¿Siente la cabeza cortada como cae en el saco de cuero?
Un día
cualquiera de un mes de invierno rezagado, en la Facultad de Historia de una
ciudad de España, Sara hizo una pregunta. Era una de tantas de las que hacía,
así que la de aquel día no tuvo nada de particular. Pero los detonantes no son
siempre particulares, a menudo son solo, casuales. Eso sí, no fue en una ciudad cualquiera, no,
fue en una ciudad de esas en las que te encuentras a mucha gente caminando por
las calles, y a muchos coches inundando las carreteras. Concretamente, fue en
una ciudad de las que tienen centros comerciales, y tiendas a montones. De esas
en las que uno puede ir al cine cualquier día de la semana. Y sobre todo, de
esas en las que inspiras una bocanada de aire y sientes como una corriente de
CO2 y pura mierda, te encharcan los pulmones.
—¿Siente la
cabeza cortada como cae en el saco de cuero?- dijo Sara a la vez que levantaba
su brazo derecho con el dedo índice recto a la altura de la frente.
Sara tenía
diecinueve años. Era de estatura media, pelo moreno y ondulado, ojos marrones,
labios gruesos, pechos generosos y caderas anchas. Era atractiva, pero
tenía un tipo de atractivo tan casual
que solía pasar desapercibido.
Llevaba casi año
y medio haciendo la carrera de Historia y a estas alturas ya era consciente de
su miserable destino si no ponía remedio; estudiar montones de personajes y
acontecimientos históricos sabiendo que
nunca formaría parte de esa lista.
Aunque Sara
odiaba los asientos que quedaban muy cerca del profesor, desde hacía unas
semanas le había dado por sentarse en primera fila, solo en la clase que tenía
a primera hora de la mañana.
—Primero se
levanta la mano y cuando te dan permiso se hace la pregunta. Son modales
básicos que se aprenden en el parvulario Sara. ¿Te los voy a tener que
refrescar en segundo de carrera?—le respondió Mercedes, la profesora de
Historia Contemporánea del Mundo.
Mercedes era una
mujer alta, delgada que andaba rozando los cincuenta. No era guapa y no o por
los años si no por los genes, aunque tampoco era fea, ni siquiera resultona.
Era insulsa, como sus clases.
—Pero todo el
mundo estaba en silencio, yo no he interrumpido su explicación. Solo he
aprovechado un silencio vacío, mientras esperábamos que terminaras de encender
el proyector. Además usted estaba de espaldas a mí. ¿Cómo iba a ver que tenía
la mano levantada? ¿Preferiría que me hubiera quedado con el brazo levantado un
buen rato? Entonces hubiera acabado cansándome y lo habría bajado y para cuando
se hubiera dado la vuelta yo ya tendría el brazo agachado y entre que lo volvía
a levantar y no, usted podría haber pronunciado alguna palabra y ahí, sí, justo
ahí yo ya no podría haber hablado porque te hubiera estado interrumpiendo y ahí
sí, ahí usted hubiera podido decirme, como siempre, me dice “Sara, calla que me estás interrumpiendo”.
—¡Sara, por
Dios, calla!
—¿Qué la estoy interrumpiendo?
—¡No! ¡Qué me
estás volviendo loca!
—Pero
entonces…¿Lo siente o no lo siente?
—¿Qué Sara? ¿De
qué estás hablando?
—De la cabeza.
Vamos, de las cabezas en general, no de una cabeza en particular. Vaya,
cualquier cabeza me sirve aunque si me quieres poner un ejemplo me gustaría
saber si lo sintió la cabeza de Charlotte Corday la asesina de Marat, debió de
ser una mujer interesante…
—Sara, ¡para!
¿Vienes a las clases a cachondearte? ¿No te importa el tiempo que le haces
perder al resto de tus compañeros?
—Yo no les hago
perder el tiempo, profesora. Yo hago preguntas como todos hacen. Usted es la
profesora, tiene que resolver las dudas. Yo pienso, que si estamos hablando del
invento de la guillotina, vale sí, hay
que saber que debe su nombre Joseph Guillotine aunque lo mismo da, digo yo, el
nombre que tenga la máquina esa para cortar cabezas. Lo importante de una
máquina que corta cabezas son las cabezas que corta y yo quiero saber si cuándo
la cabeza que ha sido cortada cae al saco de cuero lo siente, quiero decir, si
tiene un algunos segundos en los que es capaz de sentir que está desmembrada,
que cae a un saco y que decenas o incluso cientos de personas se han
concentrado para ver como le cortan la cabeza al condenado o a la condenada.
A mí eso me
parece casi impúdico. Creo que me daría más vergüenza que alguien me vea sin
cabeza que desnuda.
Mercedes escuchó
los alegatos de Sara, como siempre lo hacía, con su mano izquierda apoyada en
la cadera y con la derecha aferrada a su cuello en un frenético juego
ascendente y descendente que la dejaba con el cuello rojo y al borde de la
asfixia. Cada vez que oía la voz chillona de Sara preguntándole algo su
organismo generaba una respuesta de defensa, una especie de sudor frío que le
asomaba repentinamente por la sien y empezaba a bajar despacio colándose por el
entrecejo hasta humedecer la nariz y conseguir que se le resbalasen las gafas
de pasta enormes que llevaba. Para cuando las gafas ya le asomaban por la punta
de la nariz, su mano alrededor del cuello se había cerrado hasta el límite
máximo de lo tolerable y entonces bajaba la mano de la cadera y la del cuello
al mismo tiempo y apretaba los puños sintiendo como le rechinaban los dientes.
Pero nunca, jamás, estalló pese a que hubo montones de veces en las que de las
tripas le salían las ganas de lanzar el proyector por los aires o estamparlo en
la cara de Sara que la miraba fingiendo una ingenuidad que no tenía y con
media sonrisa contenida. Mercedes no lo hizo porque se preparaba a
conciencia en casa frente al espejo “Cuenta
hasta cinco Mercesdes, cuenta hasta cinco y respira hondo”.Tiempo después
tuvo que cambiar esa preparación y repetírsela ya no solo en casa sino cuando
aparcaba el coche en el parking de la facultad y se lo decía frente al espejo retrovisor del conductor “Cuenta hasta diez Mercedes, cuenta hasta
diez y si hace falta vuelve a empezar”.
—Sara, el tema
que estamos tratando es la Revolución Francesa. Vamos un poco justos de tiempo
en el temario, no nos vamos a entretener demasiado en el apartado de la
guillotina y esto no es una clase de medicina general. Mira, no sé el tiempo
que tarda una cabeza cortada en seguir recibiendo impulsos nerviosos o seguir
dándose cuenta de lo que le ocurre pero en mis clases esos aspectos no nos
interesan. Y si ahora, me permites seguir, creo que a tus compañeros les
vendría bien que continuáramos con el temario y explicar la toma de la
Bastilla.
—Profesora… Yo
le dejo seguir, por supuesto, es su clase, aunque yo sigo pensando que ese
apartado que viene ahora es irrelevante como la mayoría de los temas que usted
nos explica.
La clase de
Historia Contemporánea estaba llena con unos cincuenta alumnos somnolientos que
a las nueve de la mañana poco les importaban si se hablaba de la toma de la
Bastilla o de una inminente catástrofe mundial. Las preguntas incisivas de Sara
si que los entretenían al principio pero después de unos meses todos se
acostumbraron y lo único que les sorprendía era el aguante de la profesora ante
las embestidas de Sara. Sin embargo, cuando Sara dijo que ese tema era
irrelevante como la mayoría de lo que explicaba la profesora, varios de la
primera fila empezaron a darse codazos y algunos incluso se volvieron para
susurrarle en el oído a su compañero de detrás lo que Sara acababa de decir.
Mercedes,
siguiendo con sus pautas previamente ensayadas, respiró hondo, contó hasta
cinco luego volvió a respirar, contó hasta diez, luego otra vez y cuando ya
todos esperaban estupefactos la que pensaban sería la gran respuesta de la
profesora ante semejante ofensa, Mercedes solo dijo.
—¿Te parece
irrelevante la toma de la Bastilla Sara?
Sara a sabiendas
de que tenía toda la atención de sus compañeros se puso en pie para continuar
con su discurso:
—Bueno,
irrelevante quizás no sea la palabra pero todos sabemos que para cuando la
tomaron allí había cuatro gatos mal contados aunque lo importante es el valor
simbólico del hecho y del lugar, por todo aquello del símbolo del absolutismo
desmontado ladrillo a ladrillo. Todo eso queda muy poético, no digo yo que
no, aunque eso se lee en cualquier libro
y a mí lo que me interesa es hablar de las cabezas cortadas ahí en público,
descaradamente. La verdad es que las personas siempre han disfrutado con ver la
muerte ajena sobre todo si se convierte en un espectáculo como en los circos
romanos, lo que pasa es que me cuesta entender eso en pleno siglo XVIII, ¿No
qué muy ilustrados y todo el rollo ese? Claro, el ambiente estaba caldeado y si
no se llega a matar en público la gente no…
—Sara, ¡basta!
Esas preguntas filosóficas tan buenas que tienes déjalas para debatirlas en un
bar con tus amigos o en la calle. Nosotros vamos a continuar con el temario.
>>La mañana
del 14 de julio de 1789…
—Yo creía que la
Universidad era el sitio dónde se debatía, pero bueno…
—Sara, no te lo
voy a volver a repetir.
Sara se giró
hacia sus compañeros que seguían sin atreverse a pronunciar palabra y luego se
sentó.
—Vale, me callo.
Al salir de
clase Mercedes se acercó al asiento de Sara y le avisó:
—Mañana, a las
doce, quiero que vengas a verme a mi despacho.
* * *
A la hora del
almuerzo Sara subió las escaleras de la cafetería para encontrarse con su amiga
Laura en el comedor. Laura estaba sentada en una de las mesas del fondo
comiendo sola. Sara cogió una bandeja, la atavió con el papel típico, la
servilleta y los cubiertos y pidió lo que quería; de primero macarrones con
tomate, de segundo picadillo de patata y de postre natilla.
Cuando lo tuvo
todo se dirigió rápida hasta Laura que absorta en la comida no la había visto
llegar.
A modo de saludo
Sara dejó la bandeja en la mesa y mientras se quitaba el bolso y la carpeta que
traía atrapada debajo de la axila dijo:
—¡Comida de dioses
por 3,90 euros! De primero tenemos pasta de la mejor calidad elaborada con una
harina tan exquisita que los macarrones se adhieren al plato como si no hubiera
un mañana y por si fuera poco vienen bañados con una salsa de tomate cien por
cien natural-mente embotellado. De segundo tenemos manzana de la tierra picada, aliñada con una
“miaja” de atún, cebolla y pimiento y aderezada con un fino hilo de aceite de
girasol y vinagre de dudosa procedencia y sin sal, que es malísima para el
corazón. Y por si aún nos queda un hueco en el estómago tenemos natillas
acuosas con una galleta flotante, dos, si estás de suerte como yo hoy.
Laura levantó la
mirada del plato y con cara de quien ha escuchado muchas veces el mismo
discurso le dijo:
—Siéntate ya que
se va a enterar todo el mundo.
A Laura le caía
bien Sara porque era una tía ingeniosa y divertida. Rara donde las hubiera pero
eso no suponía ningún problema, salvo cuando a Sara le daba por ponerse
irónica. A Laura no le gustaba ni la ironía ni el zumo de melocotón.
Coincidía con
Sara en algunas clases y quedaban para comer en el comedor de la facultad un
par de veces por semana.
—Oye Laura, ¿Te
has fijado que en todos los comedores de todas las facultades siempre ponen de
postre natilla o arroz con leche?
—También ponen
yogurt y fruta.
—Bueno sí,
también, pero me refiero postres caseros. Solo ponen esos dos.
—¿Y?
—Pues que
podrían poner otra cosa, como bizcocho, eso también es barato de hacer.
—¿Sara esto no
será otra de tus sesiones de preguntas filosóficas, no? Mira que yo no tengo
tanto aguante como Mercedes. ¡Menuda le has liado esta mañana!
—Yo no le he
liado nada. Yo solo le pregunté.
—Si claro, pobre
mujer. No sé que te ha dado con ella, no le montas esos pollos a ningún
profesor, solo a ella.
>> Bueno,
cambiemos de tema y empecemos a comer que esto se enfría. Me dijiste el otro
día que anoche tenías una cita, ¡con un chino! ¿Cómo es eso? Y que me lo
contarías hoy. ¡Ya estás tardando!
—Bah, es una
chorrada. Sí, la tuve anoche aunque no creo que vuelva a salir con él. No lo
voy a llamar ni él me va a llamar a mí. ¡Es que a mí no me gustan los chinos!
Son majos y tal pero no me atraen.
—Entonces, ¿Por
qué saliste con él?
—Porque mi madre
dice que los chinos van a dominar el mundo y que nos van a quitar a todos el
trabajo. Siempre dice que empezaron con los restaurantes, luego con los bazares
y ahora con las tiendas de ropa y que el día menos pensado montarán supermercados.
>>¿Te has
fijado en que cada vez es más difícil distinguir una tienda de ropa china de una
española? Ya solo te das cuenta cuando cruzas la puerta y ves a un chino o una
china en el mostrador. Antes te dabas cuenta solo con el escaparate porque la
ropa era diferente y la decoración también. Ahora le ponen a las tiendas hasta
nombres normales. Es más, la primera tienda de ropa china de mi barrio se
llamaba “Modas Shangai” y ahora la última que han abierto se llama “Modas
Luna”. Mi madre hasta le ha puesto nombre al asunto, lo llama “la silenciosa invasión amarilla”.
—¿Y qué tiene
que ver eso con que anoche salieras a cenar con un chino?- le preguntó Laura
mientras cogía su segundo plato. Ella había elegido varitas de merluza porque
estaba haciendo dieta y tantos hidratos de carbono, los de los macarrones y
también los de las papas, hubiera sido excesivo.
Sara no contestó
inmediatamente, estuvo un rato escarbando macarrones con el tenedor y no
respondió hasta que cogió el plato con el picadillo.
—No lo llames
chino aunque fuera chino. Si hubiera salido con un amigo cualquiera no dirías,
¿Qué tal anoche con el blanco?
—Bueno tía, ya
me entiendes. Es que no sé como se llamaba, no me lo has dicho.
—Li. Se llama
Li.
—¿Li? ¿Li qué?
—¿Yo qué sé?
Tampoco es que yo me sepa muchos nombres chinos.
—Sigo sin
entender. No te gustan los chinos, no te sabes nombres chinos… ¿Por qué saliste
con Li?
—Ya te lo he
dicho. Porque mi madre piensa que los chinos van a dominar el mundo. Es que
ella es de pueblo aunque lleve años viviendo en la ciudad y tiene una mente tan
retrógrada… Ella no habla de política, dice que de esas cosas ni entiende ni
quiere entender pero yo creo que sin saberlo es una facha de cuidado.
—¿Estás jugando
conmigo como con la profesora, verdad? ¡Te he dicho que no hagas eso!
—Que no… A ver,
¿recuerdas que te dije que habían abierto una nueva tienda de ropa en mi
barrio?
—Sí.
—Pues bien, hace
una semana pasé con mi madre por la puerta y decidimos entrar. Cuando miré para
el mostrador me di cuenta de que había una mujer china con un chico joven chino
también. Y mira que ya me lo olía yo de antes, “seguro que la tienda nueva es de chinos, no hay de otra, seguro, vamos
fijo”.
>>Total,
que al final resultó que el chico joven era Li al que yo ya conocía de antes
por una amiga que tenemos en común. De hecho, yo ya había ido a cenar un par de
veces con él, esta amiga que tenemos ambos y otros amigos. Así que como lo
conocía pues me acerqué y por cortesía le pregunté, “¿Qué tal?” “¿Esta tienda es de tu familia?”.
>>Mientras
hablaba con él me di cuenta de que mi madre nos miraba con ojos inquisidores.
Hasta podía adivinar lo que estaba pensando “Traidora,
¿Qué haces hablando con el enemigo?”Yo que he empeñado un riñón para pagarte la
matrícula de la Universidad y tú me lo agradeces así, entablando amistad con
ese advenedizo que ha venido a forrarse a nuestro país “
Llegados a ese
punto Laura cogió su natilla. Ella no estaba de suerte, solo tenía una galleta
flotante y desesperada incitó a Sara a abreviar.
—Sí, ¿y? Mira
que cuando acabe la natilla me voy que tengo clase en diez minutos.
Sara dejó su
plato de picadillo a medio comer y cogió también su natilla para acompañar a
Laura en el postre.
—Vale… En fin,
que lo que no sabía mi madre era que Li era tan español como yo porque había nacido en Cuenca y sus
padres llevaban veintidós años viviendo en España aunque habían viajado por
varias ciudades. Así que por divertirme un rato y por ver hasta dónde aguantaba
la úlcera de mi madre, cogí y le pedí a Li salir a cenar una noche.
—¡Fuiste tú
quien se lo pediste!
—Sí. ¡Pobre!
Creo que aceptó por compromiso.
—Yo lo que creo
es que deberías de dejar de hacer eso.
—¿El qué?
—Jugar tanto con
la gente. Hacer cosas solo por fastidiar a los demás. Cada vez lo llevas más al
extremo…
Ambas se
levantaron, tomaron la bandeja del almuerzo y la pusieron en la parte más alta de un carrito del
comedor.
Salieron sin
decir palabra hasta que llegaron al patio de la facultad dónde tendrían que
despedirse para ir cada una a la clase que le tocaba. Sara rompió el hielo.
—No le encuentro
sentido a esto Laura. No entiendo la utilidad de que nos pasemos años
estudiando y hasta investigando la vida de grandes personajes mientras vivimos
una vida asquerosamente normal.
Sara se sinceró
con su amiga. Era la primera vez que lo hacía. No se había atrevido a contarle
a nadie su verdadera preocupación.
Laura, por su
parte, no se dio cuenta de que su amiga por primera vez estaba hablando en
serio.
—Pero no vas a
darle emoción a tu vida cabreando a una profesora o a tu madre.—le dijo a modo
de despedida.
* * *
A la mañana
siguiente Sara acudió puntual a su cita en el despacho de la profesora
Mercedes.
Tocó a la puerta
intentando que sus nudillos reprodujeran con ritmo una imaginaria melodía para
que quedara claro, ya desde la puerta, las ganas de guasa con las que venía.
El problema es
que nuestros enemigos nunca se ponen la careta que esperamos. Sara era más
ingenua de lo que hubiera estado dispuesta a admitir. Con ese afán que tenía
por incordiar a su profesora no pensó que cuando una cuerda se tensa, siempre
acaba por romperse, pero que a veces la caída no es estrepitosa aunque a la
larga la secuela de los golpes resulte igual de dolorosa.
Mercedes estaba
sentada detrás de una montaña de libros y papeles. Invitó a pasar a Sara con
una sonrisa tatuada en la cara y ademanes inquietos.
—Pasa Sara, pasa.
Siéntate.
Sara pasó y se
sentó, aunque lo que menos esperaba encontrar era tanta amabilidad.
La sonrisa de
Mercedes era tan falsa que con el paso de los segundos se iba deshaciendo
rápidamente hasta quedar reducida a una patética mueca forzada.
—Seré breve
Sara. Desconozco la razón por la que te has empeñado en boicotear mis clases.
Mercedes esperó
unos segundos, creía que Sara la interrumpiría para darle alguna explicación
pero Sara seguía sentada con esa cara de no haber roto un plato que tanto le
gustaba poner.
—Está bien. No
me interesan los motivos. Eres muy inteligente Sara, no creas que no me he dado
cuenta. Molestas en clase pero siempre balanceándote por el límite de lo
admisible, hasta ayer. Ayer te caíste Sara, se te fue de las manos la jugada.
>> He
visto tu expediente. Llevas poco tiempo en la facultad pero es brillante,
supongo que por eso te ves en condiciones de tomarte algunas libertades. Te
podré bajar la nota pero... ¿suspenderte? Sería demasiado evidente, ¿verdad?
No te preocupes,
he pensado una solución alternativa. Si tantas inquietudes tienes quizás
deberías encauzarlas haciendo algunas prácticas que te vendrán muy bien para tu
expediente académico.
Justamente
dirijo varios programas de prácticas para estudiantes en algunas empresas e
instituciones y he encontrado unas prácticas perfectas para ti. Es una
oportunidad.
Sara escuchaba atenta lo que le decía su profesora
sin dejar de balancearse en la silla. En el fondo presentía, que pese a las
apariencias, estaba perdiendo la partida.
—¿Un regalo?
¿Después de todo? Dígame, ¿Cuál va a ser la fruta envenenada que me ha
preparado?
Mercedes rió
maliciosamente.
—Ninguna fruta
envenenada Sara. Ya te digo, es una oportunidad. A partir de ahora tienes 50
horas de prácticas en el Archivo Militar de la ciudad.
Sara se inclinó
sobre la mesa de su profesora como había visto hacer en las películas cuando
querían poner las cartas sobre la mesa.
—Así que el
castigo es un Archivo Militar. Entonces, si castiga a sus alumnos con un
Archivo Militar… A sus hijos, ¿Cómo los castiga? ¿Mandándolos a un internado
suizo?
Mercedes dejó
caer la espalda sobre su asiento.
—Sara, aquí no
tienes público. No tienes por qué montar ninguna de tus escenitas. Es una
práctica como cualquier otra de las que dirijo. Estudias para ser historiadora,
te vendrá bien empezar a sumergirte en el trabajo de un archivo. Y sí, el
contacto con la vida militar no te va a venir nada mal tampoco.
Sara se puso en
pie.
—¿Y si me niego?
—No tienes
opción Sara. En tu caso, las prácticas de archivo son requisito indispensable
para aprobar la asignatura. Tómalo como una oportunidad para mejorar expediente
y tu futuro curriculum.
La fruta
envenenada había sido una manzana, sin lugar a dudas. Sara esperaba más de su
profesora, la verdad, pero al final se ve que había recurrido al clásico; una
apetitosa manzana roja que al primer mordisco te tiraba por los suelos y ahora
a ver quién era el guapo que arreglaba ese desaguisado.
Desde aquel día,
cada vez que Sara recuerda el castigo de su profesora se flagela; “Eso me pasó por andar fastidiando y mira
que era divertido. Sarna con gusto no pica.”
* * *
El Archivo
Militar no quedaba lejos de su facultad, se ubicaba dentro de un
acuartelamiento militar. Era un edificio antiguo con pinta de haber pasado pocas
renovaciones y presidido en la entrada por dos torres de piedra de algo más de
dos metros de altura. A Sara le recordó a las torres de los juegos de ajedrez.
Sara llego al
archivo acompañada de Mercedes. Aquel día se sintió como los niños de primaria
a los que sus madres se empeñan en llevar al colegio. Pensó que le estaba
saliendo cara la broma de las preguntas en clase y hasta sintió lástima por la
cita con el chino para aterrar a su madre.
De camino al
Archivo no podía dejar de pensar en su madre la otra noche, sentada en el sofá
de casa haciendo zapping y viendo películas de las que ya sabía el final,
haciendo tiempo, sabiendo que su hija estaba “intimando” con un chino. Y
pensando, “¡Ay pobre de mí! ¡Los nietos
me van a salir paliduchos y los voy a tener que llevar al colegio en kimono!
(La madre de Sara tenía serios problemas para diferenciar las distintas
culturas asiáticas y eso Sara lo sabía) “¿Y
dónde voy a encontrar yo uvas en febrero para celebrar el Año Nuevo?”
En la garita de
la entrada un par de militares le pidieron tanto a Sara como a su profesora que
les entregara el DNI y le facilitaran datos de contacto. Anotaron en unas
interminables listas todos los detalles con calma, rifándose ambos los papeles.
—Rellena tú los
datos de contacto.— dijo uno de ellos.
—Está bien. Yo
anotaré los datos de acceso y el número de las identificaciones.-respondió el
otro.
Ambos eran
morenos, altos y de complexión fuerte aunque uno de ellos excedía un poco lo que entendemos por fuerte y dejaba asomar
una reciente “barriguita cervecera”. Eso a Sara le sorprendió. Se los esperaba
musculosos, más serios, formándose a cada paso, saludando con la mano en la
frente pero la realidad nada tenía que ver.
La verdad es que
la impresión de Sara no iba muy desencaminada. Cualquier persona que los
hubiera visto vestidos de civiles hubieran pensado enseguida que eran dos
compadres de los que se pasan los domingos de cerveza en cerveza en el bar mas
cercano o en el que tenga las mejores aceitunas.
Cuando
terminaron de rellenar papeles le entregaron a ambas un par de identificaciones
de color rojo sangre con un número para que se las colgaran al cuello.
Sara pensaba que
en ese instante las cachearían y no le desagradaba la idea, pero eso no
ocurrió.
Cuando llegaron
al Archivo. Un hombre más o menos de la misma edad de la profesora los recibió.
Era el director técnico. Abrazó efusivamente a Mercedes y Sara presintió que
aquella afectividad no le auguraba nada bueno. Luego le presentaron al Coronel
encargado.
No entendió muy
bien la diferencia entre el cargo de uno y otro. Supuso que en aquellos lugares
estaría establecida algún tipo de norma para que al mando estuviera un civil y
un militar. Imaginó que el Coronel era la “persona importante” del lugar pero
que el Director Técnico se encargaría de decidir el trabajo que iba a
desempeñar. No se equivocó.
* * *
El trabajo de
Sara consistió en acudir por las tardes al Archivo y batallar entre cajas
llenas de polvo. Cada caja tenía treinta carpetillas y cada carpetilla el
expediente con la infracción de un militar. Tenía que cotejar que los datos
escritos en la carpetilla coincidieran con la información que había dentro.
Además, tenía que librar a los papeles de todo lo que pudiera dañar su buena
conservación; grapas, clips, artilugios metálicos... A decir verdad, la mayor
parte del tiempo se la pasaba quitando grapas., Le tocó eso. Pronto se dio cuenta de que no hacía falta
estudiar ninguna carrera para saber hacer la tarea que le habían encomendado.
Aprendió que a los militares se les sancionaba hasta por llegar tarde. Nunca
los había visto así. Cuando acababa una
caja le daban otra, y luego otra y luego otra más. No parecía que hubiera otra
labor reservada para ella ni que aquellas cajas fueran a terminarse antes de
que ella cumpliera con su castigo.
Se enclaustraba
cada tarde tres horas en la sala de trabajo acordándose de las cabezas
cortadas. Veía la hoja afilada de la guillotina cayendo velozmente, seccionando
un cuello tierno y veía una cabeza de ojos abiertos y mirada aterrada cayendo
sobre un saco de cuero. Pensaba en lo que sentía esa cabeza en una oscuridad
postiza. ¿Oiría aún las voces de aquellos que se habían congregado para ver su
muerte? ¿Sentiría añoranza del cuerpo que le habían arrebatado? A lo mejor ni se enteraba, todo tenía que ser
tan rápido… pero, una vez, no recordaba dónde, había leído que una cabeza
cortada tenía conciencia de sí misma hasta dos segundos después de haber sido
cortada. ¿Daba tiempo en dos segundos de tomar consciencia? ¿Qué se dice uno en
dos segundos? ¿Y si al final resultaba
que la cabeza era consciente durante más de dos segundos? ¡Qué horror!
Se llegó a
imaginar arrodillada, con la cabeza preparada e intentando ver el cielo por
última vez pero no veía el cielo sino la mancha de gente expectante. Y no sentía miedo ni desolación, ni si quiera
rabia, solo sentía vergüenza, como le había dicho a su profesora. Era una
vergüenza tremenda por saber que la estaban viendo así. Joder, ¡Era humillante!
También sentía
vergüenza todo el tiempo que estaba en el Archivo. En la sala de trabajos había
un chico algo mayor que ella con su propio escritorio y sus estanterías con
cajas. Enfrente había otro escritorio dónde una mujer gruesa, que andaría
rozando los cuarenta trabajaba escuchando la radio y haciendo llamadas a cada
rato. Para Sara no había escritorio solo
un hueco en una mesa grande que todos usaban para dejar las cosas que no
necesitaban.
El director
técnico pasaba de vez en cuando para ver si tenía alguna duda, como si aquel
trabajo le hiciera dudar mucho a uno y le traía mas cajas. El coronel pasaba
con menos frecuencia y no le dedicaba más que una mirada fugaz y un saludo
frío.
Un día, la mujer
gruesa no vino a trabajar y al poco de llegar el chico se le acercó.
—¿A quién has
enfadado?
—¿Qué dices?—le
preguntó Sara intentando disimular su sorpresa.
—Que algo habrás
hecho o a alguien habrás tocado mucho las narices para que te manden aquí a
quitar grapas.
—No solo quito
grapas, estoy mirando unos expedientes… Bueno en verdad, —se acercó hasta él
para susurrarle en el oído—estoy aquí porque quiero hacerme con un expediente
en concreto, de un conocido. Ya me entiendes…
En realidad Sara
no había pensado en hacer eso, es decir, no había maquinado mentir al primero
que le preguntara pero aquel chico la incitaba a actuar así casi tanto como su
profesora. Era una cuestión de piel.
—Sí, ya. ¿A qué
Regimiento pertenece el fondo documental que te han asignado?
—¿Qué?
—Vaya, lo que me
temía, no tienes ni idea sobre documentación militar. Así no sé cómo vas a
hacerte con nada. ¡Menuda infiltrada!
—Y a ti ¿qué más
te da?
—No te pongas
así, niña. Solo pretendía ayudarte.
—No necesito que
me ayudes. Y me llamo Sara.
—Ah, ¿ahora
quieres que nos presentemos?
—No. Te lo decía para que no me vuelvas a llamar
niña.
—Vale, pues me
llamo Raúl. ¿Enfadaste a Mercedes, la mujer que te tarjo aquí? Es profesora de
historia. Te da alguna asignatura y la has suspendido y has ido a llorarle para
que te apruebe ¿A que sí?
—No.
—Entonces, la
enfadaste.
—No. Pero, ¿tú
la conoces? ¿Has estudiado Historia?
—No. Yo estudié
derecho, terminé hace un par de años.
—¿Y qué haces
aquí?
Raúl se acercó
también a su oreja y le susurró.
—Yo también soy
un infiltrado.—luego se distanció y dijo en voz alta—pero además me pagan por
estar aquí.
—¿Me estás
tomando el pelo?—le preguntó Sara agarrándolo por un brazo.
—¿Me lo estás
tomando tú a mi?—le dijo Raúl y se fue sin más, para dejarla ahí con un palmo
de narices.
* * *
A partir de
entonces las horas en el Archivo se fueron haciendo menos tediosas para Sara.
Todos los días
Raúl sacaba un hueco para acercarse a ella y charlar. Aunque la señora gruesa,
que a la postre resultó que se llamaba Consuelo según le contó Raúl a Sara,
estuviera allí y se quedara observándolos descaradamente.
A Consuelo le
resultaba muy extraño que el mismo chico que después de dos años trabajando
juntos no le dirigía la palabra más que por obligación cuando era inevitable,
ahora se la pasara de cháchara con la estudiante. Pero lo excusaba pensando que
al fin y al cabo ambos eran jóvenes y que la carne siempre tentaba.
Raúl sabía
perfectamente lo que quería de Sara desde el día que la vio llegar, pero esperó
unos días antes de hablar con ella para no asustarla. Sabía que tarde o
temprano le serviría. No se equivocó.
Sara disfrutaba
realmente con esas conversaciones.
—¿Por qué
estudias Historia?—le preguntó un día Raúl.
—Porque me gusta
la historia, quiero decir, conocer, saber la historia de nuestro pasado.
—¿Esa es tu
razón? A mí me encantan los huevos fritos con patatas pero no me paso el día
comiendo huevos fritos con patatas porque me gusten. Tiene que haber otro
motivo.
—Eso es absurdo.
Y tú, ¿por qué estudiaste Derecho?
—Porque creo en
las leyes. Bueno, creo en lo necesario que es conocerlas para poder pasártelas
por el forro.
—¿En serio?
—Claro. Si
estudias Historia debe ser porque crees en las personas, imagino.
—Yo no creo en
las personas. —le dijo Sara sorprendida de su propia respuestas—De hecho, en
las personas es en lo que menos creo del mundo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Supongo que no creo en las personas porque a menudo mienten, vaya, casi siempre
mienten. Y porque son egoístas y mezquinas. Y porque los que se suponen grandes
personajes de históricos suelen ser unos embaucadores, embusteros, asesinos,
ladrones,…
—Aun así te
encantaría ser un gran personaje histórico y que la gente recordara por
generaciones, incluso siglos, tu nombre. ¿No es verdad?
—Sí…. Todo el
mundo quiere que lo recuerden.
—Mira, ven, te
voy a enseñar algo.—le dijo Raúl mientras le acercaba una de las carpetillas
con las que Sara había estado trabajando—Estás trabajando, si es que aún no te
has dado cuenta, con expedientes de la serie de Diligencias Previas de la
sección de Justicia. Es decir, expedientes de sanciones a militares, pero sanciones
pequeñas que se quedaron en meras faltas. ¿No te hace pensar todo ese montón de
cajas con nombres de desconocidos?
—No sé a que te
refieres.
—Sara, ellos
también querían ser personajes históricos, a su manera. Querían salvar la
patria o quizás solo lo veían como un trabajo, pero es difícil que alguien se
someta a tanta disciplina por trabajo en los tiempos que corrían. Tenemos
documentación de todo tipo, de gente que solo estaba haciendo la mili y eso es
por obligación, pero la documentación
con la que tú trabajas no es así. Son militares de verdad, Sara.
—Sigo sin
entender que me quieres decir con todo esto.
—Es fácil. A ti
no te han llegado los grandes logros militares que tuvieron, habrá
documentación, pero a tú ahora solo te has encontrado con sus vergüenzas. Da
igual lo mucho que cambies el mundo, lo único que importa es que alguien lo
recuerde y que queden cuatro papeles para atestiguarlo.
Puede que Raúl
tuviera razón o puede que no, pero las conversaciones que tenía con Sara la
estimulaban muchísimo. No solo la estimulaba físicamente, pues se sentía
atraída por él desde el primer día que le habló, sino también intelectualmente.
Era perfecto para ella, a menudo llegaba a esa conclusión cuando pensaba en él;
“es la olma de mis zapatos”.
Tanto le gustaba
Raúl a Sara que ésta un día se envalentonó.
—Podríamos tomar
algo al salir del Archivo un día…—le dijo Sara sin levantar la vista de la mesa
de trabajo y con un tono entre meloso y pícaro.
—Sara, eres una
cría.—Le dijo Raúl hiriéndola como no lo había hecho nunca nadie antes.
—¿Una cría?
¡Sólo tienes cinco o seis años más que yo!
—Puede que
alguno más, Sara.
—¿Y qué mas da
eso? Dime que no te gusto y punto. Además solo te he pedido tomar una copa no
que te cases conmigo….
—Sara, me
encantas, de verdad, pero no puede ser.
Sara se sintió
frustrada ese día pero pensó que había cosas por las que merecía la pena luchar
y no tenía nada mejor en lo que perder el tiempo.
* * *
Pese al rechazo
de la invitación Raúl siguió acudiendo diariamente a charlar con Sara. Ella no disimulaba su interés por él y Consuelo los miraba presintiendo que la relación
terminaría mal, era de ese tipo de presentimientos que solo la edad da.
Cuando tan solo
le quedaba una semana de castigo a Sara, el director técnico enfermó y decidió hacer
que le dieran la llave del sótano donde estaban guardados todos los fondos
documentales que recibían para que Sara pudiera ir a por las cajas que le
especificó. Al finalizar el día tenía que dejar la llave en una taquilla que le
indicaron.
Sara no pensó
que aquello supusiera una responsabilidad hasta que Raúl se lo hizo saber.
—Piensan que
eres estúpida.
—¿Por qué?
—Porque solo así
se explica que te hayan dado la llave. Normalmente solo la tiene el director,
es el único que va al sótano.
—Tantas precauciones,
por unas cajas.
—No son
simplemente unas cajas, hay todo tipo de documentación importante ahí abajo.
—Pues yo tenía
entendido que el Archivo lo podía visitar cualquier persona pidiendo
información sobre la documentación de un familiar….
—Ya, pero es
relativo… Tienes que entrevistarte con el director, tienes que tener alguna
buena excusa o ser investigador. Y a veces ni por esas. Y luego no puedes sacar
la documentación de aquí… Es mucho jaleo.
>>Además,
ya es por curiosidad. Yo llevo aquí dos años y nunca he bajado y tú en un mes
ya tienes hasta la llave.
A Sara, que se
moría por complacerlo, se le ocurrió una idea.
—¿Y si bajas
conmigo?
—No Sara. Si nos
ven, se te cae el pelo, bueno se nos cae el pelo.
—Pero te hace
tanta ilusión…
—Muchísima Sara.
—Solo quería
darte el gusto.
—Bueno, si
quieres, quizás…
—¿Qué?
—Podrías, si no
te importa, dejarme la llave. Yo puedo bajar sin que me vean, me sé mover bien
por este sitio y si me pillan puedo decir que te he robado la llave, así no
caeríamos los dos. ¿Te parece?
—Está bien.
Sara le entregó
las llaves. Raúl bajó y a la media hora subió para entregarle las llaves a
Sara.
—Ha sido un
detalle Sara. —le dijo inclinándose sobre ella. Con la mano izquierda le metió
en el bolsillo del pantalón las llaves mientras con la derecha le acariciaba la
cara hasta que finalmente la besó.
Fue un beso
rápido, un simple roce en los labios, pero a Sara le encantó.
* * *
Cuando a Sara
llegó a casa sintió una gratitud infinita por su profesora a la que tanto había
fastidiado. Pensaba que el castigo le había salido rentable, que gracias a eso
había conocido a Raúl y que estaba cerca de conseguir que le hiciera caso, el
beso de ese día era un buen indicio… Pensaba, pensaba muchas cosas porque tenía
mil ideas dándole vueltas en la cabeza. Pero ya no pensaba en cabezas cortadas,
ni siquiera en la silenciosa invasión amarilla apoderándose del mundo.
También se le
habían quitado las ganas de pasar a la historia, por quitársele se le quitó
hasta el hambre.
* * *
Sara una vez
escribió en su agenda, en la página con la fecha del último día que estuvo en
el Archivo; “Qué puta es la vida, qué
jodido el destino y qué grande la lección que nos da un buen castigo.(aunque
sea por casualidad)”
Raúl no volvió
nunca más a ir al Archivo. Sara preguntó a todos pero nadie supo darle una
explicación. Se dio cuenta de que no tenía nada para contactar con él, ni una
dirección, ni un número de teléfono. Nada.
Tres días
después Sara sintió que un huracán había arrasado el Archivo cuando llegó a su
mesa de trabajo. Había gente entrado y saliendo de la sala de trabajo y de los
despachos contiguos.
Consuelo, por
primera vez se acercó a ella y le avisó;
—Niña, estate
tranquila porque no sabes nada, y ahora te van a llamar. Ha desaparecido una
documentación, al parecer importante. En fin, ya sabes…
Luego le dio una
palmadita en la espalda, la miró como a quien llevan al matadero y desapareció.
Sara sintió un
escalofrío recorriéndole la frente. Se afanó acariciándose el cuello hasta que
sintió que se asfixiaba.
Empezó a oír
voces y desde la sala de trabajo escuchó gritar fuera al Coronel.
—No voy a parar
hasta encontrar al que ha sido. ¡Aquí van a rodar cabezas!
Cuando la
guillotina te atraviesa la nuca y te corta el cuello, se acabó todo, ya no hay
más. Nadie tiene tiempo para darse cuenta y ser consciente de que su cabeza cae
en un saco de cuero. Sara tuvo esa certeza aquel día, porque le habían cortado
la cabeza hacía unos días y ella no se había dado cuenta, hasta ahora que la
harían rodar.
* * *
Unos meses
después Laura visitó a Sara en su casa. Charlaron un rato en la habitación de
Sara.
—Hace tanto que
no te veía Sara… No me cogías las llamadas y tampoco aparecías por Internet.
Estaba preocupada. Pensé que te habías fugado con tu amigo chino. ¿Cómo era?
¿Li?—le dijo Laura intentando suavizar la situación.
—Sabes lo que
pasó, ¿verdad?
—Sí. Todo el
mundo lo sabe. La profesora está que echa humo. Si alguien pregunta por ti en
clase o lo escucha hablar del tema se pone echa una fiera. Nunca la habíamos visto
así, ni cuando la sacabas de quicio.
—Me lo imagino.
—No te has
presentado a los últimos exámenes.
—No tengo cabeza
para eso.
—¡Anda ya, Sara!
No exageres. Te ha caído una buena, pero tampoco es para tanto. Así, ¿cómo vas
a ser un personaje histórico? ¿Cómo vas a cambiar el mundo?—le dijo Laura
intentando animarla.
—No voy a
cambiar el mundo. Voy a cambiar de carrera.
Sara mintió a su
amiga. No cambió el mundo porque ese sigue sus propias leyes, pero tampoco
cambió de carrera. Al año siguiente Sara se matriculó de nuevo aunque eligió a
otra profesora para su asignatura de Historia Contemporánea.
La vida siguió
igual que siempre, con el aire podrido de las ciudades y las calles atestadas
de gente. Desde entonces Sara ya no tuvo cabeza que reposar sobre sus hombros,
sin embargo, siguió caminando entre la muchedumbre sin que nadie pareciera
darse cuenta.
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