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viernes, 15 de junio de 2012

Relato nº 8 de Antonio Hernández Espinal


COACHING

Todo el mundo quería ser como Luis.
Luis era un hombre hecho y derecho. Todo en él era lo apropiado: el coche, la casa y la esposa. Sus hijos eran los apropiados y nunca lo ponían en un aprieto. Toda la vida de Luis era un modelo a seguir.
Hoy Luis tenía una sesión de entrenamiento con Alfredo Salazar, empresario de éxito en una tierra donde no abundan ni el éxito, ni los empresarios. Alfredo había acudido a Luis como todos; alguien le habría dicho “necesitas un coach” y, después de buscarlo en Google, “El coaching consiste en liberar el potencial de las personas, para que puedan llevar su rendimiento al máximo. Consiste en ayudarlas a aprender en lugar de enseñarles”, sabía que no sería un verdadero empresario de éxito hasta que no tuviera un coach.
Después de varios meses de “atrevete a soñar y valdrá la pena despertar”, “a la cima no se llega superando a los demás, sino superándote a ti mismo” y de “los errores son eslabones hacia el éxito”, Salazar se sentía ya mejor persona y estaba preparado para seguir siendo mejor, de la mano de Luis.

—Luis, ya tengo la lista que me pediste de las diez cosas que absorben mi energía —Salazar dio un largo sorbo de su Ristretto sin azúcar, y alargó un papel grueso, color marfil y cuidadosamente maquetado, a su interlocutor.
—Muy bien Alfredo, este ejercicio demuestra que ya estás en el camino correcto —Luis hizo como que leía el contenido de aquel folio, con la solemnidad que merece un pliego grueso de color marfil. Hizo una larga, larga, larga pausa, cruzó las piernas y lanzó una sonrisa seductora a Salazar.
»Bueno, Alfredo, parece que hay bastantes temas en los que trabajar. ¿En cuál de ellos te gustaría concentrarte primero? —otra taza de café sobre la mesa del despacho se enfriaba por momentos delante de Luis.
—Lo principal es mi miedo a tratar con la gente —la mirada de Salazar le hizo una finta a la sonrisa seductora de Luis, como sólo saben hacer los buenos regateadores y se dirigió directa hacia el amplio ventanal del despacho. Aquel rascacielos de cuarenta y cinco plantas tenía toda la ciudad a sus pies.
Un suave sonido, como una invitación a continuar salió de la boca de Luis, como un mujido, o una letra “m” que no terminaba de encontrar su vocal y que se conformaba con un ligero tono de interrogación. “Si alguien le puede quitar a este hombre sus miedos, ese soy yo”, pensó Luis.
—Me cuesta tratar con las personas. Todos los que se acercan a hombres de éxito como nosotros lo hacen porque quieren conseguir algo ¿no te parece?
Estaba claro que Salazar iba  a tardar en entrar en el meollo de la cuestión. Qué sensación tan agradable de poder daba el ver cómo todo el éxito de aquel hombre se ponía al servicio de Luis, a sus pies, con humildad, como un adolescente intentando agradar a su profesor. Aquello no se merecía una frase, de esas que Luis utilizaba para hacer que las personas vieran definitivamente la luz, así que Salazar se tuvo que conformar con una mano en la barbilla, un solemne gesto de interés y una afirmación con la cabeza, leve, como sin terminar de darle la razón, perso sin llevarle del todo la contraria.
—En los negocios no te puedes permitir ni un momento de debilidad, por eso prefiero pensar que las personas que tengo delante no son como yo. No me malinterpretes, pero es como si no fueran personas de verdad. Eso me ayuda a hacer lo que tengo que hacer, sin dejarme llevar por sentimentalismos, ni nada de eso —aquella confesión se había merecido otro sorbo de café—. No sé si me explico.
»Le he cogido tanto asco a tratar con la gente que prefiero que otros lo hagan por mí, —Salazar soltó la taza de café, con decisión, sobre la mesa del despacho. Ya no humeaba— ¿Me entiendes?
»Y siempre tengo a gente dispuesta a hacer las cosas desagradables por mí.
Luis era todo un profesional en su campo, y sabía que, ya, poco más iba a sacarle a su pupilo. Era el momento de actuar, de ponerle el turbo a la voluntad de aquel hombre. Salazar ya no era un gigante. Había menguado en su cómodo y carísimo sillón de despacho hasta ser poco más que un homúnculo, que una maqueta en pequeñito de un empresario de éxito. Luis lo había llevado justo al sitio donde lo quería tener, con verdadera pericia. “Algunos piensan que este trabajo es fácil, pero es arte. Puro arte”.
—Alfredo, quiero que te visualices a ti mismo como quieres ser, no como eres. Cierra los ojos. —“Visualices” erala palabra perfecta. No “que te contemples”, “que te mires” o “que te veas”. Nada tiene tanto poder como un “visualices”.
»Toma las riendas de tu propia vida. Cuando decides hacer algo ya has empezado a hacerlo. Los problemas de hoy son la consecuencia de las decisiones que tomaste ayer y, si no cambias las preguntas, no van a cambiar las respuestas. No hay nada tan poderoso en el mundo como la voluntad de un hombre decidido. Nada.
Luis no había cambiado de postura y miraba fijamente a Salazar, que permanecía hipnotizado, en el seno materno de su sillón de piel niegra de “plena flor”. Para conseguir una piel así, aquel animal había recibido una vida mejor que la de la mayoría de las personas. No podía interrumpir a Luis, lo que estaba diciendo era demasiado importante.
Luis sabía que tenía ante sí la que iba a ser su obra maestra. Iba a convertir a aquel alfeñique en un hombre decidido, en un verdadero triunfador. Tenía las herramientas y la pericia necesarias, sólo tenía que hacer bien su trabajo, como siempre.
—Cuando quieres cambiar algo de ti, pasas por cuatro fases: —Luis enumeró, como sólo sabe hacer el que ha ejecutado una tarea cientos de veces— “precontemplación” —un golpe de cincel—, “contemplación” —dos—, “preparación” —tres— y “acción” —el cuarto y definitivo golpe.
»La “precontemplación” es la fase en la que no te planteas, de ninguna manera, cambiar. Es el único momento en el que eres coherente contigo mismo. Ya has pasado esa fase, Alfredo. Ahora estás en la fase de “contemplación”. No estás contento contigo mismo, pero sabes que tienes que cambiar. Cuando yo salga por esa puerta —y señaló en dirección a la enorme puerta de entrada que se encontraba al otro lado del despacho, a años luz de ellos— quiero que empieces la fase de “preparación”. Tienes que convertir tu propósito en una decisión comprometida y, cuando de verdad estés mentalizado, entonces, y sólo entonces, pasa a la “acción”.

Luis se había marchado. El empresario se quedó pensativo. “Contratar a aquel hombre había sido la mejor decisión de toda su vida, sin duda”.
Descolgó el teléfono. No esperó a que nadie contestara, no hacía falta, los empresarios de éxito siempre tienen a alguien para escucharlos al otro lado del teléfono.
“Acción”.
—Romero, quiero que llames inmediatamente al Fernández de la Luenga. Dile que mañana su División tiene que estar cerrada y todos los trabajadores en su casa, vamos a cerrar Post-venta. Cuando lo haya hecho, escucha bien lo que te digo —y sabía que lo estaba haciendo— te sientas con él y le das media hora para meter todas sus cosas en una caja y que no vuelva más. Que lo acompañe en todo momento un guardia de seguridad, y encárgate de que informática anule todas sus cuentas de acceso a la red y al correo. No quiero que, a última hora, se le vaya la cabeza y nos haga una jugarreta. ¿Me has entendido?
—Sí señor —Fue la respuesta que recibió y que sabía que iba a recibir. Los hombres poderosos siempre saben la respuesta que van a recibir.

Luis salió a la calle, después de un viaje interminable en el ascensor del rascacielos, con la satisfacción que produce el deber cumplido. Era bueno, muy bueno. Lo sabía.
Salió deprisa a la calle, extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta, encendió un pitillo y le dio una calada profunda, larga, infinita, que fue seguida de una bocanada de humo enorme, como un final de mes en casa de los Fernández de la Luenga, a partir de mañana mismo.
“¡Dos horas metido allí dentro! ¡Me iba a dar algo!”
Se dirigió hacia el gigantesco Mercedes plateado que estaba aparcado en la explanada delante del edificio. Tecnología alemana para triunfadores.
“Un día de estos tengo que dejar de fumar”.

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