ¿no?
— Pues a ver, tía lista, entonces dime, ¿Por qué crees que le dan un móvil nuevo a esta muerta de hambre?

Lo que Elisa creía es que los tres tenían demasiado tiempo en sus manos si de verdad estaban discutiendo esto seriamente. También creía que se le estaba congelando la nariz. Le habría gustado estar en su casa. No en el piso que compartía con Marta, sino en casa de sus padres, tomandosé un té calentito mientras su perro dormitaba a sus pies y sus hermanos alborotaban en la habitación de al lado. Se levantó una brisa gélida y a lo lejos se oyó un trueno propio de una película de terror de serie B. Oteó el cielo, temiendo que fuera a empezar a llover. Un escalofrío le recorrió la espalda.

— Pues yo lo que creo — dijo Ángela, regresando brevemente de cualquier mundo de fantasía por el que se encontrara flotando en aquellos momentos —, es que lo que tienes es envidia de que me hayan regalado el móvil a mí y no a ti.

En eso, al menos, podían estar todas de acuerdo.

— Qué más dará, Carina — Elisa soltó un suspiro que se convirtió en una nube de vaho —. Total, si tú ya tienes un móvil.
— Ese no es el tema.
— ¿Entonces cuál es el tema? — preguntó Ángela.
— Déjalo. No lo entenderías — enfurruñada, Carina se cruzó de brazos y se recostó en el banco.

En una alarde de inusual perspicacia, Ángela intuyó que era mejor cambiar de tema.

— ¿Cómo te va con tu compañera de piso, Elisa?
— ¿Cómo va a ir? Igual que siempre — Elisa resopló.
— ¿Pero tan mala es Marta? — preguntó Ángela — ¿Qué hace?
— ¿Que qué hace? Para empezar, deja los platos sin lavar y desperdigados por la cocina.
— Mi compañero de piso también hacía eso, hasta que un día le cante las cuarenta — dijo Carina —. Le dije que la próxima vez que se pasara una semana sin fregar los platos lo echaba del piso.
— ¿Y funcionó? — preguntó Elisa.
— Eso pensé al principio. Hasta que me di cuenta de que no paraban de desaparecernos platos.
— No me digas que los estaba tirando a la basura... — Elisa apoyó los codos en las rodillas.
— Peor. Un día estaba en el pasillo y empecé a oler como a basura. Me di cuenta de que el olor venía de su cuarto. Así que abrí la puerta y allí estaban, encima de la mesa. Platos, vasos, cubiertos, sartenes... Hasta la cafetera que pensé que había perdido — animada por las expresiones horrorizadas de las otras dos y sabiéndose el centro de atención, continuó con los ojos brillantes de entusiasmo —. Todos cubiertos de restos de comida podrida y de moscas. Algunos debían de llevar como un mes allí. En uno de los platos había una especie de líquido marrón en el que flotaba una cosa verde que...
— ¡Calla, calla! — interrumpió Elisa —. No me des detalles. Qué asco.
— ¿La tuya cuanto tiempo se pasa sin lavar los platos? — preguntó Angela, apoyando la cabeza en el hombro de Elisa y arrimándose a ella en busca de calor.
— Depende — Elisa pasó un brazo por encima de los hombros de la otra —. Una vez se pasó cuatro días sin lavarlos.
— Tampoco es tanto, ¿no? — dijo Ángela.
— Vale, ya sé que no es tan malo como lo de Carina, pero si se ha dicho que los platos tienen que lavarse a diario, entonces tienen que lavarse a diario — contestó Elisa, tajante. Ella y Carmen, su antigua compañera de piso, habían cogido el hábito de lavar los platos juntas todas las noches. Elisa fregaba y Carmen aclaraba y secaba los platos. Si el lavado de platos sincronizado fuera una disciplina olímpica, ellas se habrían llevado todas la medallas. Entonces, un buen día, mientras estudiaban, Carmen había arrojado los libros a la otra punta del salón, se había girado para mirar a Elisa y había dicho, "Si tengo que leer una sola palabra más sobre la literatura de principios de siglo me va a estallar la cabeza. Estoy harta, Elisa. Harta. Voy a dejar la carrera." Y eso había sido todo. Al año siguiente, no había vuelto al piso —. Además, se echa siestas en el sofá a la hora que ponen mi serie favorita, y pone música a todas horas.
— ¿Hasta por las noches? — Ángela alzó la cabeza para mirarla.
— No, por las noches apaga la radio — admitió. Sospechando que las otras dos no estaban entendiendo la gravedad del asunto, se apresuró en añadir —. Además, me coge las cosas, llena el baños de pelos... ¡Os juro que es insoportable!



