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viernes, 22 de junio de 2012

- Rela to 9 de María Marín Álvarez. Tierra Santa


TIERRA SANTA.


TIERRA SANTA.

-No, esta noche no duermo en casa me quedo en el hospital…si, pero es que no me gusta que se quede mi hermana, ya sabes como es…mira, no voy a discutir eso ahora, ella está casada, la niña, el trabajo, el marido...si,si,si, lo sé, lo sé Joaquín, pero es que no puedo…mi madre se está muriendo, cojones, deja de pensar en ti por una puta vez en la vida…Oye, mira, lo siento, es que estoy muy nerviosa…lo siento…si, sé que tú también lo sientes…no te preocupes….Si. Salgo ahora, ya te avisaré cuando llegue…Si…sabes que yo también. Venga, adiós.
Colgué el teléfono con un suspiro y lo guardé en el bolsillo exterior del bolso.  Estaba lista para salir. En baúl de la entrada, hice una parada para coger las llaves que estaban, como siempre en la cestita verde. Me miré al espejo que había justo delante y éste me devolvió una imagen bastante desagradable. A penas si me había peinado. Llevaba una coleta baja recogida con una gomilla roja. Las ojeras estaban empezando a tomar un color indefinible, verdesmarrones. Me había puesto un pantalón negro, ancho y fresco, chanclas de cuero y una camiseta negra también. Al menos tuve el detalle de adornarme el pecho con un collar rojo. En el espejo, una foto de mis padres colgaba suicida de una de las esquinas. La miré de lejos, pero no la cogí. Me quité las gafas para limpiarlas. Una lágrima estuvo a punto de salir pero la retuve. Me giré y salí, cerrando la puerta con ganas. Mientras echaba la llave, en  la acera me encontré a la vecina.
-Ay, Rosario, ¿cómo está tu madre, hija? Es que no te veo por aquí y no sé nunca a qué hora pasarme por tu casa, para no molestarte.
-Bien, Carmen, bien.
-¿Vas ahora para el Hospital? Tengo aquí una cosita que me gustaría darte, para que se la des a ella, sé que le haría ilusión.
-Ahora no puedo entretenerme, Carmen. Como me retrase más, me quedo sin aparcamiento.
-Ay, hija, si es solo un segundo.
-Bueno, pero dese prisa, por favor. – Encendí un cigarro.
Carmen entra en su casa y antes de que le de tiempo a volverse a quitar las gafas para volver a limpiarlas, ya está allí de nuevo, en el marco de la puerta.
-Toma, hija, es un poco de arena de Tierra Santa. Tu madre iba a venir al viaje pero ya estaba muy malita y no se atrevió. Se la traje a escondidas. Toma también esta estampita. Es una vista de Jerusalén. ¿Te gusta? – No contesté – Yo sé que tú no eres mucho de estas cosas…pero a ella le gustará.
Cogí las cosas y las metí en el bolso.
-Gracias Carmen, ahora me tengo que ir.
-Ay, quiera Dios que la tengamos pronto aquí. La echo mucho de menos, ¿sabes? Son muchos años viviendo juntas, ya sabes, las dos enviudamos tan jóvenes…- Empezó a llorar.
- Me tengo que ir, Carmen. Se las daré.
Me di la vuelta sin dejar que terminara de hablar. Eran las ocho de la mañana. La calle estaba ya hirviendo, como si el frescor de la noche pasada hubiera solo sido un sueño, uno muy lejano. Crucé la calle para ir al estanco, salí rápido, sin dejar que nadie tuviera ocasión de preguntarme por mi madre, pero en la puerta me topé de bruces con José.
-Rosario, hija. ¿Cómo está tu madre? Quiero ir a verla pero me ha dicho Carmen que está muy débil y no quiero molestarla. Pero me acuerdo mucho de ella, sobre todo por las noches. Siempre nos sentábamos todos en tu puerta, a tomar el fresco, y ella siempre nos animaba a todos, con sus chistes. – Sacó un pañuelo de tela del bolsillo con una mano mientras con la otra se subió las gafas para secarse las lágrimas. Se le cayó el bastón. Lo recogí.
- José, tengo mucha prisa.
-Ay, niña, es que ya somos pocos y ella…bueno, tú sabes que yo por ella siempre he tenido una debilidad. – Empezó a gimotear. Un hombre mayor, con gafas, llorando. Lo dejé con la palabra en la boca.
-José, tengo que irme, como llegue más tarde me quedo sin aparcamiento.
Lo dejé allí, en la acera, llorando. Llegué al coche y me subí. Puse la radio  sin ponerme el cinturón ni mirar salí del aparcamiento. Un coche que venía bastante rápido dio un frenazo inesperado dada mi diligencia y empezó a tocar el claxon enfurecido. No le hice caso y salí de mi calle.
