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viernes, 29 de junio de 2012

Comienzo de Novela (Guillermo Muñoz Pedrosa)



Españoles ante el horror.


Guillermo Muñoz Pedrosa.

En tierra hostil.
Era una oscura noche, con la luna cubierta por las grises nubes y el viento soplando a través de los árboles con la frialdad de su tacto, mientras que una espesa niebla cubría el suelo del aquel frondoso bosque. Apenas podíamos ver donde pisábamos y a menudo tropezábamos con algunas raíces, que resultaban invisibles a nuestros ojos.
No teníamos claro con exactitud a dónde nos dirigíamos. Al igual que todos los obstáculos que la madre naturaleza se había empeñado en ocultarnos, también nos había cegado ante los restos de nuestro objetivo. Más de uno tuvo la sensación de estar dando vueltas en círculos desde que salimos de nuestra base.
Me situé a la vanguardia del pelotón, observando lo que me rodeaba. El paisaje parecía repetirse indefinidamente, como si de un laberinto interminable se tratase, y como si tuviese vida propia, jugase con nosotros y nos hiciese repetir eternamente su fastidioso recorrido.
¡Pelotón, alto! grito el cabo Borrell. Nos detuvimos a su señal y apuntamos con nuestros fusiles apuntando al frente. Arriba vimos cómo se proyectaba una sombra, que permanecía inmóvil mientras nosotros avanzábamos lentamente mirando a nuestro alrededor Soldado Fuentes, acérquese a investigar.
¡A sus órdenes! Me adelanté al pelotón y me dirigí hacia aquella misteriosa sombra. Cuando subí a lo alto de la colina hallé un gran tanque. Parecía haber estado abandonado durante algún tiempo, y no hallé rastro de la tripulación o de los demás acompañantes. Levanté la mano e indiqué al resto del pelotón que estaba despejado.
Llegó el cabo Borrell, seguido de los soldados Carranza y Casas y por tres soldados más del ejército francés. Rodearon el taque y tomaron posiciones de defensas a su alrededor.
Bien, hemos encontrado el tanque, pero ¿dónde está el resto de la patrulla? El mando de nuestra base nos había enviado a buscar una patrulla blindada desaparecida. Teníamos el tanque, pero no teníamos ni idea de donde estaban los soldados.
No hayamos dentro del tanque, ni tampoco hayamos rastro alguno en las proximidades. La espesa niebla nos impedía ver si habían entablado combate con el ejército alemán, o con cualquier otro peligro.
Nos separamos a buscar al pelotón por los alrededores. Me acompañaron Casas y uno de los soldados franceses. Avanzamos con cuidado entre aquellos árboles, en silencio y en constante vigilancia.
Noté como mi pie chocaba con algo y caí al suelo. Creía que había pisado otra maldita raíz y sentí haberme enganchado. Me solté en poco rato y me giré a lo que quiera que fuese que me había enredado. No se veía del todo bien.
–¿Estás bien? –me dijo Casas mientras me ayudaba a ponerme en pie.
–Sí, estoy bien. –le respondí. Volví a agacharme a buscar lo que me había hecho tropezar. Note algo sólido, no de madera sino de hierro. Estaba fuertemente enganchado y me costaba trabajo tirar de él Creo que he encontrado algo. Ayúdame a tirar.
Me ayudo a tirar. Estaba realmente duro y oímos como algo crujía. Fuera lo que fuese se soltó de un sitio y caímos atrás de golpe. Me levanté y ayudé a mi compañero a ponerse en pie. Cogimos aquella cosa y la fuimos levantando.
A medida que salía de la niebla, vimos que era un fusil del ejército francés, pero lo que vino después nos sobrecogió. Cuando lo alzamos del todo vimos que aún seguía sujeto a los brazos de su portador, pero estos habían sido arrancados de golpe. Casas soltó rápidamente el fusil y lo dejó caer en el suelo.
