Alguno de vosotros (no muy ducho, por lo que se ve) entró en nuestro blog por blogger y lo ha asociado a su cuenta que es marcantmafe@gmail.com

Ahora mismo hay que meter como nombre de la cuenta ese correo y como clave la misma que os di en clase.

miércoles, 20 de junio de 2012

-Relato 9 de Higinio Gómez


                                     
                                LA TÍA GLORIA 

Yo tenía que hablar con mi madre.
Ella me miraba con todo su cuerpo, y me decía:
—Hijo mío, te quiero. ¡Qué guapo eres! —Me lo había dicho mil veces. —Tienes  una cabeza perfecta, hijo mío —me dijo cuando yo era niño.

Fui a hablar con mi madre. Ella lo comprendería. Yo sabía que mi madre me ayudaría.   

—Tus ojos son oscuros. Tu pelo es muy rubio. Todo en ti es como yo había querido siempre que fueras cuando te tuve dentro. —Eso me decía mi madre. Por eso yo fui a hablar con ella.

—¿Qué has hecho, hijo mío? ¿Qué has hecho? ¡Dios mío, qué locura! ¡Díos mío! ¿Cuándo lo hiciste? ¿Dónde está? ¿Para qué me lo cuentas? ¡Dios mío, qué horror!

—¡Hijo mío! —gritó cuando lo supo. Un grito como un cristal partido en mil pedazos que amargaron la dulzura de mi madre, que rompió la armonía de las cosas que allí había, y que ella había puesto en nuestra casa a lo largo de su vida.
  
Después, yo sólo pude oír el silencio. Sólo una mirada perdida de ella entre las cosas que me habían hablado siempre de amor. De pronto se desplomó.
Mi madre me escucharía. La levanté del suelo, la tomé en brazos, le ayudé a sentarse a mi lado y le hablé:

—¿Recuerdas a tía Gloria?
—Hijo, ¿cómo no voy a recordar a una hermana? Logró lo que quería. No sé si lo quería. No se va de mi cabeza. La veo ahora por su casa descalza. Eduardito, tu primo, también iba descalzo. Erais de la misma edad. Ellos casi no hablaban. Sólo se miraban y se entendían. Sin embargo, a tío Eduardo nunca lo vi descalzo. Recordarás que tío Eduardo era diferente. Era un hombre triste. No era religioso. Decía que las religiones hacían a los hombres malos. Tu abuelo, mi padre, fue director en una de las fábricas de su empresa y tu tío Eduardo seguía los mismos pasos. Por entonces, pensaban hacerle Jefe de un Departamento. Cuando había alguna fiesta, y quedábamos toda la familia para vernos en misa y luego ir a tomar una copita, tu tío, ya lo sabíamos... Él estaba con dolor de estómago, y nunca acudía. Yo te decía que era un hombre enfermo, que tenía muchas dolencias, que cualquier día nos daría un disgusto.
—Madre, yo no te entendía bien lo que querías decir con darnos un disgusto. Con el tiempo comprendí que querías decir que cualquier día se nos muere. Muy pequeñito, y esto tú no lo sabías, supe quienes eran los Reyes Magos gracias a mi tío.
—A tu tío no le gustaban las mentiras. A los niños, decía, mejor que sepan la verdad. Si alguna vez le mentía algún amigo dejaba de hablarle. Y cuando le veía le decía, simplemente, adiós. ¿Recuerdas al párroco que solía venir a nuestra casa a tomar café y a echar la partidita los domingos? Si tu tío se enteraba, ya le volvía a doler el estómago y no venía. Es que a los curas tampoco les tenía mucha simpatía. Él decía con mucha sorna “No, no es que les tenga antipatía, es que me huelen mal”.
—Yo, con mis grandes orejas que tú decías que yo tenía, oía todas estas cosas y, sin saber por qué, cuando alguna vez me quedaba a comer en su casa y veía a tía Gloria y a mi primo Eduardito dar las gracias a Dios y bendecir la mesa, oía como ruidos y palabras terribles. Yo miraba a tío Eduardo de reojo y le notaba que apretaba sus mandíbulas y al mismo tiempo respiraba más fuerte. Con todas estas cosas no me extrañó que tío Eduardo se muriera de pronto. Un infarto me dijiste tú cuando fui mayor y ya lo entendía. También oigo cómo me contaba un día tía Gloria que su hermana, tía Rosa, estaba muy enferma, muy enferma.
—Sí, hijo, tía Gloria llevó a tía Rosa y a su hijo, el primo Pedro, a su casa a vivir con ellos. Llegaron una mañana y tía Rosa se metió en la cama. Al cabo de dos días, tía Rosa pidió a tía Gloria que fuera a ver a un curandero a quien conocía tía Gloria. Así estaba de desesperada tía Rosa después de acudir a muchos médicos. “Tienes que ir, y hacer lo que él te diga —la obligó tía Rosa—. Es la única manera de que yo me cure. Estoy harta de médicos. ¿Verdad que lo harás, hermana?”. Tía Gloria hizo todo lo que tía Rosa le pidió. Se fue por la mañana. Y por la tarde tía Gloria volvió desconocida. Parecía más joven, más contenta. “¿Qué te ha dicho, qué tienes que hacerme?”. “Te curarás hermanita, te curarás”, respondió tía Gloria. “Mañana tengo que volver, pero tienes que decirme dónde te duele”, eso le decía tía Gloria. “Aquí, aquí, en el vientre. Tócame aquí, en el vientre”. Ellas me contaban todo lo que hablaban. Y nunca decía una a la otra, yo no he dicho eso. Al día siguiente tía Gloria fue de nuevo a ver al curandero. Cuando regresaba a casa cada día estaba más radiante, más contenta, y siempre decía, “te curarás, te curarás, hermana mía, pero tienes que decirme otra vez dónde te duele, para podérselo yo decir bien al curandero”. “Aquí, aquí, en el vientre. Tócame aquí, en el vientre. Más abajo. Ahí, ahí”. Tía Gloria cambió de peinado, cambió de vestido. Pero en casa seguía descalza, y también el primo Eduardo. Ella se puso una cruz de madera al cuello y puso otra a tu primo; sólo para estar en casa. Cuando salía se ponía una de oro. Cambiaron de comidas.  El tío Eduardo se negó a ir descalzo y a cambiar de comida. “No importa”, me decía tía Gloria que le decía ella a tío Eduardo. Tía Gloria decía: todo va a cambiar.
