Alguno de vosotros (no muy ducho, por lo que se ve) entró en nuestro blog por blogger y lo ha asociado a su cuenta que es marcantmafe@gmail.com

Ahora mismo hay que meter como nombre de la cuenta ese correo y como clave la misma que os di en clase.

viernes, 22 de junio de 2012


RELATO   Nº 9   DE
CONCHA   NÚÑEZ.

Noche  de  Paz.

Antes de la una habíamos hecho un almuerzo ligero para ponernos en camino cuanto antes. Las nubes apuntaban agua, aunque a ratos dudaban entre soltarla o darle paso por breve espacio al sol. Era veinticuatro de diciembre y viajábamos a casa de mi cuñada Eva a pasar la Nochebuena. Cenaríamos allí con la familia y nos volveríamos al día siguiente. Yo llevaba casi dos horas conduciendo por la autovía, con Julia al lado. Sonaba la orquesta de Jean François Paillard en una cinta casete que yo había grabado para el coche, de un disco que compré en París hacía muchos años. Llevábamos como casi una hora sin cruzar palabra. Sonaba “La primavera” de Vivaldi, cuando Julia dijo:
 –Vas muy callado.
–No, es que estoy pendiente del coche. Vamos a parar en la próxima área de servicio. El motor se calienta y tenemos que darle un descanso.
–Es que debíamos cambiar de coche. ¿Cuántos años tiene? –preguntó.
–Muchos. Quizá quince –contesté–. Y sí, deberíamos cambiarlo.
Eva, la hermana de Julia, se había casado con un agricultor, Fermín, que había empezado cultivando fresas en una pequeña finca que heredó de sus padres en el sur. La venta de los frutos le fue tan bien, que luego compró la finca de al lado y luego la del otro lado, a muy bajo precio, y hoy era dueño de un negocio que exportaba fresas a varios países; o sea, se había hecho rico.
>>A quinientos metros giré a la derecha hacia el área de servicio. En la gasolinera refresqué el motor del coche y reposté gasolina. Luego entramos en la tienda restaurante.
–¿Qué van a tomar? –preguntó el camarero.
–Café con leche –dijo Julia.
–Yo, uno solo –dije. Me levanté y me dirigí a los aseos.
Cuando volví, sobre la mesa había dos tazas de café con leche. Julia removía el azúcar en la suya.
–Creí que lo había pedido solo –dije.
– No se habrá enterado –contestó ella.
Los tres hermanos: Julia, Eva y Arturo, siempre se habían reunido con sus padres en Nochebuena, incluso después de casarse, según me había contado Julia. Los dos años que la madre de Julia sobrevivió al padre continuaron con la tradición, y desde que ella murió, hace ahora seis, los tres hermanos se empeñaron en seguir la costumbre de reunirse cada año en Nochebuena.  La cena se celebraba en casa de Eva. Nuestro piso era pequeño, de dos dormitorios, y no teníamos sitio para que se quedasen todos a dormir, pues vivíamos en ciudades distintas; la casa de Luis, aunque era mayor que la nuestra, tampoco daba abasto para alojarnos a todos. A Eva y Luis los separaban escasos cien kilómetros, pero nosotros estábamos a casi cuatrocientos de cada uno. Luis era el más pequeño de los tres. Sacó la diplomatura en  Económicas y es director de un banco. Su mujer es enfermera.
–¿Crees que les gustarán los regalos? –preguntó Julia, limpiándose la boca después de terminar el café.
–¿Por qué no? Tú tienes buen gusto.
–Intento comprar cosas útiles, bonitas, y sobre todo, que no sean caras.
–Seguro que has acertado –le dije.
Pagué los cafés más una botella de agua y chocolatinas que cogió Julia para el camino.
–¡Feliz Navidad! –nos deseó el camarero al irnos.
–¡Feliz Navidad! –contestamos, y volvimos al coche.
 Nos incorporamos a la carretera y seguimos por la autovía. Sonaba el adagio de Albinoni cuando empezó a llover y ya no paró. Cuando llegamos, bien entrada la tarde, caían chuzos. Julia avisó  a su hermana por el móvil de que estábamos llegando y su marido salió con un paraguas y nos abrió la cancela de la parte posterior de la casa para que metiéramos el coche.
