COACHING
Todo el
mundo quería ser como Luis.
Luis era un
hombre hecho y derecho. Todo en él era lo apropiado: el coche, la casa y la
esposa. Sus hijos eran los apropiados y nunca lo ponían en un aprieto. Toda la
vida de Luis era un modelo a seguir.
Hoy Luis
tenía una sesión de entrenamiento con Alfredo Salazar, empresario de éxito en
una tierra donde no abundan ni el éxito, ni los empresarios. Alfredo había
acudido a Luis como todos; alguien le habría dicho “necesitas un coach” y,
después de buscarlo en Google, “El coaching consiste en liberar el potencial de
las personas, para que puedan llevar su rendimiento al máximo. Consiste en
ayudarlas a aprender en lugar de enseñarles”, sabía que no
sería un verdadero empresario de éxito hasta que no tuviera un coach.
Después de varios
meses de “atrevete a soñar y valdrá la pena despertar”, “a la cima no se llega superando a los demás,
sino superándote a ti mismo” y de “los errores son eslabones hacia el éxito”, Salazar
se sentía ya mejor persona y estaba preparado para seguir siendo mejor, de la
mano de Luis.
—Luis, ya tengo la lista que me pediste de las diez cosas que absorben mi
energía —Salazar dio un largo sorbo de su Ristretto sin azúcar, y alargó un
papel grueso, color marfil y cuidadosamente maquetado, a su interlocutor.
—Muy bien Alfredo, este ejercicio demuestra que ya estás en el camino
correcto —Luis hizo como que leía el contenido de aquel folio, con la
solemnidad que merece un pliego grueso de color marfil. Hizo una larga, larga,
larga pausa, cruzó las piernas y lanzó una sonrisa seductora a Salazar.
»Bueno, Alfredo, parece que hay bastantes temas en los que
trabajar. ¿En cuál de ellos te gustaría concentrarte primero? —otra taza
de café sobre la mesa del despacho se enfriaba por momentos delante de Luis.
—Lo principal es mi miedo a tratar con la gente —la mirada de Salazar le
hizo una finta a la sonrisa seductora de Luis, como sólo saben hacer los buenos
regateadores y se dirigió directa hacia el amplio ventanal del despacho. Aquel rascacielos
de cuarenta y cinco plantas tenía toda la ciudad a sus pies.
Un suave sonido, como una invitación a continuar salió de la boca de
Luis, como un mujido, o una letra “m” que no terminaba de encontrar su vocal y
que se conformaba con un ligero tono de interrogación. “Si alguien le puede
quitar a este hombre sus miedos, ese soy yo”, pensó Luis.
—Me cuesta tratar con las personas. Todos los que se acercan a hombres de
éxito como nosotros lo hacen porque quieren conseguir algo ¿no te parece?
Estaba claro que Salazar iba a
tardar en entrar en el meollo de la cuestión. Qué sensación tan agradable de
poder daba el ver cómo todo el éxito de aquel hombre se ponía al servicio de
Luis, a sus pies, con humildad, como un adolescente intentando agradar a su
profesor. Aquello no se merecía una frase, de esas que Luis utilizaba para
hacer que las personas vieran definitivamente la luz, así que Salazar se tuvo
que conformar con una mano en la barbilla, un solemne gesto de interés y una
afirmación con la cabeza, leve, como sin terminar de darle la razón, perso sin
llevarle del todo la contraria.
—En los negocios no te puedes permitir ni un momento de debilidad, por
eso prefiero pensar que las personas que tengo delante no son como yo. No me
malinterpretes, pero es como si no fueran personas de verdad. Eso me ayuda a
hacer lo que tengo que hacer, sin dejarme llevar por sentimentalismos, ni nada
de eso —aquella confesión se había merecido otro sorbo de café—. No sé si me
explico.
»Le he cogido tanto asco a tratar con la gente que prefiero que otros lo
hagan por mí, —Salazar soltó la taza de café, con decisión, sobre la mesa del
despacho. Ya no humeaba— ¿Me entiendes?
»Y siempre tengo a gente dispuesta a hacer las cosas desagradables por
mí.