Las noticias hablaban de economía, de primas de riesgo, de puntos, de valoraciones, de quiebras, de paro. Al menos eso creo, porque no conseguía escuchar nada. Cambié el dial. Radiolé. La canción favorita de mi madre empezó a sonar. Cambié rápido el dial y volví a los problemas económicos.
Tardé menos de lo habitual en llegar al hospital pero fumé como si hubiera conducido 500 km. Era muy extraño, porque no había casi tráfico. Al llegar al hospital me enteré de que era fiesta, el día del Corpus, creo. Me lo dijo la chica de recepción al llegar. No sé qué le hizo suponer que me importaba.
            Las personas enfermas no entienden de días de fiesta-, dije. La dejé con la palabra en la boca.
Me encaminé hacia el ascensor. Se abrieron tres a la vez. Elegí el que iba vacío. Al llegar a la cuarta planta. El olor me revolvió el estómago y recordé que no había desayunado. Busqué la habitación 432. La puerta estaba cerrada. Eso significaba que los médicos ya habían entrado. Las charlas con los vecinos consiguieron su objetivo, que yo llegara tarde. Empecé a pasear por el pasillo y el olor a café me llevó hasta el final del ala, justo delante de una entrada restringida. Allí estaba mi hermana, con su marido, tomándose una tila. Cuando me vió, se echó corriendo a mis brazos.
-¡¡Ay, Rosario, Rosario!! Que mamá está muy malita.- Empezó a moquear automáticamente. Su llanto no tenía ningún tipo de proceso in crescendo. Yo no sé qué vamos a hacer, Rosario. ¡Qué pena tan grande!
-Bueno Lucía, relájate.- Intenté calmarla, apartándola, sin mucho éxito, porque mis palabras solo consiguieron ponerla peor.
-¿Que me relaje? – Gritó - ¿Que me relaje?- insistió- ¿Tú sabes la noche que hemos pasado? ¿Tú sabes la noche que hemos pasado, eh?, ¿lo sabes?
Supuse que el hecho de que repitiera la misma pregunta tres veces era porque pensaba que no, que no sabía el tipo de noche que se pasaba en un hospital con una enferma terminal de cáncer de páncreas. Pero sí que lo sabía, claro que sí. Mi padre murió de lo mismo, solo que ella era aún  muy pequeña y no se enteró de nada.
-Lucía, por favor…-intenté calmarla, de nuevo, sin éxito.
-Ni Lucía ni nada, coño. Que parece que no te enteras. ¡Mamá se está muriendo, Rosario! ¡Se está muriendo! ¿Y tú me dices que me relaje? ¿No tienes corazón o qué?
-Necesito un café.- Fui hacia la máquina pero cuando abrí la cartera, descubrí que no tenía cambio. –Julián, ¿me dejas 40 céntimos?
Lucía me miró, como quien mira al mismo diablo y se fue.
-Desde luego, Rosario, eres increíble.
Nos quedamos mirándonos unos segundos. Interminables.
-¿Tienes o no?- Insistí.
-Toma 50.
- Gracias.
-De nada.
Se fue. El pasillo estaba lleno de familiares que esperaban tras las puertas cerradas a que los médicos salieran con sus promesas de mejora o sus noticias de muerte. Saqué el café. Cortado sin azúcar. Me senté en una silla de plástico verde. Estaba aún caliente. Julián había estado sentado allí. Me quité las chanclas para sentir el frescor del suelo en las plantas de los pies. Saqué el móvil y empecé a leer las noticias. Un grito ahogado inundó el pasillo. El paciente de la 438 había firmado el finiquito. Guardé el móvil y fui en busca de mi hermana. La encontré abrazada a Julián.
La puerta de la habitación de mi madre seguía cerrada. De repente, del ascensor empezaron a salir señoras con bandejas. Iban a repartir los desayunos. Mi madre llevaba ya varias semanas siendo alimentada por una sonda.  A mi madre y a mi nos encantaba desayunar en el patio. Tostadas con aceite, papochas, como las llamamos allí. El olor del pan me recordó que no había desayunado.
-Me muero de hambre. –dije.
-¿No has desayunado?- preguntó Julián.
- No, no me ha dado tiempo.
- La otra noche tampoco cenaste. Hemos visto el bocadillo en la papelera de la habitación. –Dijo mi hermana  mirándome fijamente sin mirar.
- Si, bueno…lo siento. No es que no me gustara es que mamá pasó una mala noche, estuvo hablando mucho, muy inquieta. Bueno, ya lo sabes, lo que te dije.
- No, no me dijiste nada.- No, no se lo había dicho. Ahora tendría que dar explicaciones. -¿Qué pasó?
-Nada, bueno, ya sabes, con la morfina…le subieron la dosis, porque sufrió una angina de pecho y …