–¡Dejadlo aquí! –dijo Óscar señalando un hueco entre dos coches–. Aparcamos entre su Mercedes último modelo y el Audi de Luis, que era del año anterior. Nos bajamos, nos saludamos, cogimos la maleta y entramos en la casa. Era una casa de dos plantas con un porche delante, una pista de tenis y una piscina de tamaño olímpico detrás, además de la zona destinada a aparcar los coches. El resto de la parcela eran jardines.
>>Entramos en el salón y Eva se fue hacia Julia con los brazos abiertos. Se abrazaron y se besaron. Se levantaron Luis y Sara, su mujer, que estaban sentados junto a la chimenea y también se acercaron a nosotros para saludarnos. Los chicos estaban entretenidos con una maquinita de juegos. Julia fue hacia ellos y yo detrás. Los besamos y ellos a nosotros.
–¡Cómo han crecido! –dijo Julia- Y qué guapos están todos.
El salón estaba repleto de adornos navideños: lucecitas en las ventanas, guirnaldas colgando del techo, y varias figuras de Papá Noel con cartelitos que deseaban felices navidades. Después de los pertinentes saludos, Eva nos acompañó a nuestra habitación, en la planta alta. En el recodo de la escalera había un gran árbol de Navidad adornado con luces y bolas de colores y varios paquetes envueltos en papel de regalo al pie.
–¡Está precioso! –dijo Julia al pasar por el lado.
–Es natural. Cuando terminen las fiestas lo trasplantaremos otra vez –contestó Eva subiendo la escalera–. Ya sabéis cuál es vuestra habitación, la de siempre, junto a la de Luis y Sara –continuó diciendo mientras abría la puerta de la habitación y se apartaba a un lado para dejarnos paso–. Dejad vuestras cosas y si queréis cambiaros de ropa o algo… Yo voy para abajo. Ahora nos vemos –dijo, y nos dejó.
>>Tumbé la maleta sobre una silla y descorrí las cortinas. Llovía levemente. Julia se echó sobre la cama. Miró la lámpara. Luego sus ojos recorrieron los trescientos sesenta grados de la habitación y dijo:
–¡Qué habitación tan bonita! Jamás tendré una parecida.
–¿Te vas a cambiar de ropa? –le pregunté.
–No, ahora no. Dentro de un rato, para la cena.
–Pues entonces no abro la maleta.
–Sí, ábrela y saca los regalos. Voy a ponerlos debajo del árbol.
Julia me había contado que cuando vivían los abuelos cada uno hacía un regalo a cada uno de los demás y era tal la cantidad de regalos, que cuando ellos faltaron a Luis se le ocurrió hacer una especie de sorteo que los reducía a uno por persona. Cada año, antes de terminar la reunión familiar, cada uno escribía su nombre en un trocito de papel y lo doblaba. Luego los metíamos todos en una bolsita, la agitábamos, e íbamos metiendo la mano y sacando cada uno- el nombre que nos había tocado era a quien tendríamos que hacerle el regalo al año siguiente. Era como un “amigo invisible” pero en nuestro caso sí sabíamos de quién venía el regalo. Ese año nos habían tocado el marido de Eva y una de las mellizas de Luis.
>>Luis tenía dos mellizas de quince años: Violeta y Ester. Eva sólo tenía un hijo, Fidel, de diecisiete. Julia y yo no teníamos hijos; aunque yo sí tenía uno de un matrimonio anterior. Me casé con  Nerea. Estuvimos en París de viaje de bodas, y dos años después nació Felipe. Tenía ocho cuando nos separamos, hace ahora otros ocho. Ella se volvió a casar al poco tiempo, en cuanto tuvo los papeles del divorcio, y se fueron a vivir al otro extremo del país. Julia dice que es un calco de mí: los ojos, la nariz, los andares, los gestos… Siempre le compro un regalo en Navidad, pero nunca se lo he dado antes de las vacaciones de verano, cuando viene a pasar un mes conmigo. Ese mes lo pasamos los tres en la playa.
–Tira de la puerta –dijo Julia, con los paquetes en la mano.
Bajamos y los colocó entre los otros, con las pegatinas “Oscar” y “Violeta” respectivamente, en la parte de encima. Volvimos al salón. Estaban todos cerca de la chimenea. Nos  sentamos junto a ellos y charlamos. Al rato llamaron a la puerta.
–Debe ser del restaurante –dijo Eva y se fue a abrir.