Oímos unos pasos acercarse a nosotros. El francés, que nos vigilaba las espaldas, comenzó a apuntar a donde venían.
No estamos solos dijo con su peculiar acento. Llevé las manos a mi fusil y apunté con él.
No vimos nada, pero notamos como los pasos se oían por todas partes. Nos iban rodeando y acechando, y unos gruñidos fueron escuchándose aquel lugar.
A mi señal abrimos fuego y saldremos corriendo hasta el tanque. dije a mis compañeros. Comencé a contar hasta tres, pero no pasé del dos cuando algo saltó sobre el francés. Nos dimos la vuelta y retrocedimos. Aquel pobre hombre gritó dolorido en el suelo, mientras habríamos fuego a ciegas intentando salvarle. De pronto dos de esas cosas se abalanzaron sobre nosotros dos. Casas logró esquivarlo pero a mí me tumbó en el suelo.
Era como una especie de animal loco. Acercó sus dientes hacia mí con la intención de morderme. Traté de frenarlo con todas mis fuerzas, pero aquella bestia era demasiado fuerte, más que nada que haya visto jamás. La saliva iba cayendo en mi cara mientras aproximaba sus mandíbulas. Sentí que mis brazos iban cediendo terreno, no aguantaría mucho más.
Un disparó desplazó al animal y vi como una mano atravesó la niebla y me agarro del cuello. El cabo Borrell me levantó de un tirón y me puse en pie. Aquellas cosas se apartaron del francés que yacía sin vida.
Comenzamos a correr colina arriba, con aquellas cosas pisándonos los talones. Oí como otro de mis compañeros franceses caía al suelo, quedando a merced de las criaturas. Me volví a intentar ayudarle. Escuché sus gritos y disparos tratando de defenderse.
¡Olvídalo, está perdido! me ordenó el cabo. Yo traté de buscarle, pero al rato dejé de oír su voz y solo hallé el sonido de animales comiendo. No tuve más opción que seguir corriendo por mi vida.
El bosque seguía en nuestra contra. No divisamos ningún refugio ni salida entre aquellos siniestros árboles y cada vez el agotamiento y la falta de aire hacía mella en nuestros cuerpos.
Llegamos a un claro del bosque, donde un edificio se alzaba en aquel oscuro lugar. Era como una especie de villa campestre, rodeada por una verja de hierro. Al acercarnos, encontramos la puerta cerrada. Por más que tratamos de forzarla o de abrirla por la fuerza no se abría.
Las criaturas de las que habíamos huido todo este tiempo se hicieron visibles ante la ausencia de niebla de aquel lugar. Eran lobos de gran tamaño. Su piel había sido arrancada por varios puntos y en algunas zonas de su cuerpo podían verse heridas que hubiesen sido mortales para cualquier ser.
Comenzamos a disparar nuestros fusiles. Muchos de nuestros disparos habían sido terceros en puntos vitales, pero sin embargo no fuimos capaces de abatirlos de un solo tiro. Esas cosas retrocedían e intentaban atacarnos con más furia, mientras la munición se nos acababa a gran velocidad.
Mientras tratábamos de abatirlos, el cabo ayudó uno a uno a trepar la verja. Casas subió el primero y ayudó a Borrell a subir a lo alto. Desde ahí, nos ayudaron a subir a todos. Subí yo el penúltimo mientras otro de mis compañeros me cubría las espaldas. Llegué a lo alto de la valla y le tendí la mano para poder subirlo hasta arriba. Uno de esos monstruos le mordió la pierna mientras lo traía hasta mí.
¡Aguanta, amigo! Tiré de él con todas las fuerzas que me quedaban, pero aquella cosa tenía mucha fuerza. Sentí como tiraba de los dos.
Borrell disparó a través de la cancela e hizo al animal soltarlo. Caímos los dos al otro lado de la verja, con suerte de no rompernos nada. Aquellas bestias golpearon la puerta tratando de llegar hasta nosotros. Atravesamos el pequeño patio de entrada y entramos en el interior de la casa.








Carlos Bertrán.
Saqué mi paquete de tabaco y mi encendedor, mientras veía llover a través de la ventana. A veces veía los relámpagos caer en las cercanías de mi pequeña casa y oía el gran ruido que el trueno dejaba a su paso.
Divisé acercarse un coche. La edad había hecho estragos en mi vista, pero me pareció que era de color beige. Se detuvo delante de mi puerta y salió de él un hombre de mediana edad, tapado con una gabardina gris y cubierto con un paraguas negro que lo protegía de la lluvia. Se acercó a mi puerta y pulsó el timbre.
Me levanté y cogí mi bastón. Fui hasta la puerta apoyándome en el. El timbre no paraba de sonar insistentemente, mientras yo llegaba como podía. A mi edad uno no podía correr tanto como lo hubiese hecho alguien de la edad del visitante. Extendí mi mano hacia el pomo y lo giré.
¿Don Alejandro Fuentes? me preguntó aquel hombre.
Largo tiempo llevo sin oír ese nombre. le respondí mientras el extraño colgaba su paraguas y su gabardina en el perchero de la entrada Por favor, acompáñeme. Le fui guiando por la casa hasta el estudio. Allí le hice tomar asiento y le ofrecí un cigarrillo, pero se ve que no fumaba. Yo por mi parte saqué uno y me lo fumé tranquilamente. Tosí un poco. Ese vicio acabaría conmigo algún día u otro.
Señor Fuentes. dijo mientras sacaba un cuaderno y una estilográfica de su bolsillo Soy el profesor Carlos Bertrán. Historiador formado en la Universidad de Sevilla y experto en historia del franquismo. También he colaborado con el gobierno a encontrar ex militares del bando republicano para ponerlos en contacto con su familia.
Lo sé. Ya me contó eso por teléfono. dije tras darle una calada a mi cigarro Aún conservo mi memoria en buen estado.
Entonces se acordará también por qué he venido.
Di otro par de caladas a mi cigarro. Y miré de nuevo para la ventana. Todavía seguía lloviendo sin parar. En esos momentos, de lo que menos me apetecía hablar con nadie era de lo que ocurrió hace 40 años. Ya era bastante melancólico y la lluvia no mejoraba mucho la situación. Volví mi vista a Beltrán, que parecía impaciente por que empezase a hablar.
Muchos hombres buenos perdieron la vida en aquella misión. le dije Aún me persiguen sus recuerdos en el jardín de mi mente.
Mire, señor Fuentes. Le hablaré con franqueza. Cruzó los brazos y me miró con seriedad Cuando tuvimos acceso a los archivos de la guerra civil, encontramos su ficha de reclutamiento. En ella y en las de su unidad se había añadido una frase a posteriori.
Algún sello franquista, probablemente. dije mientras me acababa el cigarro Tendían a poner con una marca a los enemigos del régimen.
¿Y no le dice nada que las palabras de ese sello fuesen “Agnus Dei”?
Ese último comentario me dejó paralizado, sin saber que decir. Una maraña de malos recuerdos y experiencias pasadas cruzó mi mente de lado a lado. Aquel chico estaba adentrándose en aguas tormentosas que probablemente lo llevarían a una irremediable muerte. Pero sabía por experiencia que en estos casos la muerte podía ser la opción menos dolorosa.
Señor Beltrán. le miré seriamente Está buscando secretos nada agradables.
Todo el mundo asume riesgos. me dijo.
Pero, ¿realmente merece la pena poner en juego tantas cosas? insistí Si sigue indagando en esas palabras podría perderlo todo.
A veces se gana y otras se pierde. Su expresión se tornó desafiante.
¡Escúcheme atentamente, joven! me puse serio Muchos hombres sacrificaron sus vidas por esas dos palabras. Jóvenes, viejos, inocentes, culpables, valientes y cobardes. me di la vuelta mirando de nuevo a la ventana No pienso enviarle a usted a malgastar la suya.
Soy mayor para saber cómo he de vivir y como he de morir.
¡He dicho que no! me giré y lo miré a los ojos si no tiene nada más que hacer aquí, debería marcharse.
Mire, si es realmente algo peligroso, alguien debe saberlo y detenerlo.
¿Y quién va a ser el que lo haga? El mundo no necesita héroes, solo saber lo que tiene que saber para vivir en paz.
¿Y realmente traerá la paz el no conocer lo que pasa?
¡Lo mejor es que se marche y se olvide de todo esto!
Muy bien…Se quedó en silencio un momento, hasta que recogió su cuaderno y su pluma y se puso en pie Pero tenga presente que no soy el único que sabe lo de Agnus Dei. Pronto llegarán más investigadores con muchas preguntas.
Se dirigió a la puerta de mi estudio. Yo me giré de nuevo a la ventana a ver como llovía. Pensé que era un farol, que probablemente solo lo decía para intentar asustarme y persuadirme para que se lo contara. Oí el ruido de la puerta abrirse. Saqué un cigarrillo y me puse a fumar.
¿Qué es lo que quiere saber? le dije sin mirarle a la cara. Tanto si pretendía persuadirme o si hablaba en serio, daba igual.
Empiece desde el principio. Oí como tomaba asiento, y su tono de voz sonaba a triunfante.

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