Luis era todo un profesional en su campo, y sabía que, ya, poco más iba a
sacarle a su pupilo. Era el momento de actuar, de ponerle el turbo a la
voluntad de aquel hombre. Salazar ya no era un gigante. Había menguado en su
cómodo y carísimo sillón de despacho hasta ser poco más que un homúnculo, que
una maqueta en pequeñito de un empresario de éxito. Luis lo había llevado justo
al sitio donde lo quería tener, con verdadera pericia. “Algunos piensan que
este trabajo es fácil, pero es arte. Puro arte”.
—Alfredo, quiero que te visualices a ti mismo como quieres ser, no como
eres. Cierra los ojos. —“Visualices” erala palabra perfecta. No “que te contemples”,
“que te mires” o “que te veas”. Nada tiene tanto poder como un “visualices”.
»Toma las riendas de tu propia vida. Cuando decides hacer algo ya has
empezado a hacerlo. Los problemas de hoy son la consecuencia de las decisiones
que tomaste ayer y, si no cambias las preguntas, no van a cambiar las
respuestas. No hay nada tan poderoso en el mundo como la voluntad de un hombre
decidido. Nada.
Luis no había cambiado de postura y miraba fijamente a Salazar, que
permanecía hipnotizado, en el seno materno de su sillón de piel niegra de “plena
flor”. Para conseguir una piel así, aquel animal había recibido una vida mejor
que la de la mayoría de las personas. No podía interrumpir a Luis, lo que
estaba diciendo era demasiado importante.
Luis sabía que tenía ante sí la que iba a ser su obra maestra. Iba a
convertir a aquel alfeñique en un hombre decidido, en un verdadero triunfador.
Tenía las herramientas y la pericia necesarias, sólo tenía que hacer bien su
trabajo, como siempre.
—Cuando quieres cambiar algo de ti, pasas por cuatro fases: —Luis
enumeró, como sólo sabe hacer el que ha ejecutado una tarea cientos de veces— “precontemplación”
—un golpe de cincel—, “contemplación” —dos—, “preparación” —tres— y “acción” —el
cuarto y definitivo golpe.
»La “precontemplación” es la fase en la que no te planteas, de ninguna
manera, cambiar. Es el único momento en el que eres coherente contigo mismo. Ya
has pasado esa fase, Alfredo. Ahora estás en la fase de “contemplación”. No
estás contento contigo mismo, pero sabes que tienes que cambiar. Cuando yo
salga por esa puerta —y señaló en dirección a la enorme puerta de entrada que
se encontraba al otro lado del despacho, a años luz de ellos— quiero que
empieces la fase de “preparación”. Tienes que convertir tu propósito en una decisión
comprometida y, cuando de verdad estés mentalizado, entonces, y sólo entonces,
pasa a la “acción”.
Luis se había marchado. El empresario se quedó pensativo. “Contratar a
aquel hombre había sido la mejor decisión de toda su vida, sin duda”.
Descolgó el teléfono. No esperó a que nadie contestara, no hacía falta,
los empresarios de éxito siempre tienen a alguien para escucharlos al otro lado
del teléfono.
“Acción”.
—Romero, quiero que llames inmediatamente al Fernández de la Luenga. Dile
que mañana su División tiene que estar cerrada y todos los trabajadores en su
casa, vamos a cerrar Post-venta. Cuando lo haya hecho, escucha bien lo que te
digo —y sabía que lo estaba haciendo— te sientas con él y le das media hora
para meter todas sus cosas en una caja y que no vuelva más. Que lo acompañe en
todo momento un guardia de seguridad, y encárgate de que informática anule
todas sus cuentas de acceso a la red y al correo. No quiero que, a última hora,
se le vaya la cabeza y nos haga una jugarreta. ¿Me has entendido?
—Sí señor —Fue la respuesta que recibió y que sabía que iba a recibir.
Los hombres poderosos siempre saben la respuesta que van a recibir.
Luis salió a la calle, después de un viaje interminable en el ascensor
del rascacielos, con la satisfacción que produce el deber cumplido. Era bueno,
muy bueno. Lo sabía.
Salió deprisa a la calle, extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo
de la chaqueta, encendió un pitillo y le dio una calada profunda, larga,
infinita, que fue seguida de una bocanada de humo enorme, como un final de mes
en casa de los Fernández de la Luenga, a partir de mañana mismo.
“¡Dos horas metido allí dentro! ¡Me iba a dar algo!”
Se dirigió hacia el gigantesco Mercedes plateado que estaba aparcado en
la explanada delante del edificio. Tecnología alemana para triunfadores.
“Un día de estos tengo que dejar de fumar”.
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