Había escampado y en la puerta estaba una furgoneta pequeña y  blanca. Tenía a cada lado un dibujo negro de la sombra de un cocinero de perfil con su gorro, su delantal y una bandeja en la mano, y unas letras rojas con el nombre de restaurante encima. Dos hombres sacaron varios paquetes y Eva les indicó dónde estaba la cocina para que los soltaran. Luego los acompañó a la salida.
–¡Feliz Navidad! –dijeron al irse.
–¡Feliz Navidad! –contestó Julia. Les dio una propina y cerró la puerta.
–Espero que este año os guste la comida –dijo al volver–. La he encargado a un restaurante fabuloso.
–Siempre me encanta lo que tú haces y lo que compras, ya lo sabes –dijo Sara. Julia y yo no dijimos nada–. Como el coche. Es maravilloso, ¿lo habéis visto? –continuó, y nos miró a Julia y a mí.
–Sí, claro, hemos aparcado al lado –dijo Julia–. Es precioso. Nosotros también estamos pensando comprarnos otro coche ¿verdad? –añadió, mirándome–. Yo no dije nada.
–¿Un Mercedes? –preguntó Óscar, que estaba sentado en un sillón de piel beige fumando un cigarrillo.
–No, mi sueldo de funcionario no me da para eso –dije.
–Vamos, no te quejes, que tenéis más vacaciones que nadie –siguió Óscar.
Se refería a que como profesor de instituto tenía las vacaciones que rigen el calendario escolar.
>>Llevaba en el mismo instituto desde que saqué las oposiciones. Al poco entró Nerea, como interina, y mucho después entró Gustavo como profesor de inglés. Cuando nos separamos pedí el traslado inmediatamente a donde trabajo hoy. Ellos también pidieron traslado.  Julia y yo nos casamos hace cinco años. Nos conocimos debido a un error. Me había comprado unos guantes de piel en un famoso establecimiento. Me los envolvieron y cuando los saqué para ponérmelos me di cuenta de que eran ambos de la misma mano. Al día siguiente volví con ellos al establecimiento y no estaba la chica que me había atendido, pero sí Julia, que me los cambio y pidió disculpas por el error de la compañera.
>>Poco después, cerca de Navidad, volví a comprar una caja de soldaditos de plomo para Felipe, que le di en verano, y volví a pasarme por la sección de guantes. Me atendió otra vez Julia, que se acordaba de mí, y compré guantes para mi madre, mi hermana y mi cuñado, que les llevé en Nochebuena como regalo. La invité a cenar y antes de un año nos casamos.  
–Deberíamos ir preparando ya la mesa –dijo Eva.
–Te ayudamos y luego nos cambiamos de ropa –dijo Julia.
–No hace falta. Ve a cambiarte si quieres –dijo Eva.
–Sí, vete, yo la ayudo –dijo Sara–. Ya estoy arreglada.
Julia subió a cambiarse. Yo la seguí. Se quitó los vaqueros y el jersey que llevaba y se puso un vestido negro ajustado, se recogió el pelo que era ondulado, entre castaño y caoba, y se colgó un collar largo que alternaba una cuenta de cristal con una perla blanca. Siempre que quería estar elegante se ponía un vestido negro. Parecía aún más delgada con él. Luego se acercó a un espejo de pie que estaba junto a la ventana, abrió su bolso y volvió a ponerse colorete.
–Es que el negro me hace aún más pálida –dijo, dándole vueltas a la brocha sobre las mejillas–. ¿Estoy bien o me he pasado con el color? –preguntó.
–No, no, estás bien –contesté.
Yo me puse una camisa azul claro y corbata, como Óscar y Luis. Mi padre también solía ponerse corbata para cenar esa noche. A mi madre le encantaba. En cambio, a Nerea le daba igual, y cuando oía a mi madre decir: “hijo, ¿por qué no te pones corbata para cenar esta noche, como tu padre?”, siempre le decía: “su hijo está guapo de todas maneras”. Eso fue antes de que apareciera Gustavo.
>>Mi padre murió. Mi madre seguía comiendo en Nochebuena con mi única hermana, su marido y sus dos hijas, aunque me había dicho que ya no podía tocar el piano porque la artritis le había deformado los dedos. Cogí el móvil para felicitarla, pero en ese momento Julia dijo: “Vamos, que no tengan que esperarnos”, así que guardé el móvil y bajamos.
La mesa ya estaba preparada: mantelería con un dibujo de campanillas de Navidad, vajilla blanca, cristalería de Bohemia y adornos dorados por el centro de la mesa.