Todas las luces habían estado encendidas cuando regresó a casa. Elisa fue habitación por habitación apagándolas, pero dejó encendida la del salón. Si Marta quería echarse la siesta en el sofá con la luz encendida, allá ella. Entró a la cocina. Aquella mañana le había dicho a su compañera antes de irse, "Mira, ya que no tienes clases hoy, podrías lavar los platos." La pila de platos seguía donde la había dejado. Tuvo que limpiar una sartén para hacerse la cena. Se preparó una tortilla francesa y se sirvió un vaso de zumo. Cuando recibió la llamada, estaba cenando encerrada en su cuarto. El plato acabó abandonado sobre la mesa.

— Me pareció oír ruido viniendo de tu cuarto — dijo Marta, de pie en el umbral de su dormitorio —. Pensé en venir a ver qué tal te encontrabas.

Elisa levantó la cabeza de la almohada con las mejillas empapadas y la cara enrojecida e hichada.

— Pues ya me has visto — dijo, sorbiendo por la nariz — Puedes volverte al salón a dormir la siesta en el sofá.

Marta no se movió. Plantada allí como estaba parecía una farola en el centro de una plaza vacía en las horas más solitarias de la noche.

— ¿Va todo bien? — preguntó.
— ¿¡A ti qué te parece!? — gritó Elisa, e intentó resistir el deseo de tirarle la almohada a su compañera.

Marta se dio la vuelta y salió de la habitación. De nuevo a solas, Elisa volvió a ocultar el rostro en la almohada. Se sentía estafada por Hollywood. Había visto incontables películas en las que estrellas de cine de maquillaje impecable se enfrentaban a la adversidad sin perder la dignidad. Sus ojos relucían, sus mejillas se sonrojaban, y una única lágrima tan perfecta y redonda como una canica se deslizaba por sus rostros. Le habían vendido que la tristeza volvía más hermosas a las personas, más solemnes.

En la vida real, el duelo no era así. En la vida real llorar era hipidos interrumpiendo sollozos, era su cuerpo agitándose como si se quisiera partir en dos. Su móvil continuaba en su mano, y de vez en cuando, cuando conseguía ver a la pantalla a través de las lágrimas, miraba el fondo de pantalla y volvía a romper a llorar.

Lo había llamado Chopin como homenaje tanto a su compositor favorito como a la película que la había hecho comprarse un San Bernardo. Había sido su perro durante once años. Todavía podía oír la voz de su madre diciendo, "Lo siento tantísimo, cariño. El veterinario dice que no sufrió, que fue muy rápido". Cuando regresara a casa este fin de semana, no estaría allí para lamerle la cara y darle la bienvenida.

Escuchó pasos y la puerta abrirse.

— Te he traído un vaso de agua — Marta se sentó en el mismo borde de la cama —. Cuando estoy llorando, me hace sentir mejor.

Elisa quería pegarle. Quería empujarla fuera de su cama y agarrarle del cuello, golpearla hasta tener los nudillos desollados y gritarle, gritarle que la odiaba y que se fuera y que dejara de coger sus cosas y que le devolviera a su perro.

Pero no tenía energías para hacerlo. Se sentó y cogió el vaso de agua.

— Gracias — musitó. Se atragantó al beber. Marta le dio unas palmaditas en la espalda.
— Despacio. Despacio — susurró. Cuando terminó Elisa, le devolvió el vaso a Marta —. ¿Qué ha pasado?
— Es... Es Chopin. Mi perro. Él... — empezó, pero antes de que pudiera terminar la frase comenzó a sollozar. Se cubrió la cara con las manos, odiándose a sí misma por no ser capaz de dejar de llorar ni siquiera delante de su compañera de piso —. Lo... Lo siento. Yo...

Marta negó con la cabeza. Echó un brazo por encima de los hombros y la abrazó.

— Está bien. Está bien — murmuró —. Sácalo fuera. No te preocupes. Llora lo que te haga falta.

Marta envolvió sus brazos en torno a ella y la estrechó contra su cuerpo, meciéndola como a un niño pequeño sin dejar de murmurar "Está bien, está bien". Elisa se agarró a su camiseta y ocultó la cara en la curva de su cuello, sollozando. El móvil se le escapó de entre los dedos y calló al suelo.

1 comentario:

  1. Magnífico ejemplo de narrador externo omnisciente con personalidad.
    Buena utilización de las acotaciones complejas, aunque escasas.
    Curioso lo de los mini flash-back: creo que hubieran funcionado mejor si se hubiera antecedido la acción. Lo hablaremos en clase.

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