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viernes, 1 de junio de 2012

Relato 6 de Daniel Morales Muñoz

Destrucción

La niña del vestido verde y las trenzas rubias empuja las puertas con ambas manos y entra en el bar. Las carcajadas de su padre, que retumban al final del salón, se escuchaban desde fuera, así que recorre sin titubear la distancia hasta la mesita, donde su padre y otros tres tertulianos, sentados en banquetas de madera, apuran sus respectivas jarras de cerveza.
Su padre interrumpe las carcajadas con un golpe seco de la jarra sobre la mesa, al ver que su hija se acerca con el rostro pálido y tenso como una estatua de mármol. Antes de que pueda levantarse, ella se le tira en los brazos. El la envuelve con sus brazos gruesos y le besa con ternura en la coronilla. Sus compañeros callan, y dos de ellos miran hacia otro lado, tratando de respetar cierta intimidad entre padre e hija, mientras que el más joven contempla la escena sin reparos.
-¿Estás bien hija mía? –Se atrevió finalmente a preguntar el padre con ternura mientras la volvía a besar en la coronilla rubia, -¿Qué te ha pasado?
La niña gira la cabecita hacia arriba y sus ojos llorosos se encuentran con los de su padre, que la contemplan con atención. El padre la levanta con ambos brazos, la sienta en sus rodillas, le limpia los lagrimones que le salpican la cara y no dice nada.
- Mamá me ha mandado a por par pan esta tarde, -comienza diciendo la niña después de un rato.
-Sí -asiente su padre para demostrarle atención.
-Y me ha dado dos monedas, -bebe un trago largo de agua de un vaso que le ha traído el camarero.
-Como siempre –comenta su padre acariciándole la mejilla.
-Así que fui a la tienda y me dijeron que ahora valía tres monedas, -prosigue la niña conteniendo el sollozo.
-¡Que abuso!, -exclama  uno de los amigos de su padre, pues todos seguían ya las palabras de la niña con atención.
-Le dije que mamá solo me había dado dos, y me dijo que volviera cuando tuviese tres.
La niña se sorbe los mocos y continúa: -y entonces el señor le gritó a una vieja, la empujó, y después le sacó dos manzanas del bolso, -otro buche de agua –y la tiró al suelo.
-¡Qué vergüenza! ¡Sí! ¡Habrase visto tirar a una anciana al suelo! –claman los amigos de su padre. Pero su padre continúa con la mirada fija en su hija, esperando a que prosiga.
-Un hombre le gritó –otra sorbida de mocos -dijo que iba a llamar a la policía, se pelearon –otro buche de agua - otro sacó un palo, se cayeron todas las manzanas –un gemido –vino mucha gente –otra sorbida de mocos -¡sangre! –y la niña vuelve a prorrumpir asustada en sollozos entre los brazos de su padre.
Pasó un rato llorando, y después su padre le preguntó si quería que la acompañase a casa o si prefería quedarse allí. Se quedó en el bar, tomando un refresco, y los amigos de su padre no pararon de contarle chistes y bromas; hasta que poco a poco, su rostro fue recuperando su alegría habitual.
-Papá, ¡voy al servicio! –dijo la niña poniéndose de pié de un salto.
-Vale preciosa, ¿quieres que te acompañe?
-Papaaaaaaaaaaaa, ¡que ya tengo ocho años y medio!
-Perdona mi niña, a veces se me olvida que ya eres mayor, -le sonríe su padre.
La niña le da un beso en la mejilla a su padre y se va canturreando en dirección a los servicios.
-Nunca me gustó ese tendero, -dice el más anciano de los que estaban en la mesa, un hombre de pelo canoso que vestía una camisa elegante, -mi mujer dice que siempre intenta colarte carne en mal estado.
-No pienso volver a esa tienda, -dice otro con desprecio, de ojos claros y completamente calvo.
-De todas formas, están subiendo los precios en todo, -continua el padre de la niña –los huevos han duplicado su precio en el último año.
-Está la cosa fatal, -dice el más joven, corpulento y moreno, dando un buen sorbo a su jarra de cerveza –hace una semana cerraron la fábrica de mi primo, y ¡ala! 200 personas a la calle.
-Joder, cada vez más gente sin trabajo y cada vez la comida más cara –añade el calvo.
-No se os ocurra decir palabrotas delante de la niña, -les advierte el padre levantando la jarra.
-Sí, por supuesto, era aprovechando que no estaba, -se defiende el calvo mientras se rasca la coronilla desnuda.
-Pero la cosa va a peor, -retoma la conversación el anciano canoso, -Como me arrepiento de haber votado a ese imp…
-¡No es culpa suya! –le interrumpe el joven exaltado sin dejarle terminar.
-¡Ah no!, ¿entonces de quién?
-¡Pues ya sabes de quienes! -grita el joven corpulento haciendo aspavientos con los brazos, -los put…
-¡Por favor! -el padre le corta con un golpe seco en la mesa, y les indica con la mirada la dirección por la que se acerca su hija.
-¿Quiénes han venido a quitarnos los puestos de trabajo?, -continua algo más calmado el joven.
-¿En serio te crees eso? –le replica el anciano mientras mira el fondo de su jarra vacía.
-Bueno, bueno, nuestros vecinos europeos tampoco es que nos estén ayudando demasiado, -interviene el calvo, después de un rato callado.
-Señores, es hora de que me lleve a casa a la niña de ocho años y medio más guapa del mundo, -alega el padre poniéndose en pie y agarrando a su hija de la mano.
-Adiooos, -se despide la niña moviendo la manita.
-Hasta luego, Adiós, buenas noches, -le contestan los demás como un coro disonante.
Padre e hija salen del bar. Está anocheciendo, y las primeras estrellas brillan tenues en el horizonte.
-Mamá se va a enfadar cuando vuelva sin pan, -dice la niña.
-No te preocupes, creo que queda un poco de ayer para mojar en la sopa.
>>¿Que tal te ha ido hoy en el colegio?
-¡La seño ha explicado las divisiones!
-¿Y te han gustado?
Y llegan hasta el portal de casa.
****
Aún no ha amanecido, y en el interior de la casetilla de seguridad, un joven de veintipocos revisa la acreditación mientras esconde un bostezo con la mano.
-Perfecto señor, puede pasar –dice el joven emitiendo pequeñas nubecillas de vaho.
-Gracias, -responde el hombre corpulento que espera en el exterior de la casetilla, mientras recupera su tarjeta de identificación y sigue su camino a pie por el interior del recinto. Llega hasta unos de los edificios que componen el recinto y vuelve a pasar otro control de seguridad. La tensión se respira en el interior del edificio a través de una amalgama de ruidos y voces, y un ajetreo de personas corriendo por los pasillos.
Sube un par de plantas por las escaleras y tras abrir la puerta con una llave pesada, entra en un pequeño despacho con el escritorio atestado de papeles. Se quita el abrigo colocándolo en un perchero situado en la entrada, mostrando así su uniforme de ingeniero.
Abre la otra puerta del despacho, y entra en una sala presidida por un equipo de radio de grandes dimensiones y un telégrafo.
-Buenos días señores –dice al entrar.
-Buenos días mi capitán –dicen tres jóvenes casi al unísono, poniéndose de pie erguidos de un salto, y saludando en actitud marcial.
El ingeniero les devuelve el saludo sin mucho interés y toma asiento en su despacho.
Uno de los jóvenes, rubio y delgado, con su uniforme de cabo, se presenta en su despacho al instante repitiendo el saludo marcial: -permiso mi señor.
El ingeniero hace un ademán de que se siente.
-¿Alguna novedad?
-Ha llegado un telegrama de Londres, mi señor, -dice mientras le tiende un papel.
Su interlocutor le echa una ojeada rápida y pregunta: -¿Se ha informado ya al mando?
-Sí mi señor.
-¿Y de París?
 -Lo mismo mi señor, -tendiéndole la hoja, -también se ha informado.
 -¿Nada más?
-No mi señor.
-Puede retirarse cabo, y cierre la puerta.
-A sus órdenes mi capitán, -el cabo repite el saludo militar y se marcha dejando la puerta cerrada. El capitán ingeniero de comunicaciones sostiene aún ambos telegramas en la mano, mientras deja la mirada perdida sobre una foto en el escritorio, en la que posa junto a su mujer, de media melena rubia y fingida sonrisa de cine, y su hija, con dos hermosas trenzas doradas. Pasa cerca de una hora así, con el rostro encogido en una mueca asustada.
-¡Toc, toc!
-¡Adelante! –unos golpes en la puerta le sacan de su ensimismamiento.
-Noticias de Polonia, mi señor, -el joven cabo entra atropelladamente, olvidándose de saludar, con cierta euforia nerviosa marcada en el rostro. Le tiende un nuevo telegrama.
-Voy a informar, -es la única respuesta que obtiene de su superior, que se levanta con el telegrama en la mano, doblado en dos. Recorre escaleras y pasillos ahogados en un murmullo de pasos, voces y máquinas de escribir.
Ante una enorme puerta de madera Blanca, un soldado pecoso le pide la identificación, después de dedicarle el saludo de rigor.
-Mi coronel, -saluda rápidamente –Varsovia ha cedido.
El coronel están sentado en el escritorio de un enorme despacho, le pega una lectura rápida al telegrama, y añade: -debo informar al líder inmediatamente.
-Permiso para retirarme, mi coronel.
-Concedido y enhorabuena, capitán.
El coronel se dirige a la sala de mando, presidida por una mesa enorme que alberga un mapa de Europa, alrededor del cual, el Estado Mayor Alemán mueve fichas a modo de ejércitos. La Anexión de Polonia sin apenas resistencia es acogida con entusiasmo, aunque su líder no dice nada, con la mirada perdida en su propia excentricidad.
Mientras tanto, el capitán ingeniero de comunicaciones se dirige a su despacho, cierra ambas puertas con llave, y se sienta en su silla. Comienza a llorar, con la frente apoyada en las manos y los codos en las piernas. Llora desconsoladamente. Llora por su mujer, por su hija. Llora por el horror que comienza. Llora por tener que ser testigo silencioso de un segundo horror. Vuelve a llorar por su niñita…

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