Eva, Sara y Julia se fueron a la cocina a traer las bandejas con la comida. Los tres chavales se sentaron juntos y hablaban entre ellos. Óscar trajo la bebida y, cuando todo estuvo preparado nos sentamos a comer. Habían puesto música de villancicos. Llenamos las copas de vino y Óscar se puso de pie para hacer un brindis:
–¡Salud para todos y que nos reunamos muchos años más! ¡Feliz Navidad! –dijo.
–¡Feliz Navidad! Respondimos todos.
Tras los entremeses, elaboradísimos, Eva trajo una fuente con un pavo relleno que trinchó allí mismo en la mesa, lo repartió en los platos y seguimos comiendo. Seguía sonando el CD de villancicos.
–¿Y los exámenes, qué tal han ido? –se me ocurrió preguntar a los chicos.
–Las dos han suspendido matemáticas –dijo Sara mirando a las mellizas–. Y eso que les hemos puesto un profesor particular. Lo demás bien.
–¿Y tú, Fidel? –pregunté.
–Bueno, ahí voy –contestó.
–Ahí… más bien mal ¿no? –dijo Eva–. Ha suspendido tres y este año tiene la Selectividad. Ya le he dicho que si no aprueba no hay coche, aunque se lo habíamos prometido cuando cumpliera los dieciocho.
–Vamos, mujer –dijo Óscar– al muchacho le cuestan los estudios, y todo el mundo no sirve para estudiar. Mira yo, no fui a la universidad y ni falta que me ha hecho.
–Bueno, pues yo quiero que estudie una carrera –dijo ella.
–Una carrera, una carrera. Lo que tiene que hacer es trabajar y ganar dinero. Él tiene ya el negocio hecho –dijo Óscar– ¿Quién si no lo va a continuar?
–¡Valiente hombre! –gritó Eva–. Así no hay quien pueda. ¿Cómo se va a obligar el hijo si a su padre le da igual?
–Bueno, cálmate –dijo Luis, que no había abierto la boca en toda la noche–. Seguro que se va a esforzar más el resto del curso ¿verdad?
–Sí, tío –dijo Fidel–, pero es que el segundo de bachillerato es muy duro.
–Y luego, ¿qué quieres estudiar? –pregunté.
–Pues todavía no lo sé –contestó.
–¿Quién quiere repetir pavo? –preguntó Óscar pinchando un trozo de los que quedaban en la bandeja.
–Ya no me cabe más –dijo Luis.
–Igual lo encontráis duro y no lo queréis decir –dijo Julia–. Para mí está un poco duro y sequerón. Mira, los chicos, casi no lo han probado.
–No, no­ ­–dijimos todos–. Está muy rico.
–A papá le pasaba lo mismo ¿os acordáis? –dijo Eva a sus hermanos, mientras llenaba de nuevo su copa de vino–. Él creía que con ganar dinero era suficiente, y eso es lo que hizo toda su vida, trabajar y ganar dinero, y al final, perderlo.
–¿A qué viene eso ahora? –dijo Luis.
–Sí, claro, tú eras el varón y a ti te permitió salir del pueblo, pero Julia y yo no salimos del pueblo hasta que nos fuimos con ellos, cuando cerró la fábrica de anises para poner ese negocio de textiles en la ciudad que terminó arruinándolo. Nos puso a las dos a trabajar en aquellas máquinas de coser, y ninguna pudimos estudiar una carrera.
–¿Y para qué? ¿Te falta algo acaso? –dijo Óscar.
–No. No me falta nada. Pero no me dieron la oportunidad.
–Papá pensó que hacía lo mejor. Cada uno educa a sus hijos como mejor sabe –dijo Luis.
–¡Fue un egoísta! Eso es lo que fue –dijo Julia, que hasta entonces había estado callada–. Y un machista.
–Bueno, eran otros tiempos –añadió Luis.
–Sí, otros tiempos, pero mira lo que pasó. Al final perdió todo el dinero en el negocio. Eva terminó en una peluquería lavando cabezas y yo de dependienta. Tú es que tuviste más suerte.
–Bueno, yo quería estudiar. Sacaba buenas notas...
–¿Y quién te ha dicho que nosotras no íbamos a poder sacarlas? No nos dieron ni la oportunidad –dijo alargando su copa a Eva que tenía la botella de vino en la mano, para que la llenara–. Pensaban que nuestro único futuro era casarnos.