-¿Una angina de pecho? ¿Y no me llamaste? – Caja de pandora abierta.- ¿Y te quedas tan tranquila, Rosario? Es que, eres increíble, de verdad yo no entiendo de qué coño vas.
- Lucia, cálmate. –Julián, le susurró algo al oído.
-Puedes compartir lo que quieras conmigo, Julián, somos todos familia, ¿no?- dije yo, mirando fijamente al café, ya frío.  Lucía empezó a llorar, otra vez.
-Mira Rosario, yo no quiero saber nada, no me quiero meter en vuestras cosas pero tu madre…
-Tú lo has dicho, es mi madre, no la tuya.
-Pero también es la mía, cojones, Rosario. –Lucía moqueaba ya como una niña de 7siete años.
-Mira, voy a irme a desayunar. No aguanto el olor de este pasillo y tengo ganas de vomitar.
-¿No vas a esperar, por lo menos, a que salga el médico?
No contesté.  - Carmen me ha dado esto para mamá.- Le dí la estampita y la botellita de arena. –José también me da recuerdos. Se ha puesto a llorar nada más verme.
-Es que José quiere mucho a mamá. Todos la quieren, todos la echan de menos. Ni si quiera quieren salir a sentarse en la puerta, a tomar el fresco, como llevan haciendo toda la vida.
-No ha hecho mucho calor, de todas formas. Este verano está siendo raro.
- ¿Eres de piedra, Rosario?- preguntó mi hermana.
- No, soy humana. Por eso tengo hambre. Llevo el móvil, saldré del hospital, no me gusta el pan de las tostadas de aquí. Llámame en cuanto sepas algo.
- No te entiendo. – Dijo Lucía, con la mirada perdida.
-Que no desayunaré aquí, que si tardo, es por eso.
-Te ha oído. – Apostilló Julián. –Espero que te arrepientas de tu actitud.- Doble apostilla.
- Te sentaría bien una tostada a ti también, Julián. Hasta luego.
-Tiré el café en la primera papelera que me encontré. El pasillo estaba lleno de carros con bandejas vacías, llenas, medio llenas, medio vacías. Las señoras de la limpieza cargaban bolsas de basura, arrastrándolas por el pasillo. A través del color verde podía ver gasas ensangrentadas. Mi respiración empezó acelerarse. Tenía la garganta seca. Entré en el ascensor sin saludar. Salí de él sin despedirme y empujando al médico que se había quedado como hipnotizado mirando los números que indicaban las plantas. No me disculpé. Atravesé corriendo el hall del hospital y llegué a la calle. El calor era insoportable. Miré a un lado y a otro, buscando un banco vacío. Me senté y encendí un cigarro. Luego otro. Otro. No sé cuántos fumé. El teléfono sonó. Era mi hermana. Lo miré fijamente durante unos segundos. Dejó de sonar. Delante de mí vi salir y entrar mucha gente en el Hospital. Unos iban riéndose, con globos que felicitaban por el nacimiento de un nuevo miembro. Otros, con maletines, ajenos a lo que pasaba a su alrededor. Gente coja, en silla de ruedas, gente llorando, viudas de negro, niños asustados, madres protectoras. Médicos fumando en la puerta. Ambulancias que devuelven a pobres ancianos a sus rincones de soledad. Monjas con hábitos imposibles acompañando a alguna anciana. Amigos esperando el nacimiento del primer hijo de la pandilla. El teléfono volvió a sonar. Era Julián. Lo dejé sonar. Encendí otro cigarro. Mi hermana volvió a llamar.
- ¿Si?
-Rosario…-gimoteo.- Rosario, Rosario…
-¿Si? No oigo nada. ¿Quién es?
-Rosario, mamá…mamá…
-Mire, no s quién es. No oigo nada. Creo que se ha equivocado.
Colgué. EL estómago me rugía como nunca. Me levanté del banco, apagué el cigarro en la papelera, apagué el teléfono y salí del hospital.
-¡Hombre Rosario!
-¿Qué pasa, Martin?
-Pues nada, aquí, en la lucha. ¿Lo de siempre?
- Si por favor, ¡tengo un hambre!
- Oye, ¿te queda mucho para terminar el trabajo por aquí? Me dijiste que estarías con una suplencia de un par de semanas, y llevas ya tres meses con nosotros. Qué buena suerte, ¿no? Aunque hay que ver, que no te hemos visto ni un día vestida de médico, ¡coño! ¡Con lo bien que tiene que sentarte a ti la bata!
-No, ya no me queda mucho. De hecho, creo que hoy será mi último día.
-Vaya hombre, ¿no me digas?
El bar estaba lleno de miradas perdidas, manos que movían infinitamente cafés cortados y negros, paquetes de pañuelos vacíos. Era como un muro de las lamentaciones, como el de Tierra Santa. Como el que mi madre nunca llegaría a ver.


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