—Sí, lo mismo me decía a mí cuando yo le hablaba de mis cosas. Sí, Fernandito, todo va a cambiar, todo va a cambiar. Yo entraba y salía de la casa porque mi primo y yo éramos amigos. No entendía lo que pasaba, pero algo diabólico ocurría. Nunca me atreví a contar a nadie nada de lo que veía. A veces, al irme a confesar yo veía que algo malo se ocultaba por allí; pero como no sabía qué era, no se lo decía al cura. Tía Rosa seguía enferma, en la cama, pero yo nunca la vi si estaba mejor o peor. Siempre que entraba a verla me acompañaba tía Gloria muy sonriente, y me pedía que diera un beso a tía Rosa. Yo reía también porque veía a las dos sonreír. También veía al primo Pedro, que era mayor que Eduardito y yo. Él ya tenía catorce  años, y era muy moreno y muy serio. Tú decías que él era muy moreno, y yo muy rubio. Además, él me decía que todos los días esperaba la muerte de su madre, y yo le decía entonces que por eso estaba siempre tan serio. Un día, estando allí, llamaron a la puerta y nadie abrió. Yo me levanté para ir a abrir, y la mano muy suave de tía Gloria que no me dejaba moverme me cogió con una sonrisa que sólo ella tenía. Algo me pasaba. Yo veía a tía Gloria como si fuera la Virgen, porque era muy guapa y jamás hablaba alto, casi no hablaba, y yo no quería venir a casa porque me gustaba estar allí, en la de ellos, con ella. Si ella me hubiera pedido que anduviera descalzo como ellos, lo habría hecho. Cuando iba descalza llevaba también un pantaloncito muy corto hasta arriba de sus muslos como iban algunas niñas de mi colegio. Yo habría hecho todo lo que me pidiera tía Gloria. Todos decían que era muy guapa y que era muy elegante. Sus ojos eran verdes, como los de un cristal de la iglesia, ¿te acuerdas?
—Sí me acuerdo, hijo. ¿Cómo no me voy a acordar? Pero no me había fijado en lo del cristal de la Iglesia.
—Sí, un cristal del lado derecho de la iglesia, arriba. Qué bien andaba, ¿verdad? Andaba descalza en su casa y con zapatos para ir a la calle. Pero siempre andaba bien. Yo no había visto a nadie que anduviera como ella. Yo creía que movía las piernas con sus pantalones cortitos como una cigüeña cuando busca comida en la laguna. Pasaban los días y yo siempre esperaba algo. Ella nos enseñó a Eduardito y a mí a hacer figuritas doblando papel, papeles muy pequeños, animales y vírgenes con papelitos. Hacíamos vírgenes y animalitos. Ella ponía el nombre a las vírgenes. Eduardito y yo a los animalitos, que se parecían mucho a los de verdad.  
—Nuestro pueblo, hijo mío, estaba y está, a dos horas de camino de la casa en donde vivía el curandero. Yo no sé si él vive todavía. Tía Gloria iba tres veces a la semana. Ella contaba a todos los amigos que acudía al especialista porque tenía algo de reuma.
—¡Qué fantástica era! Tia Gloria. ¡Qué bien mentía! Era un domingo y fuimos a misa, ¿no lo recuerdas, madre? Tía Gloria me pidió que fuera a comer a su casa. ¿Quieres comer con nosotros, Fernandito? Tenía la mesa puesta. Todo estaba en orden. Llevamos la comida de tía Rosa a su cama, y seguía muy pálida. Nos sentamos. Se rezó dando gracias a Dios por la comida. Y tía Gloria dijo con una voz que yo no conocía: “Por favor, oídme, ¿me oyes, querida hermana?”. Y oímos la voz apagada de tía Rosa desde el dormitorio que decía que sí. “Es la esperanza de vida lo que tengo que decir, queridos míos”, dijo tía Gloria. “Espero un niño; traigo al redentor, y con él tu vida está a salvo, querida hermana”. El tío Eduardo se puso muy colorado, luego blanco, luego se saltaron sus lágrimas, y tía Gloria le felicitó por su sensibilidad, dijo ella. Yo creo ahora, hoy, que tío Eduardo no lloraba por eso que ella decía, que yo no entendía lo que era, lloraba de vergüenza, él estaba fuera de todo lo que pasaba allí.
—Sí hijo mío. Tío Eduardo se veía derrotado, no podía luchar, amaba a tía Gloria con la misma locura que yo te he amado a ti y todo se lo perdonaba.
—Después nos fue besando a todos uno por uno. Por fin tía Rosa se iba a salvar. Gracias a tía Gloria, que todo lo hacía bien, tía Rosa no se iba a morir.
—Sí, llegó el día esperado. Nació el pequeñín y vivió dos horas. Tía Rosa y el primo Pedro se fueron a su pueblo, a su casa.

—Han pasado los años, madre. Cuando yo quería ver a una mujer que fuera como tía Gloria, ocurrió de pronto. Salía de misa, y al llegar a la pila bendita para coger agua y santiguarme rocé una mano suave y blanca. Enseguida pedí perdón. Vi unos ojos como los de tía Gloria que me miraban. ¡Dios mío! Sentí algo abajo en mi cuerpo. ¿Qué hacer? Empecé a buscar a esa mujer. Mi cuerpo me decía que iba a encontrarla porque la necesitaba. Dudaba si yo solo podría hacerlo. Volvía tía Gloria a mi cabeza. Si yo le pudiera contar a tía Gloria todas mis ansias, mis ganas de encontrarla, seguro que me ayudaría. Tenía mis reparos. Tía Gloria tenía ya cincuenta y tantos años; para mí seguía siendo igual de guapa y oí decir a tía Rosa que era inteligente, muy inteligente. Pero yo no sabía si por dentro era igual que cuando yo era un niño.
—Tu tío murió. Ella vivía sola. Tu primo estudió para médico y se fue a trabajar fuera de nuestro pueblo. A tía Gloria la veíamos con mucha frecuencia.
—Cualquier día le pediría yo que me ayudara. Gracias a una visita de tía Rosa a casa de tía Gloria fuimos a comer con ellas. ¿Recuerdas, madre? No podía ser mejor. Se lo pediría, le contaría que me ayudara a buscar a quien vi solo un momento, que sentí su mano, que había visto sus ojos, que movió mi cuerpo. Empecé a hablar, hablar. Tía Gloria me miraba. Sus ojos brillaban como el cristal de la iglesia por la tarde. Yo veía que ella estaba contenta porque yo le fuera a pedir su ayuda. Yo sabía que ella empezaría a indagar. Era mi cómplice. Y así empezó todo. Tía Gloria iba a misa a la misma hora que la vi. Empezó a preguntar al párroco. Yo la acompañaba a veces cuando tenía tiempo. “Todo se puede”, me decía, cuando me veía triste. “Verás como la encontramos”. Sí, sí, le contestaba yo; pero ¿cómo vamos a hablar con ella si no la conoces? “Eso es lo más fácil, que la encuentre es lo importante”.
Pasaban los días, las semanas, los meses. Tú no conocías mis pasos, ni que yo buscaba a mi mujer. Yo no te hable de eso entonces. No te decía nada. Confiaba en tía Gloria. Un día, tía Gloria, hablando con una amiga, le dijo ésta que el domingo la invitaría a su casa pues celebraban su aniversario de boda e iban a venir unos familiares. Tía Gloria se despidió quedando que iría. Ella me llamó por teléfono desde la casa de la amiga. Me dijo que no se encontraba bien, que fuera a buscarla a casa de la amiga que estaba celebrando el festejo. Me asusté. Jamás mi tía estaba enferma. Cuando me abrieron la puerta, en un sillón sentada estaba aquella mujer a quien yo buscaba. Yo no podía andar. Me paralicé. ¿Qué me pasaba? No podía hablar. Mis palabras no salían de mi cabeza y me golpeaban como piedras pesadas. Oí a tía Gloria decir: “¡Qué bien que hayas venido, así me acompañarás a casa”. Nos presentaron. No vivía en nuestra ciudad. Sólo venía de vez en cuando. Era la sobrina de la amiga de tía Gloria. Mi adorable tía me dijo que quería descansar. La acompañé a su casa y volví enseguida a la casa de su amiga. Volando, nunca había corrido tan deprisa. Allí estaba Marta. Así se llamaba. Con los ojos verdes como el cristal de la iglesia. Nos quedamos allí toda la tarde. Hablamos, hablamos. Quedamos en vernos una y otra vez.

Empezamos a vivir juntos en San Sebastián en donde ella trabajaba. Tú lo sabías y me llamabas de vez en cuando. No me escribías y me hubiera gustado que lo hicieras. Pero a ti no te he gustaba. Te gustaba hablar y me contabas cosas de tía Gloria. Todo era nuevo para nosotros. Me parecía vivir otra vez cerca de ti y de tía Gloria. Como si volviera a los años de mi infancia. Me parecía que volvía a empezar. Marta también andaba como las cigüeñas en la laguna. Volvía a mis años con vosotras. Alguna mañana oía cantar a Marta. Me hacía gracia. Yo nunca he cantado solo. Siempre en fiestas, y bastante mal. A mí me parecía que Marta lo hacía muy bien. Siempre, de noche, cuando estábamos en la cama, me contaba historias que a veces me hacían reír y otras, las más, me dejaban tiritando de miedo. Tenía una forma de contarlas, y hacía unos silencios, que te cortaban la respiración. Allí llovía mucho. Una noche empezó a llover fuerte. Se acurrucó entre mis brazos y piernas, y calladamente, como un susurro, me contó la historia más brutal que jamás pensé escuchar. Todas estas cosas que me pasaban me hubiera gustado contárselas a tía Gloria, a ver qué pensaba. Nunca hablé de ello con nadie. Marta jamás me hablaba de su trabajo. No la gustaba hacerlo. Me lo dijo, no me gusta hablarte de mi trabajo. Por alguna compañera sabía que la consideraban, y a veces la temían. De todas las maneras me seguía gustando y la quería. También tenía la impresión que algunos días se alejaba demasiado de mí. Me ponía dificultades y obstáculos para que yo no acudiera al sitio del que no hablaba. ¿Será que le he dejado de gustar? ¿Se aburría conmigo? Me preocupaba. Yo jamás hice deporte. Marta se iba dos veces a la semana a la piscina a nadar. También a jugar al tenis, aunque eso no se le daba muy bien. Esas salidas suyas de algunos días por la tarde, después de su trabajo, me hacían decir: ¿adónde irá? Y no me gustaba. Empecé a compararla con tía Gloria. Rotundamente: ¡ya no se parecían! Pero es raro, porque cuando la conocí se parecía en muchas cosas, además de los ojos y el andar. Ya se alejaba demasiado de mí. En manos de mi querida tía Gloria, seguro que lo solucionaría. Recuerdo cómo ella decía, ”Todo se puede, todo se puede”. Yo tendría que preguntarle, ¿qué debo hacer? Soy torpe, tía. ¿Cómo puedo hacer que Marta viva conmigo más cerca de mí?  Porque, si no lo consigo, dime, ¿cómo puedo vivir siempre con ella? ¿La olvido para siempre? “Fácil, muy fácil”, respondería tía Gloria.
Yo esperaba a Marta en casa haciendo vírgenes y animalitos pequeñitos de papel. Cuando ella llegaba yo le decía el nombre de cada virgen y de cada animalito. Un día la virgen de las angustias, otro la de begoña, otro de loreto, otro de luján, otro del monte, otro de la consolación, otro de aguas santas, otro de fátima, otro de robledo, otro del refugio, otro del valle, otro del amor hermoso, otro del buen aire, otro del mayor dolor, otro del refugio, Así la esperaba. Le recordaba que a Eduardito le gustaba poner esos nombres. También había un hombre: el padre damián; a éste le ponía en la mesa rodeado de todas las vírgenes. Se lo había enseñado su padre que estuvo algún tiempo en Sevilla. Marta sonreía un poco entonces. Yo hacía animalitos. Un gallo, un perrito, una paloma, un elefante, un oso, un caballo, un gorrión, un pato, un bisonte, un lince, un águila, un lobo, una serpiente, un tigre, un león, un leopardo... Cada día hacía uno para ella, y cada día era más fiero el que le enseñaba.

Un día me dijo ella que deseaba que viéramos juntos una playa pequeñita y una puesta de sol. Fuimos. Vimos abrazados una puesta de sol amarillo de oro, con el gris del plomo, las nubes como de plata, y el azul del cielo que se iba.
Pocos días después Marta me dejó una nota. Me esperaba en la playa donde habíamos visto aquella hermosa puesta de sol. Allí me  esperaría.

Semanas antes, cuando yo la veía alejarse de mí, me contó un sueño que tuvo. Ella había muerto. La llevaban a hombros en la caja de madera camino del cementerio y yo no llegaba. Por fin, lo hice, Cuando me vio se incorporó, se asomó desde la caja de madera, y me dijo: “Si hubieras llegado antes, yo no habría muerto”.

Te juro madre que quise salvarla. La saqué del agua, sí, la saqué del agua; pero fue demasiado tarde. Madre, ¡ojalá yo hubiera nacido mujer! Habría llegado el pequeñín, nuestro hijo, y ella se habría salvado también como se salvó tía Rosa. Tengo miedo, y me gustaría saber qué pensará en el cielo tía Gloria de mí. ¿Me sonreirá como sólo ella lo hacía?
—Te ayudaré, hijo; no sé como, pero te ayudaré.

Mi madre cerraba los ojos y sollozaba con amargura.

—Háblame de tía Gloria, madre, háblame.
—Mi hermana era una embustera, hijo. Una bruja, y algo peor. Tú y Eduardito, tu primo, la idealizabais. Él era su hijo, es natural; pero tú, no sé que te daba. Ya has visto al fin lo que te ha dado. Dolor. Un dolor que tardarás meses o años en curar. Tía Gloria tuvo un hijo. La gente decía que con el curandero,  por eso se empezó a poner tan guapa. También murió el niño al nacer como el hijo de tía Rosa. La gente dice que el infarto de tío Eduardo tuvo algo que ver con ese niño.  ¿Y cómo fue lo tuyo, hijo mío?
—Un día Marta me dijo que se aburría.                                                                       
—¿Contigo?
—Con todo —me dijo. Yo le pregunté si era por el niño.
—No —me dijo
—¿Entonces?
—No sé... Me aburro —me decía.
—Pero, tú la querías.
—Claro, madre, más que a nadie.
—¿Más que a mí?
—Como a ti.
—¿Y ella te quería?
—Decía que sí.
—¿Y tú la creías?
—A veces me parecía que se alejaba. Que estaba en otra parte...
—Pero estaba contigo.
—Claro, madre.
—¿Y hacías eso que hacen todos los matrimonios?
—Hacía más de dos meses que no hacíamos eso.
—¿Y por qué?
—Yo lo intentaba, pero ella ni se oponía, ni estaba alegre. Y a mí no me gustaba así. 
—¿Tenía alguna enfermedad?
—No se quejaba de nada. “Estoy bien, estoy bien”, me decía cuando le preguntaba si le dolía algo.
—¿Ibais con amigos?
—Ella no quería. Me decía que se aburría con ellos.
—Pero me has dicho que ella no quería que tú fueras a donde ella iba... ¿Qué sitio era ese?
—No lo sé, nunca me lo dijo. Yo no quería insistir. Tenía miedo de que ella tuviera un amigo a quien quisiera más que a mí.
—¿Le preguntaste si ella iba al médico?
—Sí. Y me dijo que no.
—Y ¿qué historia era esa tan brutal que me has dicho que ella te contó?
—No hace falta. Es su historia. Era una niña muy feliz que practicaba deportes, como ella, que tenía un amigo, que empezó a aburrirse con todo y con todos, que no estaba enferma de nada. Pero un día, con diez años le dijo a su hermano mayor que le diera dos piedras bien gordas para jugar con ellas.  Cuando se fue su hermano, ella guardó en sus bolsillos las piedras, y se fue metiendo poco a poco en el mar en una playa al atardecer.
 —No llores. Ella era así, hijo mío. Marta no supo enfrentarse a la muerte. Tú debes hacerlo y luchar para que no te lleve tras de ella. Tú resístete. No cedas ante la muerte. Y ten cuidado, es muy traidora, te puede engañar un instante como a Marta, y después ya no tiene remedio. Tú, resístete, hijo. Es mentira eso de mi hermana de que “todo se puede, todo se puede”. También ella se murió y creía que iba a durar siempre con sus exorcismos, cruces y  ungüentos del curandero. Era una idiota.   

Yo sabía que mi madre me ayudaría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario