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jueves, 21 de junio de 2012

Relato 9 de L. Feliú Zamora


Invisible

  Miro a través del cristal del autobús que nos lleva al aeropuerto, mi hermana y mi cuñado han permanecido en silencio durante todo el viaje. El autobús se detiene y alguien con una maleta entra, viaja solo. Es muy temprano, vuelvo a mirar y veo a dos mujeres de piel oscura andar por la calle, van cargadas con bultos y llevan faldas largas, no tienen aspecto limpio. Me acurruco en mi asiento esperando mi turno y cierro los ojos. "Ellas también son invisibles y quizás no lo saben". No he sabido el significado de la palabra invisible hasta que llegué a este país hace seis años, desde ese momento me hice uno de ellos. Hoy abandono el país, no puedo enviar más dinero a mi patria porque no lo gano y ellos, los de extranjería, me han aconsejado que vuelva a mi tierra. “A cambio tendrás el billete gratis” me dijeron y yo les hice caso. Sin embargo, mi hermana, con la que me vine a este país, ha decidido quedarse porque no ha perdido su empleo. Ella dice que no es como yo, muchas veces me ha dicho que por mucho que lo intente yo seguiré siendo invisible, me dice que durante seis años me he comportado como un invisible y que ya seguiré siendo invisible hasta que me muera. Tomo mi bolsa, la beso y me alejo por la puerta de embarque. “Ya te llamaré cuando llegue, hermana”, le digo. Ella y su marido permanecen inmóviles, sólo mueven sus manos con la repetición de las marionetas que solíamos ver de pequeños en la plaza de Cumbayá. Cuando en las noches de verano los cómicos venían de Quito y visitaban con su furgoneta nuestro pueblo, entonces las marionetas me hacían reír, sí, reía mucho. Ahora agito la mano y me seco las mejillas, respiro hondo porque la congoja me oprime el pecho. Hace tan solo un par de horas estaba con mi hermana recogiendo mis cosas y terminando de hacer las maletas. Ella ha estado toda la tarde sin hablar y suspirando como lo hacía nuestra madre.
-No olvides darle el sobre a Juanito -me recuerda mi hermana mientras me ayuda a guardar una bolsa de plástico con suvenires para sus hijos, últimamente tiene los surcos bajo los ojos más acentuados-  y dale muchos besos a nuestra madre de mi parte.
Me siento en la cama y miro el sobre, su marido pasa por delante de la puerta y señala su reloj con el índice. “Es tarde”. Vuelvo a incorporarme y cierro la maleta.
-¿Quién diría que te marcharías después de seis años, Victoria? –la voz de mi hermana suena a lamento, se parece a la voz de mi madre. Siempre le he dicho que cada día me recuerda más a nuestra madre.
-¿Y qué quieres que te diga, hermana? –le insisto-. Ya no merece la pena seguir viviendo aquí, no gano lo suficiente.
-Te dije que esperaras unos meses más –mi hermana ahora se sienta en la cama y me sigue con la mirada mientras yo recojo mi neceser y termino de cerrar la maleta.
-No, no.  Es hora de marcharse. Tú puedes quedarte, tu marido consigue una buena paga y a ti te siguen llamando para trabajar en las casas.
-Si hubieras aguantado un poco más…
-Era inútil, hermana.
-Ahora seguirás con la misma vida que llevabas antes, antes de venir, ¿es que no te das cuenta?
-Al menos estaré con mis niñas, ellas aún son muy jóvenes para estar solas.
-¿Y crees que los míos no lo son? ¿Crees que yo no les echo de menos, Victoria?
- Yo no he dicho eso –la voz apenas me sale cuando hablamos de los niños, la miro ahora sin decir nada.
-Seguirás siendo una invisible, te lo he dicho muchas veces –esas palabras se repiten en mi cabeza mientras entro en el avión, la pantalla de las televisiones están encendidas “Aerolíneas Argentinas” “Viaje con Aerolíneas Argentinas”. Desde mi asiento veo una parte pequeñita de la pista, la primera vez que pisé este aeropuerto llovía, hoy hace sol. Me echo sobre el respaldo.
-Disculpe, creo que ese es mi asiento -reviso la tarjeta de embarque. La mujer espera con una bolsa de plástico en la mano.
-Lo siento me he confundido, disculpe –me levanto. La señora que parece amable me dice que no me preocupe. Le dejo paso. Ella es alta y elegante, su ropa es bonita. Quizás sea de mi edad. Me vuelvo a recostar sobre el asiento.
-¿Qué, de vacaciones?
Abro los ojos. Está observando mi ropa, me está observando.
-Vuelvo a mi casa.
-¿Está trabajando en España, no?
-No, ya no.
-¿Se vuelve para siempre? –parece extrañada. Yo asiento sin decir nada más.
-¿Ya no hay trabajo aquí, verdad?
Niego con un gesto de cabeza.
-Nosotros, mi familia, somos de Madrid pero nos trasladamos a Quito por motivos de trabajo.
-¡Ah, viven en Quito!
-Sí, ¿usted es de allí?
-Cerca de Quito, soy de Cumbayá.
-Lo siento, no sé donde está.
Las palabras de mi hermana suenan en mi cabeza.
-Al sur, a unos veinte kilómetros al norte de Quito –le digo.
-¡Ya!... nosotros llevamos viviendo en Quito hace quince años. Y usted, ¿cuánto tiempo ha estado viviendo en Madrid?
-Seis años.
-¿Seis años? –parece extrañada-, pero me imagino que habrá ido a su país antes,¿verdad?
Asiento.
-¿Sí?
-Una vez más.
-¿Una vez más tan sólo?
-El precio del viaje no me permitía viajar.
-¿Ha estado seis años en España y sólo ha ido una vez a ver a su familia?
Asiento mientras noto que me vuelve a observar la ropa.
-¿Pero tenía familia en su país?
-Claro, mis dos hijas.
-Y si no es mucho preguntar ¿qué edad tienen sus hijas?
-¿Mis hijas? –miro a mi alrededor, la voz de la señora se oye con fuerza, prosigo-. Mis hijas tienen doce y catorce años.
-¿Me está diciendo que dejó a sus hijas con seis y…ocho años? Pero…imagino que las dejaría con alguien de su familia, ¿no?
-Claro, con mi madre –le digo bajando la voz. Tomo una revista y la pongo sobre mis muslos, la aliso y le sonrío mecánicamente-. Ella ha cuidado de mis hijas, yo le mandaba el dinero para que pudieran comer y estudiar y…para la nueva casa.
-Vaya, una historia sorprendente –la señora ahora recuesta la espalda sobre el asiento y cuando doy por finalizada la charla, vuelve su cabeza y me pregunta que de qué voy a vivir ahora que no tengo trabajo.
-Voy a hacer lo que hacía antes.
La señora espera una respuesta.
-Era costurera.
-Costurera –repite ella en voz baja. Tuerce los labios y se queda callada, vuelve la cabeza hacia delante, colocándose las gafas. Yo pienso en mi hermana y pronto me duermo. Me despierta la azafata, me vuelvo a dormir, paso las hojas a las revistas. La señora a veces me habla, duerme también y escucha música con auriculares. Su ropa es de color naranja, sus pantalones son anchos y muy hermosos. Tiene una buena figura, yo no.
La azafata avisa que descendemos y quedan cinco minutos para aterrizar en Quito. Me abrocho el cinturón. Cierro los ojos y espero la bajada, miro a la señora y hace lo mismo, los demás también.

  Mientras espero a que mi maleta salga por la cinta veo que la señora de naranja se acerca, me mira con rapidez y vuelve a enderezar su cuello hacia el frente, busca su equipaje. Las palabras de mi hermana resuenan en mi cabeza. Aparto con fuerza mi maleta y la coloco en el suelo, consigo sacar fuera el tirador y al volverme oigo que la mujer de naranja  resopla, no tiene fuerzas para empujar su maleta fuera de la cinta, tiro de mi maleta y me desplazo unos metros. A mi espalda oigo a la mujer quejarse, no hay nadie, sólo ella. Se queja otra vez. Me giro y la veo que espera a que la maleta de nuevo pase frente a ella, vuelve a tirar pero no puede sacarla de la cinta.
-Espere –le digo mientras le ayudo a sacar su equipaje, pesa mucho, más que la mía. La maleta es de piel, huele a piel. Le sonrío y me vuelvo para seguir arrastrando mi equipaje.
-Un momento  –me grita en medio de la sala vacía, dos policías que están lejos se vuelven. Yo la miro, no sé lo que quiere.
-Me dijiste que eres costurera y que vives cerca de Quito.
Dejo reposar mi maleta.
-¿Querrías trabajar para mí en la tienda que tengo en la ciudad?


Hace un mes que trabajo para Doña Luisa, ella es amable conmigo. Me cuenta cosas de su familia, de su hija que estudia en Madrid. Me presentó a su marido, es un hombre de negocios importante en la ciudad que siempre está fuera, es un hombre muy ocupado, dice ella. Dona Luisa me invita a comer a veces en un bar que hay cerca de la boutique, yo al principio me negaba pero me dijo una vez que no quería comer sola y desde entonces acepto y voy con ella. Mis hijas vienen a la tienda y ella sonriendo les dice que cuando sean mayores podrán trabajar aquí también porque hay mucho que coser. Ellas se ríen y quieren hacerse mayores. Yo coso y charlo con Doña Luisa mientras miro por el escaparate y veo a la gente elegante del barrio pasar, detenerse y mirar los hermosos vestidos del escaparate. Las clientas entran y me dicen buenos días, sigo cosiendo y miro a través del cristal, ahora pasa una furgoneta anunciando un circo. "El Gran Circo mundial", "El Gran Circo Mundial", "Vengan todos al Gran Circo Mundial".  La furgoneta es de color amarillo con unos altavoces ruidosos que dejan escapar una bonita música, sonrío porque hay marionetas de colores alegres dibujadas en el cartel del circo. Y las palabras de mi hermana ya no se repiten en mi cabeza, no se repiten desde hace mucho, mucho tiempo y... otra vez vuelvo a sonreír.

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