He estado pensando en ti
La noche que
cumplí veintisiete años me pasé más de media hora recibiendo a los invitados
que llegaban. Todos me estampaban un par de besos en la cara y algunos, un
regalo en las narices.
Solo hacía tres
meses que David y yo habíamos alquilado un piso muy céntrico en Sevilla. Era
algo pequeño pero con una gran terraza.
Se supone que
teníamos suerte, apenas llevábamos un par de años licenciados en Historia y ya
teníamos ambos un trabajo estable; él en el Archivo Provincial y yo en una
empresa de turismo. No nos iba mal.
Para celebrar mi
cumpleaños, David había tenido la ocurrente idea de organizar una cena con
amigos en nuestra terraza aprovechando la brisa fresca de las noches de verano.
Estábamos a mediados de julio. Él correría con todos los gastos, ese sería mi
regalo de cumpleaños. Pero además, pretendiendo hacer una especie de labor
social amorosa se empeñó en que invitara a todas mis amigas solteras y él hizo
lo propio con sus amigos para ver si del encuentro surgían nuevas parejas.
—Invítalas a
todas. Cuántas más mejor— me dijo David unos días antes.
—Oye, que no son
carnaza para tus amigos— le respondí.
—Aquí nadie va a
ser carnaza de nadie, Rocío. La idea es que hay mucho desparejado suelto por el
mundo y que nosotros, ahora que estamos bien, que somos felices y lo tenemos
todo, podríamos ayudar presentando a algunos y si surge algo… Quien sabe, lo
mismo dentro de unos años estaremos rememorando esta cena y alguno de ellos
estarán dándonos las gracias por haberlos presentado.
—No somos una
agencia matrimonial, David.
—Eres muy
negativa.
—No es que sea
negativa, es que no me va ese rollo de hacer de celestina. Además, muchos de
nuestros amigos se conocen. Más bien, se podría decir, que están hartos de
verse. Estudiamos en la misma facultad, la misma carrera y en la misma clase,
cariño, parece que se te olvida.
—Ya nena, pero
tienes a más amigas que no son de la carrera y a compañeras del trabajo.
—Bueno, sí…
—Pues no se
hable más.
Y durante días,
no se habló más.
Yo solo tuve que
preocuparme por adecentar la casa. David, que siempre fue un “cocinillas” organizó todo lo referente
a la comida para la cena. Como no
entendía demasiado de vinos, compró los más caros; “Al final a la gente lo que le importa es que cuando los invitas te gastes
dinero en ellos aunque le sirvas vinagre cobrizo y se encallen las encías
cuando lo beban. Aun así, seguro que cogen la botella, leen la etiqueta y dicen
—Vaya tío,¡Este vino te ha tenido que costar una pasta!”
La noche antes
de mi cumpleaños, hablando sobre a quienes invitaríamos David me dijo:
—No olvides
invitar a Virginia. ¿Aún tienes su número de teléfono?
—¿Virginia? ¿Qué
Virginia?
—Virginia la de
clase. La que hizo contigo aquella exposición sobre la vida de frontera en la
Edad Media y acabasteis las dos discutiendo con un guiri que no paraba de
llevaros la contraria. ¡Menudas erais! ¿No me digas que no la recuerdas?
—Sí, la
recuerdo. Debo tener su número grabado en el móvil. A lo mejor también lo
tienes tú.
Virginia había
sido nuestra compañera de clase los cinco años de carrera. Salíamos con el mismo grupo de amigos de la
facultad y solíamos hacer los trabajos y exposiciones de clase juntas. La gente
decía que formábamos un buen equipo. Pero en el último curso yo empecé a salir
con David, el chico del que ella había estado enamorada desde primero. Todos
nuestros compañeros lo sabían. David también lo sabía.
Poco a poco
Virginia y yo nos fuimos distanciando hasta perder el contacto.
—Sí, quizás lo
tenga grabado aún. Luego lo miro y te digo.
—A lo mejor
ahora está saliendo con alguien.
—No, creo que
no. Supe que tuvo un par de relaciones, una que duró unos meses y otra casi un
año, pero ahora no está con nadie. Piensa que en cierto modo, se lo debes.
—Yo no le debo
nada a nadie.
—Pero, ¿la
llamarás?
—Lo haré.
Por la mañana la
llamé. Me dijo que vendría.
Y ese es el
motivo por el que me encontré aquella noche celebrando mi cumpleaños entre
desconocidos y gente a la que hacía mucho que no veía.
No me arreglé
demasiado para la ocasión. Me puse los mismos vaqueros que había llevado al
trabajo y me cambié la camiseta que tenía por una blusa.
De los
invitados, Virginia llegó la última.
Cuando abrí la
puerta yo le sonreí y ella se me echó a los brazos.
—¡Cuánto tiempo,
Rocío!
—Sí, ya ves.
Bueno, nunca es tarde ¿verdad?
—Claro que sí,
mujer.
>> Estás
estupenda, eh. Has cogido algunos kilos ¿no? Pero te sientan muy bien.
—Sí, debe ser la
buena vida. Tú sin en cambio, estás delgadísima. ¿Y eso? Supongo que el estrés
del trabajo. A veces el ritmo de vida que llevamos hoy día nos pasa factura.
—Sí, es verdad.
Estuve trabajando como profesora de clases particulares en una academia hasta
el mes pasado. Mi contrato venció y la academia no me lo renovó porque están
pensando en cerrar. Ya sabes, la
situación económica ahora, es lo que tiene…
—Te entiendo. La
verdad es que David y yo no nos podemos quejar en ese tema. De todas formas no
te preocupes, seguro encuentras algo pronto.
Le volví a
sonreír y la invité a pasar. Ella también sonrió y me entregó su regalo.
Era un pequeño
frasco de perfume de Agua de rosas de Adolfo Domínguez.
Cuando
estudiábamos juntas, en una ocasión le dije que el perfume de Agua de rosas era una fragancia perfecta
para mujeres que pasaban de los cuarenta años y que por eso solía regalárselo a
mi madre.
Ya en casa,
abrazó a David con la misma efusividad con la que me había abrazado y le regaló
un par de sonoros besos. Yo la invité a
sentarse en la mesa, en un hueco que quedaba entre dos amigos de David. Ambos
informáticos y sin pareja conocida desde hacía años. Sus asientos quedaban
lejos de dónde nos sentaríamos David y yo.
David sacó
varias botellas de vino y algunas cervezas y refrescos. En la mesa se sentaron
unos veinte comensales. Había comida para más del doble.
David se la pasó
dando paseos de la cocina a la terraza y viceversa, sin dejar que nadie le
ayudara. Iba a por la ensaladilla, luego
a por el aliño de de pimientos, la tabla
de quesos, los platos de chacina, la tortilla, las aceitunas, los picos, el
pan…
Yo fui a por
unas copas que aún tenía guardadas en el armario de la habitación de invitados.
Las habíamos comprado en IKEA poco antes de venir a vivir al piso pero no las
habíamos sacado aún. No eran los únicos trastos que andaban escondidos en esa
habitación a la que no dábamos uso.
Como el armario
quedaba enfrente de la cama, incliné el cuerpo y estiré los brazos para llegar
a la parte más alta que era dónde estaba la caja con las copas.
Al bajar de la
cama, el móvil que tenía guardado en el bolsillo derecho del pantalón empezó a
sonar con la melodía que tengo puesta para los mensajes.
Me lo saqué del
bolsillo y leí el mensaje: “Felicidades
preciosa. ¿Qué tal? ¿Cómo te va?”
Me lo enviaba
“C.G”. C.G son las siglas de una entrada
en mi móvil con un número de teléfono que llevaba guardando muchos años. Lo
tenía memorizado en la tarjeta SIM para no perderlo cada vez que cambiara de
móvil. C.G son las siglas de Carlos Gil un amigo, siete años mayor que yo, al
que conocí unos meses antes de entrar en la facultad y con el que empecé a
salir estando en primero de carrera pero solo unos días porque recibió su
primera oferta de trabajo en Barcelona y se mudó. No planeamos mantener una
relación a distancia, ni nada de eso. Me estuvo llamando durante un tiempo. Lo
siguió haciendo incluso cuando empezó a salir con una compañera de trabajo,
Carmen, pero cada vez con menor frecuencia hasta que dejó de llamar. Yo tampoco
lo llamé. Hacía al menos cinco años que no cruzábamos palabra y que no sabíamos
de la vida el uno del otro. Ni si quiera nos teníamos agregados en las redes
sociales.
Guardé el móvil
en mi bolsillo y volví a la terraza.
Allí ya se
habían hecho las presentaciones oportunas y se habían formado los
correspondientes grupos. Los dos
acompañantes de Virginia no paraban de darle conversación. Ella respondía
escuetamente.
David empezó a
rememorar anécdotas. Siempre hacía eso en las fiestas. Yo piqué algunas
aceitunas y me tomé un par de copas de vino.
Los platos se
vaciaron pronto. David me pidió que lo ayudara, en la cocina, a servir el
segundo.
Había preparado
escalope de ternera en salsa de almendras. Acompañado con unas bolitas de
patata que se había llevado toda la tarde haciendo. Yo enchufé la freidora para freír las bolitas y saqué un par de
salseras en las que verter la salsa sobrante por si alguien quería echarse un
poco más. Él preparaba los platos con la
carne todo lo rápido que podía.
—Pareces
nervioso, cariño. Estate tranquilo. Todo está saliendo bien.
—Sí, eso creo.
He visto tontear mucho a uno de mis amigos, Marcos, con tu amiga esa, la pelirroja.
—¿Con Marta?
—Sí, con ella.
—¿Todavía sigues
con esas? ¿No se supone que era mi cumpleaños? Quiero que dejes ya esa pose de
maruja casamentera. No te pega. No me gusta.
—Pero, ¿Qué
tiene de malo? Si nuestros amigos “intiman” pueden salir con nosotros y…
—¿Lo estás
haciendo por eso?
—No, mi vida.
—Vaya que lo de
mi cumpleaños era una excusa para organizar esto…
—No te pongas
así, nena. He hecho tu tarta preferida, de tres chocolates. La hice esta mañana
cuando estabas trabajando. La tenía
cuajando en el congelador. La voy a sacar para que no esté tan dura. Te va a
encantar. Incluso te he comprado velas.
—Será mejor que
empecemos a llevar los platos de carne a la mesa o se van a enfriar.
—Está bien.
Llevamos todos
los platos a la mesa entre los dos. Finalmente le di una de las salseras a
David y yo me quedé en la cocina para coger la segunda salsera y algunos
cubiertos más.
Antes de nada me
saqué el móvil del bolsillo y respondí a C.G:
“Gracias. ¡Cuánto tiempo! Me va muy bien.
Terminé la carrera y he encontrado trabajo de lo mío. ¿Y a ti qué tal te va?”
Volví a la
terraza. Durante mi ausencia y la de David muchos se habían cambiado de
asiento. Virginia estaba a tan solo un comensal de distancia de David y no
dejaba de mirarlo. De vez en cuando, le sacaba tema de conversación. Yo
intervenía y mientras hablaba acariciaba el hombro de David.
Al cabo de un
rato Virginia propuso un brindis, por los anfitriones. Así que me serví más
vino y alcé mi copa como hizo todo el mundo.
Probé un par de
bolitas de patata bañadas en salsa de almendra.
Estaba
tragándome la segunda cuando mi móvil volvió a sonar.
Tuve que hacer
pasar la patata con un trago de vino y lo cogí.
—¿Quién es,
nena? —me preguntó David.
—Mi hermana, me
envía un mensaje para preguntarme qué tal va todo. Ya sabes que es muy
curiosa…. — le respondí sin levantar la vista del móvil.
En el remitente
del mensaje ponía C.G y el contenido decía: “
¡Me alegra que te vaya bien! A mí me va regular, Carmen y yo lo hemos dejado
después de varios años. En lo profesional me va mejor. Tengo un nuevo trabajo
en el que viajo mucho.”
Yo le respondí
instantáneamente: “Vaya, siento lo de
Carmen y tú. Espero que estés bien. Enhorabuena por tu nuevo trabajo, siempre
te gustó mucho viajar. Seguro que estás contento con ese cambio.”
Me serví otra
copa de vino y probé un poco de la carne.
Cuando terminé
me levanté, cogí mi plato y varios vacíos pero David me los quitó de las manos.
—Tú quédate aquí
tranquila. Voy a preparar la tarta. Virginia me puede ayudar, ¿Verdad,
Virginia?
—Por supuesto.
—respondió Virginia levantándose rápidamente de su sitio.
—No, cariño.
Será mejor que te ayude alguno de tus amigos. Hace mucho que Virginia y yo no
hablamos. Nos gustaría ponernos al día. ¿A que sí, Virginia?
Virginia asintió,
con la cabeza, sin decir palabra y se volvió a sentar.
Después de irse
David, Virginia y yo no hablamos. Ella se giró en su silla hacia un lado y yo
hacia el otro.
Recibí otro
mensaje de C.G : “Gracias por los ánimos,
guapa. ¿Sabes? He estado pensando en ti.”
No respondí el
mensaje en ese instante. Me serví otra copa de vino. La bebí a sorbos largos.
Todos estaban
charlando animadamente formando coros de pie alrededor de la mesa y varios aún
sentados. Virginia se levantó para integrarse en la conversación que mantenían
los informáticos con dos de mis amigas.
Algunos
empezaron a entrar en la casa y a trastearlo todo. La mayoría miraba los cuadros
de fotos. Teníamos muchos por todo el
piso.
Una amiga gritó
desde el salón.
—¿Ese es el
Teide? ¿Habéis ido a Tenerife?
—Sí. Fuimos el
verano pasado con los padres de David. —le respondí yo, también gritando, a la
vez que me servía otra copa de vino.
Con la copa
llena hasta el borde reposando en la mesa, saqué el móvil de mi bolsillo y
respondí a C.G :”Me ha sorprendido mucho
que me mandaras un mensaje. Yo también he estado pensando en ti.”
Otra amiga
gritó, esta vez desde el comedor.
—Míralos a los
tortolitos, qué románticos. ¿Cuántas veces habéis ido a Paris? Tenéis tres
fotos distintas frente a la Torre Eiffel.
—Sí, supongo que
es la típica foto. Hemos ido tres veces
pero dos fueron por asuntos de trabajo míos y David me acompañó. Nos gusta
mucho Francia y el francés es el idioma en el que mejor nos defendemos los dos.-
respondí gritando cuanto pude.
De pronto las
luces se apagaron y del comedor a oscuras emergió David con la tarta y veintisiete
velas encendidas hundiéndose en la capa superior de chocolate blanco.
Todos empezaron
a entonar el cumpleaños feliz descompasadamente.
Hacía años que
nadie me cantaba el cumpleaños feliz.
David me besó en
la frente. Luego puso la tarta sobre la mesa y me dijo:
—Sopla las
velas, nena.
Las soplé.
Al ver que no
quedaba ni una vela encendida empecé a quitarlas del a tarta. La capa de
chocolate blanco parecía un campo de cráteres. David partió la tarta y repartió
un trozo generoso a cada invitado.
Yo me había
comido tres o cuatro cucharadas de tarta cuando recibí otro mensaje de C.G : “Me gustaría volverte a ver. Te he echado
tanto de menos… En septiembre viajo a Sevilla. ¿Quieres que te avise y quedemos
para tomar una copa?”
Sostuve con una
mano el móvil y con la otra agarré la copa de vino que ya estaba a la mitad y
me la terminé de un trago.
David estaba
sentado a mi lado riendo a carcajadas y apurando las últimas anécdotas de la
noche.
—Cariño, ¿No
habías comprado unos chupitos?— le pregunté.
—Sí, de tequila,
de vodca caramelizado, de hierbas y hasta de limoncello.
—¿Por qué no los
sacas ahora?
—Buena idea. ¿Me
acompañas?
—No, cariño.
Mejor que te acompañe Virginia creo que ustedes aún tenéis mucho de qué hablar para poneros al
día.
Virginia, que se
había sentado en el otro extremo de la mesa, me miró con cara de incredulidad.
Yo sonreí mientras asentía con un leve movimiento de cuello. Ella se levantó
presurosa.
—Yo te acompaño,
David.
Lo acompañó a la
cocina sí, agarrándolo por el brazo y dorándole la píldora.
—¿Has hecho la
tarta tú? ¡Qué apañado eres! Estaba buenísima. El otro día hice una tarta
parecida…
Yo volví a coger el móvil y le respondí a C.G.: “Yo también tengo ganas de volverte a ver. Ok,
avísame cuando vengas. Te espero.”
Cuando los
invitados se fueron, David y yo estuvimos un buen rato recogiendo platos y
vasos.
Ya en la cama, él me buscó. Jugó con sus manos entre mis piernas y me
mordió el cuello bajando hasta el pecho para chupar mis senos como un felino
hambriento, pero aquella noche no hicimos el amor, ni la siguiente.
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