–Julia tiene razón –dijo Eva–. ¿Y mamá? ¿Qué hizo mamá? Callar. Callar a todo. Él llegaba oliendo a amantes y ella seguía callando. Nunca nos defendió. Por eso yo no voy a permitir que Fidel no vaya a la universidad.
Nos quedamos todos callados unos instantes, hasta que Sara rompió el silencio.
–¿Traigo el postre? –preguntó–.
–Sí, por favor. En una bandeja está el pudding de Navidad –dijo Eva, y luego terminó su copa.
Terminamos el postre y los jóvenes se levantaron y se fueron a la habitación de Fidel a jugar al ordenador.
–Podíais quedaros con nosotros –dijo Eva–. Además, luego podemos ir a la misa del gallo ¿Qué os parece?
–¡Vaya tostón! –contestó Fidel– Yo no voy. Y las primas se quedan también conmigo ¿verdad?
–Sí, si –respondieron las dos.
–Es Nochebuena –dijo Óscar– y esta noche es especial. Lo típico es la misa del gallo.
–Pero si yo nunca voy a misa ¿por qué voy a ir esta noche? –respondió Fidel.
–Bueno, haced lo que queráis –dijo Óscar.
–A mi me da igual que se queden –dijo Luis–. En verdad yo tampoco tengo muchas ganas de ir a la misa del gallo.
–Pues entonces, vamos a preparar unas copas y nos relajamos –dijo Óscar–. Luis y yo lo seguimos y las mujeres recogieron la mesa.
>>Cuando volvieron de la cocina estábamos sentados alrededor de la chimenea. Eva traía una bandeja con turrones, alfajores y otros dulces típicos, por si nos apetecía.
–¿Qué vais a tomar? –preguntó Óscar.
–Nosotras nos servimos –contestó Eva.
Cogieron copas y se sirvieron licores. Seguían sonando los villancicos.
–Pues como os iba diciendo –continuó Óscar–, este año he tenido que hacer una inversión millonaria en el invernadero, pero ha sido muy rentable. La fresa es muy delicada y le afecta la sequía, las temperaturas frías, el sol muy fuerte; o sea, todo. Pero las nuevas tecnologías permiten mantener el invernadero en condiciones óptimas, y la cosecha va a ser fabulosa. Ya mismo empezamos a recoger.
–Pues, la próxima vez habla conmigo, igual podía haberte mejorado las condiciones del préstamo –dijo Luis– aunque la verdad es que el interés que has conseguido está bastante bien.
–¿Y tú, que cuentas? –me preguntó Óscar.
–Bueno, mi mundo es bastante más monótono –contesté, mientras mi dedo corazón daba  vueltas por el filo del vaso que tenía en la otra mano, donde unos cubitos de hielo se fundían lentamente entre el whisky–.  Aparte de mis clases, de vez en cuando escribo un ensayo para una revista cultural. Ahora estoy trabajando en uno sobre “La guerra de Yugurta”; sobre cómo entiende el autor la historia.
–Julio César es un plomo­ –dijo Luis, y los dos me miraron con caras extrañadas.
Yo callé y no los saqué del error de que no era Julio César  sino Salustio.
–¿Queréis que juguemos a las cartas? –propuso Óscar.
–¡De acuerdo!  –dijo Luis, abriendo la boca– Perdonádme, pero es que he madrugado mucho –añadió.
Yo también dije que sí. Las mujeres no quisieron jugar y se repanchingaron en los sillones que estaban cerca de la ventana a hablar de sus cosas. Al poco empezaron a sonar las campanas de las iglesias llamando a los fieles a la misa del gallo. Las tres se asomaron por los cristales. “!Ha empezado a nevar!”, dijeron. Los finos copos empezaban a teñir los tejados, los árboles y las calles de blanco. La gente caminaba con bufandas y paraguas camino de la iglesia. Nosotros nos asomamos también.
–Teníamos que haber ido a la misa del gallo –dijo Julia.
–Sí –contestó Eva–, tendríamos que haberlo hecho.
Los chicos bajaron en ese momento.
–Ya son las doce, es hora de repartir los regalos –dijeron.
Nos fuimos al árbol y cada uno cogió el paquete con su nombre. A Julia le había regalado su hermana un jersey de lana escocesa, y a mí, Luis, una caja de soldados de plomo para mi colección. Me retiré al pasillo y cogí el móvil para hacer la llamada que había dejado pendiente. Las campanas seguían y seguían repicando. En el salón sonaba “Noche de paz”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario