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jueves, 21 de junio de 2012

Relato 9 de Enriqueta Bataller de Juan


                                                COMA

  Hacía tiempo que no se encontraba bien. Rosa, mi hermana, vivía a dos manzanas de mi casa y solíamos vernos dos o tres tardes a la semana. A veces paseábamos con las niñas por el parque, otras íbamos de compras y en las tardes de frío o lluvia solíamos entrar en cualquier cafetería del barrio a charlar de nuestras cosas. Rosa, la mayor de mis tres hermanas, y yo, la más pequeña,  eramos las más parecidas en forma de ser, por eso no era extraño que  compartiéramos amigos y confidencias, que acabáramos viviendo tan cerca ni que sus hijas y las mías se llevaran tan bien.

  La pasada primavera las tardes fueron excepcionalmente calurosas, lo que nos permitió estar juntas hasta última hora en el parque de al lado de casa. Casi todas esas tardes nos contábamos la rutina de nuestros días, los problemas de las niñas o las diferencias con nuestros maridos y ella siempre se quejaba de dolor de cabeza. Ninguna de las dos le dio importancia a las jaquecas hasta aquel día, el día en que se desplomó en el parque de forma súbita y se quedó en el estado de coma en el que aún permanece. Han pasado cinco semanas y ella sigue igual. Los primeros días todo fue caótico: mantuvimos la rutina habitual de sus hijas, de tres y seis años, que se vinieron a mi casa temporalmente, con la excusa de que en casa con las primas lo pasarían mejor, mientras su mamá se ponía buena. Su marido pasó día y noche en el hospital, apenas comía y durante más de diez días dejo de ir a trabajar. Mi hermana Sandra, la que vive en Barcelona, vino a verla el primer fin de semana que pudo y luego regresó para continuar con su trabajo. Amigos, conocidos y resto de familia lejana, al conocer la noticia, se mostraron consternados por el estado de salud de mi hermana y ofrecieron ayuda en la medida de lo posible.

  Han transcurrido diez semanas desde aquel día en el parque y ella sigue igual. Su marido ha reanudado de manera progresiva las actividades cotidianas, que conjuga con largas horas junto a ella en el hospital. Mi marido y yo hacemos turnos para atender a nuestras hijas y las de mi hermana fingiendo normalidad, los conocidos han espaciado las llamadas interesándose por ella y los amigos no vienen a visitarla, impresionados por su situación actual. Entre tanto, los médicos no han cambiado el discurso del primer día.

  Esa tarde llegué pronto al hospital, subí a la segunda planta, llamé a la puerta y entré en la habitación.
    -Hola Pablo, ¿Alguna novedad?-  pregunté a mi cuñado.
    -Todo igual.
    -¿Y los médicos qué dicen?-insistí.
    -Lo mismo -dijo con resignación mientras repetía de forma automática  
     el diagnóstico médico: “hemorragia intracraneal extensa por rotura de  
     malformación cerebral, estado de coma profundo, pronóstico grave.”
   Me senté en la butaca que estaba junto a la cama, saqué del bolso una edición de bolsillo de “ El jinete polaco”, abrí por la hoja donde estaba el marca páginas y comencé a leer.
     -¿Crees que se despertará?-me preguntó.
     -No lo sé-contesté sin levantar la cabeza del libro.
     -¿Y si esta situación dura años?Esta incertidumbre es horrible.
     - Sí, lo es. Ya veremos. Baja a tomar un café, te vendrá bien dar un paseo.
    Era miércoles por la tarde. Había llegado el verano.Me acerqué a la cama y comencé a hablar con mi hermana.
      -Hola Rosa, ¿Cómo estás? ¿Me oyes?
  Ella no contestó, ella no se movió. La cabeza estaba rasurada por completo. Tenía los ojos cerrados, respiraba con ayuda de un tubo que salía por la boca y estaba conectado a una máquina.De su nariz salia una sonda por donde la alimentaban. Estaba desnuda, cubierta con una sábana hasta el cuello. Los brazos sobre la sábana, extendidos a lo largo del cuerpo, blancos, delgados, sin
vida, en la misma posición en la que los habría dejado la enfermera esta mañana. Me senté en un lado de la cama. Le cogí una mano. Tenía las uñas largas, no se las habían cortado desde hacía días.Saque una lima del bolso y comencé a limarle una por una las uñas de las manos mientras continuaba hablando.
    -Esta noche cenaremos tortilla de patata, ya sabes que a las niñas les encanta. Teresa pregunta por ti  
     todos los días, te echa de menos, está triste sin embargo Rosita, tan pequeña, apenas se da cuenta de
     lo que pasa. Pablo es el que está peor, la verdad es que está hundido.
  Se abrió la puerta de la habitación. Eran las siete de la tarde. La visita del Doctor.
     -Hola,buenas tardes-dijo el médico. ¿Puede salir de la habitación un  momento?
     -Por supuesto. ¿Luego hablará conmigo? Soy su hermana, su marido ha bajado a tomar un café.
     -Sí, luego hablamos.
  El pasillo estaba vacío. Leí en voz alta el número de la habitación:doscientos quince. Ordené el bolso y guardé la lima de uñas utilizada con mi hermana. A lo lejos del pasillo se veía a Pablo, caminaba hacía mí como si tuviera plomo en los pies. Miró la puerta cerrada. Esperó conmigo la salida del médico. Pasaron diez o quince minutos. Se abrió la puerta.
     -¿ Que tal Doctor?.¿Cómo la encuentra?-preguntó Pablo con ansiedad.
     -Sin cambios con respecto a días previos. Estable,  dentro la gravedad.
     -¿Y cuanto puede estar así?- insistió Pablo.
     -Días, meses, años. No se sabe. Mientras permanezca conectada a la máquina de respiración  
      artificial y esté alimentada por la sonda nasogástrica, sus constantes vitales permanecerán    
      indemnes. Respecto a su cerebro -tragó saliva el doctor- no sabemos su situación, puede que 
      despierte  o que permanezca así, en coma. Y si despierta no sabemos cuales  serán las secuelas.
      –¿Y si se desconectara de la maquina de respirar?-pregunté sin pensar lo que  decía.
      –No lo resistiría. No podría respirar por sí sola.
   Pablo y yo nos miramos. Ninguno dijo nada. El médico se alejó por el pasillo mientras entrabamos de nuevo en la habitación. Pablo se acercó a la ventana y comenzó, de manera automática y repetida, a tirar del hilo de la cortina, de forma que esta comenzó a abrir y cerrarse sin parar: habitación con luz, sin luz, con luz, sin luz. Miré el reloj, eran las ocho. Le dije a Pablo que me iba, se dio media vuelta, se acercó a mí y no abrazamos. Ninguno dijo nada. Se volvió de nuevo hacia la ventana para que no viera sus lágrimas. Me despedí hasta el día siguiente.

   Aquella noche, después de cenar, cuando las niñas dormían y la casa estaba en silencio,abrí la ventana de mi dormitorio para que entrara un poco de aire fresco. Era una noche de verano. Ni una nube, alguna estrella. A lo lejos se veía el parque donde solíamos ir Rosa y yo por las tardes con las niñas. Mi marido, sentado al borde de la cama me miraba. Se acercó hacia mí por detrás, yo escuchaba sus pasos. Pegó su torso a mi espalda, noté su respiración en mi cuello, sus manos acariciaron mis pechos, me di la vuelta, no besamos e hicimos el amor. Ninguno dijo nada.

   La tarde siguiente llegué al hospital antes de lo habitual. Estábamos en Julio, a las cuatro de la tarde la ciudad ardía como el infierno. En la habitación doscientos quince Pablo dormitaba en un sillón.
     -Vete a casa y descansa un rato-le dije. Yo me quedo hasta que vuelvas.
     -Vale. Necesito dormir en una cama y darme una buena ducha. Aquí sin cambios -dijo mirando a  
       Rosa.
 Dejé mis cosas en una silla. Me senté en un lado de la cama mirando a mi hermana. Entró la enfermera que solía estar por las tardes, con una bandeja de medicación en la mano derecha.
    -Hola, buenas tardes. Las pastillas de las cuatro-dijo mientras me enseñaba un  polvo blanco que 
     diluía en agua y más tarde metía por la sonda que iba desde la nariz al estómago de mi hermana.
 Una mosca empezó a volar alrededor de mi hermana, se posó en su frente, luego en la nariz. La enfermera la ahuyentó.
     -Mala cosa-dijo ella.
     -¿Qué?
     -Mala cosa -repitió. Una mosca alrededor de un enfermo es un mal presagio.
  Recogió las cosas que llevaba y salió de la habitación. 
 
  Me acerque a la cama, miré a mi hermana. Miré su cabeza rasurada, sin pelo, miré el tubo que salía de su nariz y debía acabar en su estómago, miré el tubo que salía de su boca y que acababa en una gran maquina pegada a la cabecera de la cama. Esa maquina eran sus pulmones. Tenía un recuadro con una gráfica, que variaba de forma rítmica con la respiración de Rosa: inspiraba, la línea subía, espiraba, la línea bajaba, inspiraba la línea subía, espiraba la línea bajaba. Junto a la gráfica un cuadro con un número que oscilaba según la respiración: noventa, ochenta y siete, noventa y uno, y así cada día, cada hora, cada segundo. En el lateral derecho, un botón rojo indicaba el on/off de la maquina. No podía apartar mis ojos de él. La escuchaba inspirar, espirar, inspirar, espirar mientras miraba fijamente el botón rojo. Cerré los ojos, todo se volvió rojo. Ella inspiraba, espiraba, inspiraba, espiraba. Permanecía así unos minutos. Entonces abrí los ojos, giré la cabeza y miré a Rosa. Ella abrió los ojos y me miró.

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